17

—Está cerrado. A lo mejor no está en casa —dijo Efraim Benesh sorprendido, y temblándole la mano sacó un manojo de llaves del bolsillo. Tocó con temor una de las llaves y, al final, la metió en la cerradura con decisión. Michael le siguió hasta el salón y, desde allí, a la cocina y al cuarto de baño, y, al tiempo que los pasos de Eli Bahar se alejaban hacia las demás habitaciones, vio cómo se esforzaba por controlar sus movimientos. Al otro extremo de la casa, justo cuando los dos vieron su reflejo en el espejo del armario del cuarto de baño, se oyó una voz.

—Aquí hay una habitación cerrada —gritó Eli Bahar, y rápidamente volvieron por el pasillo en penumbra.

—Es nuestro dormitorio —dijo Efraim Benesh con voz temblorosa—. Nunca lo cerramos con llave —apretó una y otra vez el picaporte, intentó abrir la puerta golpeando con el hombro y gritó atemorizado—: Clara, Clara, abre, Clara, soy yo, sólo yo —de la habitación no salía ningún ruido. Eli Bahar, después de mirar a Michael, sacó del bolsillo interior del anorak una navaja suiza.

—Yo la abro —dijo Eli en tono de advertencia, y Efraim Benesh le obedeció y retrocedió—. Abierto —dijo Eli Bahar poco después, y con cuidado dejó el embellecedor de bronce de la cerradura en el suelo. Sólo entonces se apartó y dejó que Efraim Benesh entrara. Entre su cuerpo y el umbral, a la luz de la lámpara de noche de al lado de la cama, Michael vio sólo unas piernas blancas y desnudas, balanceándose en el centro de la habitación; se iluminaban con la luz amarillenta y se oscurecían al llegar con repetidos balanceos casi hasta la vieja escalera de madera que estaba puesta allí. El gran cuerpo de Efraim Benesh, que cayó hacia atrás y se desplomó en sus brazos, le impidió levantar la cabeza hacia el alto techo y hacia la sombra que se movía de un lado a otro.

Michael dejó a Efraim Benesh en la alfombra floreada y dudó si hacerle volver en sí o no.

—Sujeta las patas de la escalera, es muy endeble —le dijo Eli.

Sólo después de cargar todo el peso de su cuerpo contra la escalera, alzó la vista y, mientras Eli subía rápidamente por los peldaños chirriantes, vio el gancho de hierro clavado en el centro del techo —también en su casa nueva había uno que, si no se usaba, como decía Linda, para colgar lámparas o para secar ristras de ajos y guindillas, se usaría sin duda para colgar grandes pedazos de carne después de la matanza— y la cuerda sintética de tender la ropa atada a él, blanca y brillante, y después vio el tono amoratado del rostro de Clara Benesh y la lengua rosada que le salía de la boca.

—Ayúdame a bajarla —protestó Eli Bahar desde lo alto de la escalera, que se tambaleó cuando cortó la cuerda y cogió el cadáver en brazos—, pesa como… —resopló cuando Michael la agarró por las piernas—, pesa como un muerto… ¿Cuánto tiempo ha pasado desde que la hemos llamado hasta ahora? —murmuró mientras dejaba el cadáver sobre la colcha rosa, encima de la cama. No estaba fría como otros cadáveres y, de no ser por la cara azulada y crispada, los ojos abiertos y penetrantes con expresión de pánico y el cuello roto, hasta se podría haber pensado por un instante que estaba viva. Antes de que le entrasen náuseas Michael miró hacia un lado, lo hizo incluso antes de poder imaginar, como se había imaginado otras veces en situaciones parecidas, qué aspecto tendría él si se hubiese colgado así de un gancho de hierro.

—Mira cómo lo ha ordenado todo. No ha podido ser por mi llamada de teléfono, lo tenía planeado de antes —dijo Eli Bahar, que se puso a examinar la habitación mientras Michael descolgaba el teléfono y pedía una ambulancia—. Una cosa así no se hace de repente —dijo Eli—; esto necesita preparativos —y, mientras se inclinaba otra vez sobre la cama, intentando descubrir con desesperada insistencia algún indicio de pulso en las manos y en el cuello de la señora Benesh, Michael cogió del cinturón de Eli el móvil y pidió que enviaran también el furgón del laboratorio de criminalística.

—Demasiado tarde —murmuró Eli, y dejó caer también la mano izquierda de Clara Benesh—, ha pasado una media hora desde que hablé con ella, puede que más. Al parecer justo después fue y… No parece que haya ninguna carta, ninguna nota, nada —se lamentó, mirando a su alrededor.

Michael se arrodilló al lado de Efraim Benesh y le dio unas palmadas en las mejillas.

—Señor Benesh, señor Benesh, Efraim, Efraim —dijo Michael, mientras Bahar rodeaba la cama de matrimonio e inspeccionaba la cómoda que había al lado. De un pequeño joyero que había encima cogió un collar de perlas blancas que estaba enroscado como una serpiente, con el broche de oro hacia arriba, y sólo entonces vio el libro que estaba al lado del joyero.

—No sé en qué idioma está, a lo mejor es alemán —dudó Eli, y lo hojeó—. Pero dentro tampoco hay ninguna nota —alumbrado por la luz de la lámpara de noche abrió cajones, miró debajo de la cama y, cuando Efraim Benesh abrió los ojos y miró desconcertado los de Michael, Eli ya había abierto una tras otra las chirriantes puertas del gran armario empotrado, todas ellas adornadas con un fino marco dorado.

Michael abrió las contraventanas. Una luz pálida penetró por el ventanal, que tenía los cristales manchados de gotas de barro a causa de la lluvia, y al hacerlo aclaró el vestido negro que se había puesto Clara Benesh antes de subirse a la escalera y atar la cuerda de la ropa al gancho de hierro.

—Voy a traer agua —le dijo Michael a Efraim Benesh, que aún estaba tendido sobre la alfombra a los pies de la cama de matrimonio con los flecos de satén rosa de la colcha dándole en la frente.

La cocina estaba ordenada y en silencio, como si no hubiera pasado nada; en la encimera de mármol, sobre un paño muy blanco extendido junto al fregadero, había vasos con el interior húmedo todavía: era evidente que se habían fregado hacía poco. Después de observarlos, llenó uno con agua del grifo; pero, tras pensarlo mejor, llenó otro más y llevó los dos junto con el paño húmedo al dormitorio. Allí, a los pies de la cama, se volvió a agachar, metió la punta del paño en el agua y humedeció con él las mejillas de Efraim Benesh. Como no se movía, dobló bien el paño y se lo puso en la frente, miró cómo chorreaban las gotas hacia sus grandes orejas y después hasta el suelo de cerámica blanca. Se preguntó cómo sería el suelo original y de inmediato intentó apartar ese pensamiento de su cabeza, sin conseguirlo; entonces oyó la voz de Efraim Benesh, que se había llevado la mano a la frente:

—Si hubiera estado en casa esto no habría sucedido. Esto no habría sucedido —con un movimiento cansino se pasó el paño por la frente y entornó los ojos—. ¿No se puede hacer nada? ¿Está muerta?

Michael asintió, entonces Efraim Benesh abrió sus pequeños ojos claros de par en par y los clavó, llorosos y llenos de espanto, en el rostro de Michael, que le acercó el otro vaso de agua a la boca y le sujetó la cabeza por detrás.

—Beba, señor Benesh, enseguida vendrá el médico —dijo Michael. Después de dar unos tragos, Efraim Benesh se sentó, se agarró a la cama e intentó levantarse—. Quédese sentado un rato más. Poco a poco —le previno Michael, y vio por el rabillo del ojo cómo Eli sacaba los cajones del armario empotrado, que también estaban adornados con un fino borde dorado—. Creíamos que íbamos a encontrar a Yoram en casa —le recordó.

Efraim Benesh se apoyó en la cama con las piernas extendidas hacia delante.

—Tienen que estar en su habitación, Michelle y él —dijo Efraim Benesh con un hilo de voz, giró ligeramente la cabeza hacia atrás y, al ver los pies desnudos, se tapó la cara con las manos—. Pero a lo mejor han salido un momento, parece que no hay nadie en casa… —y de pronto dejó de hablar, dejó de respirar y se levantó de golpe, agarrándose a la cama—. Hay que mirar en la habitación de Yoram —dijo con voz ronca—, quién sabe lo que… —y salió rápidamente del dormitorio. Michael le siguió hasta el otro extremo del pasillo y se quedó a su lado mientras abría la puerta de la habitación de su hijo y se detenía en el umbral. Miró a su alrededor y, sin ningún matiz especial en la voz, se volvió hacia Michael y dijo—: No están aquí.

—¿Dónde cree usted que estarán? —preguntó Michael echando un vistazo a la habitación vacía. También ahí había un gran armario empotrado, y las tres puertas estaban abiertas de par en par. En un cajón vacío quedaba sólo un calcetín de non. Efraim Benesh miró la franja roja del borde y se llevó la mano al pecho.

—Ha visto que la libreta no estaba. Ha comprendido —murmuró Efraim Benesh.

En el suelo, a los pies del armario, y también en la cama deshecha y en la alfombrilla había un montón de ropa y otros objetos.

—No están aquí —repitió Efraim Benesh, y en esa ocasión la frase iba acompañada de un tono de alivio, aunque aún tenía las manos sobre el pecho.

—Parece como si alguien lo hubiera empaquetado todo y se hubiese ido —dijo Michael.

—La maleta grande de Michelle no está aquí —corroboró Efraim Benesh, y suspiró mostrando el alivio que sentía.

—¿Tenían previsto irse a algún sitio? —preguntó Michael—. Creía que habíamos quedado en que Yoram no saliera de casa —le recordó al padre, que aún estaba en la entrada, apoyado en el marco de la puerta.

—No me ha consultado y no me ha contado nada —dijo Efraim Benesh—. Ya se lo he dicho antes, Yoram hace lo que quiere. Y ahora hay que… Cuando su madre… —un escalofrío le recorrió los hombros, por un instante Michael temió que volviera a desplomarse, pero sólo se tambaleó—. Se ha puesto un vestido para hacer esto —susurró Efraim Benesh—, y se ha quitado la cadena —arrastrando los pies entró en la habitación de su hijo, se dejó caer todo lo grande que era sobre el futón y se tapó la cara con la almohada—. No dejó traslucir nada —dijo, dirigiendo sus palabras a la esquina del colchón—, nada: ayer por la noche estaba como siempre, no quería oír lo que tenía que decirle… Pensé que de verdad no sabía nada, no creí… Al parecer se despertó y se dio cuenta de dónde estaba yo. Siempre había dicho que si le pasaba algo a Yoram… ella… No me dijo nada —murmuró, después se incorporó—. La gente deja… ¿Me ha dejado algo? ¿Han encontrado alguna carta? Le ha dejado algo a…

—De momento no hemos encontrado nada —dijo Michael, y dirigió la oreja hacia el pasillo—. Creo que ha llegado el médico, señor Benesh —dijo en tono tranquilizador—. Pero debe decirme toda la verdad, ¿cree usted que Yoram ha abandonado el país?

Efraim Benesh le miró abatido.

—Cómo voy yo a saberlo —murmuró—, estaba aquí ayer por la noche. Y esta mañana, antes de salir, no comprobé si él y Michelle estaban en la habitación. Puede ser que… Ya se lo he dicho, no lo sé.

La puerta de entrada se cerró de golpe, unos pasos se acercaban, un objeto pesado cayó en el pasillo y, con las voces que entraban de fondo —«¿Has traído la camilla?», gritó una. «Espera a que el médico termine», dijo otra—, Michael se acercó a Efraim Benesh, se inclinó y le miró a los ojos.

—Ya nos hemos dado cuenta de que usted conoce a su hijo, usted es el único que de verdad sabe cómo funciona su hijo —le dijo Michael—. Y ahora le pregunto: ¿es posible que, según usted, a pesar de todas las promesas y amenazas, haya abandonado el país con su prometida, con Michelle? Después de lo que ha pasado —señaló con la cabeza hacia el pasillo—, de verdad es conveniente que no sigamos ocultando nada, porque no hay ninguna razón para ello.

Efraim Benesh movió la cabeza de un lado a otro, miró a su alrededor como si fuera a encontrar una respuesta en el armario abierto y después extendió los brazos.

—Dios santo —dijo, y se calló un instante antes de añadir—: Puede ser que sí. A Estados Unidos. Con Michelle. Dios sabe lo que le habrá contado. Pero está usted en lo cierto. Ya no hay ninguna razón.

—Espere aquí, el médico vendrá enseguida a hablar con usted —le informó Michael, y después se fue rápidamente a la cocina a llamar por teléfono desde allí. En la pared, junto al frigorífico, había un teléfono del mismo color. Michael intentó tres veces contactar con Balilty y tres veces oyó la respuesta grabada: «El teléfono al que llama no está disponible». Por tanto llamó a Tzilla que, nada más oír su voz, le reprendió:

—Dime, ¿por qué no contestas al beeper? Llevo media hora intentando… —él debía conseguir que dejara de gritar, informarle de lo que había que hacer y acallar sus quejas («¿Cómo que controles?», dijo Tzilla perdiendo la paciencia. «¿De dónde voy a sacar efectivos para eso? Basta con el aeropuerto. Hablaré con Balilty, ya veremos lo que se puede hacer») antes de que ella le dijera—: Llevo media hora intentando localizarte: la niña se ha despertado, ha abierto los ojos y está consciente, pero no está dispuesta a hablar. No habla con nadie y Einat se está volviendo loca. No suelta ni una palabra. He pensado que sólo tú…

—Ahora no —le dijo Michael, y miró a Eli, que estaba en la entrada de la cocina—, ahora no, dentro de un rato me paso por ahí, y tú no te muevas de tu sitio y no hagas caso a ideas e iniciativas brillantes.

—Los de criminalística están aquí, y también el médico —dijo Eli cuando Michael colgó el teléfono—, quieren hablar contigo y con el marido. También querrían hablar con el hijo, pero no hay hijo, ¿no? Ese tal Yoram ha desaparecido, no se ha quedado a esperar la prueba de ADN, ha desaparecido y ha matado a su madre. —Michael salió de la cocina y él le siguió—. Hay muchas formas de matar —murmuró Eli cuando estaban de nuevo en la entrada del dormitorio, mirando al médico, que estaba examinando el cuerpo de Clara Benesh—, muchas formas, créeme. Se puede matar a alguien sin tocarle. Eso es lo que Balilty te diría. Te apuesto a que ese chico ya está fuera de nuestras aguas territoriales.

En silencio observaban al médico, que se echó a un lado, y ellos también se apartaron hacia la ventana para dejar sitio libre a los camilleros. En silencio miraban a Jaffa, de criminalística, que estaba metiendo todo lo de los cajones en una bolsa de plástico negra, y a Alón, que no paraba de hacerle fotos al cadáver, desde la derecha, desde la izquierda y desde arriba; al gancho de hierro; a la escalera.

—Es una lástima que la hayáis movido —dijo Alón, e inmediatamente se mordió los labios—. Pero seguro que pensasteis que aún se podía hacer algo —no apartaba los ojos del visor de la cámara—; seguro que teníais la esperanza de poderla bajar y hacerle el boca a boca o algo así.

—No —dijo Eli—, ya no tenía nada de pulso, la nuca estaba rota, hasta yo puedo darme cuenta de algo así; pero no se puede dejar a una persona así, colgada.

Alón hizo unas cuantas fotografías más, rompiendo el silencio con el sonido de la cámara, y después bostezó.

—Vale, yo ya he terminado, podéis sacarla de aquí —dijo Alón, y los dos jóvenes con batas blancas dejaron la camilla sobre la cama.

Se oyeron unos pies arrastrándose, era Efraim Benesh, que entró en la habitación y se tapó los ojos cuando dejaron el cuerpo de su esposa en la camilla y la levantaron.

—El médico dice que murió enseguida, sin…, sin… —dijo Efraim Benesh mirando a su alrededor—. Y su hijo no está aquí, ni siquiera lo sabe. El médico me ha puesto una inyección —añadió con voz cansada, y se tumbó a un lado de la cama—. No sé qué… No sé qué hacer —dijo, poniéndose de lado y estirando las piernas—. Dios santo, ¿qué te he hecho yo para que me hagas esto? ¿Qué? —dijo, se puso en posición fetal y de repente se calló. Su cuerpo se relajó y su respiración se volvió rítmica.

—Se ha dormido —dijo Eli mirando a Michael con una expresión confusa—. ¿Qué vamos a hacer? No podemos dejarle solo según está, se despertará y… ¿Hay alguien a quien podamos llamar? ¿Alguien de la familia o de…?

—No hay nadie, por lo que yo sé —dijo Michael pensando en voz alta—. No tienen relación con los vecinos y los dos trabajaban juntos, no tiene ni siquiera una secretaria.

—¿No se dijo algo de un cuñado? ¿O una cuñada? —Eli se esforzaba por recordar—. ¿De que estuvieron en una celebración familiar? Al menos hay que informar… Ocuparse de… Voy a llamar a Tzilla —dijo al final—, ella sabrá lo que hay que hacer —y al instante marcó en el móvil que tenía en la mano.

Sin prestar atención, mientras observaba el gran cuerpo de Efraim Benesh en posición fetal y la cara tapada con los brazos, oyó las frases entrecortadas de Eli —«No tenemos ni idea…». «¿Cuánto tiempo?». «Lo más deprisa que puedas»—, y se preguntó a quién llamarían para que se quedase junto a su cama cuando necesitara vigilancia, y cuando ya no fuera necesaria, y quién se encargaría de los trámites del funeral. En su imaginación veía a su hijo Yuval tapándose la cara y llorando. Y en ese dormitorio se llenó de tristeza y de compasión por Yuval y también por sí mismo y, cuando cerró los ojos, vio el rostro de Ada.

—Le llevará unos minutos —dijo Eli—, ella ya tiene en la cabeza a quién hay que informar, pero quiere que vayas a Har Hatzofim, al hospital. Ya no tienes nada que hacer aquí. Llévate el coche, yo la esperaré aquí. Es más importante ahora que estés allí.

Al pasar delante de la casa que acababa de comprar y que tenía olvidada durante los últimos días, se le vino a la cabeza el nuevo tono de voz de Eli Bahar, un tono autoritario y tranquilo del que había desaparecido la amargura, como una pústula que ha sido pinchada y secada y ya no duele.

Si no hubiese sido por lo que le había pasado en los últimos días, tal vez habría sonreído al ver los ojos cerrados de la niña —cerrados con fuerza, con tanta fuerza que tenía una pequeña arruga entre las cejas— y sus labios metidos dentro de la boca. Estaba tumbada de espaldas, sin moverse, aunque no le cabía duda de que oía todo lo que pasaba a su alrededor; sabía que había oído protestar a su madre cuando le pidió que saliera de la habitación y también el comentario pesimista del psiquiatra —«Se puede llevar el caballo al agua, pero no se le puede obligar a beber. Es un dicho inglés, pero el sentido más o menos es ése»—, e incluso el roce de las piernas de Peter Obarian alrededor de la cama mientras murmuraba: She has really gone through hell. Cuando se quedó solo en la habitación, se sentó al borde de la cama, cerca de las piernas de Nesia, se cruzó de brazos y esperó.

Si le hubieran preguntado a qué estaba esperando, se habría encogido de hombros y habría dicho: «Un momento de inspiración». Pero la verdad es que tenía la esperanza de que esa niña, debido a su enorme curiosidad, quisiera saber quién estaba sentado en su cama, abriera los ojos y le mirara. La aguja más larga del reloj de pared dio una vuelta completa y después otra, y no sólo no abrió los ojos, sino que apretó aún más los labios y, por un instante, se mordió el labio inferior como proclamando: «Es imposible», o: «Nada va a conseguir abrirme». Michael observó esa cara pecosa y pálida que había perdido toda su carnosidad y que se veía tan herida, observó también el cabello moreno y rizado que rodeaba como una aureola la cara. Sin estar ya aprisionada por un elástico, la cara de repente aparecía fina y delicada; vio hebras doradas en esos rizos; y también vio su mano, tendida junto al cuerpo inerte, como si acabara de desprenderse de una capa de piel y se hubiese renovado. Y se dijo a sí mismo que esa crisis, por la que estaba tendida de espaldas y aislada del mundo, había producido en ella un cambio y le había conferido a su cara, y tal vez también a su cuerpo, una dulzura vulnerable que antes no tenía. Miró un libro grande que estaba encima de la cama, a su lado —Peter lo había dejado ahí antes de salir—, abrió la cubierta desgastada y leyó las onduladas letras doradas: Cuentos para niños de Shakespeare, en inglés. (Cada noche, antes de que apagaran las luces, Peter se los leía a Nesia para que recobrara la conciencia, y eso, o las canciones que le canturreaba, y sobre todo la constancia de su voz, es posible que hubiera dado resultado; lo que más doblega la voluntad de las personas que se niegan a estar en el mundo es una voz melodiosa y una dedicación en las que se perciben atención y amor). Si Nesia hubiera sido una niña pequeña le habría contado el cuento del patito feo, pero, después de todo lo que había visto y de haber recibido tantos golpes, no necesitaba cuentos, y menos cuentos con moraleja.

—¿Por qué no quiere abrir los ojos? —le preguntó al psiquiatra antes de que entraran en la habitación.

—No tengo suficientes datos —contestó el psiquiatra—. La madre no lo sabe explicar muy bien. Pero es una posible reacción al trauma por el que ha pasado: las personas tienen miedo de estar conscientes.

—Pero ella está consciente, al menos semiconsciente —afirmó Michael—. Hasta un idiota como yo puede darse cuenta de eso; por tanto no tiene miedo de eso.

—Sí —corroboró el psiquiatra sin ningún entusiasmo—, pero no podemos saber qué es lo que recuerda y qué es lo que le atemoriza.

Michael le miró los labios resecos —su madre le había dicho antes de salir que se los humedeciera con un bastoncillo envuelto en una gasa, pero se había distraído— y los párpados apretados, que temblaban de vez en cuando, y se preguntó cómo podría hacerla reaccionar.

—Le hemos cogido —dijo al final, en el tono en el que se le habla a las personas mayores. Nadie le había hablado así antes—; le hemos cogido y ya no podrá hacerle nada a nadie.

Le pareció ver un ligero movimiento, como un encogimiento de hombros frustrado.

—Ni siquiera sabes con quién estás hablando —dijo Michael—. Soy el superintendente Michael Ohayon, hablamos una vez en la calle y sé que te acuerdas de mí. Soy el policía que te pidió que le dijeras lo que sabías, todo lo que pudiera ayudar en la investigación, y tú no dijiste nada. Pero, de todos modos, nos has ayudado, sin hablar. La pena es que hayas tenido que arriesgarte tanto y que te hayan hecho daño —los dientes superiores taparon el labio inferior, pero salvo eso nada demostraba que le estuviera escuchando—. Quiero decirte una cosa —dijo al final—, pero primero voy a cerrar la puerta con llave, porque es algo entre nosotros, es un gran secreto y no quiero que nadie excepto tú y yo lo sepa —esto último lo dijo mientras se levantaba y, haciendo mucho ruido, se dirigía a la puerta y la cerraba. Acto seguido se dio la vuelta y pudo ver los ojos un momento antes de que los párpados volvieran a cerrarse con fuerza. Nesia respiró de forma rítmica y rápida y apretó los labios. Él volvió a sentarse en la cama más cerca de su cabeza y le habló despacio y al oído.

Había niños, le dijo Michael, a los que les faltaban cosas, que tenían la sensación de que nadie en el mundo los quería. Y estaban seguros, esos niños, de que eran feos, tontos y repugnantes, y se hacían, continuó diciéndole, un mundo privado, sólo para ellos, un mundo secreto con cosas bonitas. A veces también se hacían un escondite, sólo para ellos, y llevaban allí cosas. No siempre podían conseguir esas cosas con facilidad, pero tenían sus tácticas, toda clase de tácticas, y ahí se detuvo y preguntó si sabía por qué tenían tácticas.

Aunque Nesia no se movió, él sabía, por un ligero movimiento de su cabeza, que estaba escuchando y que entendía cada palabra. Tenían tácticas, explicó Michael cruzándose de brazos, porque no eran nada tontos, a lo mejor eran más listos que todos los demás niños. Y por eso sabían, esos niños que eran extraordinarios, cómo conseguir las cosas bonitas que tenían que ser suyas, para el bonito mundo secreto que habían inventado. Esos niños no sólo eran imaginativos, sino también hábiles. Ser hábil, explicó, era encontrar la forma adecuada, especial, de hacer algo. Y estaba claro que esos niños eran especiales y extraordinarios, porque ya se sabe que no todo el mundo puede hacer realidad sus fantasías. La miró y dijo también:

—Hay muy poca gente que conozca la verdad de esos niños, muy, muy poca. Pero tenemos suerte, yo soy uno de esos pocos —y entonces se calló.

Si la niña de verdad estaba consciente, y aunque estuviera semiconsciente, estaría ardiendo de curiosidad. Estaría ardiendo pero, muy precavida, no abriría los ojos hasta no estar segura de lo que él sabía y de que lo que sabía no le iba a causar humillación y vergüenza. Porque la humillación y la vergüenza la atemorizaban más que un castigo normal. Abriría los ojos sólo si se le aseguraba indirectamente, con alusiones, que nunca más se la humillaría. Nadie volvería a humillar a Nesia, bastante se había humillado ya a sí misma.

Entonces le dijo que si tuviera la oportunidad de encontrarse a un niño así o a una niña, y sobre todo a una niña que supiera observar y recordar todo lo que veía y oía, y encima comprendiera el significado de las cosas, haría todo lo posible porque ese niño, «o esa niña», se apresuró a añadir, hablara con él, y tendría con él una relación de amistad como —y ahí dudó un instante— «como la que tú tienes con Peter». Alguien intentó abrir la puerta pero desistió. Michael observó los pequeños dedos que tamborilearon una vez sobre la sábana, y no sabía si le estaba indicando que siguiera hablando o estaba protestando por la comparación con Peter; a pesar de todo se arriesgó y dijo que si llegara a sus manos por casualidad el tesoro de un niño así, o una niña, reunido en secreto, no se lo enseñaría a nadie, y tampoco hablaría de eso, no le diría ni una palabra a nadie —eso dijo, y los pequeños dedos de Nesia se agitaron—, y aunque hubiera algo que pudiera ayudar a resolver un asesinato, ni siquiera en ese caso se le pasaría por la cabeza compartir ese secreto con nadie.

—Peter no sabe nada —dijo Nesia, y esa voz, una voz que llevaba esperando tanto rato, pero que no pensaba oír antes de verla abrir los ojos, era muy débil.

—Ni lo sabrá, si tú no quieres —aseguró Michael en tono alegre.

—Él la mató —susurró Nesia—. Yoram, el guapo, mató a Zahara —entonces abrió los ojos, unos ojos trigueños que le miraron como si toda su vida dependiera de lo que vieran en ese momento.

—Sí —dijo Michael—, él la mató, pero ya no va a matar a nadie más.

Sus ojos entornados le miraron entonces con recelo, y él repitió su promesa en un tono tranquilo e irrefutable.

—Me encontró —dijo Nesia, y tosió—, me encontró en el refugio, y también encontró el bolso.

—Pero tú encontraste ese bolso antes —dijo Michael—. Ya sabías algo.

Movió la cabeza sobre la gran almohada y se chupó los labios, él metió la gasa en el vaso de agua y le acercó el bastoncillo. Nesia lo miró de un lado a otro antes de ponérselo en los labios y chupar.

—No, no sabía nada —dijo Nesia a continuación—. Sólo vi… Los vi una vez al lado de la casa encantada.

—¿La casa encantada de la carretera de Belén? —aventuró Michael.

—Ellos no me vieron. Nadie me vio —dijo, y había cierto orgullo en esas palabras—. Yo estaba en el patio —explicó.

Él movió la cabeza sin apartar los ojos de Nesia.

—Puede pasar, puede ser que alguien mate a alguien a quien ama —dijo Nesia, medio preguntando, medio pensando en voz alta.

—Una niña como tú —dijo Michael con prudente seriedad— ya sabe que las personas, incluso los mayores, hacen lo contrario de lo que sienten o quieren.

—¿Lo contrario? ¿Como para no demostrar que quieren a alguien?

—También —corroboró Michael.

—Sí —afirmó Nesia—, pero sólo los niños, no Yoram, el guapo. ¿Por qué él —acentuó la palabra— hizo lo contrario?

—Le daba miedo —dijo Michael—, tenía miedo.

—¿Es que le daba miedo que ella se lo contase a sus padres y a los padres de él? —Nesia cerró los ojos y él vio las legañas acumuladas en los lagrimales.

—Y también tenía ya… Estaba atado a otra mujer, se había prometido —explicó Michael.

Nesia se puso de lado, mirándole, y él se apartó hasta el borde de la cama.

—Por culpa de la prometida de América —murmuró e hizo una mueca con la boca—, ha sido por su culpa.

—¿Te duele? —Michael se asustó.

—No, sí, un poco. Pero…, pero antes —exigió—. Primero dime…, explícamelo todo… Por culpa de la prometida de América, la rubia esa. Yo la vi. La señora Yoselzon le dijo a mi madre que es rica.

—Sí —dijo Michael—, a su madre le gustaba su prometida. Es como si tienes una amiga que no le gusta a tu madre y no está de acuerdo en que seas su amiga y prefiere a otra.

—Vale —dijo Nesia, y muy despacio, con gran esfuerzo, volvió a ponerse boca arriba—. Pero yo no tengo amigas, las chicas de la clase no me quieren.

—Ahora todo será distinto —aseguró Michael—, ahora eres otra persona, te han pasado cosas. Yo creo que si alguien aprende lo que tú has aprendido últimamente, evoluciona, y su vida no es la misma que era antes.

Le miró fijamente de forma inquisitiva y, debido a esa mirada, Michael se apresuró a añadir con absoluta seriedad:

—Si alguien, sobre todo alguien joven, sufre una crisis tan fuerte como la que has sufrido tú, y tiene la suerte de seguir vivo, como ha ocurrido en tu caso —entonces se atrevió a acariciarle el brazo—, sale más fuerte de lo que era antes.

—Mi cuerpo está muy débil —dudó Nesia—, no puedo ni levantar la pierna.

—Tu cuerpo se fortalecerá —aseguró Michael, retirando la mano de su brazo—. Pero yo hablaba de ti, de Nesia: verás el mundo de otra forma y también a ti misma.

—Pero si yo tuviera una amiga así y tuviera que decirle que mi madre no me deja, pues se lo diría y ya está —titubeó—. ¿Por qué hay que matar? ¿No pasa lo mismo con los mayores?

—No exactamente, no siempre; muchas veces es así, pero… —dijo Michael—, en este caso… Había cosas más complicadas en este caso.

—¿Por qué? —exigió saber Nesia, y Michael la miró aturdido, no sabía si debía contarle lo del embarazo. ¿Qué sabía una niña de su edad de la sexualidad?

—Ahora me vas a decir que soy demasiado pequeña para comprender —se rebeló con un hilo de voz—; ahora seguro que me vas a decir que cuando crezca… —clavó la mirada en el techo, después le miró de reojo, sin mover la cabeza.

—Ellos… —carraspeó Michael—, ellos ya… Él le prometió y ella…, Zahara…, ella ya… Él le prometió casarse con ella y ella respondió… —Nesia le miró con recelo. Él estaba furioso consigo mismo por los eufemismos, así que al final dijo—: Ellos ya vivían como marido y mujer, Zahara estaba embarazada.

—Ah —dijo Nesia—, ahora lo entiendo. Es decir —continuó sin turbarse— que es como en Jóvenes sin descanso. Ya lo entiendo. Había allí una, ¿la has visto? —él movió la cabeza e intentó decir algo sobre el poco tiempo libre que tenía—. Bueno —dijo Nesia sin esperar explicaciones—, hay una, da igual cómo se llame, que está embarazada de un chico porque tuvieron relaciones sexuales —le miró para comprobar si estaba escuchado o para ver si sus palabras le producían algún efecto y, como le devolvió la mirada, continuó, sopesando cada sílaba—: La enfermera del colegio nos ha explicado lo que son las relaciones sexuales, y yo ya lo sabía antes. En Jóvenes sin descanso la chica le dijo al chico que se lo iba a contar a todo el mundo, estaba muy enfadada con él, y él le dijo: «Eso es chantaje, eso es lo que es, chantaje». ¿Entonces también Zahara le hizo chantaje a Yoram?

—Podría ser —dijo Michael sin querer—, pero eso aún no lo sabemos con exactitud.

—Yo… —dijo Nesia, y cerró los ojos como si estuviera agotada— le vi una vez aplastando a un gato. Pasó por encima con el coche, y el gato se quedó ahí, en la carretera, completamente aplastado. Y él se bajó del coche y miró las ruedas, para ver si le había pasado algo a las ruedas de su coche. No le importó nada el gato, lo dejó ahí en medio de la carretera, como un…, como carroña.

—¿Saliste con tu perra la tarde antes de Sukkot? —preguntó como si viniese al caso, y vio cómo temblaban los dedos de Nesia—. ¿No me lo quieres contar? —preguntó Michael.

—Ahora no —murmuró Nesia, y sus ojos, que se abrieron un instante, volvieron a cerrarse—, en otro momento. Mañana a lo mejor. Mañana te lo cuento.

Michael asintió. Pensó que debía irse y dejarla descansar, pero cuando hizo amago de levantarse Nesia le miró.

—¿Entonces él no la quería? —le preguntó.

Michael suspiró. Había personas, le dijo, que no sabían o no podían amar a los demás porque se odiaban demasiado a sí mismas.

—Pero él era tan guapo —insistió—. ¿Cómo alguien tan guapo puede no quererse?

—La belleza es ante todo algo interior —dijo Michael—, y la belleza empieza porque una persona no piense sólo cosas malas de sí misma.

—¿Crees —dijo Nesia en voz baja y en tono pensativo— que también puede ser al revés? ¿Que alguien feo pueda pensar de él cosas buenas?

Alguien llamó a la puerta, primero suavemente y después con toda la mano.

—Es mi madre —dijo Nesia esbozando una sonrisa benévola—. Ya puedes abrirle. Quiere verme.