—Bueno, sin comentarios —dijo Ada arrojando lejos las fotocopias del reportaje—, es sencillamente repugnante, una porquería. No quiero… ¿Cómo habrá conseguido todos estos datos? —preguntó con la voz entrecortada—, es un resumen de toda tu biografía, con todos esos asuntos…, todo. ¿Cómo ha podido enterarse de lodo eso? ¿Hablaste con ella?
—Ni una palabra —dijo Michael apartando la copa de vino que tenía delante—, ni hablé ni hablaré.
—¿Entonces cómo lo ha sabido? —Ada sopló con delicadeza la llama saltarina de la vela, una gruesa vela naranja que iluminaba el rincón donde estaban y sugería el ambiente que ella había querido darle a la velada, y, cuando la vela se apagó y humeó un poco, retiró la botella de vino que había comprado especialmente para la ocasión—. Es cierto eso que dicen, quien hurga en la mierda, acaba manchado —la prolongada espera y lo tarde que llegó al final eran la causa del tono depresivo de su voz. A pesar de todo él volvió a observar su cara e intentó descifrar su expresión bajo la luz eléctrica que acababa de encender. El profundo surco entre las cejas y las pequeñas arrugas en las comisuras de los labios le daban al pequeño rostro de Ada una expresión de amargura, y eso le asustó.
Cuando le habló de Orly Shoshan, después de encontrarse con ella en casa de la familia Bashari, y, entre bromas, mencionó el deseo de la periodista de entrevistarle y también la expresión «almas gemelas» que había utilizado, Ada torció su bonita boca del mismo modo y observó que, en las contadas ocasiones en que había tenido que acceder a ser entrevistada por los periodistas —«Para vender a veces es necesario», explicó Ada. «Aunque sea una película para la BBC, el productor te lo exige y también tú misma, si quieres que alguien te conozca»—, la experiencia le había dejado una fuerte sensación de total confusión o vergüenza.
—No por sentirte descubierta, pues yo ya no tengo nada que ocultar —sus labios se separaron un poco al decir eso—, sino por la descortesía, el afán de sensacionalismo y todas esas cosas que pasan hoy día. A veces —dijo Ada cuando le habló por primera vez de Orly Shoshan—, no puedes creerte lo que oyes. Un día, hace algún tiempo, me telefoneó una productora de televisión. Estaban haciendo un programa sobre «el éxito de las rubias», me dijo, y querían que participase.
—¿Eras rubia? —se sorprendió Michael.
—No, para nada. Hace años que… —explicó, pasándose los dedos por el pelo desde la frente hasta la nuca—. Y eso fue lo que le dije. Le dije: «Pero si yo no soy rubia». ¿Y sabes lo que me contestó?
Michael negó con la cabeza. No sabía lo que había dicho la productora y tampoco sabía qué moraleja iba a sacar de esa historia.
—Me dijo sin atorarse: «Vale, entiendo, sabemos que no eres rubia, pero puedes hacer de la que no es rubia que soñaba con ser rubia, o algo así. ¿Me comprendes?». Y mi fotógrafo encima me sermoneó con que soy demasiado rígida, con que me tomo a mí misma demasiado en serio, porque no acepté. Para todo hay un límite.
Él asintió varias veces para indicar que entendía y la miró mientras aplastaba la mecha de la vela y ahogaba así los restos de humo.
—¿Quieres que me vaya? —preguntó Michael abatido, mientras cogía las hojas que tenía encima. Con las dos manos hizo con ellas una pelota y, con un movimiento que detestó por su teatralidad, lanzó la pelota de papel hacia la esquina y no acertó a meterla en la boca de un gran jarrón de porcelana que había allí—. Siento que esto te haya puesto así —dijo bajando la mirada—, pero, si quieres, me voy ahora mismo.
—No digas tonterías —Ada le puso la mano en la mejilla—, se me pasará. Es espuma sobre la superficie del agua, un poco de porquería, pasará. Es un papel de periódico, mañana envolverán con él pescado en el mercado. Pero hay algo que me interesa y quiero insistir en ello —dijo en tono pensativo.
—¿Qué? ¿Qué te interesa? —preguntó Michael y, como se sintió aliviado al ver que no estaba enfadada con él y estaba agradecido porque no le detestaba, se inclinó y le acarició los dedos.
—Cómo puede ser que si tú no hablaste con ella… ¿No te parece raro que se haya enterado de todos esos detalles en tan poco tiempo? ¿Qué clase de inspector eres que no te interesa eso?
—¿Sabes la cantidad de cosas raras que han pasado hoy? —Michael intentó evadirse, pues aún seguía esforzándose en no pensar en «eso» que llevaba fastidiándolo desde por la mañana.
—Sí, lo entiendo —dijo Ada mirando el reloj—, cuando uno sale a las seis de la mañana y vuelve a los dos de la madrugada es comprensible… Pero, a pesar de todo, ¿no has tenido ni un momento para preguntarte cómo ha podido enterarse de todas esas cosas?
—No quiero pensar en eso —respondió Michael con voz grave y sopesando sus palabras, para que no revelaran el temor que le habían producido las de ella—, no quiero, pero… llevo todo el día intentando no pensar en eso, y he estado tan ocupado que no… ¿Por qué no preguntas por Moshé Abital? De momento le hemos detenido. Ni siquiera se ha resistido, ha colaborado como un buen chico. Y eso es lo extraño. Me parece extraño que alguien dé sangre para una prueba de ADN por voluntad propia, sin ningún temor; y ni siquiera tiene coartada para el momento en que la niña desapareció, y encima conocía a esa niña. Hay personas así, las conozco bien. Personas que colaboran con gusto y cuentan aparentemente todo lo que saben, y después se descubre… ¿Por qué no preguntas por la prueba?, ¿por el ADN? Es más interesante, créeme: de una mancha de sangre o un pelo o cualquier cosa que tenga una célula humana se puede… Se quita la membrana que rodea la célula y, mediante la técnica de la disección y el cultivo… En Estados Unidos tienen una base de datos de ADN como la de huellas dactilares, pero aquí no hay dinero…
—Bueno —le interrumpió Ada—, en mi opinión no tienes alternativa. Pero no te voy a presionar, tú a tu ritmo —en ese momento una ligera sonrisa se dibujó en su rostro, y al instante se borró—. Es lógico suponer que ha sido alguien cercano a ti quien se ha ido de la lengua, ¿no?
—No quiero hablar de eso ahora —contestó Michael—, pensemos en eso más tarde. Mañana, otro día, ahora quiero…
—¿Ahora quieres dormir? ¿Ducharte y dormir? —dijo Ada, y sus ojos le miraron cálidos y oscuros—, ¿eso es lo que quieres?
—Ducharme y perder el conocimiento —dijo Michael, y con gran dificultad se liberó de los cojines del pequeño sofá en los que estaba hundido.
Ada le tendió la mano y él la agarró para levantarse.
—Bueno —dijo Ada—, menos mal que la periodista esa no te está viendo ahora, le echaría por tierra toda esa aureola que te ha puesto.
Bajo el chorro de agua caliente dirigido a su espalda, le volvió a angustiar la misma duda que había tenido por la mañana: entonces apoyó el hombro en los azulejos blancos y escuchó cómo corría el agua. Entre los acontecimientos del día, que fluían al mismo tiempo que el agua —la turbación de la mujer a la que llamaron para que corroborase la coartada de Abital para la noche del asesinato y el francés cantarín con el que habló a su mujer por teléfono; el temblor incontrolable de las piernas de Efraim Benesh, que no consiguió llegar hasta la puerta al enterarse de que su hijo y su mujer se habían ido; el rostro sombrío de Balilty cuando le amonestó por sus artimañas en el caso de la niña—, entre todo eso aparecía inamovible la cara de Tzilla y su expresión al ver la caja de cartón. La sacaron del refugio del edificio donde vivía la familia Hion, y Tzilla observó su contenido y palpó con los dedos cada objeto como si estuviese estudiando su textura.
—Mira los tesoros que Nesia ha reunido. Todo esto me va a matar —le susurró Tzilla a Michael con la voz entrecortada, después de haberlo tocado todo y de volverlo a meter en la caja—. No te lo he contado nunca pero, cuando yo era pequeña…, también era…, también yo era una niña muy… No era una niña guapa…, es decir, era fea.
—No te creo —le dijo agarrándola por el brazo—, no puede ser. Pero qué dices. Además los niños se parecen a ti, no sólo a Eli, ¿son feos vuestros hijos?
—Tú no lo entiendes —dijo Tzilla—: hay niñas que son así, piensan que son feas y gordas e incluso…, incluso hasta lo fomentan… Cómo explicarlo. Se dejan absorber por eso con una especie de total certidumbre, de pura desesperación, eso creo. Si los demás las ven así… Si no me quieren… Tú no puedes entenderlo, tú, siempre has sido tan…, tan…, oooh…, tan resultón.
Esbozando una sonrisa le rodeó los hombros con el brazo. Llevaban trabajando juntos desde que él se incorporó a la policía, y Michael aún recordaba los días en que se pasó escuchando sus quejas sobre Eli Bahar, que «hace lo que sea para eludir una relación seria». En aquellos momentos la animó y después se alegró por su boda y fue el padrino de su primer hijo, y, aunque jamás habló con ella de su propia vida, sabía que ella se preocupaba por él aunque no dijera nada. Nunca intentó ponerle en contacto con alguna de sus amigas y, cuando se enteró de que había comprado el piso, lo celebró sin ninguna crítica; y desdeñó las protestas de Balilty calificándolas de «miedos acumulados de un anciano. Y ahora que el mercado está completamente muerto y todo el mundo huye de Jerusalén, no hay mejor momento para comprar un piso». Le trataba con delicadeza, como si supiese lo que sentía cada vez que se encerraba en sí mismo.
Tzilla le devolvió la sonrisa por encima de la caja que sacaron del refugio, una caja de cartón que contuvo en su día un televisor, y se secó los ojos.
—Esa niña —dijo—, Nesia… Y encima vaya nombre le pusieron, Nesia… Al fin y al cabo… también yo robaba de pequeña; no tanto, pero cogía cosas cuando nadie miraba… ¿Quién necesitaría todo esto realmente? Se puede percibir toda su vida de fantasía en esta caja, con el violeta y el dorado, y las bragas y el sujetador y esta cartera.
—No ha utilizado nada —observó Michael, apartando el brazo de sus hombros—, todo está sin estrenar. No logro comprender del todo por qué no…
—Pues claro que no ha utilizado nada —le interrumpió Tzilla—, si ella… ¿Cómo iba a hacerlo? Nada de lo que hay aquí, nada de nada, ¿me escuchas?, nada va con su vida, no sólo con su talla. Este tipo de cosas no se roban para usarlas, es sólo para tener algo, una caja así con cosas bonitas…, un tesoro.
—¿Dónde está Eli? —preguntó Michael cuando Tzilla se recuperó y cerró la caja, entrelazando las tapas de cartón que ya empezaban a deteriorarse.
—¿No le has mandado al laboratorio? Creía que llevaba en el laboratorio todo el día. Eso me ha dicho… —le miró preocupada—. Y cuando le he llamado, el móvil estaba… apagado o fuera de cobertura. Entonces he pensado que estarían ocupados. ¿No le has mandado tú allí?
—Yo… —balbució Michael, que no veía a Eli desde que se fue de la reunión del Equipo especial de investigación, cuando estaban hablando del reportaje del periódico—. Es decir, le he pedido algo, pero creía que… —por un instante se quedó aturdido, porque trabajaba con los dos y los quería a los dos, y en ese momento se sentía como si tuviese que ratificar un cuento que un marido le había contado a su mujer. No sólo no había mandado a Eli Bahar al laboratorio, sino que no tenía ni la menor idea de dónde estaba.
—Ya está bien —dijo Tzilla—, han pasado un montón de horas, creía que estaba esperando… Dijo algo sobre el ADN y creía…, creía que volvería para el interrogatorio de Netaniel Bashari; pero al final has sido tú el que… Él ni siquiera sabe nada de la escena que se ha montado allí. ¿Has visto? —dijo, y suspiró—, ¿has visto qué escándalo? Y así, delante de todos, sin ninguna vergüenza. Yo no…, no hubiera podido —se detuvo, se sonó la nariz afilada y observó el botón flojo de su niqui de rayas. Michael empezó a repasar detenidamente el informe que estaba sobre la mesa, bajando la vista para que sus ojos no delataran la mentira que había dicho para proteger a Eli, aunque no había ningún motivo para pensar que otra mujer estuviera implicada en su desaparición. Aún podía ver ante sus ojos la mirada huidiza de Agar Bashari y oír fragmentos de sus palabras. Algunas las dijo a voces: «¡Cinco años! ¡Dios mío! ¡Cinco años y yo no tenía ni idea!»; otras le salieron entre unos dientes apretados: «Esa puta, sólo porque… va por ahí con todos los… Poniéndoles ojitos a todos sus clientes. Agente inmobiliario le llaman a eso… Y seguro que Zahara lo sabía, ¡seguro! Era su amiga…»; y otras las dijo en voz baja después de que su marido saliera de la sala. Antes, cuando aún estaba sentado enfrente de ella, protegiéndose a sí mismo con los dedos entrelazados y al mismo tiempo abandonándose a los ataques de ira de su mujer, que le había dejado en las mejillas las marcas rojas de sus dedos, Agar dijo:
—Todo esto es por culpa de la sinagoga y de la actividad pública. Toda esa gente… Vida en comunidad le llaman a eso, comunidad… A lo mejor hasta tengo que dar las gracias porque hubiera sólo una.
Todo empezó con la cita en la sinagoga para bajar con Netaniel Bashari al sótano, examinar los objetos que su hermana había reunido allí e intentar descifrar con ellos las notas encontradas en el jardín de la familia Benesh. Cuando Tzilla y él llegaron, la puerta de la sinagoga estaba cerrada y nadie contestó al timbre. Veinte minutos más tarde, cuando ya habían desistido, dijo Tzilla: «Ahí están», y, antes incluso de poder expresar su sorpresa por el plural, Michael vio a Netaniel y descubrió que no había acudido solo a la cita. Agar, su mujer, caminaba a su lado con paso firme, y, nada más acercarse a ellos, exigió saber de boca del responsable de la investigación, y en presencia de testigos («¿Le basta con que Tzilla actúe como testigo?», preguntó Michael con cierto tono burlón), dónde había estado exactamente su marido durante todas las horas que estuvieron buscándole antes de que empezara la fiesta y la noche en que Zahara fue asesinada. Michael no tenía intención de contestar a eso, y fue precisamente Netaniel, que les había rogado que guardaran el secreto, quien acabó cediendo, como si deseara terminar de una vez por todas con las mentiras y los cuentos.
—Primero dijo que había estado en la universidad y de compras —dijo Agar—, y ayer, en casa, me dijo que había estado con Linda Obarian, y quiero saber si eso es verdad. ¿Estuvo con Linda? Prefiero saber la verdad y que no me mientan, porque no soporto las mentiras… Y él, el honrado ciudadano de la comunidad, el más honrado y honesto —en las últimas palabras le tembló la voz—, ¿estuvo con Linda? Cómo no le da vergüenza. —Michael, después de mirar un momento a Netaniel Bashari, se encogió de hombros en vez de contestar. Y entonces Agar hizo las preguntas esperadas, y su marido, impertérrito, decidido, contestó de forma breve y tranquila a cada una de ellas («¿Tienes una aventura con ella?». «Sí, si lo quieres llamar así». «¿Desde cuándo?». «Cerca de un año». «¡Cerca de un año!». «No puedo hacer nada, me enamoré, no pude evitarlo.»). Después Agar empezó a gritar, y en la gran sala de la sinagoga, donde estaban sentados, retumbaron las invectivas que le lanzó sobre sus mentiras, sobre cómo la había utilizado, sobre el oportunismo que había guiado toda su vida y sobre el sentimiento de inferioridad de los miembros de la comunidad mizrají y todos sus complejos, por los cuales se había casado con ella, sólo porque era ashkenazí. Maldijo al barrio y a esa agente inmobiliario de la que todo el mundo sabía lo que hacía con sus clientes; y volvió a maldecir la sinagoga de la comunidad, pues por su culpa —«un prostíbulo enmascarado como centro de reunión»— había ocurrido todo eso. Si no nunca habría conocido a tantos «americanos y franceses, europeos blancos», y menos aún de esos que le escuchaban como a él le gustaba, pues sólo le interesaba conquistar a los ashkenazíes, y sobre todo a las ashkenazíes, aunque no fueran más que viejas putas como ésa. Entonces Netaniel se levantó del banco y, con gesto arisco y un tono tranquilo, le dijo:
—Agar, escúchame, llevo años oyéndote decir esas tonterías y callándome. Ya tendrías que saber que no hay nada que me repugne tanto como el chantaje mizrají y la utilización de la discriminación étnica; y tampoco se puede decir que yo sea el modelo de mizrají maltratado: tú misma me has oído enfadarme con Zahara precisamente por cosas como éstas, por estas cosas precisamente. ¿Y ahora me las echas en cara a mí? Ya veo suficientes maltratos por mí mismo: desde ahora, y hasta nuevo aviso, no necesito ayuda en este tema. Lo que sí necesito es…, no importa, de todos modos no lo entenderías; si después de todos estos años no te ha entrado en la cabeza —echó el banco hacia atrás con fuerza y se puso en pie—. Perdónenme —dijo dirigiéndose a Michael y Tzilla, que durante los últimos minutos no habían apartado la vista de la pesada puerta de madera que estaba cerrada, como si de allí fuera a llegar la salvación. Hasta que Netaniel Bashari la abrió, salió y la puerta chirrió a sus espaldas.
Muy a su pesar estuvieron un buen rato más escuchando insultos, injurias y afrentas y, cuando Michael intentó levantarse y le señaló a Tzilla el reloj, Agar le lanzó una mirada suplicante y, en el silencio de la sinagoga, recuperado por un instante, dijo con una voz que había perdido toda su fuerza:
—¿Qué va a pasar ahora? ¿Qué voy a hacer? ¿Qué cree él que voy a hacer? Es la única persona cercana a mí… No tengo más amigos, no tengo… Incluso esta sinagoga. No me aprecian, y si no fuera por él, ellos no… Ellos me aceptan sólo por Netaniel, y ahora qué cree él que voy a hacer… ¿Cree usted que me dejará? —lo preguntó con un tono de súplica infantil y a Michael no le resultó fácil encontrar una respuesta; fue Tzilla la que contestó en su lugar:
—No es seguro, los hombres a veces tienen una crisis, a mitad de la vida; después vuelven a casa con el rabo entre las piernas —y entonces, en el banco de la sinagoga, en la penumbra que conservaba los olores a cera, manzanas y perfumes de la Havdalah, la ceremonia del final de la fiesta, Agar lloró el amargo llanto de la humillación, como un niño que descubre por primera vez las injusticias del mundo y se asombra. Entonces, derramando lágrimas de autocompasión, se levantó, se dirigió hacia la gran puerta y sólo cuando estuvo frente a ella se calmó.
—No tengo intención de darme por vencida tan pronto —le dijo Agar a los cuadrados de madera tallada de la puerta—, lucharé por su amor, lucharé contra ella —tras decir eso salió y la puerta quedó abierta de par en par.
—Luchará por su amor, ¿has oído? —dijo Tzilla—. ¿Se puede luchar por el amor? —Michael la miró e intentó descubrir cierta burla en su cara, pero estaba seria y pensativa.
—Tal vez se pueda luchar, pero eso no tiene mucho que ver con el amor —le dijo él al cabo de un rato—; incluso me parece una total contradicción; cómo se puede luchar por algo así, eso llega como por gracia divina o por un milagro. O existe o no existe. —Tzilla se miró en el espejo de la polvera que sacó del bolso.
—¿Qué opinas? ¿Crees que ella le quiere? ¿Nos vamos a ir dejando la puerta abierta? —y después de torcer la nariz, darse varios toques en la cara y volver a meter la polvera en el bolso, una vez que hubieron salido los dos y tirado de la puerta, ella misma contestó a su primera pregunta. Michael estaba mirando la pequeña casa del otro lado de la carretera, la puerta marrón y el montón de basura acumulado en los travesaños de las vías del tren, cuando ella dijo—: Es imposible saberlo, nadie se separa en una situación así, que se mueve entre el amor, la humillación y la cotidianidad, ésa es mi opinión. ¿Y sabes qué haría yo en su lugar? ¿Si pillara a Eli en…, en una mentira así? Simplemente me levantaría y me iría sin muchas explicaciones. Ya sé lo que se dice: «No juzgues al prójimo hasta que…»; y, gracias a Dios, aún no me he encontrado en su situación, pero yo no me quedaría ni un minuto. Sin escenas ni explicaciones.
El agua que caía sobre su cabeza, su espalda y sus ojos cerrados ya no estaba tan caliente como al principio. De pronto sintió frío, se estremeció y cerró el grifo.
—¿Estás vivo? —preguntó Ada desde detrás de la puerta cerrada. Él abrió la puerta con una sonrisa forzada y descubrió los ojos de ella entre el vaho—. Te has montado aquí un pequeño infierno —movió la mano intentando dispersar el vapor que le rodeaba—, y te has abrasado con el agua —dijo, conduciéndolo con delicadeza hacia el dormitorio.
En la oscuridad, en medio de la espesa niebla del duermevela o del sueño, oyó de repente la voz de Ada pegada a su oreja.
—Es tu beeper —le susurró—, no para de sonar. Aquí está, te lo he traído para que puedas verlo.
—¿Quién es? —preguntó él a oscuras, sin estar completamente seguro aún de si esa conversación se estaba produciendo de verdad, en ese dormitorio donde había arrojado su ropa sobre un pequeño sillón de mimbre, o lo estaba soñando.
—¿Quieres que lo mire yo? —preguntó, y encendió la lámpara de la mesilla de noche. Hasta esa débil luz amarillenta le hizo daño en los ojos.
En la pantalla iluminada del busca, que había llevado desde el sillón a la cama, Ada vio el número del teléfono móvil de Balilty y al lado la palabra «urgente».
Después, en la penumbra del amanecer, Michael se sentó en el coche del jefe de la unidad de información y quedó a la escucha. El camión de la basura avanzaba por la calle y se paraba continuamente delante de cada edificio. Un coche patrulla los adelantó, aminoró la marcha y se alejó. El frío del amanecer hizo que Balilty pusiera en marcha el motor para calentar el coche. Cuando el cristal se cubrió de vaho, levantó la mano y lo limpió con energía, pero no se notó ninguna fuerza en su voz cuando dijo:
—No voy a entrar ahora en detalles, sólo lo fundamental —pero, a pesar de todo, entró en detalles: uno tras otro los fue exponiendo después de volver a quitarle el vaho al cristal—. No quería llamarte a su casa —empezó a decir—; me dije, habrá que darle al menos una hora o dos. No te habría despertado así a las cinco y media. ¿Es que crees que no tengo corazón?
Michael no dijo nada.
—Ésta es una ciudad pequeña, todo el mundo se conoce, incluso ahora que ha crecido. A lo que iba, me marcho a casa de mi cuñada, la hermana de Mati. A las doce de la noche tiene una inundación en casa, ni a las diez ni a las once, precisamente a las doce, de reloj, y me voy a su casa porque está sola y ya sabes cómo es…, y me pongo con la tubería. Debes saber que tendrás que cambiar toda la instalación si no quieres tener esos problemas, porque las tuberías estarán podridas dentro de unos años, el agua es muy dura…
Como en sueños oyó Michael la continua palabrería de Balilty sobre las cañerías de la casa de su cuñada, sobre su experiencia con todo tipo de instalaciones y sobre lo que pasa cuando hay cañerías podridas debajo de la pila y del suelo. Y no desfallecía ni detenía el aluvión de palabras, pese a que él mismo consideraba que eso le llevaría a algo que era mejor no decir a esas horas y que no sería fácil de asimilar.
—Ella está ahí de pie y me alcanza la tubería (necesitaba ayuda para un trabajo complicado como ése, y no tenía otra pieza, ¿de dónde la iba a sacar?) —dijo Balilty—, y de repente me dice (estábamos hablando, entiéndelo, lleva su tiempo desmontar una tubería debajo de una pila; y vete tú a saber dónde está la avería), entonces me dice, así, mientras estaba trabajando: «Dime una cosa, ese tal Eli Bahar, el que trabaja contigo, ¿no está casado?». Y yo la miro y digo: «Casado, claro que está casado; y tiene dos hijos. ¿Qué pasa?, ¿es que te gusta?». Y se puso furiosa conmigo, no porque no le gustase, porque, si me lo preguntas, le gusta, precisamente por eso se puso furiosa, pero me dijo: «Qué estás diciendo, siempre piensas que estoy buscando». Y créeme, está buscando, lleva toda la vida buscando y no encuentra. ¡Exige mucho!, no sabes qué exigente es, como si fuese la princesa de Kamchatka. Fue la reina de su promoción, por lo que ella dice; sea como sea, ha llovido mucho desde entonces, créeme. «¿Entonces por qué lo preguntas?», le pregunto, y ella me mira desde arriba, yo estoy con la cabeza debajo de la pila, para que lo entiendas, y me dice: «Le vi en el café de Shimjá hace unos días, con una chica. Y Shimjá me dijo que no parecía gran cosa, que parecía una chica como cualquier otra; pero no era una chica como cualquier otra: Shimjá dijo que era una periodista importante y que la había visto una vez en la televisión. Al mirarla no parecía gran cosa, pero Shimjá dijo que, si no hubiera sido por ella, hace tiempo que habría quebrado y que, gracias a ella, empezó a irle bien en el café. Desde que hizo un reportaje sobre ella, la gente tiene que hacer cola por las noches. ¿Te acuerdas?, estuvimos allí una vez. Tiene unos pasteles de maíz que…».
Michael se tapó la cara con las manos. Más que rabia sintió un tremendo cansancio que le susurraba que reposara la cabeza en el brazo, se apoyara en la puerta y cerrara los ojos. Pero se frotó las mejillas y la frente y se incorporó.
—No lo entiendo —dijo Michael.
—Crees que conoces a una persona y, de repente, te das cuenta de que sorprendentemente tenía mucha rabia acumulada contra ti —dijo Balilty, y su voz le sonó a Michael como la de los compañeros de Job, cuyas palabras, virtuosas e irritantes, aún recordaba del instituto en la voz del profesor de estudios bíblicos, que les obligaba a aprender de memoria párrafos enteros.
—¿No dices nada? —dijo Balilty—. Te conozco, seguro que es por el shock. Estás en estado de shock, ¿no? Así son las cosas, crees que alguien es un buen chico y que te quiere y…
Michael miró al frente y no dijo nada. En la calle vacía y silenciosa volvió a ver el rostro del profesor de estudios bíblicos, un laico convencido que un buen día empezó a llevar kipá —se decía que acababa de sufrir un trauma— y, después de las vacaciones de verano, volvió con el pequeño taled que llevan los ultraortodoxos, y a mitad de curso, antes de acabar el trimestre, dejó el colegio, se fue a un asentamiento al lado de Hebrón y empezó a enseñar en una escuela religiosa. Michael vio su cara y oyó su voz resonando en clase, en los tiempos previos a la kipá y el pequeño taled, y las palabras que repetía y con las que se identificaba completamente —«¿Puede un etíope cambiar su piel o un leopardo sus manchas?»—; hasta que se incorporó y miró la cara redonda de Balilty, que se humedeció los labios y se restalló los nudillos sobre el volante.
—Antes de nada tengo que hablar con él —dijo Michael al final—. Estoy seguro de que esto tiene una explicación.
—Sí —corroboró Balilty—, también yo estoy seguro. Lo que pasa es que también estoy seguro de que nuestras explicaciones son diferentes. Yo creo que es una venganza, y tú… No tengo ni idea de cómo vas a asimilar esto, pero recuerda que en ese reportaje no hay ni una sola palabra que te ataque, sólo dice cosas buenas. A lo mejor no hay por qué hacer un mundo de esto.
—No me importa lo que le haya dicho, tan sólo el hecho de que haya hablado con ella es lo que importa —dijo Michael frotándose la cara con las manos.
—No da igual lo que haya dicho, ¿no crees? —preguntó Balilty mientras limpiaba el cristal con la mano.
—A mí sí —sentenció Michael—; no quiero que la gente que trabaja conmigo hable con periodistas, ¿no lo entiendes?
Balilty se restalló los nudillos y miró al frente aturdido. Era evidente que estaba arrepentido o preocupado por las consecuencias de lo que había dicho.
—Yo no digo… —murmuró Balilty—. Pero a veces, la gente… A veces puede que haya que… No hay que hacer un mundo de algo…, no hay que ser tan fanático.
—Primero hablaré con él —insistió Michael—, debo oír su versión.
—Habla, habla —suspiró Balilty—. Claro que hablarás, hay que hablar, pero… —el busca pitó y el móvil sonó—, qué vas a sacar con eso —dijo Balilty, cogió el móvil, escuchó un momento y dijo—: Estupendo, habla tú misma con él, lo tengo a mi lado en el coche; y dejad de hablar por el walkie-talkie, ¿quieres que otros periodistas estén también en el ajo? Yo ni siquiera pongo el manos libres. Toma —le dijo a Michael, pasándole el teléfono—, tiene nuevas noticias; es Tzilla —y Balilty pronunció su nombre con odio, como culpándola a ella de los actos de su marido.
—¿Qué? —dijo Michael con fuerza por el pequeño auricular—, ¿qué ha pasado?
—Dos cosas —dijo Tzilla rápidamente—, la primera es que parece que la niña se está despertando. No del todo, pero mueve las piernas y suspira como en sueños, y Einat dice que el médico le ha dicho que es cuestión de unas horas…
—Entiendo —interrumpió Michael—. ¿Y la otra?
—El señor Benesh te está esperando aquí; el padre.
—¿Ahora? —se sorprendió Michael—, ¿a las cinco de la madrugada?
—Ya son las seis —precisó Tzilla—. Tiene algo que decir, pero no está dispuesto a hablar con nadie más, sólo contigo —murmuró—. Le he llevado a la habitación pequeña, Yair está con él.
—¿Dónde está Eli? —preguntó Michael, y con el rabillo del ojo vio cómo Balilty apretaba los dedos contra el volante.
—Está aquí, hablando con el de criminalística —dijo Tzilla—. ¿Por qué? ¿Quieres algo de él? Porque puedo llamarle…
—No le llames —dijo Michael, y a su izquierda los dedos de Balilty empezaron a tamborilear sobre el volante, cuya funda había empezado a rasgarse—, sólo dile que tengo que cruzar unas palabras con él.
—De acuerdo —confirmó con interés—. ¿Antes o después de hablar con Benesh?
Balilty bostezó y cerró los ojos.
—Antes —dijo Michael—, que Benesh espere un poco más, ya no es tan importante.
—¿Entonces te acerco hasta allí o qué? —preguntó Balilty mientras arrancaba el coche—. A lo mejor antes quieres tomarte un café o una bureka, hay un sitio donde…
—Balilty —se desesperó Michael.
—Vale, vale, sólo he preguntado. Mens sana in corpore sano. No fui yo quien lo dijo —aclaró, quitando el freno de mano.