Pese a que había estado tantas veces frente a hombres a los que era evidente que el llanto les resultaba ajeno —hombres con la cara cuarteada, distorsionada, que de repente se desplomaban—, los gemidos del abogado Rosenstein y el ruido al sonarse la nariz le hicieron sentir desconcierto, impotencia y compasión.
—¿No se puede parar esto? —preguntó el abogado aún entre sollozos—, ¿o conseguir un requerimiento que impida que se publique? —su mano arrugada cogía y dejaba las hojas que estaban sobre la mesa—. ¿No perjudicará la marcha de la investigación publicar algo así? —Michael miraba los titulares invertidos y escuchaba las quejas y demandas del abogado, que recordó el estado de salud de su esposa y maldijo a los periodistas, y sobre todo a «esas chicas que lo convierten todo en basura, todo, la vida de una persona y también su muerte, como…, como…, cómo se llama ese animal, es parecido a un coyote pero no es un coyote…».
—Hiena —dijo Michael al final, compartiendo la opinión del abogado.
—Eso es, hiena. Comen carroña. O ese pájaro… el buitre, parecido a un buitre… —dijo Rosenstein y amenazó con que él mismo, judicial o personalmente si era necesario, pararía la publicación del reportaje de Orly Shoshan que iba a aparecer en un suplemento especial vespertino al terminar Shimjat Torá—. ¡Cómo le han dejado! —protestó con voz ronca—, ¿cómo pueden ustedes permitir algo así?
Michael se apoyó en la silla y se encendió un cigarro. Sólo cuando los ojos de Rosenstein se fijaron en él esperando una respuesta, alzó las manos con gesto de impotencia y dijo que en el reportaje no había ningún dato que perjudicara la investigación y que no era la preocupación por la marcha de la investigación lo que inquietaba al abogado, sino el hecho de que se inmiscuyera en su vida privada y la sacara a la luz pública.
—Y puedo comprender su dolor, las personas se sienten mal cuando su vida queda expuesta públicamente —le dijo Michael, y le dio una calada al cigarro—, pero con el dolor aún no es posible detener el curso del mundo. Y, en un país democrático, una periodista y cualquier persona puede publicar un reportaje sobre una chica joven, capaz y guapa, que ha sido asesinada de una forma tan horrible.
—¿También sobre todas las familias con las que estaba relacionada está permitido publicar? —protestó el abogado, y Michael se encogió de hombros.
—Por qué no, si hace al caso —dijo Michael.
—¡Y éste es sólo el primer reportaje! —exclamó Rosenstein, cubriéndose el rostro con las manos—. Quién sabe lo que vendrá a continuación. ¡Pretende publicar otros tres después!
—Pone aquí —dijo Michael, dando la vuelta a la hoja—, en la nota final, que a continuación aparecerán detalles sobre la comisión que investigó el caso de los niños yemeníes y…, cito sus palabras, «inquietantes revelaciones sobre la desaparición de niños y también una historia sobre un rescate»; eso ya no tiene casi nada que ver con ustedes.
—Durante toda la vida hemos intentado proteger a Tali, mantenerla a salvo de… —se lamentó Rosenstein, y se sonó la nariz con un pañuelo de cuadros que sacó del bolsillo de la bata gris. A Michael, que se fijó de pronto en las mangas desgastadas de la camisa azul que se había puesto sin darse cuenta, le pareció como si la bata del abogado, tres piezas de paño gris claro con finos hilos plateados y brillantes, no cumpliera su cometido al no darle a su dueño la protección acostumbrada. Ese paño, y la piel con que estaban hechos sus zapatos, una piel negra, mate y suave, eran signos de prosperidad propios de un hombre anciano y rico. Y todos esos accesorios («decorado» lo había llamado el sargento Yair por la mañana, mientras se acercaba la muñeca a la nariz, donde se había puesto unas gotas de after shave como para identificarlo) tenían como finalidad protegerle de cualquier mal que le pudiera causar el mundo; pero un mal así no lo esperaba; sin fuerzas estaba en ese momento ante el reportaje de Orly Shoshan, donde se desvelaba la mentira con la que había estado protegiendo a su mujer y a su hija. Como sentía debilidad por los zapatos buenos y caros, a Balilty le indignaron sobre todo los zapatos, que resaltaban lo pequeños que eran sus pies al lado de la barriga («No lo siento por él, lo siento sólo por su mujer», refunfuñó varias veces).
Con la voz del abogado de fondo, que decía emocionado que su única intención había sido «protegerla de cosas así precisamente», Michael volvió a sorprenderse de la capacidad de Balilty, que se negó a revelar cómo había conseguido el reportaje y a darle ninguna importancia.
—Tengo contacto con alguien que tiene acceso al ordenador del periódico y… No importa, qué más te da a ti cómo te consigo las cosas. No me preguntes por mis fuentes, eso dicen los periodistas, ¿no? —Balilty dijo esas cosas mientras le daba a cada miembro del Equipo especial de investigación una copia del reportaje. Al llegar a Tzilla preguntó—: ¿Aún no se ha despertado la niña? —y Tzilla, que ya había inclinado la cabeza hacia el artículo, hizo un gesto negativo.
—Qué puta, es increíble —murmuró Tzilla—. Mira lo que dice de ti, ¿lo has visto?
—Lo he visto —afirmó Michael—, y también he visto que no hay nada que hacer, no tiene sentido ni siquiera ir a los tribunales —y enfrente de ellos Yair volvió a oler el perfume de uno de los frascos que Alón, de criminalística, estaba alineando a lo largo de la mesa del despacho.
—¿Tienes Paco Rabanne? —le preguntó Balilty a Alón—. Es el único after shave que yo… Y no sólo yo, también mi mujer… ¡El único! ¡El definitivo! Pruébalo —le dijo a Alón en broma y haciéndole un guiño— y verás cómo las mujeres caen a tus pies. Pregúntale a él, es todo un doctor en química.
—¿Cómo habrá sabido todo esto? Quién le habrá hablado de las mujeres… Quién le habrá contado la historia de tu ex mujer y de… Y hasta lo de Nita… Y la historia de su hermano, todo, quién se lo habrá dicho —preguntó Tzilla, y miró a los otros miembros del Equipo especial de investigación esperando que estuviesen tan inquietos como ella.
—Pero qué quieres —le dijo Balilty—, ¿qué esperabas? No le ha dado lo que quería y se ha metido con él. Para ser una mujer que se le ha insinuado y a quien él no ha hecho caso, créeme, aún ha salido bien parado. Te lo digo por experiencia, no hay nada peor que la venganza de una mujer humillada, todo el mundo lo sabe.
Con la voz del abogado de fondo, que seguía lamentándose por la facilidad con que destrozan la vida de una persona, Michael pensó en el extraño silencio de Eli Bahar mientras todos estaban leyendo el reportaje, en cómo bajó la vista y evitó encontrarse con los ojos de Michael o con los del resto de los presentes y en cómo salió del despacho con la copia del reportaje y desapareció durante un buen rato.
—Nosotros no somos como usted cree —dijo el abogado Rosenstein mientras doblaba el pañuelo de cuadros—. Y lo más terrible no es sólo que Zahara esté muerta, sino que mi mujer, a la que siempre he intentado ahorrarle… Zahara… No sé, se obsesionó hace unos años con ese asunto de su historia familiar. No sé por qué, pero creo que tuvo que ver con un chico, tal vez un ashkenazí que la ofendió…
Michael se preparó.
—Entonces, pese a todo —dijo Michael—, sabe algo de un hombre en la vida de Zahara Bashari.
—No, no, no, es un malentendido —se apresuró a explicar el abogado—, si supiera algo, créame que lo diría. Además, ya le han preguntado a todo el mundo y nadie sabe nada. Pero me refiero a que, si se indaga, cuando las personas defienden una ideología, en el fondo lo hacen por algo personal que les ha ocurrido, eso creo yo. Es lo que he aprendido a lo largo de los años. Y cuando he visto esto… —señaló las hojas de periódico dispersas por la mesa—, entonces…
Michael volvió a echar un vistazo a los titulares invertidos del reportaje.
—De todos modos —añadió el abogado—, cuando Zahara vino a trabajar ya estaba completamente metida en ese asunto étnico, y no dejaba de ocuparse de él. Pero hasta hace unos meses no oí nunca la historia de su hermana, esa que… —se calló, examinó la manga de la bata y tiró de un hilo gris plateado.
—Ya era hora —dijo Michael—, ha llegado el momento de que explique cómo se enteró de esa historia y cómo llevó eso a la compra del piso.
El abogado se incorporó en la silla.
—No es como lo dice aquí —dijo con desprecio, y arrojó a un lado el reportaje—, no tiene nada que ver con el embarazo. Yo jamás me he acostado con Zahara, ni siquiera… Eso cae por su propio peso. No tengo ni idea de cómo habrá conseguido esa información sobre nuestra Tali porque…
—Le he preguntado cómo se enteró de la historia de la Zahara mayor, y qué relación tiene el piso con eso —recordó Michael.
—Hace unos meses —dijo Rosenstein moviendo los ojos—, fue en mayo, creo, una tarde nos quedamos solos en la oficina: ella entró en mi despacho y cerró la puerta; no entendí lo que quería. Ella me preguntó si tenía unos minutos y dije que sí, tenía todo el tiempo del mundo para ella, pero al mirarla comprendí que nada bueno iba a salir de aquello. Pero no me pude imaginar que tenía que ver con nosotros, pensé que tenía que ver con ella, con su vida o con sus planes. Pensé… ¿La verdad?
Michael asintió.
—Sólo la verdad y nada más que la verdad —dijo.
—Pensé que había venido a decirme que lo dejaba…, que había encontrado algo más… Ojalá hubiera sido así… —dijo Rosenstein, y se calló.
—Pero no fue así —observó Michael sin apartar la vista de él, y el abogado negó con la cabeza, la inclinó y suspiró.
—Sin preámbulos —dijo Rosenstein sin mirar a Michael—, directamente al grano, me dijo que había investigado todo nuestro pasado familiar, incluido el hecho de que mi mujer era…, de que mi mujer no podía tener hijos. Tali no era nuestra hija natural, ésas fueron las palabras exactas de Zahara: «no es vuestra hija natural». Yo ya había empezado a sudar y a negarlo, pero ella me cortó como un cuchillo y dijo: «No te esfuerces, tengo todos los detalles; y también sé que el bebé que tu amiga os trajo del hospital era mi hermana mayor, y puedo probarlo».
—Seguro que fue un duro golpe oír esas cosas —observó Michael, pues el abogado había levantado la cabeza y lo miraba expectante.
—¿Un duro golpe? ¡Yo no lo llamaría así! —afirmó Rosenstein, que al parecer percibió afecto en las palabras de Michael—. Nosotros no sabíamos nada del bebé que nos trajeron, no quisimos saber nada: ni quiénes eran sus padres ni lo que le había pasado… Y de pronto Zahara me dice que nos la dieron con dos meses y que la trajo la enfermera que trabajaba en el campo de emigrantes de Ein Shemer. Conocía todos los detalles. No tengo ni idea de cómo los consiguió. Y créame… —se sonó su gran nariz—, créame, ni siquiera nosotros sabíamos de dónde nos habían traído al bebé. Lo único que yo quería era que mi mujer tuviera… También yo quería niños, pero mi mujer, ella…, ella lloraba por las noches y me di cuenta de que si no le llevaba un bebé… Hoy día se puede traer de Brasil o de… Pero entonces no se podía comprar así un niño. Y yo tenía contactos: esa enfermera era de mi ciudad, yo ayudé a escapar a su hermano pequeño del gueto, yo… No importa, le ayudé a cruzar y le llevé a los partisanos. Y su hermana… estaba…, se sentía… agradecida, como se suele decir, y trajo a Tali poco después de hablar con ella. Sólo se lo dije una vez, en un café de Haifa. Le pedí, ni siquiera le pedí, le conté, y un mes después la trajo, sin preguntas y sin papeles. Y así, un día pude ir a casa y poner un bebé en los brazos de mi mujer, y eso le salvó la vida; créame, era una cuestión de vida o muerte. No sabíamos, no quisimos saber, entonces no piensas en los padres, es imposible…
—Y hasta el día de hoy —dijo Michael sorprendido— ha seguido sin importarle que para que ustedes, su mujer, pero también usted, fueran felices, destrozaron las vidas de otras personas, y ni siquiera… —y hasta él mismo se sorprendió de la rabia que resonaba en su voz.
Rosenstein movió la cabeza y observó a Michael.
—¿Qué es lo que quiere, eh? ¿Que lo sienta? ¿Que me arrepienta? ¿Que pida perdón?
Michael se mantuvo callado.
—Dígame una cosa —dijo Rosenstein en voz baja—, aquí pone —golpeó las páginas del reportaje— que usted tiene un hijo; eso pone, un hijo, ¿no? ¿Suyo? ¿Natural?
Michael asintió con la cabeza.
—Entonces, ¿cómo va a comprenderlo? —protestó el abogado, se quitó las gafas y las limpió con la punta de la corbata de seda; sin ellas su mirada se volvió oscura y opaca—. Y además, ¿cómo alguien de su posición puede ser tan… tan inocente?
—¿Inocente? —se sorprendió Michael.
¿No sabe que si uno quiere vivir, vive siempre a costa de otra persona? ¿Y que, cuanto mejor quiera vivir, más vive a costa de la vida de otra persona?
No, sorpréndase si quiere, pero yo no lo sé —dijo Michael—. Es decir, por supuesto que he oído hablar de situaciones extremas, personas que se comen unas a otras en una isla desierta, y me he encontrado en la vida con asesinos, mentirosos y criminales, cosas así, pero ese «siempre» suyo de verdad que no lo conozco —y tras un momento de reflexión añadió—: Y también tengo serias dudas de que sea una forma correcta de entender el mundo. Sea como fuere, eso no es ningún axioma —dijo enfadado.
—¿Pero qué dice? —protestó el abogado, y volvió a ponerse las gafas—. Es usted una persona inteligente, no necesito este paskundstve, esta porquería… —señaló el reportaje del periódico— para saber que es usted una persona inteligente, y…, perdone, esto a lo mejor no suena muy bien, pero es la verdad, se comporta usted como… como un joven europeo.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó Michael, conteniendo una risita irónica.
—Yo… debo decir que… ha sido una sorpresa para mí leer aquí que emigró desde Marruecos —dijo Rosenstein—. Incluso he llegado a creer que era un error, porque no se comporta como un marroquí —concluyó Rosenstein, y miró a Michael con astuta satisfacción, como convencido de haber dicho lo que su interlocutor quería oír.
—¿De verdad? —dijo Michael con frialdad, sin dejar traslucir una sensación de humillación que hasta a él mismo le sorprendió—. ¿Cómo se comporta exactamente un marroquí?
Rosenstein dudó.
—Como más…, cómo decirlo… Alguien que viene de una clase inferior, más… Con más rudeza…
—¿Y un europeo? —preguntó Michael—, ¿cómo se comporta un europeo? ¿Utiliza a una enfermera responsable? ¿Por ejemplo, así?
El abogado se calló un momento, pero enseguida se repuso y dijo en voz baja:
—Mire, hace rato que no estoy hablando con usted como lo hace un abogado con un oficial de policía, hace rato… Hace horas que yo… Es evidente que usted no…, cómo decirlo…, que se puede hablar con usted con sinceridad; y créame, no tengo nada contra los mizrajíes, marroquíes o yemeníes o… lo que sean, pero si hablamos sin tapujos entonces… Igual que hay chistes de polacos… no hay que enfadarse porque haya también… Los marroquíes, todos los mizrajíes, lloran porque se sienten discriminados, ¿y nosotros qué?, ¿es que nosotros hemos estado en el paraíso? Precisamente los mizrajíes vivían en paz en la diáspora y nosotros en cambio…
Michael esperaba la socorrida mención del holocausto, pero el abogado cogió el reportaje de Orly Shoshan y señaló con el dedo el centro de la columna.
—Aquí pone —dijo Rosenstein con entusiasmo— que estuvo usted casado con una joven polaca (por cierto, me parece que conocí a su padre, era un abogado muy famoso, se dedicaba a las propiedades fiduciarias, de los primeros que se dedicaron aquí a eso…, si no me equivoco, ¿no?), es decir, ashkenazí, y también pone que se sabe, que es un atributo conocido suyo, que prefiere a las mujeres ashkenazíes. Entonces usted, si no lo entiendo mal… Bueno, no importa, veo que se está enfadando.
—Volvamos un momento al asunto de la vida a cuenta del prójimo —dijo Michael—, quiero entenderlo bien. Porque usted no se refiere a situaciones extremas, ni a cuestiones de ética en el sentido filosófico, usted está hablando de eso de forma práctica, en el día a día, y según usted se puede incluso asesinar, supongamos, a una chica joven que está amenazando su armonía familiar, o la salud de su mujer o la felicidad de su única hija o… Son razones suficientes para…
—No diga tonterías —le interrumpió el abogado—, me refiero a… Es como… —su rostro brilló de pronto—. ¿Ha leído Altneuland?
—¿Altneuland? —se sorprendió Michael—, ¿de Herzl?
—Sí, sí, yo… hace años… me di cuenta de que él…, Herzl… ¿Por qué cree que no menciona a los árabes en absoluto? Sueña con el Estado y lo describe…, Palestina…, como si no hubiese árabes, ¿por qué? —detrás de los cristales de sus gafas brillaban sus claros y pequeños ojos, unos ojos que no esperaban respuesta sino tan sólo el placer de explicar—. Porque si los hubiera tenido en cuenta, los habría tenido que tener en cuenta de verdad, ¿me comprende?
Michael no contestó.
—Y entonces puede que el Estado judío ni siquiera existiera, ¿no es cierto? Porque si una persona quiere vivir —concluyó Rosenstein—, entonces, ¿cómo decirlo? Si uno hace algo grande…, un paso importante en la vida… En los momentos decisivos de la vida no puede tener en cuenta… Créame…, lo he visto. Yo… Y no estoy hablando de los alemanes, eso es evidente y bien sabido, no es nada nuevo decir que los alemanes eran unos monstruos…, estoy hablando de lo que los judíos se hicieron unos a otros para seguir con vida… Y eran…, eran personas que… Usted no puede juzgar… —una obstinación desesperada apareció en ese momento en su voz—. Igual que Herzl no fue capaz de pensar en los árabes, yo tampoco… Es decir, en los yemeníes… —su voz se hizo más fuerte, y con gran ímpetu dijo—: Usted mismo lo ha dicho: en su trabajo ve cosas así todo el rato…
—Lo que yo veo —dijo Michael— es que siempre hay elección, en eso creo y tengo pruebas de ello. No todo el mundo es capaz de comerse a otra persona para sobrevivir en una balsa o en una isla desierta, hay que tener en cuenta que también algunos prefieren ser comidos.
El abogado se observó los dedos.
—Yo, en toda mi vida, no me he encontrado con mucha gente así —dijo al final—, son pocos casos… Únicamente… Tal vez mi mujer, si hubiera sabido cómo llegó la niña a nosotros… Pero el hecho —discutió—, el hecho fue que no preguntó cómo. Cogió a la niña en brazos con todas sus fuerzas y no preguntó nada. Y Tali ni siquiera parecía… Tenía los ojos azules y la piel clara; sólo más tarde… Y créame, Linda Avramov, aquella enfermera, era una buena mujer, ella no…
—Ya no está viva —señaló Michael—, murió hace ocho años en Petaj Tikvá.
—Tenía Parkinson —dijo el abogado con interés—. A ella no hizo falta que nadie la matara.
—Es interesante que saque el tema por propia iniciativa —observó Michael.
—Lo decía en tono sarcástico —dijo Rosenstein justificándose—. Antes de que se descubra que también la asesiné a ella para hacerla callar, como usted dice que…
—Testificó en el asunto de los niños yemeníes justo hasta su muerte —recordó Michael—, y en sus testimonios no se percibía ningún remordimiento. Sólo dijo: «Actuamos lo mejor que pudimos en las condiciones que había». Recuerdo sus palabras exactas. Sólo explicó que, a causa del pánico por la epidemia de polio, hospitalizaron de inmediato a todos los niños que tenían fiebre alta, y, a su juicio, la comisión de investigación había actuado correctamente. También me di cuenta de que contó que los padres yemeníes no iban a buscar a sus hijos durante semanas… «Como si no les importasen», dijo. No conocía los detalles…, no recordaba… y también sostuvo que hubo muchos niños que desaparecieron, de todo tipo, como los que se hospitalizaron y no fueron devueltos a sus padres. También niños ashkenazíes, de Rumania, de todo el mundo, no sólo yemeníes… Se habló…, se habló de una historia sobre una millonaria de la Organización Internacional de Mujeres Sionistas de Inglaterra a quien unos padres rumanos dieron una niña y se la llevó con ella a Inglaterra; esa historia sí que la recordaba bien Linda Avramov.
—Nosotros no sabíamos nada —insistió el abogado—, no sabíamos que era una niña yemení. Si lo hubiera sabido desde el principio tal vez… —se calló.
—¿Sí? ¿Tal vez qué? —exigió saber Michael.
—Tal vez no la habríamos aceptado, porque… No salte como si yo fuese un racista, no tengo nada contra los yemeníes, sencillamente soy una persona práctica, no quería que se supiera… Hay… Hoy no parece hija de su madre… Si lo hubiera sabido desde el principio tal vez no… —acercó la silla a la mesa y se inclinó, como quien pretende dulcificar un secreto—. Tiene que entenderlo, no le hemos contado a Tali que es adoptada, no le hemos dicho nada a nadie. Nos trasladamos a Jerusalén y renunciamos a todo lo que teníamos en Haifa. Puede que alguien sospechara, puede ser, y una vez ella, Tali, también preguntó, y le dije que no. A qué venía eso. Me dijeron que a cierta edad los niños piensan que son adoptados y tuve miedo…, tuve miedo de que alguien le hubiera dicho algo: éste es un país pequeño, todo el mundo se conoce —volvió la cabeza y se tocó el ojo con un dedo, metiéndolo por debajo de las gafas.
—Volvamos a Zahara —propuso Michael—. Entró en su despacho ¿y…? ¿Dijo, por ejemplo, cómo había conseguido la información?
—No tengo ni idea de cómo se enteró —contestó Rosenstein apenado—. Llegó y arrojó sobre la mesa un archivador de cartón con copias del Ministerio del Interior del certificado de defunción y del de nacimiento, y dijo que sabía que su hermana era…, que Tali era… Nació… Y yo miré el certificado de nacimiento: ponía que la de los padres de Zahara había nacido en… ¿abril?, y nosotros recibimos a Tali en enero. Así que le dije: «Zahara, Tali nació en enero», y ella respondió: «No puedes probarlo, todo se falsificó. Mira, en el certificado pone Zohar en vez de Zahara, ¿por qué no iban a confundirse también en las fechas?». Le dije: «Zahara, cielo, hay diferencia entre una niña de dos meses y una de cinco»; pero eso no la convenció. «No, hay muchos tipos de niños», eso dijo, «y a vosotros os la trajeron del campo de inmigrantes de Ein Shemer. ¿Y no es cierto que tenía los ojos azules?».
Michael apoyó la barbilla en la mano y, en voz muy baja, le preguntó al abogado qué era lo que en su opinión quería Zahara: ¿venganza? ¿Justicia?
—De verdad que no lo sé —contestó el abogado con abatimiento—, incluso le pregunté. Le dije, «Zahara», le dije, «qué vas a hacer con esa información después de más de cincuenta años, lo único que conseguirás será destrozar la vida de todos; y qué vas a sacar con eso…». Pero ella parecía tener una idea fija, decía todo el rato: «Sacar a la luz la verdad, sacar a la luz la verdad, vosotros no vais a vivir tranquilamente con vuestros nietos y todo… mientras mis padres están destrozados…».
—Entonces —preguntó Michael—, cree que la gente que tiene…, como ha dicho usted, «una idea fija», ¿de verdad cree que a ese tipo de gente se le puede hacer callar comprándole un piso?
—No lo sé… —confesó Rosenstein—, en una situación así hay que intentarlo… Pensé…: no hay nadie a quien no se le pueda comprar. No me mire así, usted no acaba de nacer, sólo es cuestión de fijar el precio justo, el que le convenga a esa persona. Pensé que ella no podría…, que estaría en deuda conmigo… Lo único que me importaba —dijo emocionado— era que Tali y mi mujer no se enteraran de todo eso… No sabía que… —señaló con la cabeza el reportaje del periódico—, no sabía… ¿Cómo iba a saberlo? No sabía que Zahara había hablado de eso con alguien, y menos con… con una periodista…, y pensé que si me debía un favor… No fue exactamente chantaje lo que hizo, ella no dijo: «Si haces esto y aquello no hablaré». Yo tengo experiencia con las personas, sabía que quería estudiar, y sabía que no tenía apartamento y que se quería ir de la casa de sus padres, y pensé… —se atragantó—. Pero no sabía que estaba embarazada. Eso lo hubiera cambiado todo… Si lo hubiera sabido…, no puedo decir lo que habría hecho… Lo único que me importaba era que Tali y mi mujer no se enteraran de lo que ella tenía que decir.
—Pero después del enfrentamiento con Zahara no había escapatoria —dijo Michael—, entonces supo que ellas se enterarían.
—Tali no —dijo Rosenstein asustado—, pensé que sólo mi mujer; y ella…, mi mujer, de alguna forma ya lo sabía… Nosotros… La gente siempre sabe más de lo que cree que sabe. Ella lo sabía.
—La manera más segura o más eficaz, de hecho la única manera —dijo Michael con amabilidad— de hacer callar a alguien con una idea fija que amenaza la vida de uno es hacerla callar del todo, ¿no?
Rosenstein le dio un manotazo a la mesa con desesperación.
—Ustedes han comprobado nuestra historia —dijo, como pidiendo una tregua—, han visto que estuvimos en la ópera, tal y como les dije, cómo…
—Más que eso —dijo Michael, se inclinó hacia delante y apoyó el codo en la mesa—, hemos comparado su ADN con el del feto y no coincide.
—¿Han comparado? —Rosenstein se quedó atónito—. Cómo han podido sin… Ni siquiera he dado sangre y…
—No lleva mucho tiempo —dijo Michael—, y como abogado que es creí que era evidente que sabía que no se necesita sangre para la prueba del ADN. Me sorprende que usted…
—Se lo he dicho mil veces, desde el principio: nunca me he dedicado al derecho penal —dijo Rosenstein—: no quiero tocar toda esa basura. ¿Cómo han hecho la prueba?
—Tenemos nuestros métodos —dijo Michael, que no tenía ninguna intención de hablar sobre los cabellos que Balilty había cogido cuando estuvo en casa de los Rosenstein—. Por tanto, sabemos que el bebé no era suyo. Pero, como abogado que es, no necesito decirle —añadió Michael— que la gente con una posición determinada no tiene que hacer ese tipo de trabajos con sus propias manos…
—Contra eso —dijo el abogado, y agitó los dedos sobre la superficie de la mesa de cobre como sujetándose en ella—, contra esa opinión no tengo nada que decir, excepto que ahí pone… —señaló con la cabeza las páginas del periódico— que Zahara fue a un sitio en donde… Por propia voluntad, y ella no era una chica que se fuese con… —se apoyó en el respaldo de la silla de madera y se tocó las caderas. Durante un instante sus ojos no se fijaron en ningún sitio, luego se incorporó y gritó—: Ha sido ese tal Baliti. ¿Se llama así? Fue al cuarto de baño, estuvo husmeando por la casa, ¿ha sido él?
Michael no dijo nada.
—Si cree que soy un mafioso que contrata a un asesino a sueldo, entonces no tengo nada que… Le voy a decir una cosa: vamos, piense lo que quiera, ahora que mi mujer lo sabe todo, no tengo ya nada que perder… Estoy dispuesto a… ¿Qué es eso? —preguntó asustado—. ¿Ha oído eso? ¿Qué ha sido eso?
—Creo que ha sido el bum de un avión al atravesar la barrera del sonido —le tranquilizó Michael—, no ha sonado como una explosión.
—No —dijo Rosenstein—, ¿qué ha sido ese grito? Ha sido un grito de mujer.
—No he oído ningún grito —dijo Michael.
—¿No lo ha oído? —Rosenstein le lanzó una mirada inquisitiva—. Un grito de mujer, como si…, como si la estuviesen degollando… ¿Cómo ha podido no oírlo?
—A lo mejor porque estoy concentrado en lo que me está diciendo —respondió Michael tocando el cajón donde estaba la grabadora.
—¿Aquí pegan en los interrogatorios? —preguntó Rosenstein cerrando la mano.
—Bueno, usted mismo puede ver cómo pegamos y torturamos aquí, ¿no? —dijo Michael extendiendo los brazos.
Rosenstein le miró confuso.
—Pero eso ha sido un grito, de mujer —insistió—. No estoy acostumbrado a tratar con criminales —dijo en tono de advertencia.
Michael permaneció callado.
—¿Hemos terminado? —preguntó Rosenstein—, ¿de momento hemos terminado?
—Hay otro detalle —dijo Michael.
—¿Qué? ¿Qué detalle? —se asustó Rosenstein.
—Que el piso no era una propiedad fiduciaria y que Moshé Abital no se ha declarado en quiebra.
Rosenstein inclinó la cabeza.
—Bueno —dijo en voz baja—, eso son tonterías. Usted ha entendido que lo quería comprar. Por eso he dado algunos…, algunos datos que no…
—Lo que nos interesa es cómo consiguió una ganga así —dijo Michael.
—Ah —dijo Rosenstein, alzó la cabeza y su rostro se cubrió de una expresión de picardía—, eso tiene que ver con otra cosa completamente distinta, tiene que ver con el propio señor Abital.
—Muy bien, ¿pero qué tiene que ver con él? —preguntó Michael impaciente. El abogado le estaba empezando a irritar.
—Sabía que se trataba de Zahara y le hizo un precio especial —anunció el abogado—; a veces ocurren cosas así.
—¿Por qué le hizo «un precio especial»? —insistió Michael.
—Eso —dijo Rosenstein, e hizo un gesto con la boca que le dio un aire de satisfacción— se lo tendrá que preguntar a él. Yo no se lo pregunté. Tengo esa costumbre, no preguntar si no hay motivo para hacerlo.
—Pero tendrá alguna hipótesis —dijo Michael con frialdad.
—Hipótesis, hipótesis. Las hipótesis no sirven en un tribunal. Claro que tengo, lo mismo que usted. Zahara era una chica muy guapa. Y eso es todo lo que tengo que decir al respecto. ¿Hemos terminado?
—Por hoy hemos terminado —dijo Michael en tono pensativo.
—Y si queda claro que yo no… Qué más da —dijo Rosenstein—, ya todo da lo mismo, desde el momento en que mi mujer vea el periódico… Y si ella no lo ve, alguien… —se calló y miró hacia la ventana por encima del hombro de Michael—. Hay que dar gracias por todos estos años —murmuró con melancolía—. Incluso así ha sido un milagro, y lo que tenga que ser, será. Yo hice lo que tenía que hacer, lo mejor que puedo…
Y justo en ese momento irrumpió Balilty en la habitación, sin prestar atención al abogado ni a la puerta que chirriaba.
—Te necesito —le dijo a Michael con la respiración acelerada, y bajando la voz le susurró—: Te necesito ahora mismo, las cosas se han descontrolado completamente…
—Entonces, alguien ha gritado —en la voz de Rosenstein había un tono de victoria—. Una mujer ha gritado ahí, en la habitación, no eran simples voces lo que he oído, ¿lo ve?
Michael echó la silla hacia atrás.
—Espere un momento —le dijo a Rosenstein, y llamó por la línea interna—, enseguida vendrá alguien para continuar. Tenemos que hablar también con su mujer.
—¿Hoy? —se asustó el abogado.
—¿Por qué no? —preguntó Tzilla, que de repente estaba en la puerta—. De todos modos lo sabrá todo pasado mañana.
—Pero yo quería… —gritó Rosenstein desesperado, mientras Michael ya se había levantado y, dándole la espalda, se dirigía hacia la puerta—, quería hablar con ustedes sobre el requerimiento para impedir la publicación.
Balilty se detuvo y retrocedió, taladrando al abogado con la mirada.
—Señor Rosenstein —le dijo—, cuanto menos ruido haga, menos se percatará nadie de esto, así funcionan las cosas; y usted lo sabe por experiencia. Escúcheme, olvídese de eso —le agarró del brazo—. Sea fatalista, como su esposa. Le está esperando ahí —le indicó con su brazo el final del pasillo—, hay una joven con ella.
El abogado se puso pálido y se apoyó en la mesa.
—¿Era ella la que gritaba? —susurró Rosenstein—, ¿era ella? ¿Qué le han hecho?
Balilty movió la cabeza.
—Señor Rosenstein —le dijo en tono solemne—, su esposa… Yo no permitiría que le pusieran ni un dedo encima… Y ella está muy bien, creo que está mejor que usted. No le hemos contado nada nuevo, ella lo sabía todo. Ha hecho usted tantos esfuerzos en vano —añadió, y Michael oyó sorprendido el tono compasivo de su voz—, se habría podido ahorrar tantas molestias si hubiera tenido en cuenta lo sensata que es su esposa. Ya ha telefoneado a su casa. Lo que su esposa quiere ahora —Balilty puso la mano en el hombro del abogado— es que le hagan la prueba de ADN a Tali para ver si es de los Bashari o no. Eso es lo que quiere —se llevó a Michael rápidamente por el pasillo y, de repente, se detuvo y se dio la vuelta—. Tengo que decirle algo a Tzilla —murmuró, se dirigió de nuevo hacia el despacho, abrió la puerta y le dijo a Tzilla que saliera. Junto a la puerta, que cerró a sus espaldas, le dijo algo, y Michael, que se estaba acercando a ellos, no vio bien la expresión de la cara de Tzilla, pero pudo oír su respuesta antes de volver a entrar:
—Es una idea completamente descabellada.
—Media hora, dentro de media hora —le gritó Balilty y se llevó a Michael corriendo por las escaleras hacia el piso de abajo. Allí se detuvo delante de una puerta y la abrió de par en par—. ¿Querían ver al superintendente Ohayon? —dijo—, pues aquí lo tienen, en persona.
Michael miró las manchas rojas del cuello de Clara Benesh y las gotas de sudor que inundaban la frente de su hijo, desde el pelo hasta las cejas. La pechera de la camisa de la madre estaba húmeda, le chorreaba agua por los brazos. Tenía las piernas estiradas y los zapatos marrones estaban debajo de la silla. Con la mano derecha se estaba tocando la verruga grande y pálida que tenía en la mejilla.
—La señora se ha desmayado —le explicó Balilty a Michael—. Y suerte que nuestro sargento fue enfermero durante el servicio militar y sabía que había que levantarle las piernas y desabrocharle la blusa.
—Cuando ha oído lo del registro de su casa ha empezado a hiperventilar, se ha mareado y casi… —el sargento Yair señaló el suelo, indicando que casi se desploma.
—Es ilegal —dijo Clara Benesh con voz débil—, no pueden entrar en nuestra casa sin permiso o sin…
—Sin una orden de registro —añadió su hijo, secándose las manos en los pantalones—. Ustedes nos han sacado de casa para poder registrarla, igual que han robado mi coche para…
—¿Por qué los mantenéis juntos? —preguntó Michael. Miró a Yoram Benesh, que apretó sus labios sonrosados y se incorporó en la silla—. ¿Por qué no están separados? ¿Y dónde habéis dejado al señor Benesh?
—No ha habido forma de… —dijo el sargento Yair—. Con uñas y dientes ella… Ha sido imposible. El padre está arriba. Está hablado con Alón y Jaffa, porque los de criminalística tienen preguntas que…
Michael se sentó en el sitio de Balilty, detrás de la mesa negra metálica, y el jefe de la unidad de información, que tenía un hombro apoyado en la puerta cerrada, le devolvió la mirada.
—Es muy sencillo —dijo Balilty—, todo ha empezado cuando le hemos hablado del Ralf Laurent, hemos traído el frasco de su casa. Es el mismo olor que identificó Yair. Se lo hemos dicho y de inmediato ha empezado a gritar.
—Es un after shave…, lo usan un montón de hombres —dijo de pronto Yoram Benesh—, no es una prueba de nada.
—Eso solo no es una prueba —contestó el sargento Yair—, ya le he dicho que eso solo no es una prueba, pero hay más…
—¿Qué? ¿Qué más tienen? —preguntó Clara Benesh.
—Hay indicios que… —Yair miró a Michael y éste asintió con la cabeza—. También hay indicios en el interior del coche —dijo con precaución.
Yoram Benesh se cruzó de brazos y entornó los ojos.
—¡Qué dice! —murmuró Yoram Benesh en tono sarcástico—. ¿Han encontrado una huella dactilar o algo así?
—No —dijo Michael—, lo que hemos encontrado son datos que permiten comparar su cuadro genético con el del feto de Zahara Bashari. Tardará un día o dos, entonces todo quedará aclarado.
—Otra vez con esas tonterías —gritó Clara Benesh—. Mi hijo no… ¡Ni siquiera hablaba con ella!
—Eso no es lo que nos ha dicho Netaniel, el hermano de Zahara —dijo Michael—. ¿Recuerda lo que le hizo a usted cuando le pilló en el trastero con ella?
Clara Benesh se levantó con ímpetu, como si la rabia le hubiese dado fuerzas, se acercó a la mesa y dio un manotazo en la superficie metálica.
—No tenemos por qué estar aquí. Ya se lo he dicho, él estaba en casa, ¡no salió de casa! —gritó la señora Benesh.
Yair la llevó de nuevo a la silla de madera y se quedó detrás de ella. Mientras, Michael no apartaba la vista de Yoram Benesh.
—¿Recuerda ese hecho? —le dijo Michael—. Porque hay cosas que no se olvidan, sobre todo cuando le pillan a uno desnudo y le sacan a la fuerza de un baúl. ¿Recuerda algo así?
—No ocurrió nada parecido —dijo Yoram Benesh con desprecio y frialdad.
—Eso no es lo que sus hermanos nos han contado —insistió Michael—: hemos oído que cuando eran pequeños jugaban los dos juntos, a pesar de todas las prohibiciones.
—Tal vez —dijo Yoram Benesh, y se miró las uñas—, tal vez. Pero no todo el mundo recuerda lo que le pasó en la infancia. Yo no recuerdo nada parecido. Y lo que es seguro es que, desde que tengo uso de razón, no he hablado con ella nunca.
—Pero la veía —intervino Balilty.
—Bueno —dijo Yoram Benesh en tono burlón—, no soy ciego. Era inevitable. Vivía al otro lado de la tapia. A veces, por la mañana…
—Una chica guapa —observó Balilty.
—Yo no miraba —dijo Yoram Benesh, dirigió la vista hacia la ventana y miró el aparcamiento trasero y las filas de coches patrulla aparcados allí—. De todos modos, no era mi tipo —añadió al cabo de un rato.
—No pensaba así cuando era pequeño —dijo Balilty.
—No me acuerdo —contestó Yoram Benesh unos minutos después—. No sé de lo que están hablando. También me han hablado ustedes de la niña esa… Y yo en mi vida he hablado con ella, esa pesada pegajosa, todo el rato incordiando, todo el rato metiéndose en el patio. Dos veces estuve a punto de pillarla, pero escapó. Su perra se meaba aposta en las ruedas de mi coche. Aposta.
—Cuando eran pequeños —dijo Michael—, ¿jugaban al escondite, a… los médicos? ¿A los papás?
Yoram Benesh se encogió de hombros.
—Ya he oído eso —dijo Yoram Benesh—. Ya se lo he dicho: no me acuerdo, no creo. Su hermano se ha inventado esa historia para incriminarme, porque nos odian.
—Quieren nuestra casa, eso es lo que quieren —dijo Clara Benesh cruzándose de brazos—; todo esto es porque quieren todo el terreno y…
—Nos denunciaron a Hacienda —gritó Yoram Benesh—. ¿Qué tiene entonces de sorprendente que cuenten esas cosas sobre mí? Harían cualquier cosa para…
Balilty metió la mano en el bolsillo interior de su abrigo, sacó una bolsa de plástico cerrada y la puso sobre la mesa delante de Michael.
—Pregúntale por esto —dijo Balilty, y volvió a pegarse a la pared. Se metió las manos en los bolsillos y se apoyó en el marco de la puerta con expresión huraña.
—Tenemos aquí… —dijo Michael abriendo la bolsa—, esto —puso delante de él una nuez pecan, grande y clara, agujereada y enganchada a una fina cadena. Con la luz de neón que iluminaba la habitación no era fácil saber si Yoram Benesh se había puesto pálido. No se movió de la silla—. ¿Reconoce esto? —preguntó Michael—. Hay un agujero, a un lado, como usted bien sabe, y el agujero está tapado con cera. Estaba en una funda de piel, y dentro —movió la nuez y salió de dentro un sonido grave—; díganos, ¿qué hay dentro?
Yoram Benesh se encogió de hombros.
—No lo sé —contestó con evidente indiferencia—. ¿Es que cree que soy adivino? ¿Cómo lo voy a saber?
—Porque —dijo Michael con amabilidad— lo hemos encontrado en la guantera de su coche. Por cierto, lo han encontrado esta noche, y lo hemos revisado para saber si tenía algún desperfecto…
—Qué estupendo que se preocupen tanto por el well-being de los ciudadanos del país —dijo Yoram Benesh con sorna—, y que ustedes mismos encuentren el coche que robaron. La otra vez que me robaron el coche no lo encontraron, y la policía, cuando vine a poner una denuncia, se rió de mí en mi cara.
—Está, como puede ver, unida a una cadena —dijo Michael Ohayon—, ¿sabe por qué?
Yoram Benesh apartó la vista de la nuez y movió ligeramente la cabeza.
—No lo sé —dijo—, pero I know you going to tell me, porque usted es una persona decente, ¿no es así?
—Sabe que es un amuleto. Y está relacionado —dijo Michael mientras sacaba una nota enrollada de la bolsa— con lo que pone aquí. ¿Quiere decírnoslo o se lo leo yo?
Yoram Benesh se puso las manos sobre las rodillas.
—Mi prometida lleva horas esperándome en casa y no sabe dónde estamos, y mi madre no se encuentra bien —se rebeló—: llevan ustedes horas reteniéndonos aquí, sin médico ni nada, si le pasa algo será responsabilidad suya.
Michael desenrolló el diminuto papel y leyó en voz alta:
—Para deshacer hechizos o mal de ojo: coge mercurio, el llamado zaivek, y piedras blancas de la molleja de un gallo negro, macho con macho y hembra con hembra, añade un poco de sal y ponlo todo dentro de una nuez perforada, tapa el agujero con cera, después cubre la nuez con algo de piel, cuélgasela al cuello a la persona que lo necesite y se salvará; no será dominada ni por el mal de ojo ni por ningún hechizo.
Yoram Benesh se burló, pero su madre le interrumpió:
—¿Qué es eso? No entiendo qué es eso, Yoram, ¿es tuyo eso? ¿Practicas la magia? Ay, no me encuentro bien —murmuró, y se puso la mano en el pecho—, qué mal me encuentro.
Yair llenó un vaso con agua de una botella que estaba a los pies de Clara Benesh y se lo ofreció, pero su mano temblaba demasiado como para cogerlo. Sin dudarlo, el sargento le acercó el vaso a los labios y, con la mano izquierda, le inclinó suavemente la cabeza hacia atrás.
—Beba, señora Benesh —le dijo Yair—. Es por el sobresalto, es bien sabido que nos deshidratamos.
Ella se mojó los labios.
—No temo que Yoram haya hecho algo malo —dijo Clara Benesh—, sólo temo que ustedes crean a esa gente que quiere destruirnos.
—Ustedes no lo entienden. Nos odian sólo porque somos ashkenazíes —dijo su hijo después—. Desde que mis padres llegaron nos odian, nos odian porque mis padres son blancos y hablan húngaro.
—No sólo por eso —dijo la madre, que alzó la cabeza como si se hubiese llenado de nuevas energías—, también porque quieren el terreno.
—Si fuéramos yemeníes eso no les molestaría tanto, lo del terreno —precisó el hijo.
—Son unos envidiosos —dijo Clara Benesh, cubriéndose el cuello con las dos manos—, son unos envidiosos y punto. Tienen envidia de todo. Ellos… La envidia los corroe, porque nosotros avanzamos y ellos siguen siendo unos primitivos. Y ellos lo saben muy bien. Saben muy bien que nosotros somos más que ellos. Incluso con ese hijo catedrático que tienen, ese que construyó la sinagoga. ¿Cree que él no es primitivo? Todo viene de familia, del corazón de la madre.
—¿También él tiene envidia? —probó Balilty—, ¿también él quiere su desgracia?
—Pues claro —dijo indignada Clara Benesh—, por culpa de sus padres; no hay nada que hacer, es mala sangre. A todos esos negros no tendrían que dejarlos entrar. Son como los árabes, peores.
—Volvamos a la niña —dijo Michael.
—La niña —dijo Yoram Benesh—, ella… Ustedes… Él —señaló con la mano a Yair—, él dice que está inconsciente; entonces esperen a que vuelva en sí, pregúntenle a ella. Pregúntenle si yo le puse una mano encima…
—Se lo preguntaremos, claro que lo haremos, amigo, puede estar seguro de que se lo preguntaremos —dijo Balilty, echó un vistazo al reloj, se irguió y se observó los dedos—. Pero hay cosas que no hace falta preguntar, hay cosas que se ven a simple vista, como la nota de esta nuez, por ejemplo. Lo explica todo —se acercó a la mesa y señaló el rollo de papel—. No hemos tenido que romper la cáscara, todo está escrito ahí. Y estaba en su coche. ¿Cómo explica eso?
—Alguien lo habrá puesto allí —dijo Yoram Benesh—, puede que incluso usted —le dijo a Balilty—. ¿Cómo lo voy a saber? Yo no practico magia negra.
—No es magia negra —dijo Michael—, es un amuleto yemení, y estaba en su coche. Hay dos posibilidades: o se lo sacó a la niña de algún modo o…
En la habitación reinaba un tenso silencio. Clara Benesh se tocó el pelo revuelto y después la camisa húmeda, moviendo los dedos alrededor de las solapas.
—¿O? ¿O qué? —soltó, cuando ya no pudo mantenerse callada por más tiempo.
—O Zahara Bashari hizo eso especialmente para él —le explicó Balilty—. Quería liberarle de su hechizo, señora, eso es lo que pensamos.
—Debería darle vergüenza, una persona mayor como usted y diciendo esas tonterías. ¡Yo soy su madre! —gritó Clara Benesh, e intentó levantarse, pero sus temblorosas piernas la devolvieron a su sitio.
—Sí —ratificó Balilty—, y ésa es precisamente la cuestión: él no podía estar con Zahara porque su madre no le dejaba.
—Se ve que no tiene ni idea de nada —Clara Benesh hizo un gesto de desprecio con la mano—: ¿no sabe que está prometido con una chica maravillosa cuyos padres…?
—Sí, sí, sí —dijo Balilty como si estuviera harto ya—, sabemos perfectamente que usted quiere mucho a esa prometida suya, Michelle Folek; también sabemos que sus padres están bien situados y todo lo demás; pero él —dijo, poniendo la mano en el hombro de Yoram Benesh, que enseguida se deshizo de ella con un movimiento brusco—, no la quería a ella. ¿Sabe usted a quién quería, señora Benesh? Él quería a su vecina, no a Nesia, él quería a la hermosa y negra yemení, a la vecina del otro lado de la tapia, a ella era a quien quería. Al principio, al menos. Con ella, y no con su prometida, era con quien se citaba en el hotel Acantilado.
Los ojos de Yoram Benesh se abrieron de par en par con evidente temor.
—¿Qué es el hotel Acantilado? —murmuró.
—Vamos, lo sabe muy bien, ese hotel de Netania en donde se citaban —dijo Balilty en tono indiferente—. Fuera de esta ciudad, lejos de los ojos de mamaíta.
—¿Está mal de la cabeza o qué? —dijo Yoram Benesh furioso—. ¿Que yo la quería? ¿A Zahara Bashari? ¿Por qué iba a quererla? Y además, si según usted tanto la quería, ¿por qué iba a matarla?
—Eso es precisamente lo que esperamos que nos explique —dijo Balilty—; eso y lo de la niña, Nesia.
—Yo no he tocado a esa niña —contestó Yoram Benesh, y una expresión de asco inundó su cara—, ni con un palo largo la tocaría.
—Hay pruebas en el coche de que estuvo allí, en el lugar…, en aquel kiosco —dijo el sargento Yair—, y también de que la perra estuvo en su coche, metió a la perra en el coche y eso fue un gran error…
—¿Quién lo dice? —exigió saber Yoram Benesh—, ¿de dónde han sacado eso?
—¿Y ese tesoro que estaba enterrado debajo del árbol en su parte del jardín? —dijo Yair—, ¿es una casualidad?
—Claro que es una casualidad —gritó Yoram Benesh—. Fue la niña esa, que estaba todo el rato por el patio husmeando por las ventanas. Y ella… Son cosas que ella reunió. ¿También de eso soy culpable?
—Allí hemos encontrado también todo tipo de notas como ésta —dijo Michael—. Y esas notas… Sólo quiero saber si las vio usted alguna vez, si entiende lo que pone. Por favor —le dijo a Balilty—, dame el sobre con las fotocopias.
—Está en el cajón, donde estás sentado —dijo el jefe de la unidad de información.
Michael se retiró, abrió el cajón, donde había una grabadora funcionando, además de la que estaba a la vista encima de la mesa, y del fondo del cajón sacó un sobre, y de su interior, unas hojas.
—Aquí hay algunas fotocopias de las notas que encontramos —explicó Michael—, y quiero que las mire para ver si reconoce algo.
—Después de todo —se estremeció Yoram Benesh—, ¿encima quiere que les ayude? A continuación me pedirá… —una intensa ira ardía en sus ojos claros.
—Mire —dijo Michael, tendiéndole una hoja—, aquí dice: «Para gustar a reyes y príncipes: escribe el nombre Gutal y póntelo debajo de la lengua». Seguro que oyó hablar de esto a Zahara, ¿no?
—Dígame una cosa —dijo Yoram Benesh con evidente agotamiento—, ¿esto va a ser así todo el rato? Porque yo no tengo porque estar aquí escuchándoles. Yo no he hecho nada y ustedes no tienen pruebas. Es todo…, es todo un cúmulo de circunstancias, el after shave y las notas y la cosa esa —señaló la nuez— que me han metido ustedes en el coche y… Ya está, nos vamos a casa, mamá se levantó de la silla, se acercó a ella y la agarró del brazo—. No pueden retenernos aquí así porque sí, no tienen… Que nos detengan si quieren, ¿pero así? Es inaceptable. Yo no… —Clara Benesh se levantó de su asiento y miró a su alrededor dubitativa. Balilty, que se había vuelto a apoyar en la pared junto a la puerta, miró el picaporte y, como respuesta, el picaporte se movió y la puerta se abrió de repente. Ahí estaba Tzilla, señalando algo con los dedos.
—¿Qué pasa? —preguntó Michael, y observó intranquilo la amplia sonrisa de Balilty.
—La niña se ha despertado —proclamó Tzilla, y Michael, que pensaba que nadie se lo creería por la forma tan forzada en que lo había dicho, se sorprendió al ver que Yoram Benesh se detenía. Su madre, a quien llevaba del brazo, se detuvo con él cuando iban hacia la puerta, y los dos miraron a Tzilla.
—Bueno, ¿ha dicho algo? —preguntó Yoram Benesh con indiferencia. Tzilla, con la mano aún en el picaporte, miró dubitativa a Balilty. Balilty entornó los ojos como si le cegara una luz repentina.
—Puedes hablar —le dijo Balilty a Tzilla—, puedes decir toda la verdad, aquí no tenemos secretos. ¿No es cierto, amigos? —Clara Benesh le miró con evidente repugnancia. El problema con Balilty, pensó Michael, es que a veces sus artimañas sobrepasaban todos los límites, y a veces, como en ese momento, estaba claro que eran completamente inútiles. Por la cara de Yoram Benesh se sabía a primera vista que no caería en la trampa.
—¿Ha dicho algo? —preguntó Yoram Benesh.
—Está hablando ahora, acaba de empezar —contestó Tzilla.
—Se pueden ir a donde quieran —les dijo Balilty a la madre y al hijo—, pero no les servirá de nada. La niña ha recobrado la conciencia y ahora hablará y nadie la hará callar.