Llegaron antes que la ambulancia. Michael sujetó a Ester Hion hasta la puerta del kiosco abandonado. Desde que salieron del piso hasta que llegaron al coche, y también después, en la calle Yehuda, cuando pararon delante del kiosco y salieron del coche, iba apoyada con todo su peso en el brazo de Michael, con la cara redonda y brillante por el esfuerzo pegada a su hombro y la respiración, fuerte y rápida, entrecortada por suspiros sofocados y susurrando «Dios nos ampare, Dios nos ampare». Alrededor de la pequeña construcción de piedra había ya decenas de personas agolpadas. Un coche patrulla estaba aparcado sobre la estrecha acera, al lado estaba el furgón del laboratorio de criminalística y, calle arriba, se veía el coche del adiestrador de perros acercándose por la carretera de Hebrón. Ester Hion se detuvo un momento, apoyada en el brazo de Michael, y fue observando a la gente que le abría paso, hasta que sus ojos se toparon con Balilty, y al oír cómo éste ordenaba que despejaran la zona, sus suspiros y letanías se intensificaron. Estaba en la acera junto al kiosco, dando indicaciones con los brazos y guardando el sitio a la ambulancia que estaba en camino.
Al llegar a la puerta de hierro verde Ester Hion se liberó de su abatimiento, soltó el brazo de Michael, se enderezó de repente y, a paso rápido y decidido, entró en el kiosco en penumbra, rompiendo a su paso una gran rama que colgaba del gigantesco rosal. Una delicada lluvia rosa de pétalos cayó sobre el umbral antes de que Michael entrara detrás de ella en el húmedo espacio rectangular impregnado de olor a vómito, moho y orines.
Sólo una linterna que le había pedido a un miembro del laboratorio de criminalística iluminaba ligeramente la habitación, pues los rayos del sol otoñal no podían con la oscuridad, ni siquiera cuando rompieron los cerrojos de los postigos de hierro verdes y oxidados. Con el haz de luz fue iluminando ovillos de telarañas, manchas de humedad, yeso desconchado, hojas de periódicos amarillentos, trapos, un gran bidón oxidado y el cuerpo seco de un gato. Sin ningún miramiento Ester Hion apartó al sargento Yair y se inclinó sobre el cuerpo que estaba tendido boca arriba, sin prestar atención a su hijo, que estaba a su lado y le dijo:
—Sólo está desmayada, mamá, pero está viva, se pondrá bien.
Michael la miró cuando puso la cabeza en el pecho de la niña, que yacía allí con las piernas extendidas y los brazos pegados al cuerpo, la cabeza ladeada y los ojos cerrados. Con sorprendente delicadeza la madre acarició con sus dedos ásperos las mejillas de manzana de su hija, como si le estuviera volviendo a dibujar el mapa de pecas en el fondo grisáceo de su piel. Unas líneas de suciedad iban desde los ojos cerrados de Nesia hasta su boca, senderos de viejas lágrimas que mostraban lo que le había pasado. Con suaves movimientos tocó y acarició Ester Hion los brazos y las piernas de su hija, y Michael se sorprendió pues no podía ni imaginar que existiera una ternura semejante. Yair retiró a Yigal Hion y, con autoridad, le dijo a Peter, que estaba a su izquierda:
—Usted también, por favor, no toque nada, deje eso a los de criminalística. Aún no han terminado de examinarlo todo y, además, está prohibido tocar nada —cuando Michael se dio la vuelta vio a Peter apartando la mano de un montón de cuerdas que estaban tiradas en un rincón, entre telarañas y boñigas secas.
Ester Hion tocó con cuidado las muñecas hinchadas de la niña y después se inclinó y puso los labios en las marcas rojas que habían dejado en ellas las cuerdas. De rodillas examinó también las marcas de las ataduras en los tobillos, palpó los rasguños y tocó con cuidado el profundo corte en la parte delantera del tobillo derecho, donde tenía un hilo de sangre seca.
—Nesia, cielo, Nesia, cariño —dijo en voz baja, como si temiera despertarla—, soy mamá, mamá te está hablando —la niña no reaccionó.
—No puede oírte, mamá, no está consciente —dijo Yigal Hion desde la puerta, después se acercó a ella y se agachó también; pero las llamadas de su madre ya se habían convertido en gritos:
—Nesia, Nesia, Nesia —y no se detuvo hasta que sus ojos se clavaron en una gran mancha húmeda en la parte delantera de los pantalones azules del chándal. Se los quitó rápidamente, inclinó la cabeza y le tocó las ingles. Michael oyó su suspiro cuando la palpó y dijo, como para sí misma—. No hay sangre —y, como si los demás no estuvieran, le quitó también las bragas, le separó las piernas y miró atentamente entre los muslos. Al cabo de un buen rato se levantó con gran esfuerzo, agarrándose de las manos de su hijo, se quedó de pie, se tambaleó un poco y, en un tono de sorpresa y alivio, dijo—: No le ha hecho eso, no como a Zahara.
Como disculpándose se acercó entonces un miembro del laboratorio de criminalística y miró con recelo a Ester Hion, quien se apartó hacia atrás. Se puso de rodillas, tocó con cuidado el cráneo y se detuvo para examinar una gran brecha en la frente, observó el cuello hinchado, miró las marcas que tenía, levantó la palma de la mano hinchada y, con un instrumento afilado, raspó debajo de las uñas mordidas. Después sacó de la cartera de piel negra que llevaba con él una lámina de cristal y, con cuidado, frotó encima la punta.
—¿El médico está en camino? —susurró el de criminalística—. Lo necesito para que me haga un análisis genético —le explicó al sargento Yair, señalando el corte del cuello. Con la mano llamó a otro miembro del laboratorio de criminalística y, cuando se acercó con la máquina y empezó a hacer fotografías, Michael se protegió los ojos y, por debajo de la palma de la mano, vio cómo Ester Hion cerraba los ojos cada vez que se disparaba el flash.
—El médico ya está aquí —dijo Yair—, están aparcando la ambulancia —y empujó la puerta de hierro con el pie, abriéndola de par en par para dejar paso al médico y a la camilla.
—Tenemos que esperar fuera —le dijo Michael a Yigal Hion, cuya madre estaba petrificada junto a la niña—. El médico la examinará aquí antes de llevarla a la ambulancia —añadió. Y como confirmando sus palabras entró el médico en ese momento, un hombre bajo y gordo, jadeando y tocándose el pelo claro tan repeinado como una peluca que le hubieran puesto sobre el cráneo redondo; y aún resoplando soltó—: Quiero que despejen la zona.
Ester Hion se quedó mirándolo y ni siquiera se movió cuando el médico le devolvió la mirada.
—Soy la madre —le dijo, pero él ya estaba de rodillas junto a Nesia, acercando el estetoscopio a su pecho.
—Salga, señora, espere fuera un momento —le ordenó impaciente, y ella, como dudando si obedecer o no, fue conducida afuera por su hijo, que la sostuvo agarrándola del brazo.
Michael salió detrás de ellos y se detuvo al lado del sargento Yair y la sargento Einat, que estaba aplastando con los dedos un pétalo de rosa.
—¡Hay que ver lo que ha hecho con la pobre perra! —dijo Einat, mirando la bolsa de plástico negra que los de criminalística habían dejado al lado de la tapia.
—¿Quieres un análisis patológico o nos la llevamos directamente? —le preguntó uno de ellos a Michael, que se encogió de hombros y le lanzó al sargento Yair una mirada interrogativa.
Yair agachó la cabeza, como observándose los pies, y al cabo de un rato la alzó y dijo:
—Creo… —y no terminó la frase, pues de algún sitio salió Balilty, como si hubiera estado esperando ese momento de duda, y le interrumpió:
—Para qué perder el tiempo, está muy claro que esa perra está muerta. No la ha envenenado —dijo el jefe de la unidad de información—, le ha machacado la cabeza, la ha rajado y…
—Entonces, ¿nos la llevamos? ¿Directamente? —preguntó un miembro del laboratorio de criminalística con impaciencia, y el sargento Yair asintió.
—Enhorabuena, niño —dijo Balilty sin mirar a Yair y frotándose las manos—, creía que no la encontraríamos nunca, y menos hoy. Si la hubiéramos encontrado dentro de un día o dos… Enhorabuena, de verdad. ¿Se lo has dicho? —le preguntó a Michael—, ¿le has dado la enhorabuena? —y sin esperar respuesta siguió diciendo—: Si él no te lo ha dicho, te lo digo yo: Enhorabuena, de verdad, si no la hubiéramos encontrado hoy, no habría sobrevivido. Seguro que tiene hemorragia cerebral, ese maníaco le ha golpeado la cabeza contra el suelo. Seguro que tiene fractura de cráneo, y eso es muy peligroso —explicó con satisfacción—. ¿Cómo habéis llegado aquí? —una expresión inocente y picara apareció en su cara—: El perro, seguro… Por el perro de la niña, ¿no? El perro no se ha movido de aquí, por eso…
—El perro ladró muchas veces antes también —se apresuró a decir Einat—. Ha sido idea de Yair, él…
—Ha sido por el rosal —se justificó Yair, dirigiendo la mirada hacia la puerta y a la planta que trepaba allí—. No, no es lo que estás pensado, sencillamente he visto que había una rama rota, como si alguien… Todo está oxidado, lleva años cerrado, y de repente ves que hay una rama que está claro que alguien ha roto no hace mucho, ni siquiera estaba seca.
Balilty suspiró y movió los ojos.
—Parece que, por fin, hemos conseguido algo del agricultor, ¿eh, Ohayon? Los que siembran con lágrimas… —y como Michael apretó los dientes y no dijo nada, el jefe de la unidad de información volvió a mirar al joven sargento y dijo—: Hay una cosa que no entiendo, qué te ha impulsado a mirar esa planta… rosa bragas de anciana.
—No es cierto —dijo Yair con firmeza—, ese tono no se encuentra en ningún sitio, es imposible imitarlo.
—Tonterías —sentenció Balilty con júbilo—, créeme, es rosa bragas.
Michael protegió el mechero y, por un instante, a la luz de la llama que iluminaba la palma de su mano, vio los muslos torneados de Ada, sus hombros, su cuello y sus ojos. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Por la puerta del kiosco salieron los dos enfermeros con la camilla, donde iba la niña atada con correas, y la puerta se cerró de golpe tras ellos.
—Ve en la ambulancia con ellos —le ordenó Michael a Einat—, no pierdas detalle. En cuanto haya un parte médico nos informas, y también en el mismo instante en que se despierte nos informas.
—¿No quieres que vaya con ella? —preguntó Yair receloso.
—Tú te quedas aquí ahora —dijo Michael—, hasta que se despierte, tenemos mucho que hacer.
—Si es que se despierta —dijo Balilty con escepticismo—. No es seguro que se despierte tan rápido. Y, aunque vuelva en sí, ¿creéis que va a hablar? He visto muchas veces cómo, a causa del shock, no recuerdan nada. No hay que tener muchas esperanzas.
—También quiero un informe médico completo —le dijo Michael a Einat—. Cuando la ingresen, que te den una copia de la hoja de entrada y les dices que nos la manden por fax, pero no la dejes allí sola. Todo el rato al lado de la cama, para que en el momento en que se despierte… —le interrumpió el médico, que se detuvo junto a él observando a los dos enfermeros, que estaban metiendo la camilla en la ambulancia, después de que todos los congregados allí les abrieran paso.
—Bueno —le dijo el médico a Michael—, fractura de cráneo y hemorragia interna. Aún no sabemos cuántas contusiones internas hay. Y también está deshidratada, le he puesto suero.
—¿Aún no está consciente? —confirmó Michael.
—No estará consciente hasta dentro de mucho tiempo —dijo el médico—, no volverá en sí tan rápido. Eso puede llevar varios días. Y no sé lo que pasará con su columna vertebral, hemos tenido que atarla a la camilla, la hemos atado con una tablilla debajo, ha sido toda una historia moverla.
Yigal Hion sujetó a su madre mientras subía con dificultad a la ambulancia detrás de la camilla.
—Iré enseguida con el coche, voy a por él —le dijo Yigal, y Michael vio cómo Peter se acercaba a él dubitativo, su esbelta silueta encorvada parecía triste y desilusionada.
También Balilty los miró, pero, para alivio de Michael, no dijo nada, tan sólo los señaló con la cabeza como con cierto reproche. Se apoyó en el poste de la luz, se cruzó de brazos y bostezó.
—Estoy muerto —anunció Balilty a todos los que le rodeaban—, si no duermo una hora o dos también necesitaréis una ambulancia para mí. Me voy a casa, nada se va a mover de aquí. Ahora no hay nada importante que hacer, ¿no?
—Es cierto, vete a descansar —dijo Michael—, y nosotros iremos a comer algo.
—¿Dónde vais a comer? —se despabiló el jefe de la unidad de información—. No vayas ahora a la Ciudad Vieja, con el lío que hay, y tampoco a Abu Gos. ¿Dónde vas a comer? ¿Tienes algo en casa?
—Déjame un momento tu teléfono —pidió Michael, y Balilty se lo ofreció con una mirada irritada.
—¿Cómo se hace? —preguntó Michael mirando el aparato.
—Dime el número y yo marco —dijo Balilty y una chispa de astucia brilló en sus ojos.
—No hace falta —insistió Michael, incapaz de ocultar su turbación—, sólo dime si se pone antes cero dos.
—Si es a Jerusalén —dijo Balilty con malicia—. ¿Es a Jerusalén? Porque si es a un móvil hay que marcar el prefijo… ¿Cómo puede haber un jefe de investigaciones sin móvil? Es ilegal, y si no es ilegal, al menos tendría que haber una ley sobre eso. ¡Una persona en el siglo XXI que aún no sabe utilizar un móvil! Y encima se cree que tiene encanto, eso es lo que me destroza —farfulló cuando Michael marcó—. Dale al send —dijo Balilty—, send, send, aprieta el verde —y Michael, que se retiró y les dio la espalda, susurró por el aparato y sintió en la nuca la ardiente curiosidad de Balilty, como si se tensara para entender alguna palabra.
En voz baja y brevemente le contó a Ada que habían encontrado a la niña con vida: cómo habían pensado en los baños rituales de la calle Shimshon y en la cisterna subterránea, cómo habían buscado en la casa medio en ruinas del partido Laborista, cómo habían bajado a todos los refugios de las viviendas grandes de la calle Simón y cómo, al final, la habían encontrado en el kiosco abandonado de la esquina entre Mordekay Hayehudí y la calle Yehuda.
—¿Un kiosco? ¿Dónde hay allí un kiosco? —se sorprendió Ada y, cuando se lo explicó, sólo dijo—: Da igual, lo importante es que está bien y que no ha sido otra vez en el desván. La racionalidad tiene un límite, que alguien pueda… ¿Me oyes?
—No estoy solo —advirtió Michael—, yo… Hay gente aquí…
—Entonces, ¿por la noche? ¿Vendrás por la noche?
—Pero a lo mejor tarde —le dijo.
Llevaron a Balilty a su coche, que estaba aparcado en la acera de la calle Yiftaj. Delante de la entrada del bloque de viviendas les estaba esperando Eli Bahar.
—Enhorabuena —dijo al entrar en el coche y sentarse en el lugar que había dejado libre Balilty.
—Ha sido sólo por casualidad —se justificó Yair, y Balilty les siguió mirando un momento con gesto de pena, igual que un niño que ve interrumpidos sus juegos por las llamadas de su madre para que vuelva a casa.
—Nuestro trabajo es así, todo pasa por casualidad —dijo Eli Bahar sin ningún pesar.
—Escucha un momento —dijo Yair—, hay algo más… Antes de… También yo estoy muerto de hambre, pero tal vez antes de volver, os importa, es un momento… Es que antes le oí decir a la vecina de arriba que la niña iba mucho al refugio, a lo mejor conviene… Y también hay algo más, pero a lo mejor no tiene importancia.
Michael soltó el volante, echó el freno de mano y se volvió para ver la cara de Yair.
—Es algo que percibí nada más llegar. Allí había un olor… aparte de todo lo demás, aparte de la pestilencia, desprendía un olor, suave, pero ya… Era un olor conocido, pero no puedo recordarlo, como a perfume o a after shave.
—¿Como qué? Paco Rabanne o Hugo Boss o… ¿Perfume de mujer o de hombre? —preguntó Eli Bahar.
—¿Yo qué sé? No, no era perfume de mujer, era algo amargo, agrio, con sabor a limón, como algo que he olido hace poco… No consigo recordar, tal vez desodorante o… ¿Hay perfume para el cabello?
—¿Después de doce horas que llevaba allí? —dudó Eli Bahar—. Sería alguien de criminalística o de la gente que…
—No —insistió Yair—, era de su piel, de su cara. Me incliné para ver si respiraba y lo sentí. Pero no sé lo que era.
—Tómate tu tiempo, ésas son cosas que se recuerdan de pronto, incluso a medianoche —le tranquilizó Michael—. ¿Queréis que vayamos ahora al refugio o no?
—Ya estuvimos allí, al principio de la búsqueda —dijo Eli Bahar—, otros dos policías y yo, no había nada, nada excepto las cosas normales: una cama con los muelles rotos y cajas con trastos.
—Como queráis —dijo Yair mirando por la ventanilla y, al cabo de un rato, abrió la puerta del coche y se quedó parado observando el otro lado de la calle. Michael siguió la mirada de Yair hasta el garaje, donde, dándoles la espalda, estaba Yoram Benesh con pantalones cortos, camiseta blanca y gafas de sol a la última echando agua con una manguera a la capota del Toyota rojo. Alrededor de sus pies descalzos se había formado un gran charco y sonidos graves de bajos rítmicos salían de la radio encendida del coche.
Michael se quedó mirando un rato hacia allí y salió del coche. Eli Bahar echó un vistazo al reloj y suspiró.
—¿Qué? —preguntó Michael.
—Ese coche estaba completamente limpio, incluso creo que lo lavó ayer… —murmuró Yair, moviendo la cabeza desconcertado—. ¿Eso es todo lo que hace en la vida? ¿Lavar el coche todo el rato?
—Hay personas así —dijo Michael en tono pensativo—, obsesivas, tienen que… Sobre todo si acaban de estrenar el coche, como en este caso.
—Cuando el perro estuvo en el patio de la casa de los Bashari, al otro lado, no el de debajo de la ventana de los Bashari, al otro lado, el de los Benesh, allí perdió los estribos especialmente, al lado del árbol de Judea; y yo… creo…
Michael se asomó por la ventanilla del coche y miró a Eli Bahar, que se pasó la mano por la frente y farfulló:
—Vale, entendido. Le diré a Tzilla que nos retrasaremos. Tendrá que quedarse otra vez con ese Moshé Abital, que lleva ya dos horas esperando.
—Pues vamos —dijo Michael con paciencia—, si quieres hablar con él, vamos.
Quizás a causa de la radio y del sonido del agua —los pies de Yoram Benesh se movían en el charco al ritmo de los bajos— no se percató de su llegada hasta que estuvieron muy cerca de él. Michael carraspeó. Yoram Benesh se dio la vuelta asustado, la manguera se le escapó de la mano y el agua empezó a caer en la superficie de cemento del garaje.
—Perdone un momento —dijo Yair—, sólo quería preguntarle una cosa.
—Ah, es usted. Ah no…, ahora ustedes… —dijo Yoram Benesh mirándole.
—Sería conveniente que cerrase el grifo —dijo Yair—, ¿no es una pena derrochar así el agua? ¿Y no sabe que está prohibido…? Es ilegal utilizar una manguera para lavar un coche, ponen una buena multa por eso.
—Vale, está bien, está bien, ya lo cierro. Jesús, parece que es usted quien paga la factura del agua —refunfuñó Yoram Benesh, y se dirigió cojeando ligeramente hacia el garaje. Cuando volvió, Michael se fijó en una gran mancha roja que tenía junto al tobillo—. Tenemos una plaga de palomas —explicó cuando volvió—, si se aparca debajo de este árbol, toda la capota del coche queda cubierta. Si dejas en la capota del coche su… su porquería, quedan manchas que no se quitan, se come el color.
—¿Entran en el garaje las palomas? —quiso saber Yair, y Michael, que estaba parado en la acera, se cruzó de brazos pacientemente, a la espera, como si no tuviese nada que ver con lo que estaba pasando.
—No, pero el coche ha estado fuera y…
—¿Por qué ha estado fuera si tienen aparcamiento privado? —objetó Yair con expresión ingenua, y se inclinó hacia la rueda trasera.
Yoram Benesh se quitó las estrechas gafas de sol y sus ojos azules aparecieron observando atentamente la cara del sargento. El ojo derecho estaba rojo y tenía un arañazo debajo. Dejó las gafas en la capota del coche, se secó las manos en los pantalones varias veces y se las metió en los bolsillos.
—¿Qué está buscando ahí? —exigió saber, y se acercó a la rueda trasera, pero Yair ya se había incorporado y también él se metió las manos en los bolsillos.
—¿Por qué no había sitio? —preguntó Yair—, ¿sus padres lo ocuparon todo y cuando volvió ya no pudo?
—Sí, casi no hay espacio ni para dos.
—Cogieron terreno del jardín para hacer un garaje —observó Yair en tono crítico.
—Sí, hay suficiente jardín a los lados y detrás —se defendió Yoram Benesh—; y si me perdonan ahora —miró a Michael—, ya he cerrado el grifo, ¿no? Entonces ya no tienen nada más… Porque tengo prisa, you guys, es mejor que me digan si quieren algo más de mí, porque si no, yo tengo que… —su voz se apagó y sus ojos iban de Yair a Michael. Los dos se mantuvieron callados—. Me han dicho que han encontrado a la niña —dijo Yoram Benesh—, alive and well, y que no le ha pasado nada.
—Es un poco exagerado decir que no le ha pasado nada —observó Yair—; ella… Le han dado una paliza de muerte.
—Me refería a que está viva y se pondrá bien, eso he oído decir. La vecina —señaló con la cabeza hacia el bloque de viviendas— ha venido a contárselo a mi madre. He oído que está inconsciente, ¿es verdad?
—¿Dónde estuvo ayer por la noche? —preguntó Michael, y el labio superior de Yoram Benesh tembló al contestar:
—¿Queeé? ¿Qué quiere decir?
—Pues muy sencillo —dijo Michael y sus ojos volvieron a posarse en el tobillo herido—, ¿dónde estuvo ayer por la noche?
—¿Por qué me lo pregunta? —se resistió Yoram Benesh.
—Porque volvió tarde —observó Michael con calma, como si esa explicación justificara la pregunta.
—Who says so? —exigió saber Yoram Benesh—, ¿quién dice que ni siquiera saliera de casa?
—¿Entonces no salió? —preguntó Michael—, ¿estuvo toda la noche en casa?
—No creo que sea asunto suyo —refunfuñó cogiendo las gafas de sol de la capota del coche—, ¿es que tengo que darles cuentas de algo? —con un movimiento brusco cerró la puerta del coche.
—Perdone un momento —dijo el sargento Yair, rodeó el coche y abrió la puerta derecha de atrás.
Yoram Benesh dio un salto, cerró el puño y golpeó la capota del coche.
—¿Qué hace? No puede… Cómo… Es mi coche privado…
—Ésa es la cuestión —se oyó la voz de Yair, que se había agachado para mirar los bajos del coche—, precisamente porque es su coche —sacó la cabeza y se incorporó—. Y ahora tiene que acompañarnos.
—¿Qué? —Yoram Benesh se quedó estupefacto—, ¿a qué viene eso? What the hell… ¿Qué quieren de mí?
—Ya le ha oído —dijo Michael sin mirar al sargento—, tiene que acompañarnos para interrogarle. Tenemos que hacerle algunas preguntas.
—¡Pues pregunten! —Yoram Benesh levantó la voz—. Be my guests. ¿Quién les impide preguntar? Por lo que a mí… —sus ojos volvieron a ir de uno a otro y al final se detuvieron en Eli Bahar, que estaba cerrando la puerta del coche al otro lado de la carretera—. Escuche —dijo furioso, y no estaba claro a cuál de los dos hablaba—, ¿me ha tomado por un analfabeto que no sabe ni por dónde anda? Yo no tengo que acompañarles a ningún sitio. ¿Se cree que soy algún árabe al que pueden fastidiar así? Yo no les acompaño a ningún sitio. No way —metió la patilla de las gafas de sol en la camiseta, las manos en los bolsillos de los pantalones cortos y miró a Michael con insolencia.
—¿Dice que no salió ayer por la noche? —preguntó Michael, como si no hubiera oído su protesta.
—Salí, no salí, none of your business, no es asunto suyo, no tengo ninguna intención de responder a nada si no me explican por qué. Si me dijeran lo que quieren, a lo mejor estaría encantado de ayudarles. ¿Es que no le contesté a él ayer cuando vino a preguntarme por…? —señaló con la cabeza el patio contiguo y después a Yair—. ¡Pero así!
—Necesitamos al laboratorio de criminalística —le dijo el sargento Yair a Eli Bahar, que estaba parado junto al garaje— para que analice este coche.
—¿Qué es esto? ¿Qué es esto? —exigió saber Yoram Benesh—. ¿Pueden analizar un vehículo privado sin…? ¿Así, sin más?
—Usted no coopera —explicó Michael—, y nosotros tenemos que saber algunas cosas.
Yoram Benesh puso la mano sobre la capota del coche y se apoyó en la puerta del conductor, como quien protege su vehículo de los ladrones con su cuerpo.
—¿Qué tienen que saber? —dijo Yoram Benesh.
—Lo primero, dónde estuvo ayer por la tarde y por la noche.
—En casa, ya se lo he dicho, no salí de casa.
—¿Alguna otra persona cogió el coche? ¿Se lo dejó a alguien, a algún amigo o a algún vecino?
—El coche estuvo ahí toda la noche —dijo Yoram Benesh, y dirigió la mirada a la zona de la carretera que estaba delante del garaje—, all night long; estuvo cortando el paso a los coches de mis padres. Debajo del árbol, toda la noche, acabo de meterlo ahora para limpiarlo. La manguera no llegaba…
—¿También lo ha limpiado por dentro? —intervino el sargento Yair, mientras peinaba con la mirada todo el garaje—. ¿Con una aspiradora?
—¿Por dentro? —Yoram Benesh repitió las palabras como si no hubiese comprendido su significado—, ¿por qué iba a limpiarlo por dentro? Ya se lo he dicho: las palomas se cagan en la capota y…
Eli Bahar, que estaba detrás del coche, tocó la puerta del maletero y ésta se levantó. Miró dentro.
—Pero aquí hay una aspiradora de mano —dijo mientras cogía el beeper—, y aún está caliente.
—¿Y eso qué quiere decir? —saltó Yoram Benesh—. Qué hace rebuscando sin permiso… Está caliente, pues está caliente; por el sol. Yo no…
—¿Cómo va a ser por el sol? —preguntó Yair—, ¿cómo va a estar caliente por el sol si aquí hay sombra y hoy además no hace mucho calor? Perdóneme un momento —dijo y le puso la aspiradora a Eli Bahar en las manos—, nos la llevamos —y con delicadeza le explicó a Yoram Benesh que el laboratorio de criminalística analizaría su contenido.
—¡No pueden llevarse de aquí nada que no les pertenezca! —gritó Yoram Benesh—. What the hell! ¿Por qué me fastidian así? Si… —dijo temblando de furia—, si no me la devuelven ahora mismo y se van de aquí, ahora mismo llamo, ahora mismo llamo a un abogado —se puso las manos en las caderas y los miró; en esa postura recordaba a un actor fracasado ensayando su papel en una película del oeste.
—Por favor —dijo Yair abriendo los brazos—, de todas formas tenemos que hablar con sus padres para cerciorarnos de que de verdad no salió de casa ayer; por tanto, si no tiene inconveniente, entraremos ahora con usted y usted puede llamar a su abogado si quiere.
—No pueden entrar ahora en casa —se estremeció Yoram Benesh—, no pueden… Sólo está mi padre, y está descansando; mi madre ha salido y, cuando vuelva, no se sentirá muy bien; y tenemos invitados, mi prometida está aquí y no pueden… Usted ya ha hablado conmigo, lleva horas hablando conmigo —protestó dirigiéndose a Yair—. ¿No me ha preguntado ya todo lo que…?
—Mire —dijo Michael—, nos está haciendo perder el tiempo. No quiere venir con nosotros para que le interroguemos, pues entonces coopere aquí. ¿Quiere que hablemos con usted en la calle o dentro de su casa? Porque no le vamos a dejar irse así, sin más, ¿me comprende?
—Vale, entren —accedió Yoram Benesh después de titubear—, prefiero eso a ir con ustedes. Y, además, no tengo nada que ocultar, acabemos con esto de una vez y ya está. Sólo les pido que no hagan ruido porque mi padre está descansando ahora.
—Podemos empezar así y después ya veremos —dijo el sargento Yair mirando a Michael.
—Vaya entrando —le dijo Michael a Yoram Benesh—, nosotros vamos ahora mismo.
Por un instante los miró a ellos y al coche con preocupación.
—¿Por qué no entran conmigo? —preguntó Yoram Benesh.
—Dígame —dijo Michael—, ¿qué le ha pasado en el ojo?
—Me he arañado en el jardín —dijo Yoram Benesh sin dudarlo y tocándose el ojo—, se me metió una rama en el ojo cuando le estaba enseñando el jardín a mi prometida. Puede preguntárselo a ella si no me cree —añadió con una sonrisa desafiante—; aunque ahora no está aquí.
—¿Cierro el coche con llave? —le preguntó Eli Bahar a Michael—. ¿Tardaremos un rato, no?
—Cierra, cierra —dijo Michael y por un instante sintió un vahído de hambre—. Y usted, entre —le ordenó a Yoram Benesh—, ¿a qué está esperando? ¿Es que de repente no quiere separarse de nosotros?
Caminó despacio detrás de Yoram Benesh, que arrastraba los pies cojeando un poco, saltó la manguera y se dirigió hacia la entrada principal.
—Ahora dime, ¿qué pasa?, ¿qué has encontrado? —le preguntó a Yair.
—Esto es lo que pasa —contestó el sargento, se sacó la mano del bolsillo y la abrió. En la arrugada palma de la mano había un pétalo de rosa marchito y con los bordes ennegrecidos—. Y estoy seguro de que por los alrededores hay más como éste o parecidos, o algunos pedazos; alguien de criminalística podría encontrarlos —añadió con seguridad.
—Dime, ¿estás seguro de que por un solo pétalo se puede… se puede identificar una planta completa? —dudó Michael mirando la palma de la mano.
—¿La verdad? —dijo Yair—, no, no al cien por cien —del otro bolsillo sacó una flor y puso el pétalo al lado—, ¿lo ves? Parecen similares, pero la flor la he cortado hoy y el pétalo… lleva ahí tal vez desde ayer…, ya no tiene el mismo tono —dijo apenado—. No es suficiente para probar nada, tal vez los de criminalística o un gran experto, yo no soy experto en flores en absoluto, pero el color es de una pureza insólita; aquí, en el jardín, no tienen rosas así, ya he estado en este jardín. Tienen simples rosas modernas; ese tal Peter, el australiano ese, me dijo que Baqah es un barrio de rosas, pero eso no tiene nada que ver, y aquí no hay un rosal así. Y este pétalo no es de hace una semana, ya te lo he dicho, como mucho es de ayer por la noche; y el color, hay que comprobarlo, pero aquí no hay rosas de este color —bajó la vista y se sacudió los zapatos antes de seguir murmurando—. Yo en tu caso usaría esto al menos para tirarle a alguien de la lengua.
—¿Es decir que de verdad tenías intención de llamar a criminalística? —dijo Eli Bahar, que estaba detrás de ellos—. Creía que era una artimaña.
—No, no era una artimaña, el contenido de la aspiradora y el interior de este coche… Porque estoy dispuesto a apostar a que él…
La puerta de la casa se abrió. Yoram Benesh estaba ahí con la mano metida en la manga larga de una camisa azul. Se la abrochó despacio, dobló las mangas hasta debajo de los codos y se dio una palmada en las mejillas. Se había quitado los pantalones cortos y se había puesto unos largos.
—Entonces llevamos el coche a criminalística —concluyó Eli Bahar.
—¿Cómo te lo vas a llevar? —murmuró Michael—. Sin su consentimiento sólo se puede hacer con una orden, ahora no tenemos tiempo de…
—Vosotros entrad —dijo Eli Bahar— y yo me encargo del resto.
—Y después no será procedente en el tribunal —dijo Michael—, ¿entonces qué habremos ganado?
—¿Cómo dice nuestro amigo de información? ¿Quieres que sea procedente en el tribunal? No hay ningún problema, haremos que sea procedente —aseguró Eli Bahar y en su mirada verdosa brilló una evidente satisfacción—. Vosotros entrad y dejadme eso a mí, ¿vale?
—Un momento, espera un momento —dijo Michael—, ya que vuelves a la comisaría, hazme un favor y empieza tú con Moshé Abital. Me lleva esperando desde las seis de la mañana y no veo como…
—No hay ningún problema —contestó Eli con una amplia sonrisa—. ¿Algo más? No te acuerdes cuando me haya ido.
Yoram Benesh se retiró un poco cuando entraron y, de forma provocativa, continuó mirando a Eli Bahar, que seguía al lado del Toyota. Tal vez por eso no prestó atención a las fosas nasales del sargento, que se dilataron al cruzar el umbral. Yair se detuvo un momento y olfateó el aire, después le hizo un gesto a Michael con los ojos como diciendo: «Ya está, éste es el olor», y Michael respiró profundamente el sutil aroma a limón agrio mezclado con almizcle.
Yoram Benesh cerró la puerta y les condujo al salón. Les señalo el sofá de piel blanco y ambos se sentaron cuando Yoram se hundió en un sofá de piel de dos plazas que estaba enfrente. Retiró un jarrón estrecho y alto, colocó las plumas de ave del paraíso que amenazaban con caerse y, con una calma desafiante, puso los pies sobre el grueso y verdoso cristal de la mesa. Los zapatos de piel que llevaba parecían nuevos y a Michael le dio la impresión de que el tobillo izquierdo era más grueso que el derecho. Y mientras Yair miraba alrededor y clavaba la vista en el gran óleo que estaba colgado de la pared, en el que sólo había pintada una mancha roja sobre un fondo blanco, y después en la gigantesca televisión, Michael intentaba averiguar si el tobillo herido estaba vendado. No se veía ningún cenicero en la habitación fría, luminosa y reluciente, y Michael juntó las manos y, en voz baja, le preguntó a Yoram Benesh qué le había pasado en el tobillo. Yair dirigió su mirada hacia allí, pero Yoram Benesh ya se había apresurado a retirar los pies del cristal.
—No me ha pasado nada —dijo en tono inocente—, a lo mejor me he dado un golpe con el aspersor o con la tapia, no es nada.
—Pues a mí me parece que es algo serio —dijo Michael—, y también me he dado cuenta de que cojea usted bastante, al parecer le duele.
Sus ojos no se apartaban de Yoram Benesh, quien miró hacia otro lado y alejó dos revistas en alemán y un ovillo de lana con dos agujas clavadas.
—Déjeme verlo —dijo Michael con afecto para que no pudiera negarse—, déjeme ver esa herida, entiendo algo de eso, a lo mejor tiene que verle un médico.
—No, pero qué dice —protestó Yoram Benesh—; no es nada, de verdad…, ni siquiera he sentido que…
—Déjeme ver, déjeme ver —insistió Michael, que ya se había levantado del sofá y se estaba acercando al sillón de piel donde Yoram Benesh se movía inquieto—. Permítame, no quiero hacerle daño —dijo Michael—. ¿Puede bajarse un momento el calcetín?
Yoram Benesh le miró impotente. Michael sabía que al haber utilizado un tono afectuoso y demostrado tanto interés, Yoram no podría negarse. Yoram Benesh se retiró el calcetín de deporte y, entonces, Yair se levantó de su sitio y se acercó a ellos. Michael, con la misma prudencia con la que había hablado, se arrodilló en la alfombra y observó de cerca la herida amoratada del tobillo hinchado.
—Parece como si… ¿Le ha mordido alguien? —preguntó Yair con provocativa inocencia—. Hay marcas de dientes. ¿No tienen perro, verdad?
—No es nada —dijo Yoram Benesh intranquilo y apresurándose a taparse el pie—, ya casi no me duele; es de hace unos días.
—¿Unos días? —se interesó Michael, que seguía de pie pegado al sillón de piel, mientras el sargento Yair miraba fijamente una gran fotografía en blanco y negro que estaba colgada encima del televisor. Dentro del fino marco dorado había un niño, sin los dientes de delante y con una expresión muy seria, sujetando con las dos manos una medalla.
—¿Es usted? —se interesó Yair acercándose a la foto.
—Sí, a los seis años —dijo Yoram Benesh, que parecía aliviado por no tener que contestar ya a la pregunta de Michael—. Gané una medalla en un concurso de matemáticas, el primer puesto de tres colegios —explicó sonriendo—; pensaban que yo… que tenía capacidad para las matemáticas, y a mis padres… —su mano se dirigió con pereza hacia la fotografía— les gusta recordarlo —dijo con una gran sonrisa, enseñando unos dientes pequeños y blancos.
—¿Hace cuántos días? —volvió a preguntar Michael con provocativa amabilidad.
—No recuerdo exactamente, dos o tres —respondió Yoram Benesh.
—Cómo es posible —se sorprendió Yair sin apartar los ojos de la fotografía—, hablé con usted ayer o anteayer, ¿cuándo fue?, y no tenía nada en el pie, tampoco cojeaba.
Yoram Benesh, que parecía haber perdido la seguridad en sí mismo, se puso a la defensiva para no caer en una trampa.
—Pues no me acuerdo —dijo furioso—. Ya se lo he dicho: no es nada. Ayer o anteayer, ya no me duele.
—Perdone —dijo Yair—, pero parece que hay marcas de dientes alrededor, eso no es ninguna tontería; tiene que verlo un médico porque a lo mejor hay que ponerle la antitetánica.
—O incluso la antirrábica —añadió Michael en tono paternalista.
—¿Dónde está su compañero? El otro —preguntó Yoram Benesh con evidente nerviosismo—. ¿Cuánto tiempo tarda en cerrar el coche?
—Esa niña, Nesia —dijo Michael desde detrás del sillón de Yoram Benesh—, ¿la conocía?
—¿A la niña? —se sorprendió Yoram Benesh—, no, para nada, sólo la había visto alguna vez, está todo el rato dando vueltas por la calle con su perra…
—¿Habló con ella alguna vez? —preguntó Michael.
—No, jamás —dijo Yoram Benesh con cierta repugnancia, y enfadado añadió—: Pero podrían decirme de una vez qué están buscando, no ha habido tranquilidad aquí en todo el día y mi madre… tiene… no se encuentra muy bien, primero la policía y luego la periodista esa que no ha dejado…
—¿Qué periodista? —preguntó Michael en tono grave.
—No recuerdo cómo se llama —dijo Yoram Benesh dirigiendo la vista hacia la puerta de la habitación—. Una… una de tantas… Nadie a quien se recuerde, con vaqueros y una camisa grande, con unos rizos —se tocó el pelo rubio, al que la humedad daba un tono más oscuro.
—Orly Shoshan —dijo Yair.
—Puede ser —Yoram Benesh hizo una mueca—, creo que se llama así.
—La mejor amiga de Zahara Bashari —recordó Yair.
—Qué se yo —murmuró Yoram Benesh—, sólo ha estado dando la lata.
—¿Qué quería saber? —preguntó Michael.
—Si conocía a… —señaló con la cabeza la pared del salón que separaba su casa de la otra, como si temiera pronunciar el nombre de Zahara.
—¿Si conocía usted a Zahara Bashari? —preguntó Michael.
Yoram Benesh asintió.
—¿Y la conocía? —preguntó Michael entrelazando las manos.
—Ya se lo dije a él —movió la cabeza hacia Yair—, ella quería saber si jugábamos juntos de pequeños y si me había dado cuenta de lo guapa que era, y cómo era posible que un chico como yo y una chica como ella no…
—Le he hecho una pregunta —le interrumpió Michael.
Yoram Benesh suspiró con evidente impaciencia.
—Ya se lo dije a él, ayer se lo dije, ¿qué pasa, que no hablan entre ustedes? No hablaba con ella ni una palabra, su madre y mi madre…, nuestros padres… —se golpeó los pantalones como si no tuviera nada más que añadir.
—Pero cuando eran pequeños jugaban, jugaban juntos —sentenció Yair, y fue a sentarse a un extremo del sofá de piel, cerca del sillón.
Yoram Benesh palideció.
—No recuerdo algo así —dijo con voz temblorosa—, mi madre me habría matado. No creo que ni siquiera… Yo era mayor que ella. No me interesaban los bebés.
Por el pasillo se oyeron unos pasos lentos y, un momento después, estaba en la puerta del salón el padre de Yoram Benesh, arreglándose unos mechones de pelo ralos, blancorrojizos.
—¿Quiénes? ¿Quiénes jugaban juntos? —preguntó, y se tocó las mejillas como para alisarse las arrugas después de un profundo sueño.
—Nada, no es nada, papá —dijo su hijo con desdén.
—¿Son ustedes de la policía? —le preguntó Efraim Benesh a Michael—, ¿no hablamos con usted el día que encontraron a Zahara Bashari?
—Sí —afirmó Michael—, y ustedes nos dijeron que Yoram no salió de casa el lunes pasado, por la tarde, dijeron que estuvo en caví desde las seis y que no salió.
—Es cierto, así fue —dijo Efraim Benesh—, ¿y qué pasa ahora?
—Es por la niña —explicó su hijo.
—¿Qué es lo que realmente ha pasado con ella? —se interesó Efraim Benesh.
—La han encontrado, está viva —se apresuró a decir Yoram.
—Bendito sea Dios —dijo el padre—. Estos niños, de verdad, hasta que se hacen mayores estás con el alma en vilo. ¿Qué pasó?, ¿se escapó de casa?
Yair le miró sorprendido.
—¿Cómo que se escapó de casa? Alguien la raptó y le dio una paliza de muerte.
—¡Pero qué dice! —Efraim Benesh se quedó atónito—. ¿Quién la raptó? ¿No se sabe? —chasqueó la lengua—. No nos dejan vivir en paz. Pero ¿en qué podemos ayudarles ahora?
—Tenemos que hacerle unas preguntas a su hijo —dijo Michael amablemente—. Hemos encontrado a la niña, pero está inconsciente. No nos puede contar nada.
El rostro de Efraim Benesh se ensombreció.
—Nosotros no podemos ayudarles —dijo dubitativo y mirando a su hijo—, estábamos ocupados: la prometida de mi hijo llegó hace unos días de Estados Unidos; y no es una persona cualquiera —volvió a mirar a su hijo y esta vez había miedo en su mirada—, es una chica muy especial, una princesa, ¿no es así, Yoram?
—Déjalo, papá, eso no es asunto suyo —dijo su hijo con impaciencia—. ¿No te preparas un café?
Michael observó atentamente la cara del padre, cuya sonrisa se había desvanecido, y que por un momento pareció mirar a su hijo con temor al decir:
—Sí, sí, ¿hago también para vosotros?
—No, gracias —dijo Yoram Benesh—, ya hemos tomado.
—Y por la niña, por Nesia, ¿no preguntó la periodista? —preguntó Michael, y Efraim Benesh, que aún podía oír la conversación, se detuvo delante de la puerta y permaneció allí un rato, después salió de la habitación.
—¿Por la niña? Preguntó, claro que preguntó por la niña, ¿pero qué le podía decir yo? No conozco a esa niña, no conozco a nadie aquí; nosotros no…, nuestra familia no…, no tenemos relación con… —su mano trazó un arco que abarcaba toda la calle.
Por un momento Michael sintió que Balilty se hubiera ido.
—Tenemos la absoluta seguridad de que usted conocía bien a Zahara Bashari —dijo de repente, adaptando a sus necesidades uno de los trucos de Balilty.
—Eso no es cierto —protestó Yoram Benesh en voz alta y, como sorprendido de sí mismo, al instante bajó la voz—. Se lo estoy diciendo, nuestros padres no se relacionan… En la vida he hablado con ella… Mi madre, sólo con que hubiera hablado con —volvió a señalar con el brazo hacia el otro lado de la pared— alguien de esa familia, y sobre todo con la hija, sencillamente me habría matado —miró a Yair—. No es que le tenga miedo a mi madre, pero no quiero romperle el corazón, soy su único hijo varón y esa familia le ha destrozado la vida.
—Hay niños así, curiosos, si se ven influidos por alguien o por algo, ya no lo dejan en paz —dijo Michael como reflexionando para sí mismo.
—¿A qué se refiere? —preguntó Yoram Benesh y metió los dedos entre los cojines del sillón.
—Esa niña, Nesia, podríamos decir que es una fisgona, una pequeña espía, ¿no? —dijo Michael en un tono suave de absoluta complicidad.
—How should I know? —protestó Yoram Benesh.
—Ha estado en Estados Unidos —dijo Michael.
—Medio año, en Nueva York, cuando mi empresa me envió allí —explicó Yoram Benesh en un tono de orgullo, y volvió a poner las manos junto a su cuerpo—. Estoy en una empresa de informática y mi prometida…, mi novia, también es de Nueva York, llegó hace unos días, en diciembre nos casamos. También está en una empresa de informática, así nos conocimos, pero ella no tiene necesidad de trabajar porque su familia… —se oyó un portazo, él dejó de hablar y se levantó—. ¿Es su compañero? —preguntó nervioso, pero era su madre la que estaba en la puerta, con una falda estrecha y clara y una blusa de seda verde, un abrigo fino por los hombros y el pelo recogido en un moño, y, aunque su cuello estaba desnudo, ella jugueteaba con un collar invisible.
—¿Qué pasa Yoram? —preguntó asustada—, ¿estás en casa? Es que tu coche no… Pensaba que te habías ido.
—¿El coche no está en el garaje? —preguntó asustado, corrió hacia la puerta y salió enseguida; al cabo de un rato volvió—. ¡El coche no está en el garaje! —gritó y clavó en Michael una mirada acusadora.
—A lo mejor se le ha olvidado cerrarlo —sugirió el sargento Yair en tono amable, y Michael vio cómo los ojos de Clara Benesh, azules como los de su hijo, los examinaban a ambos, y cómo su mano ascendía desde su cuello hacia la verruga que tenía junto a su pequeña nariz. Y con una desconfianza atemorizada clavó la mirada en el rostro de Michael.
—¿Dónde está mi coche? —exigió saber Yoram Benesh en voz alta y chillona.
—Ya se lo he dicho —explicó Yair amablemente y, dirigiéndose a Clara Benesh, le dijo—: Ha entrado con nosotros hace un rato y se le ha olvidado cerrarlo.
—Se lo han llevado, se han llevado mi coche, ¡la policía me ha robado el vehículo! —se quejó Yoram Benesh a su madre con la cara enrojecida.
En el hermoso y serio rostro de Clara Benesh la expresión de miedo dejó paso a la de rabia.
—Hace dos días que no nos dejan en paz —se quejó—, están entrando y saliendo y revolviéndolo todo, ¿y ahora le quitan el coche a Yoram? Es un coche recién estrenado, se lo han dado en el trabajo…
—Seguro que lo encontrarán —se compadeció Yair—; y si no, está asegurado o…
—¿Cómo que asegurado? —gritó Yoram Benesh—. Ustedes me han robado el coche, eso lo sabemos todos.
—Señora Benesh —dijo Michael con paciencia—, ¿podría decirme dónde estuvo su hijo ayer por la noche?
Clara Benesh se pasó la mano por el gran moño recogido sobre la nuca, se tocó el cuello y miró de reojo a su hijo.
—¿Por qué no se lo preguntan a él? —protestó—, por qué tienen que preguntarme a mí. Ahí está, pregúntenle a él.
Su hijo iba a decir algo, pero la mano del sargento Yair le agarró de inmediato del brazo.
—Usted se calla ahora, ¿entendido? —le ordenó el sargento.
—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué habla así? —dijo consternada Clara Benesh—. Estuvo en casa.
—¿Toda la noche? —preguntó Michael.
—Toda la noche, pues claro que toda la noche —dijo la madre, y también ella levantó la voz—. Qué clase de… Estábamos cansados del viaje, por la mañana temprano llevamos a Michelle al kibbutz, a visitar a unos parientes suyos, y por la noche estuvimos viendo la televisión, su padre, él y yo, y después nos fuimos a dormir.
—¿Michelle es la prometida? —preguntó Yair.
—Yoram y Michelle se casarán en diciembre —dijo Clara Benesh con evidente orgullo—, la boda será en New Haven.
—¿A qué hora se acostaron? —preguntó Michael, y vio cómo los ojos de Yoram Benesh se entornaban.
—No comprendo por qué… Sobre las diez —dijo la madre, y su acento húngaro se fue agudizando a medida que iba hablando—. Siempre cenamos temprano y nos vamos pronto a dormir. No había nada en la televisión, nada de nada —se justificó—, hay un millón de canales y nada que ver. Y además yo no me sentía muy bien.
—¿También Yoram se fue a dormir a las diez? —se interesó Michael.
—Yoram es un chico grande —dijo la madre mirando a su hijo con temor—, no se le dice a un hombre de veintitrés años cuándo debe irse a dormir, a lo mejor se quedó viendo un vídeo o algo así.
—Pero no salió de casa —aseguró Michael.
—No salió —confirmó la madre.
—Señora Benesh —dijo Michael señalando el sillón—, por qué no se sienta un rato… —esperó hasta que se estiró la estrecha falda, dejó el abrigo en el respaldo del sillón y se sentó ladeando las piernas—. ¿Duerme bien por la noche? —preguntó.
Ella miró a su hijo como si no supiera qué decir, pero el rostro de Yoram estaba petrificado y tenía los puños apretados.
—No muy bien —dijo Clara Benesh al final—, no me encuentro muy bien…
—Entonces, ¿toma pastillas? —sugirió Michael.
—No todos los días —dijo rápidamente—, sólo a veces, cada dos días, una pastilla —se tocó el cuello y de pronto añadió asustada—, pero con receta, el médico me la manda, es una pastilla muy buena, Bondormir, se duerme profundamente y al levantarte también… y sin efectos secundarios.
—¿Y su marido? —preguntó Michael.
—También —confesó—, a él también le cuesta dormir, por eso hace unos años que nosotros… Dos o tres veces a la semana, no tollas las noches… También hemos tenido algunos problemas en el trabajo: mi marido es contable —explicó dándose importancia—, y yo trabajo con él de secretaria; así… trabajamos juntos.
—Es decir —dijo Michael con calma—, que si Yoram sale de casa después de que se hayan tomado una pastilla para dormir puede ser que ustedes no se den cuenta.
—Sí, tal vez —dudó Clara Benesh, y al instante añadió—: Pero entonces nos lo dice por la mañana, Yoram nos lo cuenta… Y también está muy cansado, la empresa de informática significa doce, catorce horas de trabajo diarias, toda la semana, ofrecen buenas condiciones pero… —de repente se calló—. ¿Por qué me preguntan todas esas cosas? ¿A qué viene? —se rebeló—. ¿Qué ha hecho Yoram? Yoram es un chico majísimo, nunca…
—Señora Benesh —dijo Michael—, observe esto, por favor —y en un solo movimiento se acercó a su hijo, le cogió la pierna y le retiró el pantalón y el calcetín—, mire este tobillo de cerca.
Se levantó despacio y se acercó a su hijo, después se inclinó y le miró el tobillo.
—¿Qué es esto, Yoram? ¿Qué te ha pasado en el pie? —preguntó asustada mientras ponía la palma de la mano en la zona herida. Yoram Benesh se apartó, pero enseguida se contuvo.
—Nada —dijo con desdén—, es de hace unos días y ya…
—¿Cómo que de hace unos días? —se sorprendió la madre—, ayer no tenías nada ahí, no te vi nada —se volvió hacia Michael—. Yo le noto todo a mi hijo, aunque quiera ocultármelo para que no me preocupe, yo lo noto todo al instante —explicó con media sonrisa—, y eso no se lo había visto, y precisamente ayer le miré bien los pies porque…
—Basta, mamá, ya es suficiente —dijo su hijo en voz baja—, no entiendes lo que están haciendo, se han llevado nuestro coche y necesitamos un abogado.
—¿Un abogado? —se asustó la madre—. ¿Por qué un abogado? ¿Qué has hecho?
—No he hecho nada —dijo Yoram Benesh—, pero ellos creen que sí.
—¿Qué? —Clara Benesh se levantó—, ¿qué? —sus ojos encendidos se dirigieron a Michael—. ¿Qué quieren de él?
—Tenemos razones para pensar que está relacionado con la desaparición de Nesia Hion —respondió Michael con calma.
—¿Quién es Nesia Hion? —preguntó llena de confusión Clara Benesh.
—Nesia Hion es esa niña gorda que desapareció, la de la casa de enfrente —le dijo su hijo.
Clara Benesh soltó una risotada ronca.
—Ustedes están un poco anor… ¿No están bien de la cabeza? —le preguntó a Michael—. ¿Qué tiene que ver mi hijo con una niña de la casa de enfrente? Nosotros no tenemos relación con nadie, ni siquiera conocemos a los vecinos de esta calle, ¿qué tiene él que ver con esa niña?
—La han encontrado —dijo su hijo—, la han encontrado hoy al mediodía, junto a la calle Yehuda.
—¿Y está viva? —preguntó su madre.
—Viva, completamente viva —dijo el sargento Yair—, y por los indicios que tenemos, su hijo…
—¡Tonterías! —dijo Clara Benesh con desprecio, y en un tono amenazante añadió—: ¿Es que no oyen lo que estoy diciendo? Mi hijo Yoram no tocaría ni a una mosca, aunque sea un pequeño animalito, unos pichones, un gatito, lo trae a casa, y una vez que tenía un conejo y el conejo se murió, no se puede imaginar lo que lloró. Nuestro hijo es un ángel, todo el mundo lo sabe. ¿Saben cuántas ofertas de trabajo ha tenido? Todo el rato le están lloviendo ofertas, todos quieren tenerlo con ellos. ¿Sabe lo que le quieren los padres de Michelle? Y no son unas personas del montón, es una familia con un estatus muy alto: la familia de su madre está allí desde la guerra de Secesión de los Estados Unidos, llegaron desde Inglaterra, y su padre también es americano de tercera generación; es una familia con posición, y ¡cuánto quieren a Yoram! Ustedes están diciendo tonterías. Sólo tonterías.
—Tal vez después de las pruebas, si viene con nosotros, se demuestre que son tonterías —convino Michael.
—¿Qué pruebas? —preguntó la señora Benesh con desconfianza apretándose el cuello con la palma de la mano.
—Todo tipo de trámites —respondió Michael.
—No voy a ir a la policía —sentenció Yoram Benesh—, y no tienen derecho a llevarme sin mi consentimiento, sólo un juez puede…
—¿Cómo que un juez, Yoram? —se asustó su madre—. No hace falta ningún juez, tú no has hecho nada.
—No le vamos a llevar sin su consentimiento —dijo Michael y le lanzó una dura mirada—, le vamos a llevar con su pleno consentimiento, y cualquier abogado a quien consulte le dirá que es mejor que…
—¿Pero por qué? —suplicó Clara Benesh—. Explíquenme qué es lo que ha hecho. Les digo que él no…
—Basta con ese mordisco en el tobillo de ayer por la noche, ¿no? —dijo Yair—. Puede habérselo hecho la perra de la niña. Quien raptó a la niña degolló a su perra.
Clara Benesh se estremeció.
—Lo que están diciendo son tonterías —repitió con voz temblorosa—. Pero yo no entiendo de estas cosas. Primero, que venga su padre, él entiende de estas cosas por sus clientes, he oído que el impuesto sobre la renta puede… Yoram, ¿dónde está tu padre? ¿Aún está durmiendo?
—Estamos hablando de asesinato, secuestro e intento de asesinato, y no del impuesto sobre la renta —recordó Michael.
—¿Qué asesinato? —dijo Clara Benesh aturdida—. Ha dicho que la niña está viva, ¿no?
—El asesinato de Zahara Bashari, la hija de sus vecinos —explicó el sargento Yair.
Junto a la puerta del salón estaba Efraim Benesh con una taza de café en la mano.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, y dejó la taza en un estante a la entrada de la habitación—. ¿Qué pasa, Clara?
—Pero de eso ya hablaron con nosotros —dijo Clara Benesh sin mirar a su marido—. Ya se lo dije ayer: no le deseo una tragedia así ni a mis peores enemigos, ni siquiera a esa familia, pero no tengo nada que decir sobre esas personas, son primitivos, asiáticos. Y durante todos estos años —entonces su voz se rompió—, durante todos estos años pensé que tal vez habían comprendido y… Y mi hijo Yoram, lo puedo decir en su cara, incluso de pequeño era más bueno que…, de verdad era muy bueno e intentaba hacer las paces y quería… —inclinó la cabeza—. Se lo dije a él entonces y se lo digo a ustedes ahora: no se puede cambiar a las personas. No cambian. No es casual que precisamente a ellos, que precisamente ahí…
—Un momento, señora Benesh, quiero entenderlo bien —dijo el sargento Yair—. ¿Qué está diciendo? ¿Está diciendo que toda la familia… que sus vecinos son los propios responsables del asesinato de Zahara Bashari? ¿Eso es lo que está diciendo?
—Clara, Clara, cálmate —dijo su marido acercándose a ella—. No se encuentra bien —le explicó a Michael con gesto preocupado.
—Le voy a explicar lo que estoy diciendo —dijo Clara Benesh. Apartó la mano de su marido de su brazo y se sentó de forma desafiante—. Usted es joven y a lo mejor aún no comprende estas cosas, pero hay familias en las que no pueden ocurrir…, en las que precisamente… No en todas las familias asesinan a alguien…, pero en nuestro barrio, en nuestra calle… No todas las familias…, a veces… Es cuestión de sangre… hay… hay sangre buena y sangre… Y esos negros…
—Mamá —le previno su hijo mirando con temor a Michael—, te he dicho mil veces que no hables así.
—Cállate, ellos entienden lo que digo —se le formó una arruga entre las cejas depiladas—. Aquí hay muchos asiáticos, y son, cómo decirlo, personas… —de Michael su mirada pasó a Yair—. ¿De dónde son sus padres?
El sargento sonrió y contestó que eran de allí.
—La tercera generación, de Metula y Rosh Piná —dijo con orgullo.
—No importa —suspiró Clara Benesh moviendo la cabeza—, es usted demasiado joven para comprender. Como hay en esta calle tantos negracos…
—¡Mamá! —la interrumpió su hijo en tono de advertencia.
—Pues cómo hay que llamarlos, ¿comunidad mizrají? Bueno, pues por culpa de la comunidad oriental el nivel de la calle y del barrio y… de todo el país, escuchen lo que les digo, no es el nivel que pensábamos…, al que estábamos acostumbrados…
Michael la miró con atención.
Sin relación alguna con la sangre buena y la sangre mala, señora Benesh —dijo tras un breve silencio—, tenemos que pedirle a su hijo Yoram que nos acompañe para interrogarle, y también usted y su marido tendrán que ser interrogados; y eso puede hacerse con abogado o sin él, lo que ustedes prefieran.
Clara Benesh miró a su hijo y a su marido.
—Esperaremos hasta hablar con un abogado —dijo al final, poniendo la mano sobre el brazo de su hijo—, tenemos un primo abogado, él entiende de estas cosas. Pueden esperar o marcharse. Por la fuerza no se van a llevar a un chico de una casa decente, nosotros no somos de esos…
—¿Pueden llamarle ahora? —preguntó Michael.
—Claro que podemos —se mantuvo firme—, es de la familia, ¿no?
—¿Entonces puede llamarle y decirle que venga?
—Puedo, claro que puedo —afirmó, y se levantó y se dirigió hacia el pasillo.
—No, señora Benesh —dijo Michael—, no mantenga ahora con él una conversación privada, sólo dígale que venga.
—Pero el teléfono está ahí —dijo temblorosa y asustada, y señaló hacia fuera de la habitación—, hay uno en el recibidor y otro en la cocina.
—Entonces, si no le importa —dijo Michael, se levantó y la siguió, y tras él salió también Efraim Benesh.