10

No debía haber aceptado que el despacho de Michael en el Migrás Harusim se convirtiese en el cuartel general de las operaciones de rastreo, y mucho menos estando Moshé Abital sentado en un banco de madera del pasillo, suspirando cada vez que ella abría la puerta o corría por el pasillo. Ese despacho era el centro de demasiadas actividades, llegaban llamadas que nada tenían que ver con la búsqueda y todo el mundo se creía con derecho a entrar y dar la lata. Por otra parte, no podía seguir haciendo caso omiso de los ojos marrones y tiernos de Moshé Abital, que se fijaban en ella como si ella y sólo ella pudiese ayudarle, ni sus labios, que caían como los de un niño pequeño cuando le decía: «Aún no», o: «No se puede hacer nada de momento, tiene que esperar un poco más, hasta que vuelva el superintendente Ohayon», o: «Son las instrucciones que me han dado, no puedo dejarle marchar». Parecía un Robinson feo, con ese jersey amarillo y flojo y esas piernas cortas. No había discusión posible: guapo no era. Que la aspasen si entendía de dónde le venía la fama de donjuán con esa cara tan rara y ese cráneo puntiagudo hacia arriba y también hacia abajo, y con esa ausencia de barbilla. Por otra parte, fijaba en ella los ojos como si fuese una especie de hada o algo así, como si fuese la única persona en el mundo que le interesara, y eso la afectaba y, aunque sabía que le hablaba así a todo el mundo, el caso es que se sentía incapaz de gritarle.

La puerta del despacho de Michael estaba abierta de par en par, y desde el pasillo, ella oyó el walkie-talkie pitando y el teléfono sonando y fue corriendo a atender ambas llamadas, y así resultó que Moshé Abital se quedó en la puerta, esperando, y oyó a Yair:

—Hemos terminado en la calle Yiftaj. Eli se va a la calle Yael y nosotros nos dividimos.

—Recibido —le contestó, y en el mapa a gran escala de Baqah, extendido sobre la mesa, marcó con el rotulador verde una flecha hacia la calle Yael, y cogió el rotulador rojo para dibujar la segunda flecha, que trazaría el camino del grupo de Yair. Durante todo ese rato sintió los ojos marrones y húmedos de Moshé Abital fijos en ella, expectantes, pero no podía siquiera cerrarle la puerta en las narices, porque en una mano tenía el teléfono y en la otra el rotulador encima del mapa.

—Hemos terminado en la calle Yiftaj —dijo Yair—. Hemos llamado a todas las casas y hemos hablado con casi todos los vecinos, con todos los que estaban en casa. Hemos estado en todos los edificios, en todos los refugios, aparcamientos, jardines, cuartos de calderas, desvanes, en todas partes, y no hay nada.

—Recibido —dijo Tzilla por el walkie-talkie, y al auricular del teléfono le dijo muy rápido—: Ahora no tengo tiempo, Balilty, espérale junto a la casa de los Bashari o ven y espérale aquí —y colgó.

—Qué historia hay montada con el perro —le contó Yair, entre ruidos y distorsiones en la recepción.

—¿Qué perro? —preguntó, y le hizo una seña con la mano a Moshé Abital para que saliera de la habitación, pero al parecer él pensó que se refería sólo a la puerta abierta, así que entró en la habitación y cerró la puerta.

—Trueno, el perro de rastreo, no quería salir del jardín de los Benesh. Escarbaba como loco, pensábamos…, pero nada. También se ha encargado de Yoram Benesh, es el hijo, se ha abalanzado sobre él y casi lo despedaza. —Moshé Abital estaba sentado enfrente. Alejó la silla de la mesa y la miró con esos ojos y ella no pudo…, ni siquiera fue capaz de decirle que se fuera.

—¿Y? —le dijo al walkie-talkie. En esos momentos no tenía la suficiente paciencia como para aguantar ese ritmo lento de Yair.

—Nada —dijo Yair—, el adiestrador ha dicho que, por el comportamiento de Trueno, cabría pensar que esa niña había estado por todas partes. ¿Vas a tener el despacho abierto todo el rato?

—Pues claro, ¿qué remedio? —le contestó, y miró a Moshé Abital. A pesar de todo apretó el botón rojo y no retiró el dedo; el despacho quedó en silencio—. Tiene que esperar fuera —le dijo a Moshé Abital con el tono más autoritario del que pudo echar mano; pero, incluso viendo lo apurada que estaba, él no se inmutó, se levantó despacio y le volvió a decir:

Qué más le da, tiene mi móvil, ¿por qué no salgo un rato hasta que él vuelva? No voy a huir a ninguna parte.

Aún no era capaz de ser descortés con él.

—Adónde va a ir, todo está cerrado, hoy es fiesta —fue lo máximo que le pudo decir, y también—: Espere, llegará enseguida, pero espere fuera. Hágame el favor —le miró mientras salía despacio, como si pretendiera inquietarla o esperara que cambiase de opinión. Ni siquiera cerró la puerta del todo, y ella debía quitar el dedo del botón rojo y no podía ir corriendo a cerrarla bien.

El despacho se volvió a llenar de ruidos y chirridos y, en medio, la voz de Einat, que iba con Yair y le gritaba por el walkie-talkie:

—Tzilla, Tzilla, aquí Einat, ¿me oyes? Cambio.

—Te oigo, te oigo. Cambio —le respondió, podía percibir el cansancio en su propia voz y sólo eran poco más de las diez de la mañana; y el Abital ese llevaba esperando desde las seis, desde que Balilty se fue. Cuánto tiempo más podría ella…

—Estamos en la casa del griego, en la esquina de Otniel con la carretera de Belén. Cambio.

—Anotado —le contestó, y en ese mismo instante sonó el móvil.

—No tienes por qué señalar mi camino —le dijo Eli por el móvil—, estoy en contacto por walkie-talkie con Elisa, que está en la centralita y también tiene un mapa, para que no te resulte demasiado…

—¿Has hablado con tu madre? —le preguntó, y dejó a un lado el rotulador rojo.

—He hablado. Los niños están bien, pero yo estoy que me caigo —le dijo su marido, y no preguntó ni cómo estaba ella—. Elisa subirá a darte mis informes, si ocurre algo, y así podréis coordinarlo todo juntas.

La conversación terminó o se cortó, pero no le dio tiempo a llamarle y seguir hablando, porque por el walkie-talkie volvió a oírse la voz de Yair.

—Esta casa —le dijo— es un palacio, no una casa, tiene piedra de Jerusalén, ¡es increíble lo bonita que es! —ni siquiera le dijo «cambio»; y ella se contuvo para no responderle que no era el momento de emocionarse con los barrios de Jerusalén, que no estaba de excursión, y tampoco le recordó que seguro que no había cosas así en Tel Aviv ni en su colonia agrícola, tan sólo le dijo:

—¿Esquina Otniel-carretera de Belén? Cambio.

—Está cerrada —oyó de fondo una voz grave—, lo han cerrado todo, y en las ventanas hay tablones que impiden el paso.

—Aquí Einat. Nos dirigimos a la calle Shimshon, hay unos baños rituales, vamos a entrar. Cambio.

Tzilla marcó con una cruz la edificación de la calle Shimshon y entonces le pasó por delante de los ojos la imagen de un pequeño cuerpo en el fondo del agua verdosa y turbia. Se le puso la piel de gallina. Ojalá, al menos, hubiera tenido la ocurrencia de llevarse un café a esa habitación donde ahora estaba encerrada como un preso.

Alguien llamó suavemente a la puerta, que, antes de darle tiempo a decir «¿sí?», se abrió despacio, y quién iba a ser si no Moshé Abital con su jersey amarillo. Parecía una rana amarilla y fofa, pero en las manos llevaba vasos de plástico y le ofreció uno, el vapor salió de él y la habitación se llenó de olor a café.

—Es de la máquina de abajo, de la calle —le dijo Moshé Abital—, capuchino, sin azúcar —debajo del brazo llevaba una bolsa de plástico azul.

Sin preguntar nada dejó los vasos con cuidado sobre la mesa, abrió la bolsa y puso encima dos barras de pan ovaladas y cubiertas de sésamo.

—Abajo hay uno con un carrito —explicó al ver su mirada de sorpresa. Ella ni siquiera sabía qué le sorprendía más: el café y el beigele que vendían en la Ciudad Vieja, o la desfachatez de Moshé Abital, así que extendió en la esquina de la mesa, con cuidado de no tocar el mapa del barrio, una hoja de periódico—. También hay zatar, zatar sin arena, completamente limpio —le aseguró mientras se sentaba junto a la mesa—. Bueno, siéntese —la apremió con una ligera sonrisa, y sus grandes y profundos ojos no dejaban de mirarla fijamente—, se va a enfriar.

¿Qué podía hacer? El café de verdad estaba caliente y a mano. Bebió y cogió un trozo de beigele, lo abrió con los dedos y espolvoreó encima zatar. Ahora no podía echarle. ¿Cómo iba a echar a alguien que le había traído café y beigele? Ya le costó decirle, y en un tono suave:

—Gracias, pero ha salido del edificio.

—Sólo un momento —le contestó sonriendo. Tenía unos dientes blancos y grandes, pero no rectos ni igualados, y el de delante estaba un poco roto, como el de Matán. El de Matán se rompió cuando corría jugando al escondite. ¿Dónde se rompería el de Moshé Abital? ¿Detrás de quién correría? Y en su mejilla, en línea recta debajo del ojo derecho, tenía un hoyuelo que sólo se marcó en ese momento, al esbozar una amplia sonrisa.

—Aquí Einat. No hay nada en los baños de la calle Shimshon, cambio —volvieron a oírse ruidos y, con un trozo de beigele entre los dientes y el rotulador verde en la mano, Tzilla hizo con fuerza una gran equis; después dejó el rotulador, se sacó el beigele de la boca y dijo:

—Anotado. Cambio.

—Mirad ese huerto —oyó la voz de Yair—, mirad qué maravilla de higueras. Una jungla de higueras, ¡y qué abandono! —suerte que Balilty aún no había llegado, ya habría dicho algo si hubiera oído los comentarios de Yair.

—Almacén abandonado —dijo una voz que no conocía; también se oían fuertes ladridos.

—¿También el señor Balilty va a venir? —le preguntó Moshé Abital, y ella asintió con la cabeza, ¿qué le iba a decir con la boca llena del beigele y el zatar que él le había llevado junto con un café demasiado dulce?—. Entonces a lo mejor él llega primero, antes que Ohayon —murmuró Moshé Abital, ofreciéndole una cajetilla de Marlboro abierta de la que asomaba sólo un cigarro.

—No, gracias, no fumo —le dijo, y él se encendió uno sin preguntar si se podía—. Tiene que esperar fuera.

¿Desde cuándo era tan blanda? ¿Desde cuándo tenía algún problema en decirle a alguien que esperara fuera?

—Fuera, dentro, ¿qué diferencia hay? —dijo Moshé Abital—. No es bueno ser tan nervioso, no es sano. Y usted es una mujer joven y guapa, tiene que cuidar su salud.

Algo así no le había pasado nunca. Ese hombre estaba ahí —con toda su buena intención, nadie podía achacarle nada al respecto— como si fuera un amigo de la familia, algún viejo amigo que la estuviera aconsejando, y ella, ¿qué le estaba pasando? Sería el cansancio.

—Vamos a la calle Gidón, cambio —dijo la voz de Yair, y al fondo oyó la voz de un hombre diciendo en un inglés extraño there is a play-ground in the middle, y después chirridos, ladridos, como gritos nerviosos—. Una cancha de baloncesto, vacía. Sólo unos cuantos niños. Cambio —dijo Yair por el walkie-talkie.

—Dígales que busquen en los refugios de las viviendas —dijo de repente Moshé Abital y, en vez de decirle que se fuese y que no se entrometiese, le preguntó:

—¿Por qué?

—Las viviendas allí son grandes —dijo con su marcado acento francés—, hay mucha gente, nadie se da cuenta de nada.

—Baños en la calle Gidón. Cerrados. Entramos. Cambio —dijo Yair.

—¿Habéis entrado en los refugios de las viviendas? Cambio —preguntó, apartó el beigele y marcó con el rotulador verde.

—Ahora están buscando allí, con el perro, no entiendo por qué hay tantos baños rituales aquí.

—Cielo —le dijo una voz de mujer, tal vez la de Einat—, ¿dónde te crees que estás? Esto es Jerusalén, ¿no te has dado cuenta?

Moshé Abital se limpió los labios con una servilleta de papel y sonrió. Ni siquiera hacía como que no oía. Sencillamente escuchaba la conversación.

—Pero pensaba que era un barrio laico —dijo Yair.

—Y te iba más antes —dijo la voz de mujer—. Y ahora dirás: perdón… uff, siento haberlo dicho, no tendría que haberlo dicho.

Ahora Tzilla estaba segura de que era la voz de Einat. Y algo en la forma de hablar, Yair y ella, la incomodaba.

—¿Es que no es un barrio laico? —oyó la voz de Yair.

—No hay ningún barrio laico en Jerusalén —le contestó Einat enseguida—, ¿cómo se puede ser laico con la fuerza que tienen los religiosos? Mira lo que pasa en el ayuntamiento, hasta al alcalde lo tienen en el bote. Si no, no habría salido elegido —¿dónde se creían que estaban? ¿Cómo podían decir eso por el walkie-talkie? Y Moshé Abital riéndose enseñando todos esos dientes y el hoyuelo debajo del ojo derecho.

—¿Qué pasa?, ¿que es tan religioso como el Meah Shearim? —preguntó Yair, y Tzilla se entrometió de pronto y dijo:

—Baños o sinagoga. Una cosa o la otra. Acostúmbrate, es lo que hay aquí. ¿Habéis abierto los baños? Cambio. —Moshé Abital se rió, y la oficina se quedó en silencio hasta que se oyó la voz dubitativa de Yair.

—¿Hay alguien contigo? —preguntó Yair. Y después hubo un silencio prolongado, como si hubiera cortado, hasta que se volvieron a oír ruidos y, en medio, el «aquí Einat», que sonó nervioso, como las palabras de los locutores de radio a las siete de la mañana.

—Estamos subiendo por la carretera de Belén hacia la calle Boaz, cambio —dijo Einat.

Tal vez para que pareciese que estaba en lo que tenía que estar, dijo Tzilla:

—Entonces, buscad también en el consulado británico, está ahí. Cambio.

—Lo tengo marcado, no te preocupes, Tzilla —dijo Yair—, y también el jardín que tiene una fuente… —la tos que resonó en el walkie-talkie cortó la frase, y Moshé Abital retrocedió como si hubieran llegado microbios a través del aparato.

—Y en el patio hay una bajada a un almacén y a una cisterna. Yigal Hion quiere hablar contigo. Cambio.

—Pues que hable —dijo Tzilla, y miró la mano de Moshé Abital, que estaba encendiendo otro cigarro y lo tenía sujeto entre el anular y el corazón. El rayo de luz que entró por la ventana que estaba detrás de ella dio en su alianza.

—Aquí hay una bajada a un almacén y a una cisterna —dijo una voz nueva y desconocida—. Cuando éramos pequeños tirábamos piedras ahí y esperábamos a que llegasen abajo. Es muy profunda, no es cualquier cosa.

—Y no sólo eso —se entremezcló la voz de Einat—, hay una sala subterránea del tamaño de la casa, y allí está la entrada a la cisterna. Cambio.

Tzilla cogió el rotulador verde —la cisterna y la sala subterránea no aparecían en el mapa que le habían dado— y marcó dos puntos sobre la ruta.

—¿Qué problema hay? —preguntó mientras hacía las marcas—, ¿vais a bajar o no? Cambio.

—Hace falta una linterna. ¿Tienes una? —escuchó la voz de Yair mezclada con fuertes ladridos—. Dios mío —dijo Yair al rato, entusiasmado—, mira, el agua es negra y en las paredes hay manchas de líquenes que parecen… Mira qué maravilla, con todos esos líquenes. ¿No crees? Es igual que una cueva antigua con dibujos.

—Madre mía —oyó una fuerte exclamación, Moshé Abital se puso tenso en la silla, y por el walkie-talkie llegó el tono histérico de la sargento Einat—: ¿Qué son esas cosas?

—No es nada, son caracoles amontonados. No hacen nada —y sobre el mapa, por los tonos de las voces, Tzilla vio perfectamente en el despacho el aspecto que tenían: gordos, sonrosados, pegados a la pared y brillantes, y se puso mala. Iba a vomitar el beigele.

—No está aquí, dígale que no está aquí —le pareció que la voz era la de Yigal Hion, y esa voz fue la que gritó de repente por el walkie-talkie—: Nadie hubiera podido arrastrarla hasta aquí sin que se notara. Nesia no es una niña delgada.

Pitidos y chirridos llenaban la habitación del Migrás Harusim antes de que Yair dijera:

—Volvemos a la carretera de Belén. Cambio.

—¿Adónde en la carretera de Belén? Cambio. —Tzilla se llenó la boca con un trozo de beigele y, mientras Einat hablaba, marcó una flecha en la carretera principal del barrio en dirección sur. También marcó un punto al lado de la primera frutería y otro al lado de la segunda frutería, y una flecha curvada hacia el patio de detrás de las tiendas—. ¿Cómo? —hablaba con Einat—, ¿qué has dicho? ¿Un invernadero? ¿Dónde hay ahí un invernadero? Cambio.

—No es un invernadero —dijo Moshé Abital, como si le hubieran preguntado a él—, era un lugar lleno de macetas, algo como… ¿Vivero se le llama a eso? Pero ahora no hay nada.

El enfado le dio energía.

—Hágame un favor y haga lo que le he dicho, espere fuera —le dijo, apartando el vaso de café, el beigele y el zatar—. Ahora no puede estar aquí.

—¿Molesto? Perdón, sólo quería ayudar —dijo, sin ningún signo de estar ofendido, y salió del despacho.

Después las cosas tomaron un cariz algo más relajado, si se obviaba de lo que se estaba hablando. Tzilla casi se olvidó de que estaban buscando a la niña que se había perdido de tan concentrada como estaba en las marcas: en la fina flecha que corría a lo largo de la pequeña callejuela entre la carretera de Belén y Mordekay Hayehudí hasta la casa que perteneció una vez al partido Laborista.

—Hay signos de que ha habido alguien aquí —insistió una voz desconocida.

—Aún son restos de los obreros rumanos, nadie ha podido entrar aquí con esta madera que bloquea la entrada —contestó otra persona.

—¿Te aparece una sinagoga al final de Mordekay Hayehudí? Cambio —le preguntó Yair.

—Ahí tengo una estrella —le respondió Tzilla—, una especie de Magen David. Hay una sinagoga en el mapa al final de Mordekay Hayehudí, pero es una calle sin salida. Cambio.

—¿Qué tiene que ver que no tenga salida? Cambio —y esa pregunta no obtuvo respuesta.

Se volvieron a oír voces distorsionadas hablando de un emparrado, y alguien mencionó un kiosco. En ese momento se abrió la puerta de golpe y apareció Balilty.

—He pasado por casa, te he traído… —su respiración estaba acelerada, como si hubiera llegado corriendo—, Mati te manda un poco de sopa de pollo, arroz con hibisco y carne —mientras hablaba dejó a sus pies una gran bolsa de plástico y desató el nudo para enseñarle la torre de tarteras de plástico cuadradas que le había llevado. El olor a comida llenó la habitación, y Balilty señaló el pasillo con la cabeza.

—Ese Abital se va a consumir ahí, ¿no? —dijo Balilty.

—Pues llévatelo —dijo Tzilla—, quítamelo de encima. Lleva toda la mañana volviéndome loca.

—No puedo —suspiró Balilty con gesto angustiado—, yo ya he hecho lo que tenía que hacer con él. Mi cometido era aclarar lo de la casa y lo de la coartada. Come algo, Mati ha puesto también en la bolsa una cuchara y un tenedor. Mira, esto aún está caliente, es una pena —y sin esperar respuesta sacó de la bolsa la primera tartera cuadrada y el olor a sopa de pollo que le llegó le recordó lo hambrienta que estaba.

—¿Y tiene? —preguntó Tzilla mientras sacaba con cuidado una cucharada de la tartera y se la llevaba a la boca.

—¿El qué? Ah, ¿coartada? Nada del otro mundo, no se puede decir que tenga. Palabrería, eso es lo que tiene.

—Se ha plantado aquí por la mañana —dijo Tzilla, dejó la cuchara en la mesa, levantó la tartera de plástico, se acercó la esquina a la boca y se bebió la sopa.

—Dime —dijo Balilty mirando a la ventana y con su habitual tono de protesta—, ¿qué encontráis en un ser así? Alucino con las mujeres. ¿Hasta a ti? ¿Cómo ha podido cazarte a ti también?

—Nadie ha cazado a nadie —le corrigió, y pasó a la segunda tartera de plástico—. Dile a Mati que, desde que murió mi madre, no había comido una sopa de pollo como ésta, díselo, ¿me oyes? Que no se te olvide.

Balilty apartó la vista de la ventana.

—Prueba el hibisco, nadie lo cocina así. Estuvo con Zahara Bashari el día que murió. Imagínate.

—¿Cuándo? —se sorprendió Tzilla—, ¿por la mañana o por la tarde?

—Dice que al mediodía, pero vete tú a saber —dijo Balilty mientras cogía hibisco de la tartera de plástico—. Dice que comieron juntos una parrillada. Aún hay que preguntarle al dueño del restaurante, un tal Itzik, está en el Majané Yehuda, yo le conozco. No tengo nada que…

—Pues dejad que se vaya a casa y llamadle más tarde —le pidió Tzilla—. ¿Qué pasa, que se os va a escapar?

—¿Qué te ocurre? —Balilty se acomodó en la silla, se cruzó de piernas como si se fuera a instalar en la habitación y en la comisura de los labios se dibujó una sonrisa teñida de cierta picardía nerviosa, pero el walkie-talkie le hizo callar.

—No hay nada en la sinagoga —dijo Yair—, salimos del emparrado. Hay aquí un viejo kiosco, en la calle Yehuda, donde se junta con Mordekay Hayehudí; vamos hacia allí. Cambio.

—Vale, anotado. Cambio —dijo Tzilla retrocediendo, ya que Balilty se había inclinado sobre la mesa.

—Eh, niño, no hay nada que buscar en ese kiosco, lleva cerrado ya treinta años. Es un mísero kiosco de la época de los británicos, nadie va por allí. Te libero de eso. Cambio —el walkie-talkie enmudeció. Ya no se oían ni los ladridos. Tzilla habló dos veces y se quedó mirando sin saber qué hacer.

—Voy a decirle a Abital que espere en su casa —dijo Balilty—, bajo mi responsabilidad. Ya hablaré yo con el jefe para que vaya a interrogarle allí. ¿Dónde está?

—¿Quién? ¿Dónde está quién? —preguntó Tzilla sin apartar los ojos del walkie-talkie. ¿Qué iba a hacer si se había estropeado precisamente en ese momento?

—Hazme un favor, cielo, come algo antes de que te pongas mala. ¿Has probado el arroz? ¿Dónde está nuestro jefe? ¿Aún está en casa de los Bashari?

—Llámale al beeper, ¿cómo lo voy a saber yo? ¿Qué pasa con este walkie-talkie? ¿No funciona?

Y como respuesta a su pregunta el walkie-talkie chirrió y gimió y la voz de Yair llenó la habitación:

—Tzilla, Tzilla, ¿me oyes? Cambio.

Después dijo Yair que, de no haber sido por el rosal, no se habría detenido allí aunque el perro se hubiera empeñado en seguir ladrando. Precisamente por estar con Einat, cuyos ojos azules le lucieron llorar por su candidez, agradeció que lo que le llevara hasta el kiosco abandonado fuera un rosal que por primera vez en su vida veía florecer en otoño.

—Para la gente como yo, que dedica tanto tiempo a las flores y a las plantas —le dijo Yair consternado—, esta especie de old rose es particularmente apreciada, es como… como un sello raro para un coleccionista; en el mundo entero florece en primavera, una vez al año, y aquí, de repente, florece en otoño.

A causa del rosal que estaba delante de la entrada del kiosco, que había florecido fuera de temporada y la tapaba casi por completo, se acercó y vio también las ramas rotas de la planta, las que cubrían la entrada. Se detuvo delante de la planta y examinó de cerda las flores rebosantes de pétalos del viejo rosal. Einat le siguió.

—Qué maravilla —murmuró Einat sorprendida—, son como las llores bordadas en los cojines de la casa de mi abuela, ¿sabes a lo que me refiero?

—Es —susurró Peter, que de repente apareció detrás de ellos— una centifolia, ¿no? Eso creo.

—Me parece que es una rosa gálica —dudó Yair—, pero a lo mejor es una centifolia como dices tú, hay que comprobarlo; de cualquier modo es una planta muy antigua, de la época de los británicos, seguro, mira cómo lo cubre todo —dijo, inclinándose sobre los tallos. El perro se acercó ladrando.

—¿Qué pasa, Trueno? —preguntó el adiestrador.

—Aquí hay algo que le pone nervioso, más que antes —dijo Yair. En ese momento notó la respiración del perro cerca de su cuello; estaba sobre un montón de tierra húmeda y blanda junto a las raíces del rosal desparramándolo con la punta del zapato. El perro se revolvió y empezó a escarbar con las patas.

—Aquí hay algo —volvió a decir el adiestrador—, pero no tenemos nada con que excavar.

El perro de rastreo no se apartaba del montículo, metía su húmedo hocico, revolvía la tierra y no dejaba de gemir.

—Conseguidme una pala —les dijo Yair a los policías. Pasó un buen rato hasta que uno de ellos llegó corriendo con una enorme pala en la mano. Yair empezó a cavar en el montículo y sintió lo blanda que estaba la tierra—. Cógelo ahora —le indicó al adiestrador—, me molesta para cavar —y en ese momento apareció el cadáver; primero vieron el pelo blanco y negro y después el cráneo destrozado.

Oh my god —dijo Peter—, es Duqui, el perro de Nesia.