Las señales de los disturbios se apreciaban ya en la intersección cutre Emek Refaim y la carretera de Belén. Dos coches patrulla bloqueaban el cruce y dos policías paraban a todos los coches que pasaban. Eran sólo las ocho de la mañana de un día de fiesta y ya había una fila de coches delante del control. Uno de los policías le indicó al coche de Michael que parara. Balilty, que aún estaba enfrascado en informar sobre el interrogatorio de la periodista de la noche anterior y sobre lo difícil que le resultó encontrar a Moshé Abital, sacó la cabeza por la ventanilla con la intención de increparle, pero el policía se acercó al coche y en tono nervioso le dijo a Michael:
—Les están esperando, señor, en la calle Yiftaj —y con un saludo formal se dirigió también a Balilty y le dijo—: El sargento Ben Yair me ha pedido que le diga que usted tenía razón. Han encontrado algo en esa casa, como usted pensaba.
—¿A la niña? ¿Han encontrado a la niña? ¿Qué han encontrado? —preguntó Balilty.
—No, a la niña no —repuso el policía—, pero han encontrado a alguien allí; a un árabe, por lo que he entendido. No conozco los detalles, sólo me han dicho que les diga a ustedes que les esperan allí.
Para no volcar su enfado sobre Balilty, Michael mantuvo la boca cerrada. Sólo cuando el policía se hubo alejado, le dijo Balilty preocupado:
—No he tenido tiempo de contártelo, pero allí, detrás de la carretera de Belén, en la calle Mordekay Hayehudí, hay una casa abandonada; en su día fue la sede del partido Laborista, ¿la conoces?
Michael esperó a que continuara.
—Bueno, pues ayer por la noche, en medio del interrogatorio de Orly Shoshan, de repente tuve un presentimiento… como un martillazo, ¿me comprendes? —y sin esperar la respuesta continuó hablando y facilitándole así las cosas a Michael, que aún no había decidido cómo comportarse con el jefe de la unidad de información, que estaba actuando como si el caso fuera suyo—. Fue como una visión, igual que un sueño, vi a esa niña acurrucada allí. Algo así no me había pasado nunca, yo no soy uno de esos Uri Geller, ¿me comprendes?
—Claro que te comprendo —contestó Michael con frialdad—, tuviste una visión. ¿Voces no oíste?
Balilty no apreció el sarcasmo.
—Envié allí a dos personas, no había nada que perder, just to be on the safe side. ¿Has oído lo que ha dicho? —continuó Balilty.
Michael se detuvo en la carretera de Belén, antes de la curva hacia la calle Yiftaj. Tiró del freno de mano y en vez de apagar el motor lo dejó en marcha un buen rato más, hasta que Balilty perdió la paciencia.
—Bueno, había demasiadas cosas de las que ponerte al corriente —dijo Balilty—, sencillamente no tuve tiempo de decírtelo. ¿Qué pasa?, ¿estás enfadado?
—No es ésa la cuestión —contestó Michael muy serio—, nosotros organizamos la búsqueda de forma sistemática y tú de repente haces algo arbitrario por tu cuenta, y encima a espaldas de Eli Bahar y de Yair, que son los responsables de las búsquedas. Sabes que Eli es muy sensible a estas cosas, y no creo tener que explicarte que la división de poderes es perjudicial para el trabajo. No era a mí a quien tenías que haber puesto al corriente, sino a Eli Bahar y a Yair, antes de enviar allí a nadie. Y dejar eso en sus manos, para que evaluasen la situación y también para que no enviasen más personas a esa casa.
—Está bien, lo siento —dijo Balilty con una humildad poco habitual en él—, había tanto follón que tomé la decisión sin ninguna consideración previa, sencillamente tuve un extraño presentimiento con respecto a esa casa. Lleva años ahí, medio en ruinas, y pensé… Bueno, tuve un presentimiento.
—Yo no desprecio tus presentimientos —dijo Michael con frialdad—, pero tú desprecias los sentimientos de los demás, y eso enturbia el ambiente.
—Lo voy a arreglar, les compensaré —aseguró Balilty con una vehemencia infantil y, antes de que Michael pudiera decirle que no todo se puede arreglar, añadió—: No gires hacia la calle, seguro que está hasta los topes —y señaló un sitio libre sobre la acera, entre una camioneta y un poste eléctrico, en la esquina de la carretera de Belén y la calle Yiftaj.
Salieron del coche y Balilty echó a correr por la calle Yiftaj. Desde la esquina de la calle Michael vio cómo el jefe de la unidad de información se detenía junto a uno de los coches patrulla que atestaban la pequeña calle y se inclinaba hacia la ventanilla del conductor. Cuando Michael llegó allí, Balilty se incorporó para permitirle al policía salir del coche y señalar a su presa: un chico joven, moreno y delgado, que estaba temblando en el asiento de atrás.
—Lo hemos encontrado ahí. Dice que se llama Jalal Ibn Mansur, señor, y que es de Jerusalén este, es decir, que tiene permiso de residencia y también carné de identidad, mire —dijo el policía, entregándole el carné con la cubierta plastificada en azul.
Balilty lo cogió.
—Falso —le susurró a Michael entregándole el carné—, papeles falsos. Si éste es de Jerusalén, me la corto. ¿Cuánto apostamos a que no tiene permiso de residencia?
—Duerme en el patio, en Mordekay Hayehudí ocho; allí hay una especie de caseta, de piedra, a lo mejor era un refugio —le dijo el policía a Michael—. Por la parte delantera de la casa no se puede entrar, hay un árbol gigante que obstruye la entrada. En la puerta hay una barra de hierro con un cerrojo en condiciones. Seguro que se coló por la ventana, es delgado. No en la casa, en la caseta de al lado. Como ya he dicho, señor, allí ya no hay obreros rumanos —se dirigió a Balilty—. Me han dicho los vecinos que la casa lleva unos meses completamente cerrada, se llevaron a los rumanos porque se sentaban en el porche delante de la casa y…
—Despejad la zona un momento —le dijo Balilty al policía que estaba sentado al volante—, hablaremos con él aquí.
—¿Dónde? ¿En el coche, señor?
Michael se cruzó de brazos y negó con la cabeza. Se inclinó hacia la ventanilla trasera y miró al joven, que tembló aún más ante esa mirada.
—Salga —le dijo Michael, y el chico se acercó con dificultad a la puerta trasera.
—¿Dónde vas a hablar con él? —murmuró Balilty, que estaba detrás de Michael—, ¿lo vas a llevar ahora a la sala de interrogatorios? Podías dejármelo a mí y tú acercarte a casa de los Bashari, querías hablar con ellos del asunto ese de…
—No hace falta una sala de interrogatorios para comprobar su nombre y dirección y qué hacía ahí —le dijo Michael en tono severo—. Y en lo que dependa de mí, nunca te dejaré solo con ningún palestino. —Balilty enmudeció.
El chico sacó del coche las largas piernas y después el cuerpo. Llevaba unos pantalones de gabardina oscuros y polvorientos, una camisa de cuadros de franela y un anorak corto, y desprendía ese olor agrio y mohoso de quien lleva muchas noches durmiendo con ropa. Tenía la cara cubierta por una barba oscura de dos o tres días, pero todos esos detalles —el olor, la barba, la ropa arrugada— no deslucían su belleza; Michael observó la cara alargada y fina, el miedo manifiesto y la derrota que mostraban sus ojos oscuros y profundos.
—¿Cuánto tiempo ha estado ahí? —le preguntó en árabe. El joven le miró asustado.
—Yo, desde el lunes, tres días, desde el lunes —dijo.
—¿Por qué? —preguntó Michael—, ¿qué hacía ahí?
—Dormía ahí —susurró el chico.
—La gente está mirando —advirtió Balilty—, no podemos estar aquí parados —por el rabillo del ojo Michael vio a Peter Obarian y a Yigal Hion, el hermano mayor de Nesia, subiendo a la carrera por la calle. Peter les hacía gestos con el brazo—. Por favor —le dijo Balilty a Michael con evidente frustración—, enseguida vendrán también Bahar y tu niño agricultor y todos estaremos contentos y felices. En vez de hacer un interrogatorio constructivo, dedicaremos el tiempo a tranquilizarlos a todos.
—Ven, ven con nosotros —dijo Michael, señalando el final de la calle—. Nos sentaremos un rato allí, en mi coche —le explicó a Balilty.
—Demasiado tarde —dijo el jefe de la unidad de información, con una rabia bajo la que se apreciaba también un satisfecho «te lo dije», mientras se acercaban a ellos Yigal Hion y Peter Obarian indicándoles que se detuviesen.
—Jalal —gritó Yigal Hion, rodeó al joven con el brazo y éste bajó la mirada—, te llevo buscando desde ayer, ¿dónde te habías metido?
Jalal se encogió de hombros con un gesto de impotencia.
—Es Jalal Ibn Mandur —dijo Yigal Hion—, él… —empezó a decir, mirando hacia un lado— trabaja conmigo, es empleado mío, es un ayudante de electricista autorizado, llevo dos años enseñándole el trabajo, es de fiar.
—Le hemos encontrado en la casa abandonada de la calle Mordekay Hayehudí, vivía en un refugio que hay allí; si es de fiar y trabaja con usted, ¿por qué se escondía? —exigió saber Balilty, y su mirada iba de la cara preocupada y asustada de Jalal a la cara redonda e inmutable de Yigal Hion. Los ojos pequeños y claros del jefe de la unidad de información se entornaron con un gesto de sospecha y duda.
Yigal iba a decir algo, pero Balilty no desistió:
—¿Trabajan juntos? —preguntó y, sin esperar respuesta, añadió—: Entonces, ¿por qué no sabía dónde estaba? ¿Y por qué está por aquí sin permiso? Si está con usted, entonces también usted tiene problemas por encubrir, colaborar y dar trabajo a alguien que no tiene permiso para estar dentro de la línea verde.
—¿Pero qué dice? —se irritó Yigal Hion—. Tiene carné de identidad, es ciudadano de Jerusalén, vive en Jerusalén este.
—¿Se refiere a eso? —preguntó Balilty, señalando la cubierta plastificada en azul que Michael tenía en la mano—. Es una falsificación de principiante. Mire cómo han pegado la foto, mire, ¿ve la firma? ¿Está tocando la foto?
—Le digo que le conozco —dijo Yigal Hion—, me hago responsable de él.
—Te dije que había alguna relación entre la desaparición de esa niña y los árabes. ¿Te lo dije o no te lo dije? —le susurró Balilty a Michael, al oído.
—Yo también le conozco —intervino Peter—, Jalal es estupendo —se apresuró a añadir—, y no ha hecho nada malo… No está relacionado con… —dijo, y dirigió el brazo hacia las decenas de policías, los vecinos, los voluntarios de la vigilancia ciudadana y el grupo de jóvenes del movimiento Hatzofim, que se habían agolpado delante del bloque de viviendas.
—¿Podemos entrar un momento en casa a ver a mi madre y arreglar este asunto? —preguntó Yigal Hion, señalando con la cabeza la entrada del bloque.
Balilty le lanzó a Michael una mirada dubitativa.
—Entremos —convino Michael—, acabaremos con todo esto allí.
En el patio delantero del gran bloque de viviendas estaba la vecina del segundo, llevaba en la mano un pequeño taburete de mimbre que dejó entre las hierbas que crecían allí.
—Siéntate, siéntate, Ester, si no quieres entrar, siéntate aquí un rato —dijo la vecina con una voz alta y chillona de soprano, mientras hacía sentarse a la madre de Nesia presionándole el hombro y lanzaba una mirada inquisitiva al grupo de hombres; y dando más voces aún, como para llamar su atención y que viesen lo buena que era, repitió—: Siéntate, siéntate un rato, descansa las piernas. —Ester Hion se sentó dócilmente en el taburete de mimbre, y sus ojos entornados seguían mirando a los policías que llenaban los patios y las entradas de los edificios. Sus dedos oscuros, arrugados de tantos años manipulando productos de limpieza y retorciendo bayetas, trituraban tiernos tallos de oxalis cubiertos de rocío que había arrancado de la tierra. Miraba al frente, indiferente por completo a la gente que se estaba acercando, y Yigal Hion se detuvo delante de ella y se inclinó.
—No la han encontrado —le oyó decir Michael, adelantándose a su hijo—, no han encontrado a la niña.
—La encontrarán, mamá —aseguró Yigal Hion, pasándose la palma de la mano por la incipiente barba y el pelo ralo—, ya verás cómo la encontrarán.
Dentro del piso, en el pequeño recibidor, había tres policías, y uno de ellos acompañó a Michael a la habitación de la niña.
—El adiestrador de perros está ahora ahí con su perro, se le permite olfatear todas sus cosas —dijo el policía. Michael echó un vistazo. Las puertas del gran armario empotrado estaban abiertas, y todo su contenido (sábanas blancas almidonadas de hacía varias décadas, toallas revueltas, zapatos y ropa de invierno) estaba desparramado encima y a los pies de la cama. Habían quitado el colchón y lo habían dejado apoyado en la pared, y también había un grueso hule marrón doblado a los pies de la cama.
—Aquí —dijo Balilty señalando el cuartucho que usaba la madre como dormitorio—, ¿aquí se puede? —uno de los policías movió la cabeza con un gesto de «por qué no», y Balilty entró seguido de Michael, Jalal, Peter y Yigal.
—Aquí no hay sitio para cinco —dijo Yigal—. Así no podremos ni respirar. Tú puedes esperar fuera, Peter —y Peter, palideciendo, obedeció sin rechistar.
Balilty cerró la puerta y les indicó a Yigal Hion y a Jalal que se sentaran en la cama de matrimonio. Michael se apoyó en la pared y respiró con dificultad el aire agobiante, cargado de olor a moho y sudor.
—Este carné es falso —dijo Michael tras un rato de silencio—, y usted —se dirigió a Jalal— estaba en una casa abandonada, y no en la dirección que pone aquí. Aquí pone que vive en Jerusalén este, en Harun al-Rashid quince, ¿por qué tenía que dormir en una casa abandonada de la calle Mordekay Hayehudí en Baqah?
Jalal no dijo nada. Michael, que le tenía de perfil, observó sus rasgos suaves, la delicada curvatura de su nariz, los labios carnosos resaltados por la incipiente barba oscura de alrededor. Tenía aspecto de acabar de cumplir veinte años, más joven que su hijo, y cuando se acercó a él vio que sus ojos estaban humedecidos por las lágrimas. Bajó sus largas pestañas negras y se miró los zapatos polvorientos.
—Yo… —dijo Jalal, mirando a Yigal Hion en señal de auxilio.
—Escuchen amigos —dijo Yigal Hion, se pellizcó la punta de la nariz y cruzó las manos sobre su pequeña barriga—, los hechos son muy simples: Jalal trabaja conmigo y vive en mi casa, pero ahora, por Peter… Cuando Peter viene de visita no hay sitio en casa para él, es muy simple. Y no hemos tenido tiempo de encontrarle otro apaño mejor.
—¿Por qué no va a Harun al-Rashid quince? —dijo Balilty en tono duro y provocador—, allí tiene casa, ésa es su dirección.
—Allí vive su familia, los padres, los hermanos y las hermanas, no es cómodo. Atestado. No tiene una casa para él solo —insistió Yigal Hion.
—Mire —dijo Balilty—, ahora no quiero entrar en sus asuntos personales, pero este carné es falso; y si no dicen ahora mismo de dónde es de verdad…
—De Ramallah —gritó el joven, y empezó a llorar—, soy de Ramallah.
—Muy bien —dijo Balilty con fingida tranquilidad—, ahora lo sabemos: de Ramallah, sin permiso de residencia. ¿Cuánto tiempo lleva en Jerusalén sin permiso de residencia?
—Nada, unos meses… Unos tres meses —probó Yigal Hion.
—Dos años —le corrigió Jalal llorando a lágrima viva—, de verdad, dos años, no más, ahora le estoy diciendo la verdad. Pero no he hecho nada, en mi vida he hecho nada, sólo trabajar de vez en cuando con Yigal.
—¿Le mandó usted a la casa abandonada porque llegó Peter y no había sitio para los dos? —le preguntó Michael a Yigal Hion.
—Mire —murmuró Yigal—, no es lo que parece, Peter y yo llevamos ya diez años así, medio juntos. Jalal lo sabe, no tengo secretos para él, y tampoco para Peter, ya ha visto que conocía a Jalal, pero él no sabe exactamente hasta qué punto… que… Jalal y yo… Peter es una persona maravillosa, es muy generoso, pero, cómo decirlo, no es agradable para mí, no es mi piso, es de Peter, y él me deja utilizarlo. Es decir, vivir allí cuando él no está, y si yo llevo a Jalal, ¿qué pinta tendría eso? ¿Me comprende?
—Entonces, ¿cada vez que viene Peter, Jalal se traslada a la casa abandonada del partido Laborista?
—No, no es así —insistió Jalal—, a veces voy a casa de mi madre, a veces con amigos, pero ahora no… —lanzó a su alrededor una mirada de impotencia.
—¿Ahora quiere decir, desde el asesinato, o desde que Nesia ha desaparecido? —preguntó Michael.
—No, no tiene nada que ver —protestó Jalal—, con todo el follón de la Intifada es difícil salir de Ramallah, hay controles y lo revisan todo.
—Se lo voy a explicar —anunció Yigal—. Hasta hace algún tiempo vivían en la casa de Mordekay Hayehudí obreros rumanos, los conocimos cuando estuvimos trabajando en el sistema eléctrico de un edificio. Estaban allí unas diez personas en cuatro habitaciones grandes; eso no es una casa… es una ruina, ¿me comprende? Sólo por fuera parece una casa, por dentro está todo deteriorado y no hay ni luz. Pero a veces le hacían sitio a Jalal. Nos hicimos amigos, eran buena gente. Ellos también —dijo con entusiasmo, como si así le facilitase las cosas a Jalal— estaban aquí sin papeles, ilegales, y eran simpáticos, de verdad era gente estupenda. En verano, en el porche, escuchaban música de su país, se sentaban medio desnudos a las horas de calor, y bebían cerveza. A veces íbamos a beber con ellos y, cuando lo necesitábamos, le dejaban a Jalal vivir con ellos, ¿me comprende? —le preguntó a Michael, que no hizo ningún gesto afirmativo—. Los echaron, los echaron hace… unos dos meses —explicó Yigal Hion—; llegó un capataz, vendieron la casa. Aún no ha hecho nada allí, sólo ha cerrado la puerta principal con una barra de hierro y un cerrojo, y también por detrás ha obstruido la entrada. No se puede entrar por delante porque hay un gran árbol que cierra el paso, y tampoco se puede entrar a la fuerza. Las ventanas conservan las antiguas rejas. Pero hay en el patio una pequeña construcción del vecino, que compró el terreno de alrededor, y ahora el capataz se pelea con él para que se vaya, le echa allí con la excavadora montones de arena, ya sabe cómo pueden llegar a ser los capataces. Él…
—¿Quién es el capataz? —preguntó Balilty.
—Un tal Asheri, una vez trabajé con él. Para ver el dinero tuve que echar los restos.
—¿Asheri? ¿Un chico de unos treinta y cinco años, macizo, con un Alfa Romeo deportivo? ¿El que edificó sobre el tejado en la calle Reina Ester?
—¿Lo conoce? —se sorprendió Yigal Hion.
—¡Vaya si lo conozco! —gritó Balilty, y se dirigió a Michael—: Ese tipo es un mafioso, me comprendes: hay una casa que va a ser declarada protegida, que no se puede tocar, ni cambiar, ni siquiera reformar por fuera, y va uno y edifica sobre el tejado, una edificación nueva, encima de una casa protegida, sin permiso, sin nada, y nadie dice nada, ¿por qué?
—Dígame, ¿es que se dedica a los bienes inmuebles? —preguntó Yigal Hion con respeto.
Balilty hizo caso omiso de la pregunta.
—Todo es corrupción, da dinero al ayuntamiento para que le dejen construir donde quiera, ¿y te crees que alguien le dice que no? Dónde… —dijo Balilty.
—Ahora —le interrumpió Yigal Hion— hay Intifada y no tiene permiso de residencia, es decir, sí tiene, pero teme que se pasen de… De todos modos no puede ir libremente a Jerusalén este o a Ramallah. Y si se me va a Ramallah, no vuelve. Entonces dijimos: que esté allí, en la casita, un día o dos, esperaremos a que se calmen las cosas.
—¿Y Peter? —preguntó Michael.
—Peter no sabe nada. No sabía ni que Jalal estaba allí. Peter conoce a Jalal y, si se lo hubiera pedido, habría accedido a que se quedara con nosotros…, pero yo no quería partirle el corazón —dijo Yigal Hion—; aunque Peter y yo ya no…, ya no…
—¿Ya no son pareja? —dijo Balilty, con un placer que se percibía incluso tras el tono de interés que puso en su pregunta.
—Más o menos —dijo Yigal Hion.
—¿Pero Jalal y usted sí son pareja? —continuó Balilty.
—Danny —le avisó Michael—, no se trata de eso ahora. Ahora se trata de un asesinato y de la desaparición de una niña. ¿Conocía a Zahara Bashari? —le preguntó a Jalal.
—Estuvo revisando la instalación eléctrica conmigo en su casa —se apresuró a contestar Yigal Hion—. Ya se lo he dicho, trabaja conmigo, y yo hago todos esos trabajos en el barrio, todas las reparaciones eléctricas, todo. Le puede preguntar a cualquiera, todo el mundo me conoce.
—Entonces, la conocía —le dijo Michael a Jalal—, ¿conocía a Zahara?
—No, no la conocía, sólo estuve con ella una vez, y nunca hablé con ella —dijo Jalal, secándose la frente.
—Y a Nesia, ¿cuándo vio por última vez a Nesia?
—Ayer por la mañana, en la tienda —dijo Jalal—; hasta la saludé.
—¿Pero qué está pensando? —estalló Yigal Hion—, ¿cree que Jalal le haría algo a mi hermana pequeña? ¿Que nos partiría el corazón a mí y a mi madre?
—¿Y usted tenía relación con su hermana pequeña? —preguntó Michael al hilo de eso.
—¿Qué quiere decir? —Yigal Hion se quedó estupefacto—, ¿es mi hermana, no? Somos una familia, como se suele decir, los vínculos de sangre son irrompibles, ¿no?
Michael no dijo nada, y Balilty continuó mirando a los dos hombres que estaban sentados uno al lado del otro encima de la cama.
—¿Qué pasa?, ¿está insinuando algo? —exigió saber Yigal Hion, haciendo el amago de levantarse—, ¿cree que Jalal le ha hecho algo y yo le estoy encubriendo?
—Siéntese, siéntese, no se excite —le increpó Balilty—, nadie insinúa nada, estamos investigando. ¿No le parece bien?
—¿Y Peter? —preguntó Michael.
—¿Peter, qué? —preguntó Yigal—, ¿quiere decir si Peter le haría algo?
—Le vi hablando con ella —explicó Michael—, tenía una relación especial con ella, ¿no?
Yigal Hion se ruborizó.
—¿Cree que a Peter le interesan las niñas pequeñas? —preguntó con un gesto de repugnancia—, ¿cree que es un pervertido a quien le interesan las niñas como… como si…? Ustedes no entienden a Peter —dijo con tristeza—, simplemente es una persona con sentimientos, sentía compasión por Nesia, siempre hablaba de lo sola que estaba y todo eso, y por eso entabló relación con ella. ¿Qué pasa?, ¿es que todo el que entabla relación con una niña es un pervertido?
—¿Podría explicarnos qué pasó ayer con ella? —preguntó Michael.
—¿Con quién? ¿Con Nesia? Ya se lo dije a él cuando estuvimos en la comisaría —señaló hacia Balilty—, ya se lo dije: cenamos para celebrar Sukkot, Peter y yo, y mi madre y Nesia, y eso es todo. Mis dos hermanos no estuvieron, ellos… Bueno, no importa.
—Su hermano Moshé tiene un pasado delictivo —señaló Balilty—, tenemos un buen expediente suyo.
—Porque le enredaron; Moshiko vale mucho, se ha metido en líos pero no por su culpa… Bueno, eso no viene al caso —soltó Yigal Hion—, ahora le estoy respondiendo a él a otra cosa, ¿no? —Michael asintió con la cabeza—. Cenamos cuscús y todas esas cosas que le gustan a Peter. Nesia había adornado la sukká antes. Y después Peter y yo nos fuimos. No pasó nada hasta que mi madre me llamó a las cinco de la madrugada y me dijo que Nesia no había dormido en casa.
—¿Pasó algo por la tarde? ¿Algo fuera de lo habitual? ¿Estaba rara, su hermana? —preguntó Michael.
—Nada. No pasó nada. Todo como siempre. Nesia no habla mucho nunca, a veces se podría pensar que es muda o algo así. Bueno, es una niña muy… Está sola, no tiene amigos ni nada. Estaba como siempre.
—A lo mejor discutió con su madre —sugirió Balilty con impaciencia y mirando de reojo a Jalal, a quien le temblaban las piernas y se tapaba la cara con las manos, como queriendo desaparecer.
—No discutió ni nada parecido —contestó Yigal Hion furioso—, era fiesta, ¿por qué iba a discutir?
—De hecho usted no está muy unido a su hermana pequeña —señaló Michael—, no sabe mucho de ella.
—Bueno, y qué, yo ya no estaba en casa cuando nació, no tenemos mucha relación —Yigal Hion estaba desconcertado—; es una niña, ¿qué hay que saber? Peter hablaba algo con ella, con él tenía alguna que otra conversación.
—¿Y usted no hablaba con ella? —Michael se dirigió a Jalal.
El joven tensó los labios como en una especie de sonrisa irónica, pero en sus ojos había el mismo temor.
—¿Yo? —dijo Jalal con sorpresa—, yo no. Ella no venía a casa, y tampoco en la calle… Si me la encontraba, nos saludábamos, eso es todo.
—¿Y salvo en la tienda no la vio? —aclaró Balilty.
—No la vi, de verdad que no —protestó Jalal—, yo sólo estaba allí, en la casa, esperando a que no hubiera tanto… a que la policía… Para que no me cogieran —murmuró, y se secó las mejillas con las dos manos.
—Vale —dijo Balilty, y le lanzó a Michael una mirada interrogativa.
—Ahora le llevaremos al Migrás Harusim —dijo Michael, y Jalal inclinó la cabeza como quien ha recibido la sentencia.
—¡Pero él no tiene nada que ver! —gritó Yigal Hion—. No ha hecho nada, nada. Créame, no se mezcla con nadie, sólo quiere vivir en paz, trabajar, salir adelante, vivir, ¿lo entiende? ¿Por qué no hacen la vista gorda?
—Lo entiendo muy bien —dijo Michael con una tranquilidad que encubría la opresión que sentía—, pero también usted tiene que entender que no podemos saltarnos las normas…, que no podemos hacer como que no sabemos que es un palestino de los territorios sin permiso para estar dentro de la línea verde.
—Y menos ahora, con todos esos desórdenes —añadió Balilty—, ¿cómo vamos a soltar a alguien que ha transgredido la ley? Si al menos…, si al menos tuviera alguna información esencial relacionada con Nesia o con el asesinato de Zahara Bashari…
Los ojos de Balilty se entornaron como los de un comerciante mizrají que ha empezado a regatear un precio y está esperando una contraoferta. Jalal negó con la cabeza.
—Ojalá supiera algo —murmuró—, ojalá. Lo que daría porque no me metieran ahora en la cárcel; lo daría todo.
—Ni siquiera puede inventarse algo —suplicó Yigal Hion—, mírenle, es completamente honesto, no puede ni darles algo para que le dejen libre. Se pasará dos años encerrado. Le caerán dos años por falsificación de documentos y por errores de procedimiento y por lo que sea. ¡Y más ahora! Con todos esos desórdenes. Y después le mandarán de vuelta a Ramallah, y ya nada le podrá ayudar.
—Lo lamento —dijo Michael, sintiéndolo de verdad—, no tenemos forma de pasar esto por alto.
Tampoco Balilty parecía especialmente contento. Se notaba que Jalal también le había conmovido, por su sinceridad y su sumisión o por esa belleza ante la que era tan difícil quedarse indiferente.
—Ahora no puedo ir con él, por lo de Nesia —dijo Yigal Hion con la voz rota delante del coche patrulla. Su voz se convirtió en un susurro cuando se dirigió a Michael—: ¿Podrían asegurarme que no le van a torturar? ¿Que no…? ¿Que al menos no sufrirá demasiado? Es un chico muy delicado.
—Todo irá bien —dijo Balilty, le susurró algo al policía que estaba sentado al volante y, antes de cerrar la puerta del coche, se inclinó hacia Jalal y le dijo—: Con recomendaciones al tribunal se puede reducir, a veces incluso te puede caer sólo un año. ¿No es así, Ohayon? —Michael movió la cabeza ligeramente y después siguió con la mirada el coche patrulla que se alejaba calle abajo.
—Ni un mes le reducirán —dijo Balilty cuando desapareció por la esquina—, le echarán directamente dos años, ningún tribunal podrá ayudarle. ¿Y qué te voy a decir? Parece de fiar, ¿pero quién no parece de fiar? Sus mayores asesinos parecen de fiar, también se expresan muy bien, hasta que hacen explotar un bulto en un autobús lleno de niños.
—¿Y los nuestros? ¿Qué aspecto tienen los nuestros? —preguntó Michael, apartando la mirada de la calle y dirigiéndola al patio. Ester Hion aún estaba allí sentada en el taburete de mimbre, mirando fijamente al frente con una mirada ciega y rodeada por un círculo de vecinas. La voz chillona de la mujer del segundo traspasó la tapia:
—¿No te acuerdas de aquel árabe de Baqah? A tres asesinó allí. ¿Cómo, no te acuerdas de la cantidad de sangre que se formó? Con un cuchillo los degolló, uno tras otro, sin piedad, aún están allí las lápidas, en la calle Yair, en el treinta; esperemos que no aparezca así la niña.
—Basta Janina, no digas eso —le pidió otra mujer—, no vayas a echarle mal de ojo. Con ayuda de Dios encontrarán a Nesia y todo acabará bien, la policía la encontrará.
—Qué día tan bonito, hace un día de picnic —refunfuñó Balilty, y Michael, por el rabillo del ojo, observó la autoridad con que Yair trataba a los policías. Los dividió por grupos, después le echó un vistazo al plano que le había hecho Eli Bahar y los siguió con la mirada mientras entraban en los patios de las casas. Al final de la calle, el perro de rastreo tiraba del adiestrador de la policía, un hombre fuerte con una camisa de cuadros de franela y zapatillas de deporte, y por la cuesta Eli Bahar conducía a un grupo de cinco policías hacia la calle Yael.
—No comprendo cómo le dejas a ese crío, que casi ni conoce la ciudad, estar al frente de los grupos de búsqueda —refunfuñó Balilty—, y más aún habiendo tanta carencia de personal. Van a pasar horas hasta que consigamos reclutar más voluntarios de Hatzofim, y en ese tiempo esa niña puede estar ya enterrada en Bet Tzafafa, por qué demonios lo has puesto al…
—Te necesito aquí —contestó Michael—, a ti te necesito aquí, y de él puedo prescindir por ahora —como era de esperar, el tono de voz de Balilty cambió al instante y las quejas dejaron paso al relato de su conversación con el comandante de región.
—¿No te he contado lo de Drury? —dijo Balilty—, ¿lo que me dijo Drury? «No comprendo por qué el jefe del Equipo especial de investigación se está ocupando ahora de un caso de asesinato, cuando yo tengo todos esos disturbios en el cruce Tzomet Pat», me dice Drury. «Señor», le digo, «quien empieza una buena acción debe terminarla». Entonces me dice: «Puedes trasmitirle a Ohayon que no estoy satisfecho. Dile de mi parte», me dice, «que ahora necesito que el jefe del Equipo especial de investigación de la zona de Jerusalén se ocupe de la situación general, y no de un único caso de asesinato»; y entonces me pregunta si estamos informados de lo que pasa en el cruce Tzomet Pat y de que los judíos han ido a Bet Tzafafa con cócteles Molotov y piedras y han roto ventanas y han detenido coches ocupados por árabes y los han sacado a rastras y todo eso. «Informados, señor», le digo, «claro que estamos informados, pero se trata de una niña, y también su desaparición puede estar relacionada con la situación de inseguridad», le digo, «y este caso del que nos estamos ocupando, el del cadáver que apareció en una casa, antes de reformarla, por donde pululaban los árabes, también puede tener relación con la situación. Pues claro», le digo, «claro que van a las casas de los árabes en Bet Tzafafa, si ellos empiezan a disparar contra las casas de los judíos, a violar y a degollar a nuestras mujeres y a estrangular a las niñas, ¿qué vamos a hacer?, ¿mandarlos callar?». Le hablo y le hablo y, al final, ¿qué me da? Cuarenta y siete policías y otros diez estupendos de la unidad de búsqueda y al adiestrador de perros, Moti, que aún no se había despertado y… —Michael escuchaba impaciente mientras observaba al hijo de los Benesh, que estaba junto a la tapia que separaba la casa de sus padres de la de los Bashari con una camiseta blanca y unos pantalones cortos. Estaba mirando hacia la calle y contemplándose los músculos de los brazos, y parecía indiferente a todo lo que ocurría a su alrededor hasta que de repente se estremeció, como si tuviera miedo de la mirada que le dirigía Michael desde el otro lado de la carretera. Se rodeó el cuerpo con los brazos y se apresuró a entrar en su casa, que tenía las persianas bajadas.
—Propongo que nos separemos ahora —dijo Michael sin apartar los ojos de la casa—. Querías hablar con Rosenstein del piso, pues habla con él. Y yo iré a ver a los Bashari por el asunto ese del que habló Orly Shoshan.
—¿No me necesitas allí? ¿En casa de los Bashari? —preguntó Balilty en tono de desconfianza.
—Podrías ayudarme —dijo Michael, sopesando las palabras con cuidado y evitando todo aquello que pudiera ofenderle o hacer que insistiera—, pero ya has empezado con el abogado y tampoco tenemos personal suficiente para ir en parejas. ¿Crees —preguntó con picardía— que no te las arreglarás solo con Rosenstein? ¿Temes tal vez que un abogado consolidado y experimentado no colabore contigo?
—¿Yo? —se rió Balilty—. ¿Quién? Ese Rosenstein sólo es un abogado, y encima está apurado, y créeme, tiene motivos.
—Entonces, ¿no me necesitas? —preguntó Michael.
—No, para nada —dijo Balilty—, me voy a Talbia, a su casa, ya llamé antes de salir para decírselo. Tengo el móvil si necesitas algo. Dejas el beeper encendido, ¿no? —Michael no hizo caso del tono de aviso que encerraba la pregunta y le dio una palmada al bolsillo de los vaqueros como respuesta—. También por la niña, pues estamos en medio del caso, no puedes apagarlo. Y además —añadió sonriendo—, a lo mejor la señora te busca.
—Siéntese, siéntese —le dijo Netaniel Bashari desde el sofá en el que estaba sentado junto a su padre—. Puede sentarse en el sillón, o en esa silla alta de ahí, tampoco nosotros tenemos obligación de sentarnos en el suelo, pues la fiesta anula los preceptos del duelo.
Michael se sentó en la única silla de madera y tocó con cuidado la pequeña grabadora que ocultaba en el bolsillo del abrigo. Dobló el abrigo, se lo puso en las piernas y después miró a Neimá Bashari, que se movía adelante y atrás en la mecedora: sus ojos estaban clavados en el suelo, se mordía el labio inferior y tenía en las manos un vaso de agua por la mitad.
En el sofá, entre los dos hijos, cuyos rostros estaban cubiertos de una incipiente barba negra, estaba Ezra Bashari con un pequeño salterio entre las manos.
—Yo… yo —Michael carraspeó y dirigió la mirada del padre a la madre y de ella a sus hijos— he venido para que me hablen…, cómo decirlo, resumiendo: de la Zahara mayor.
Neimá Bashari se puso tensa, alzó la cabeza y le miró con unos ojos atónitos y suspicaces. Ezra Bashari tosió y se tocó la incipiente barba canosa.
—Me gustaría, si es posible —le dijo Michael a Netaniel Bashari con suavidad pero en un tono autoritario—, quedarme a solas con sus padres, si no tienen inconveniente.
Netaniel Bashari le lanzó a su hermano una mirada interrogativa.
—¿Por qué quiere quedarse a solas con ellos? —preguntó Betzalel Bashari, y con sus dedos oscuros se arregló el pliegue de la manga de la camisa militar. Aún no se había quitado el uniforme.
—Salid, salid —dijo Neimá Bashari de repente—, es mejor así, marchaos y volved más tarde —y, como no daban muestras de que fueran a irse de la habitación, añadió—: No hablaré de eso delante de vosotros, Betzalel, y tampoco vuestro padre hablará.
—Quiero saber qué tiene que ver eso —dijo Betzalel Bashari cruzándose de brazos. Estiró las piernas y clavó los tacones en el suelo.
—¿No has oído lo que ha dicho? —intervino el padre—, ¿no has oído que el señor ha dicho que quiere hablar con nosotros a solas? ¿Y también tu madre?
Betzalel Bashari se estremeció y dejó caer los brazos. Se dirigió a su padre y ya iba a decir algo cuando su hermano mayor le miró y, por encima de la cabeza de su padre, le tocó el hombro.
—Déjalo Betzalel —dijo Netaniel Bashari intranquilo—, déjalo ahora, después lo entenderemos, no es urgente. Lo importante es que eso ayude a encontrar al que… No sé cómo puede ayudar eso, pero… —se levantó, le hizo una señal a su hermano y esperó junto a la puerta hasta que Betzalel Bashari apartó la mesa de café rectangular, se levantó, estiró su pequeño cuerpo y sacó el pecho.
—¿De qué comunidad es usted? —le preguntó a Michael mientras caminaba hacia la puerta—, ¿no es yemení?
—No —dijo Michael al tiempo que tragaba saliva—, y lo siento —algo que pudo sonar irónico—. No soy yemení, pero llegué aquí a los tres años desde Marruecos —se apresuró a explicar, como si con eso justificara su presencia.
—Bueno, si no es usted ashkenazí, al menos de forma general, básica, podrá entender de qué se trata —murmuró Betzalel Bashari, se acercó hacia la entrada y su hermano le sujetó la puerta al salir—. Al menos no nos han mandado a un ashkenazí presumido —le oyó decir Michael desde el otro lado de la puerta un momento antes de que se cerrara, y también oyó lo que le dijo Netaniel para contenerle:
—Deja eso ahora, Betzalel, hazme ese favor, estás hablando como… —pero el final de la frase se perdió.
Con frases cortas y en voz muy baja le contó Michael al matrimonio lo que le había oído decir a Orly Shoshan, y explicó la necesidad de aclarar del todo el asunto al que se estaba dedicando Zahara antes de su muerte.
—Y sobre todo algo tan significativo como eso —dijo Michael, y se disculpó por verse obligado a añadir dolor a su dolor y forzarles «a abrir una vieja herida».
Neimá Bashari suspiró e hizo una mueca.
—Cómo que vieja —dijo con voz ronca—, para quien pierde un hijo no importa cuántos años hayan pasado, no es una herida que cicatriza, está siempre en carne viva.
—Pero por lo que he entendido, usted no… no habla…, no ha accedido a hablar de eso delante de sus hijos —recordó Michael—, y cuando Zahara quería saber algo, usted se enfadaba con ella.
—Eso no tiene nada que ver —dijo con desdén la madre—, era porque no quería que tuviesen el mismo dolor que nosotros, quería que crecieran libres, sin odio. No puedo entender —suspiró— cómo se metió Zahara en todos esos temas, que no eran para nada asunto suyo. Su vida podía haber sido tan… Mejor que la nuestra… Sólo con que no… —de repente empezó a llorar, y entre gemido y gemido murmuró cosas poco claras sobre el destino y sus avatares, y también mencionó a Job y gritó—: ¿Por qué? ¿Por qué tuvo que interesarse por eso?
—Tal vez porque hay hijos que no soportan que su familia tenga secretos para ellos —dijo Michael con paciencia—, tal vez porque no tenía acceso a ese asunto, y tal vez porque quería acercarse más a usted.
Neimá Bashari dejó de llorar y le miró.
—No —afirmó Neimá Bashari—, y no entiendo cómo una historia de hace cincuenta años, un asunto privado nuestro, puede tener relación… Y la desaparición de esa niña de la casa de enfrente, ¿también creen que está relacionada?
Michael se encogió de hombros y dijo que aún no se podía saber si había relación entre la muerte de Zahara y la desaparición de Nesia, pero que cuanto más se supiera de las vidas de las víctimas…
—Bueno, ya que me ha explicado por qué —le dijo Neimá Bashari a su marido—, se lo contaré. ¿Quiere oírlo? Pues se lo contaré. Le voy a contar una historia que no creerá… No creerá que aquí hayan podido ocurrir cosas así.
Michael juntó las palmas de las manos y tocó el bolsillo del abrigo, donde, eso esperaba, estaba funcionando la grabadora.
—En el año cuarenta y nueve, en un campo de tránsito junto a Eden, tuve un bebé —dijo Neimá Bashari—, era una niña. Ya se me había muerto un niño antes, y yo no entendía nada. Sólo sabía que tenía una niña viva, y muy guapa, con los ojos azules.
—Tenía los ojos azules —confirmó Ezra Bashari—, todos nuestros hijos nacieron con los ojos azules, no sabíamos que eso podía cambiar después, pues los dos éramos unos críos.
—A ella no le cambió el color, era un azul de esos que no cambian —insistió Neimá Bashari, Michael asintió como ratificándolo, y ella continuó diciendo—: Nos llevaron a un campo de inmigrantes en el kibbutz Ein Shemer, estuvimos allí una semana más o menos. Se llevaban a nuestros hijos a la sección de los recién nacidos, les hacían análisis y todo eso, pero nos los devolvían. Todos los días nos los devolvían para que les diéramos de mamar. Y de pronto, un día no me la devolvieron. No había niña. Había desaparecido. —Neimá Bashari tragó saliva con gran esfuerzo y continuó hablando—. Tenía dos meses, le habíamos puesto Zahara, y desapareció. Una mañana me dijeron que se la habían llevado al hospital. Por la noche le había dado de mamar y estaba completamente sana. Una madre sabe si su niña está sana o enferma, y yo le digo que estaba sana. Y por la mañana, se la llevaron a un hospital. Fui, pregunté, no me dijeron nada. Ni a qué hospital ni lo que tenía.
—Después comprendimos que había una epidemia de polio, había mucho miedo, si los niños tenían fiebre temían que… —añadió el marido.
—Ella no tenía fiebre —dijo Neimá Bashari furiosa—, se lo estoy diciendo, no tenía nada; y la polio…, entonces aún no había…, sólo después… Pero ¿yo qué sabía? Me mandaron de un lado a otro, y presentí, enseguida presentí que nunca más volvería a ver a mi hija —apretó los labios y se calló.
Michael esperó.
—Unos días más tarde, un día o dos, no crean que lo he olvidado por los años que han pasado, incluso entonces, si me hubiesen preguntado cuánto tiempo había pasado no lo habría sabido, pues todo el tiempo estuve dando vueltas como una loca, llorando y gritando, y ellos me daban una pastilla y decían: «Se pondrá bien, se pondrá bien»; y yo, ¿qué es lo que yo quería? Ver a mi niña. Una madre no puede soportar que le quiten a su hija así…, y menos los judíos… —secó las lágrimas que le caían de los ojos—. De repente, un día o dos más tarde, me dice Ezra: «Están diciendo nuestros nombres por el altavoz»; había un altavoz en el campo —explicó— desde donde daban todas las noticias: si había llegado alguien, si se requería a alguien en la oficina, esas cosas… Me puse a escuchar el altavoz, Ezra y yo estábamos ahí escuchando, y por el altavoz anunciaron: «Zahara Bashari ha muerto»…
—¿Por el altavoz? —se sorprendió Michael.
—Es difícil de creer —dijo Ezra Bashari—, pero sí. Ni siquiera nos llamaron para decírnoslo con delicadeza…
—No lo creí —dijo Neimá Bashari en voz baja—, no lo creí. Fui corriendo a verles, les dije que dónde estaba, grité que me la enseñaran muerta, que me enseñaran un cadáver, una tumba, algo. Pero ¿qué fuerza tenía yo? No nos enseñaron ninguna tumba.
—Todos los días preguntábamos. Y nunca nos contestaban. Pero no nos rendimos. Después de cuatro o cinco días —continuó Ezra Bashari, ya que su mujer se había callado— nos llamaron para que fuéramos con urgencia a una pequeña habitación junto a la oficina principal; fuimos los dos.
—Nos dieron un paquete —dijo Neimá Bashari—, un paquete en una pequeña caja, dijeron: «Ahí está vuestra hija, muerta, pero no lo abras. No abras el paquete»; eso dijo la enfermera. Miré la caja, dentro había un paquete hecho con trapos, y la enfermera me dijo: «Ahí está, Neimá, ¿has visto? La niña está muerta, pero no abras el paquete».
—Éramos unos críos, a lo mejor no entendíamos nada —dijo Ezra Bashari―, pero queríamos abrirlo, porque ¿y si era otro niño?
—Pensé: hasta un gato podían haber metido ahí; entonces empecé a abrirlo —dijo su mujer con la voz ahogada y se puso la mano en el pecho—. Nunca he hablado de esto, ni siquiera al rabino le he contado todos los detalles —le dijo a Michael—, es muy duro para mí.
—Es una historia muy dura —afirmó Michael con un hilo de voz. La emoción acalló sus pensamientos.
—Dijeron: «No lo abráis, no lo abráis» —dijo Neimá Bashari en tono inexpresivo—. Yo estaba allí, en esa pequeña habitación, desenrollando un trapo tras otro; tenía que verlo, ¿lo comprende? Ezra esperaba fuera, no nos dejaron estar juntos allí.
—Ella dijo, la enfermera, «Déjala sola con su dolor» —explicó Ezra Bashari—. Todavía hoy oigo su voz sonando en mis oídos, «sola con su dolor», dejarla allí sola…
—No le perdoné —dijo Neimá Bashari—, no le perdoné que les hiciera caso…
Ezra Bashari dejó caer los brazos sin fuerzas y se cubrió la cara con las manos.
—Estaba allí, sola, desenrollando un trapo tras otro —continuó diciendo tras un momento de silencio—, y llegué al último trapo, hasta allí llegué.
Michael esperó a que continuase.
—No había niña. Sólo había trapos.
—¡¿De verdad?! —preguntó Michael, y no porque tuviera dudas, sino porque esa historia era terrible.
—Sí, de verdad —gritó Neimá Bashari—, claro que de verdad, ¿qué se cree, que me puedo inventar algo así? Sería lógico pensar que al menos habrían puesto a algún otro niño muerto. ¿Qué se creían, que era idiota? Cuando estaba allí, con todos esos trapos en la mano, me dije, bueno, al menos la niña está viva, sólo hay que encontrarla.
—Cuando salió de la habitación —intervino Ezra Bashari— al principio no dijo nada. Después dijo: «Que nos enseñen la tumba». Fui allí y les exigí que nos enseñaran la tumba, para tener un lugar al que ir a recitar el Qaddish, algo. «Hasta Jacob», les dije, «a quien le mostraron la túnica de José, pidió ver la tumba». Dijeron: «Imposible». Neimá dijo: «¿Por qué es imposible?». Le dijeron: «Porque hemos enterrado a cinco niños en una fosa común». Eso fue lo que dijeron, como si una fosa común no se pudiese enseñar.
—No se les podía atrapar. Ni siquiera hoy día sé quiénes eran, estaba el director del campo y la enfermera, ¿pero cómo se llamaban? ¿Cómo íbamos a buscar a la niña? Estábamos encerrados en el campo de inmigrantes, nadie entendía nuestro hebreo, nosotros, ¿qué éramos nosotros? Unos críos. Y mis padres… ya estaban destrozados. Nadie nos podía ayudar.
Hubo un silencio. Sólo el trinar de los mirlos lo rompió. Pero ese trinar, precisamente por su belleza y por la alegría que se desprendía de él, golpeó la habitación y, como para que se desvaneciese, Ezra Bashari continuó diciendo:
—Después nos trasladaron a un campo de Jerusalén, a Talpiot. Tal vez fuéramos los únicos yemeníes allí, llevaron a todos a Rosh Haain, y a nosotros, precisamente a Talpiot. Y después a esta casa, nos la dieron cuando estaba abandonada. En el cuarenta y nueve, a finales de año. Nos trasladaron de repente aquí y nos dieron una casa. Más tarde pensé que lo habían hecho para hacernos callar, para que no fuéramos a quejarnos.
—Durante muchos años no hablamos de esto con nadie —dijo Neimá Bashari—; tuvo que pasar mucho tiempo para que empezáramos a contarlo. Primero se lo dije a mi hermano, y él habló con el rabino Levi, de Benei Barak, y después empecé a ir a Rosh Haain. Nos encontrábamos allí todos a los que nos habían quitado a nuestros hijos, una vez cada dos semanas, a veces una vez al mes, y hablábamos y hablábamos. Y Zahara lo notó. Notó que yo desaparecía sin decir nada y quería saber por qué. Hacía mucho tiempo que ella… Hacía ya mucho tiempo que había empezado a preguntar y… yo me enfadaba con ella porque no quería que ella…, y al final…
—Pero Betzalel empezó también con eso —explicó Ezra Bashari—, tampoco él podía dejarlo. Notó algo y no pudo pasarlo por alto, y nosotros… Yo le reñí… —su voz sonaba llena de dolor y pena—, sobre todo hace un tiempo, cuando nos trajo nuestros carnés de inmigrante y el de la niña… Y cuando vi eso me entró… No quería que…
—¿El carné de inmigrante de la niña? —preguntó Michael con una voz seca— ¿tenía carné de inmigrante?
—Sí, lo pone ahí —Ezra Bashari sonrió con tristeza—, Zohar, muerta en Ein Shemer, y la fecha: 13 de marzo de 1949. Ni siquiera el nombre lo escribieron bien, Zohar en vez de Zahara. Sólo con eso puede ver el desprecio con que nos trataron.
—Pero no encontró el certificado de defunción —recordó su mujer—, dijo que no había certificado de defunción.
—En vez de un certificado de defunción le sacaron del ordenador un informe que decía que el número de carné de identidad tal y tal —la niña tenía número de identidad— abandonó el país en el sesenta y tres. ¿Entiende eso?
—No, no lo entiendo —dijo Michael.
—Mi hijo Netaniel —explicó Ezra Bashari— investigó y vio que en ese año se hizo un censo, y a quien se iba del país se le borraba del ordenador. Ésa fue la única explicación que encontró, no hay nada más. Fue el año en que se encubrieron todo tipo de cosas, antes de que empezaran a alzarse voces de protesta.
—Pero al final eso no sirve de nada —dijo Neimá Bashari apesadumbrada—, no sirve de nada porque de debajo de la tierra salen todas esas acciones, y si también tiene algo que ver con lo de Zahara… —dio una fuerte palmada y se calló.
—La justicia horadará los montes —murmuró Ezra Bashari.
—¿Habló de eso con sus hermanos? —preguntó Michael.
—No lo sé —dijo Neimá Bashari—, nosotros no hablamos de eso en casa; sólo esa vez que Betzalel vino con el carné y el papel del ordenador… Y su padre se enfadó tanto con él que mejor no…
Tienen que hablar con él —dijo su marido—. Pueden preguntar a los chicos, también a Eliahu, nuestro segundo hijo, llegará esta noche.
—A lo mejor podría ahora… —dudó Michael, y señaló vagamente hacia la puerta.
—A lo mejor, por qué no —dijo Ezra Bashari—, ellos hablarán con usted.
Pero, justo cuando se levantó y cogió con cuidado el abrigo con la grabadora oculta en él, sonó el beeper y, por el mensaje de la pantalla, vio que Balilty le estaba esperando. «Llamar con urgencia», decía allí.