Sólo el molde quedaba en el fregadero de todos los cacharros de la fiesta y, después de terminar sus otras tareas, Nesia lo estaba frotando con fuerza para sacarle brillo. Por la ventana de la cocina, a su derecha, se veía que aún no era noche cerrada, pero el piso ya estaba frío, y tembló de arriba abajo al mirar el molde cuadrado y esmaltado con todos los restos que se quedarían completamente pegados si esperaba hasta después de la cena. Era preferible fregarlo bien enseguida porque, si no, su madre lo sacaría del fondo del armario y le iría mostrando todas y cada una de las manchas. Volvió a frotar con el estropajo de acero inoxidable las últimas manchas, después le quitó al estropajo los restos que se habían pegado y secó el molde con un paño a lo largo y a lo ancho, hasta que vio su cara reflejada en él, redonda y opaca. Con el tapón de goma tapó el fregadero, echó lejía y con el scotch brite lo fregó dos veces; entonces, al cerrar el grifo, oyó un chorro de agua verterse de un cubo —su madre estaba fregando el suelo del dormitorio— y se preguntó si tendría un rato para ella antes de que su madre le encargase una nueva tarea. Por la ventana, en la calle en penumbra y casi vacía, aún se veía un coche patrulla aparcado junto a la casa de la familia Bashari. Ellos no se sentarían esa noche en la sukká, pensó mientras se secaba las manos en los pantalones y, con el paso sigiloso de un gato, se acercaba a la puerta de la calle.
—¿Adónde vas? ¿Aún no te has duchado? —la voz de su madre se oía atenuada, podía ser que estuviese agachada, limpiando debajo de la cama; hasta en esos momentos, cuando estaba entregada al cubo y la bayeta, oía cualquier ruido que hubiese en el piso. Nesia ya tenía la puerta abierta y, cuando Duqui se levantó y movió el rabo, ella la obligó a sentarse.
—Necesito más adornos para la sukká —dijo en voz baja, dirigiendo sus palabras hacia la pared del pasillo.
—Deja ya la sukká, todo el rato con la sukká. ¿La cocina, la has terminado? Y aún tienes que ducharte —le oyó gritar a su madre al cerrar la puerta y escabullirse hacia el refugio. Al fondo, entre los tesoros que tenía en la caja de cartón, había guardado también el set de pinturas que había encontrado en una papelería del centro de la ciudad; aún no se había atrevido a usarlo, ya que cada vez que tocaba la caja recordaba lo peligroso que había sido sacarla de allí, delante del vigilante de la entrada, que no le quitaba la vista de encima, pero cuando se despistó un instante se metió la caja en los pantalones del chándal. El miedo se apoderó de ella al salir de la tienda y también cuando echó a correr por la calle hacia la parada del autobús, olvidándose del roce de sus muslos, igual que se lo ocultaba a su madre a pesar de todas las ampollas que tenía ahí. No miró ni por un segundo hacia atrás. En ese momento pretendía sacar el estuche dorado y pintar las hojas que Peter había recortado para ella por la mañana, para que las pegara en las mantas que cubrían los palos de la sukká. Durante todo el año estaba el esqueleto desnudo y sólo en la fiesta de Sukkot se cubría con viejas mantas de lana y sábanas blancas que habían amarilleado hacía tiempo.
Y también tenía intención de volver a ver el bolso de piel gris. Nesia no era ninguna tonta: si habían asesinado a Zahara, buscarían el bolso y podían llegar hasta el refugio, por lo que había que buscar otro sitio donde esconder los tesoros y, sobre todo, el bolso gris. Sabía que debía dárselo a la policía o, al menos, al hombre alto —él no llevaba uniforme, pero también era policía, el jefe de todos— que habló con ella en particular, con ella más que con los demás, y le pidió que le ayudara. Era extraño que un hombre tan importante, al que todos pedían permiso, tuviera unos ojos tan tristes y apenas sonriera; le pareció como salido de una película y así se sintió también ella por un momento, cuando le dijo que le llamara si recordaba algo. Gracias a él se vio a sí misma alta y flaca como una actriz de cine, una de las que actuaban en Beverly Hills, pero no podía separarse del bolso. Era demasiado bonito y, además, nunca volvería a tener un bolso así, al menos no hasta que hiciese efecto el hechizo. Una vez vio en la televisión cómo los ladrones sacan el dinero y tiran la cartera; tal vez podía hacer lo contrario, coger la cartera y tirar…, no, tirar no, devolver…, pero tampoco quería desprenderse del dinero. Guardó todos los billetes en una bolsa de plástico y la bolsa, dentro de las bragas, porque nunca en la vida volvería a tener tanto dinero. Y tampoco quería desprenderse del pequeño pintalabios, ni del frasco de perfume, ni del peine, ni de todas las otras cosas que ya eran suyas. ¿Y de qué les iba a servir que lo devolviera? Lo que necesitaban era los papeles, las notas, la pequeña agenda, el carné de identidad y las tarjetas de crédito que a ella, de todos modos, no le servían para nada. Por tanto, bastaba con devolver todo eso; pero debía hacerlo enseguida, antes que fueran a registrar el refugio. Pero cómo podía devolverlo, le preguntarían de dónde había sacado todo eso y hasta pensarían que lo había robado, y en esa ocasión de verdad no lo había robado, lo había encontrado. ¿Cómo le podía hacer llegar al hombre alto y triste los papeles sin que supiera que había sido ella? Una ola de calor le recorrió el vientre al pensar en eso. Y esas notas temerosas que había encontrado allí, con todas esas palabras que no comprendía, ¿qué iban a hacer con ellas? Se le volvió a encoger el estómago. De momento eso podía esperar hasta después de cenar, hasta que saliese con Duqui a dar el breve paseo nocturno. Ya había decidido hacer eso cuando empujó la pesada puerta de hierro, pero entonces se detuvo. Si iban y registraban a conciencia, se dijo para sus adentros, tendría serios problemas.
Antes de entrar en la densa oscuridad del refugio, oyó cómo se abría la puerta de su casa y la voz de su madre, fuerte y ronca.
—Nesia, Nesia, ¿dónde estás? —gritó su madre, y algo en ese grito inesperado hizo que se apartara de la puerta del refugio, subiera corriendo las escaleras, se plantara sin aliento delante de su madre y le dijera:
—He ido un momento a buscar…
Pero su madre sólo quería que se duchara y estuviera vestida de fiesta cuando llegasen Yigal y Peter. Luego Nesia se tranquilizó a sí misma: después de la cena y de que su madre se durmiera, podría volver a escabullirse hasta el refugio y comprobar que nadie había tocado el bolso de ante gris. Y se olvidó de que quería pintar con las pinturas del estuche dorado, también eso podía esperar a mañana, después de todo la fiesta duraba una semana entera.
Y al mismo tiempo, un poco después de comenzar la fiesta, cuando disminuyó el bullicio en la comisaría del Migrás Harusim y por la ventana del despacho del segundo piso se veía ya el haz de luz que proyectaba la alta farola sobre el asfalto de abajo, al mismo tiempo Michael Ohayon tamborileaba con los dedos sobre la mesa, porque el interrogatorio no avanzaba y su interlocutora no dejaba de hablar. Los ojos marrones y saltones de Orly Shoshan estaban fijos en él como antes, muy expresivos; si hubiera querido definir esa expresión, Michael habría dudado entre intenso fervor y admiración; en determinados momentos se podía pensar que se estaba burlando de él. Sea como fuere, no pudo menos de apartar la vista de ella cuando con exagerada modestia le recordó cómo había intentado hacerle un gran reportaje al comienzo de su carrera como periodista y cómo él le dio con la puerta en las narices. Él no recordaba ni esos intentos ni ese rechazo, y en ese instante, en que estaba enfrente de él para ser interrogada —Tzilla se negó a dejarle solo con «una periodista de la que todo el mundo sabe perfectamente que es como un código de barras»—, Michael la interrumpió y puso en marcha la grabadora. Tzilla estaba en una esquina de la mesa, con el bloc amarillo delante y la mano lista para tomar nota.
En respuesta a su pregunta, Orly Shoshan habló de su primer encuentro, «casual» lo llamó, con Zahara. Resultaba evidente que no era la primera vez que hablaba de ello. Contó cómo, siendo oficial en el campamento de instrucción número doce, pasó un día junto a las duchas, oyó de repente una voz profunda, sombría, conmovedora y una voz de esas que salen de las entrañas, cantando: «Mi amado ha bajado al jardín, a los arriates de flores», y cómo se detuvo allí, hechizada por esa voz y por esa canción que no oía desde la infancia, y cómo al rato entró en las duchas y allí, entre las soldados de la primera unidad que habían vuelto del primer entrenamiento en el campo de tiro, vio «a esa chica, secándose el cabello negro con una toalla militar y cantando sin moverse y sin aspavientos, todavía medio mojada, y a todas las chicas de pie escuchándola, en las duchas o en los bancos del vestuario de al lado; fue una imagen inolvidable», Orly Shoshan miró el bloc amarillo cuando Tzilla pasó la hoja, «y de inmediato la llamé a la oficina y… cómo decirlo», miró a su alrededor como buscando unas palabras que evidentemente enseguida encontraría, pues ya las había utilizado más de una vez, y de dos, al contar esa misma historia, «me enamoré completamente de ella».
Cuando Orly Shoshan acabó el servicio militar sabía que no volvería a casa de sus padres en el barrio de Kryat Menahem de Jerusalén («Ellos, mis padres, son de otra generación; llegaron aquí desde Marruecos, a comienzos de los años cincuenta, y directamente los enviaron a ese bloque de Kryat Menahem»; y allí, en ese piso, «cinco niños más los padres en dos habitaciones y media», pasó su infancia).
—Soy la hija pequeña, como Zahara y como usted —se apresuró a añadir, y sus ojos, que se clavaron en Michael, se abrieron de par en par, pareciendo aún más saltones—, por eso tenía tantas ganas de escribir sobre usted; sentía…, sentía que podíamos ser almas gemelas; quería…, quería demostrar que también de ahí, de los niños de emigrantes del norte de África, pueden salir estrellas…
Tzilla carraspeó, pero Michael no necesitaba ese aviso; sintió repugnancia por esa ficticia hermandad que le había impuesto y no dijo ni una palabra al respecto, por el contrario continuó insistentemente con las preguntas sobre el tipo de relación que tenía con Zahara. Con la misma entrega habló Orly Shoshan de su carrera periodística, primero en un periódico local y enseguida («No puede imaginarse lo rápido que fue, a las cuatro semanas me llamaron y me lo ofrecieron») en uno nacional; y de cómo se convirtió siendo tan joven en una estrella de la prensa gracias a los retratos que consiguió escribir; y de cómo mientras tanto Zahara acabó el servicio militar, pero no se trasladó a Tel Aviv como había soñado.
—Yo sí, tengo un piso en Malchet. Se acabó la asfixia de Jerusalén, no volvería aquí por nada del mundo.
—¿Por qué no? —la interrumpió Michael.
—¿No está claro? Todo el mundo huye de esta ciudad…
—No —precisó—, ¿por qué Zahara no se fue a Tel Aviv como había soñado?
—Ah, eso, por muchas razones: primero no tenía dinero, y también sabía que eso destrozaría a sus padres; y encontró trabajo muy pronto en Jerusalén. Además también tiene aquí a Linda, que la ayuda, es una buena amiga de su hermano mayor, y también… —empezó a decir, y se calló.
—¿También qué? —insistió Michael.
—También era como si…, como si quisiera irse a Tel Aviv igual que todo el mundo, pero algo la atara aquí, algo…, algo… No sé, pero enseguida comprendí que lo que decía de Tel Aviv no iba en serio.
—¿Un hombre, tal vez?
—¿Qué? ¿Alguien concreto de Jerusalén? Qué dice, lo hubiera sabido, ¿no? Ella me lo contaba todo y…
—¿Pero sabía usted con quién se veía?
—Ésa es la cuestión —respiró profundamente—, que no. Es decir, no se veía con nadie. No quería. Pensé que ella… Y también le pregunté: «¿Qué te pasa?», le dije, «¿es que quieres quedarte así y convertirte en una vieja solterona?».
—¿Y qué dijo ella?
—¿Ella? No contestó. Se rió. Al principio pensé que tenía algo con algún hombre casado o algo así, no sé qué. De todos modos tenía algún secreto.
Michael tardó mucho tiempo en hacer las preguntas esperadas: qué pasó exactamente la última vez que se vieron, qué llevaba puesto Zahara, si la notó como siempre, si Zahara tenía enemigos («¿Zahara? Se ve que no la conocía usted, era tan diviiina, una persona diviiina, todo el que la veía se enamoraba de ella, sin excepción»), y si tenía alguna idea de quién podía haber conseguido que Zahara fuera por voluntad propia a aquel desván lleno de calderas.
—¿Por voluntad propia? ¿Está seguro? ¿No la asesinaron primero y después la subieron allí?
Michael negó con la cabeza y dijo que ella subió las escaleras libremente y por voluntad propia. Una expresión de incredulidad apareció en la cara de la periodista.
—Yo creía que ella nunca había llegado con nadie hasta el final… —dijo—, creía que hasta era virgen. Siempre intentaban ligar con ella y ella… nada.
—¿Está segura? ¿De que no había nadie?
—Ya se lo he dicho.
—Está claro que estuvo al menos con un hombre —dijo Michael en tono pragmático, y observó su cuerpo tenso y sus ojos entornados—; eso es lo que ha demostrado sin lugar a dudas la autopsia.
—Mire —se irritó la periodista—, usted mismo puede ver que no sé nada de eso; y tampoco me lo creo, me da igual la autopsia, sencillamente no me lo creo. Zahara me lo contaba todo, me hablaba de todos los que intentaban ligar con ella… Créame, no habla nada que…
—Empiece a enumerar —exigió Michael.
—¿A enumerar? ¿El qué?
—A todos los que intentaron ligar con ella. No —movió la cabeza—, no es así, no siempre sabía quién… A veces en un café, a veces en un pub, en la cola de la taquilla del cine, una vez junto al videoclub; todos, el chico del videoclub y el repartidor de pizzas, nadie se quedaba indiferente ante su belleza. Pero le digo una cosa: ella no salía con nadie, ¡con nadie! Era como si… Ahora que lo dice, creo que se comportaba como, como… como si le guardara fidelidad a alguien. ¡Pero yo no tenía ni idea! ¡Ni la más remota idea tenía yo de a quién tenía en la cabeza!
—¿Guardara fidelidad?
—Sí, como si, cómo decirlo, como si tuviera…, como si estuviera esperando a alguien, digamos, que estuviera prisionero.
Tzilla levantó la cabeza del bloc amarillo y miró a Orly Shoshan atónita. Sus largos pendientes de plata tintinearon cuando movió la cabeza de un lado a otro.
—Usted entrevistó hace una semana o dos en el suplemento del fin de semana a la mujer de un oficial que era prisionero de Hizbolá, ¿no? —dijo Tzilla en voz baja.
—Sí, hace tres semanas. ¿Pero eso qué tiene que ver?
—Tiene que ver con su asociación de ideas, por la fidelidad y todo eso —explicó Tzilla.
—No, no —se apresuró a decir Michael—, me interesa mucho eso. ¿De verdad no tiene idea de qué le causó esa impresión, que le estaba guardando fidelidad a alguien?
Orly Shoshan negó con la cabeza.
—A lo mejor se me ocurre algo dentro de un rato.
—Le diré por qué lo pregunto —dijo en el tono de quien está recordando algo ya sabido—, por el embarazo.
La expresión de sorpresa y de rabia que apareció en la cara de Orly Shoshan fue inequívoca.
—¡Embarazo! ¿Qué embarazo? ¿Embarazo de Zahara?
—Doce semanas, al principio del cuarto mes —precisó Michael sin apartar la vista de ella.
Los finos labios de la periodista temblaron, y de lo más profundo de su garganta salió un sonido parecido al inicio de un gemido contenido, llanto en bruto, pero no tuvo continuación.
—¿Zahara? ¿Zahara estaba embarazada? —en su rostro había una clara expresión de agravio.
—Lo vimos en la autopsia.
—¿Me pueden dar agua? —preguntó con la voz rota, señalando la botella de agua mineral. Tzilla dejó el bloc amarillo sobre sus piernas y vertió agua de la botella en un vaso de plástico que sacó del cajón que tenía delante.
—¿No lo sabía? —preguntó Michael, inclinando la cabeza, mientras ella bebía. Le temblaba la mano, se la sujetó con la otra y movió la cabeza.
—¿Es seguro? —murmuró.
—Doce semanas.
La rabia se unió al agravio que había en sus ojos cuando dijo:
—No comprendo cómo no me lo contó, estábamos tan unidas, creía que éramos… Y ahora es evidente que… Para otras cosas confiaba sólo en mí.
—¿Otras cosas? —presionó Michael—, ¿qué otras cosas?
—Venía a contarme toda la historia familiar y yo la ayudaba de verdad…
—¿Qué historia familiar?
—Lo ve —dijo Orly Shoshan, y un halo de satisfacción se desprendía del tono de sus palabras—, no lo saben todo.
—Todo no, no cabe duda. De hecho, sabemos muy poco; y de hecho usted, y tal vez sólo usted, puede ayudarnos, sobre todo con su preparación —dijo Michael evitando mirar a Tzilla, para no ver la repugnancia que sin duda sintió al oír cómo la adulaba. Pero Orly Shoshan se tragó el anzuelo. («Es por sus ojos», dijo Tzilla más tarde, en la reunión del Equipo especial de investigación, junto a la grabadora que estaba reproduciendo la voz de la periodista, «primero la miró con esa mirada suya, ya sabéis, y después se calló y esperó»; y Balilty se rió y dijo: «¿Ya sabemos? Llevo años intentando aprender esa mirada, pero él no quiere enseñármela. Qué hace para que la gente confíe en él y le cuente incluso cosas así»).
—Zahara me dijo que en su familia había un secreto, que pasó algo y no hablaban de ello. No contaría esto sin su permiso —dijo inclinando la cabeza—, pero debido al asesinato, a que Zahara ha sido asesinada y a la historia esa del embarazo… Estoy destrozada… no puedo seguir guardándomelo todo dentro. Y, de todos modos, al final habría hecho un reportaje sobre todo eso, y lo voy a hacer, con el perfil completo de Zahara. Se lo digo de antemano, para que no me vengan con que no se lo dije.
—Pero no antes de que resolvamos el caso —advirtió Tzilla. Michael le lanzó una mirada asesina (y después, en la reunión explicó que así podía haber interrumpido el monólogo de la periodista) y respiró con alivio cuando Orly Shoshan pasó por alto la advertencia y continuó diciendo:
—Una serie de reportajes, no uno ni dos. Pero eso será después. Zahara quería que yo, por mi profesión, en la que pensaba que yo era buena, la ayudase a descubrirlo, pues todas las conversaciones con su madre fueron inútiles. Zahara me contó que cada semana, o cada dos, su madre desaparecía sin decir nada, simplemente preparaba más comida, dejaba cacerolas encima de la cocina y desaparecía durante un día entero. Hace años Zahara le preguntó adónde iba, pero no obtuvo respuesta. Y no sólo eso, sino que, cada vez que preguntaba, su madre se enfadaba, se irritaba tanto que Zahara no podía seguir preguntando. Hace unos meses Zahara me habló de esas desapariciones y me pidió que la ayudara a descubrir lo que pasaba. Le dije que no había nada más fácil. No hacía falta ni un detective privado ni nada, su madre seguro que no me reconocería, pues había estado en su casa sólo dos o tres veces, y si así fuera yo no tendría ningún problema en decirle que estaba trabajando. Bueno, pues un día Zahara me llamó y me dijo: ya está, se está preparando. Entonces yo cogí un taxi y esperé junto a la casa, la seguí hasta la estación de autobuses y vi que se subía a uno con destino a Rosh Haain. —Orly Shoshan hizo una pausa—. Me dije que eso tenía algo que ver con los yemeníes, porque Rosh Haain, cómo decirlo, se identifica con los yemeníes.
Michael asintió confirmándolo y, como ella no continuaba, añadió:
—Por supuesto.
La siguió a Rosh Haain y la vio entrar en casa del rabino Kafach. No podía entrar en la casa ni tampoco podía quedarse junto a las ventanas, pero desde el taxi, desde la esquina de la calle, vio a otras personas que entraban allí y después («No es tan difícil como se piensa») descubrió, preguntando en la tienda de ultramarinos y a los vecinos, que todas las semanas se reunía allí un grupo de hombres y mujeres que emigraron en 1949 desde el Yemen, pasando por el campo de tránsito de Eden, al campo de emigrantes de Ein Shemer.
—Entonces no sabía ni lo que hacían ni de qué hablaban, se podía pensar que era una especie de reunión de adultos fija, pero seguí investigando hasta que llegué al fondo de la cuestión —explicó Orly Shoshan.
Michael esperó en silencio un buen rato.
—No sé si debo hablar más —dijo de repente Orly Shoshan y se apoyó en el respaldo—, es material periodístico de primer orden y no me gustaría que se publicase sin… Creo que tal vez necesite una autorización del director de mi periódico, a no ser que… a no ser…
Michael, que sabía que estaba esperando a que él le diese un impulso, siguió en silencio.
—¿Se puede firmar ahora un acuerdo de exclusividad?
—¿Qué quiere decir? —quiso aclarar Michael, y puso la mano sobre la mesa, cerca de Tzilla, que estaba en tensión—, ¿qué exclusividad exactamente?
Entonces la periodista señaló la grabadora y Michael, tras un instante de duda, apretó la tecla y la cinta se paró. En voz muy baja Orly Shoshan explicó que, si se la contaba, quería los derechos exclusivos de la historia, y puso otra condición, el compromiso de Michael de dejarse entrevistar por ella.
—Una exclusiva —aclaró, y sus ojos volvieron a cubrirse de esa opacidad que tenían cuando se conocieron en el patio de la casa de los Bashari.
Tzilla abrió la boca, pero una mirada de Michael la detuvo («Nunca he visto una desfachatez igual», refunfuñó después, en la reunión del Equipo especial de investigación, «se creen los reyes del mundo los periodistas esos»).
—Me temo que aquí hay un malentendido —dijo Michael, y al pronunciar esa frase y las siguientes utilizó la cortesía y la prudencia que reservaba para situaciones en las que una rabia manifiesta no era de ninguna utilidad—, ahora estamos en un interrogatorio policial y no en un trabajo de voluntariado.
—Perdóneme —dijo la periodista en un tono muy parecido al de él, tanto que cabría haber pensado que volvía a burlarse de él, pero sus ojos no contenían burla o ironía—, no me ha citado con una orden judicial, no estoy siendo interrogada de forma oficial o bajo aviso, me ha dicho que viniera y he venido, eso es todo.
—No es exactamente así —aclaró Michael—, todo aquel que está relacionado con el caso es llamado a declarar y, por esta vez, nos ahorramos los trámites formales porque nos dio la impresión de que era una amiga íntima que podía ayudarnos en la investigación; pero…
—¿Pero qué? —exigió saber Orly Shoshan y, como seguía callado, preguntó—: ¿Qué pasa?, ¿que soy sospechosa de asesinato? —y en esa ocasión el tono de su pregunta no sólo era burlón sino también furioso.
—Se podría decir —contestó Michael con aparente indiferencia—, por supuesto que se podría decir.
—¿Perdone? —se sorprendió—, ¡¿yo?! ¿Cómo puede…? ¿En qué se basa? Hacía una semana que no veía a Zahara.
—Eso es lo que usted dice —dijo Michael, y encendió un cigarro.
—¿Es que quiere que le traiga pruebas? Cómo se puede demostrar algo… sólo puedo decirle lo que estaba haciendo cuando Zahara… ¡No es posible!
Y en ese momento Michael arrojó el cigarro encendido en el vaso de plástico y, después de escuchar cómo se apagaba en los posos del café, se inclinó sobre la mesa y le dijo que había llegado el momento de que hablara, y de que fuera al grano, sobre todo habida cuenta de la conversación telefónica que mantuvo con Zahara el día de su muerte y de la fuerte pelea que tuvieron la última vez que se vieron.
De repente su cara palideció y en sus ojos marrones y saltones empezó a apreciarse el miedo.
—¿Cómo lo sabe? ¿Se lo contó Zahara a su hermano o a Linda? —dijo Orly Shoshan.
Michael no contestó. Ya había vuelto a poner en marcha la grabadora y, con la cabeza, le indicó que siguiera hablando. («Claro que él no le contestó», explicó Tzilla a los miembros del Equipo especial de investigación, que también escucharon el silencio que había quedado grabado, «¿qué le iba a decir? No podía decirle que estaba jugándoselo todo a una baza, ni tampoco que estaba haciendo conjeturas, la dejó in albis y, desde ese mismo instante, la tuvo completamente en sus manos»).
Orly Shoshan se empeñó en llamar a la pelea «discusión». Dos o tres veces repitió la palabra «discusión», y una vez utilizó «división de opiniones» y habló del carácter temperamental de Zahara («Cuando se enfadaba de verdad, nada podía detenerla»), y también de su tajante negativa «en ese punto» a hacer pública la historia. Al final Zahara habría accedido y entonces ella, Orly, como periodista, le habría mostrado la proyección social de esa historia familiar privada, pues sería un ejemplo del terrible delito que se cometió en el país con los judíos inmigrantes de los países árabes; y no sólo eso, también le haría ver que una gran fotografía de Zahara en medio del reportaje, con su bonita cara, y unas palabras sobre su talento musical, favorecerían sus intereses. Pero Zahara no quería de ninguna manera un escándalo público sin tener la conformidad de sus padres, y ni siquiera a su hermano mayor, Netaniel —al menos eso pensaba la periodista—, le contó nada de lo que había descubierto.
—Yo —dijo apesadumbrada— ya he hecho todo el trabajo, ¿sabe cuántas indagaciones han sido necesarias? —se incorporó en la silla y, en tono grave, explicó—: Pero las fuentes no se las revelaré, pase lo que pase, las fuentes no las revelaré.
Él continuó callado.
—La madre de Zahara era de buena familia, hija del último gran rabino de los judíos del Yemen —dijo Orly Shoshan—, y por eso la casaron bien, con el padre de Zahara, que era un erudito de los textos sagrados. La madre tenía trece años y el padre era algo mayor. Tuvieron un hijo y murió nada más nacer. Imagínese, una niña de catorce años tiene un hijo y se muere. ¿Puede imaginarse algo así?
Cuando le miró expectante, Michael negó con la cabeza.
—Pues ahora imagínese algo peor, imagínese que esa niña, Neimá Bashari, tiene otro hijo en el campo de tránsito de Eden, de camino hacia aquí, y que llega al campo de emigrantes de Ein Shemer, con una niña de dos meses…
—¿Zahara? —preguntó Michael.
—Zahara. Zahara, la mayor.
—¿También murió?
—No. Parece ser que no —dijo Orly Shoshan y cruzó las piernas—. Se la llevaron, eso es lo que le pasó. Estamos hablando de 1949, ¿ustedes saben lo que pasó ese año?
Michael no dijo nada y su cara se mostraba expectante.
—Y no sólo en el cuarenta y nueve, hasta el cincuenta y cuatro se podían llevar a los niños de los refugiados, no sólo yemeníes, también rumanos, y darlos en adopción; a los padres les decían que habían muerto. ¿No lo leyó en los periódicos?
—Lo leí —aseguró Michael, en el tono de un alumno disciplinado aunque apocado—, pero no lo comprendí bien porque no investigué… Pero usted, usted sí que lo ha investigado.
—Sólo en 1953, en un año, fueron entregados más de ciento cincuenta niños en adopción sin conocimiento de sus padres. No le voy a revelar las fuentes, pero sí estoy dispuesta a decir que, antes de descubrir el asunto de la Zahara mayor, ya había hablado con un miembro de la Organización Internacional de Mujeres Sionistas de Inglaterra, una anciana muy enferma que adoptó una niña en 1953. Hasta la dejaron sacarla del país, ¡se imagina! Pero los hechos son bien conocidos: entre los años cuarenta y cuatro y cuarenta y nueve desaparecieron miles de niños yemeníes. Cuando enfermaban y los llevaban a los hospitales, simplemente desaparecían. A los padres que iban a buscarlos les decían que habían muerto, pero no había certificado de defunción, ni tumba, ni nada. ¿Por qué creen ustedes que el rabino Meshulam y sus hasidim perdieron los estribos?
Michael no dijo nada. No mencionó el juicio conocido con el nombre de Juicio de Sara Levin, en el que, gracias a un análisis de ADN, se demostró el error en el que estaba una mujer que, sin ningún género de dudas, creía ser la hija de una de las yemeníes cuyos hijos fueron dados en adopción.
—De todos modos, he investigado y tengo pruebas: Neimá Bashari tuvo una hija y a los dos meses se la quitaron.
—¿Pero no habló de eso con Neimá Bashari? ¿O con su marido, el padre de Zahara?
—No, Zahara no quería —dijo Orly Shoshan, y se mordió el labio inferior—, no estaba preparada. Yo no quería poner en peligro mi relación con ella en ese punto, sabía que conseguiría convencerla, y sobre eso fue la discusión cuando nos vimos por última vez.
—¿Y hablaron de eso también cuando estuvo con ella el día en que fue asesinada? —dijo Michael, más como una afirmación que como una pregunta.
—No, para nada —se sobresaltó Orly Shoshan—, cómo iba… Estuve… Ojalá hubiera estado con ella… No… no le habría pasado nada… La estuve esperando pero no llegó.
—¿Cuándo debería haber llegado?
—A las ocho, quedamos a las ocho de la tarde.
—¿Pero, al no llegar, usted no la buscó?
—No, tenía miedo de que… Tenía miedo de que les hubiera dicho a sus padres que estaba conmigo y estuviera en otro sitio.
—¿Dónde estuvo usted el lunes?
—Ya se lo he dicho a ustedes. Se lo he dicho al primero…, al de la barriga, Balilty se llama, le he dicho todo lo que hice el lunes: desde el amanecer en la piscina Gordon, después en el café Shiaj y en la reunión en el periódico, y al mediodía con…
—¿No salió de Tel Aviv?
—Estaba esperando a Zahara. Desde las ocho de la tarde la estuve esperando. Me llamaron por teléfono, hubo personas que hablaron conmigo. Qué… Me lo pregunta porque…, de verdad, porque yo… Y además, ¿cómo la hubiera llevado al desván ese exactamente? ¿A hombros?
—Pero habló con ella por el móvil aquel día —recordó Michael.
—Sí, hablé, claro que hablé. La llamé para confirmar la cita, y me dijo que estaría en mi casa a las ocho, eso dijo.
—¿Sabe de alguien con quien pensara encontrarse en el Hilton? —preguntó
—¿En el Hilton? ¿El Hilton de Tel Aviv o el Hilton de Jerusalén?
—El de Tel Aviv. ¿Le dijo a usted algo de eso?
—Nada —dijo Orly Shoshan entre sorprendida y ofendida—, no sabía que conociese a alguien que frecuentara el Hilton.
—¿Le oyó mencionar alguna vez el nombre de Moshé Abital?
—¿Abital? —una arruga se formó entre sus cejas—, Abital… Me parece que mencionó ese nombre, me parece que es alguien… ¿Alguien que tiene amistad con Linda? ¿Puede ser?
—Dígame —volvió a inclinarse hacia delante—, ¿sabía que se iba a comprar un piso?
—¡Un piso! —contuvo una carcajada—. ¿Zahara? ¿Qué piso? Vivía con sus padres, ¿no lo saben? Y tenía intención de irse fuera a estudiar, el año que viene; sólo estaba ahorrando para irse y…
La puerta se abrió de par en par y el gran cuerpo de Balilty taponó la entrada, tapando casi por completo a quien estaba detrás de él.
—Escucha esto —gritó, se inclinó un poco hacia delante y tendió el brazo haciendo un rizo, como intentando imitar al sirviente de un noble francés; en sus ojos había una chispa de alegría, como si le hubiera echado el guante a una noticia sensacional que no tenía desperdicio. En mitad de esa ceremoniosa reverencia se topó con la mirada de advertencia que le lanzó Tzilla y, al instante, se incorporó y bajó el brazo. Al ver a Orly Shoshan, se calló y cambió la expresión de su cara; acto seguido, con un fuerte carraspeo, le indicó a Michael que saliera de la habitación.
Michael, que comprendió que si no reaccionaba enseguida Balilty diría lo que tenía que decir delante de la periodista, se apresuró a salir; ya tenía en la cara la expresión de «¿qué pasa ahora?», pero por el pasillo sacó el paquete de tabaco, cogió un cigarro y dejó que el jefe de la unidad de información le diera fuego.
—He conseguido dos cosas —informó Balilty con entusiasmo.
Michael extendió el pulgar como quien empieza a contar.
—He hablado con Darai.
—¿Con Arie Darai? —se sorprendió Michael—. Qué tiene él que ver con…
—No, con el abogado del otro comprador.
—¿Qué otro comprador?
—Uno que quería el piso de la calle de la Estación, el piso que Rosenstein quería que fuera para Zahara.
—¿Y?
—Y es cierto —dijo Balilty con expresión desencantada—, quería el piso y Rosenstein consiguió quitárselo valiéndose de alguna cuestión de procedimiento. Rosenstein se quedará con él, al menos en eso no mentía. Y el señor Abital, el dueño del piso, está en camino; ni siquiera ha discutido.
Michael le miró en silencio.
—Pues ya está —concluyó Balilty, y se dio la vuelta como para irse.
—Danny —dijo Michael.
Balilty se giró y le miró, la chispa de alegría volvió a sus ojos.
—Sí, ¿qué? —preguntó.
—¿Ahora estás haciendo de Colombo? —preguntó Michael.
—¿Qué? ¿Qué? ¿Qué es lo que he dicho?
—Pues eso, que no has dicho nada. Pretendías irte y volver enseguida con el cuento de que habías olvidado decirme lo fundamental.
—Ah, sí —una amplia sonrisa se dibujó en su cara—, tú dirás si es lo fundamental o no —señaló con la cabeza el final del pasillo—: ella está esperándote en la habitación pequeña; no he querido dejar que estuviese por aquí y todo el mundo la viese y…
—Bueno, creo entender que, hasta que no veas que me caigo redondo de tantas sorpresas, no nos quedaremos tranquilos. —Michael sonrió—. ¿Serías tan amable de dignarte a decirnos quién está esperando?
—Ve y lo sabrás —dijo Balilty, dirigiéndose hacia su despacho con paso lento y muy erguido, como muestra de repulsa; y Michael, titubeando, le siguió.
La habitación pequeña, donde normalmente se almacenaban carpetas de casos cerrados, material de oficina, y también café, azúcar, leche condensada y cajas de cartón con vasos de usar y tirar y con botellas de agua mineral, estaba al final del pasillo. Sus pasos resonaban con fuerza en el espacio casi vacío. Del primer piso llegaban risas y la luz de neón les daba a las paredes y a las baldosas un tono amarillo mohoso y deprimente.
En la única silla de la habitación, junto a la mesa metálica bajo la que se acumulaban las cajas de cartón, estaba sentada con las piernas cruzadas Ada Levi-Efrati —el viejo flexo que iluminaba la habitación proyectaba sombras sobre su cara y su cuerpo—, quien alzó hacia él su pequeña y pálida cara, iluminada por una sonrisa de desconcierto.
Balilty se movía de un lado para otro junto a la entrada.
—Y ahora, después de haber hecho mi buena acción del día y de que se haya disculpado conmigo —dijo con satisfacción—, ¿quieres que te diga una cosa? Ella no quería hablar conmigo, pero no ha tenido alternativa, porque no le han permitido subir al segundo piso y tú no tienes móvil y en el beeper no contestabas, así que ha hablado conmigo, aunque sea un asqueroso fascista, y hemos hecho las paces. ¿Hemos hecho las paces? —se volvió hacia ella y ella inclinó la cabeza en silencio—. Bueno, no hay que excitarse tanto —dijo Balilty con sarcasmo—, la justicia es algo relativo. Y sólo quiero que sepa que ese capataz, ese árabe suyo, es un antisemita que odia a los judíos; hay que estar ciego para no verlo. Si alguien le pegara o si estuviera en peligro, ¿cree que él la salvaría?
Ada Efrati no contestó.
—Bueno, dejémoslo —suspiró Balilty—, lo importante es que hemos hecho las paces y que ha visto que no sólo soy una mierda. Divertíos —sonrió y se fue.
—Un momento —dijo Michael y salió detrás de él.
—Escúchame —dijo el jefe de la unidad de información en tono serio y apoyándose en la pared—, yo seguiré con ella, con la periodista esa. Hoy no tenemos nada que… Te lo pido de verdad, deja que siga yo con ella, yo también conozco el trabajo, hazme ese favor. También nos las arreglaremos con Abital, créeme; no eres imprescindible para todo. Ahí, en la habitación —señaló la puerta—, hay una mujer, una mujer guapa, no cualquier mujer, una mujer de calidad, esperándote. Le he preguntado qué quería y me ha dicho: «Es algo personal». Y te conozco, vi cómo la observabas allí, en la casa en donde encontramos el cuerpo, ¿me comprendes?
Michael no dijo nada.
—¿No crees que ha llegado el momento de que te olvides de una vez de la otra historia? —le rogó Balilty—. Hazme un favor, a mí y a todos, tómate el día, lo que queda de él, es decir, la noche, y por una vez celebra la fiesta como una persona normal. Hazlo como un favor, un favor personal hacia mí, hacia Tzilla, hacia Eli Bahar y hacia todos nosotros. ¿Qué dices?
La expresión de inquieta expectación que cubrió el rostro de Danny Balilty le conmovió y sonrió.
—¿Qué dices? Como un favor personal, aunque ella piense que soy una mierda, no tengo ningún problema con eso —suplicó Balilty.
—¿Que qué digo? Digo que Mati me mataría, porque por mi culpa estaría sola en la sukká —contestó Michael.
—Mati, si le digo por qué, si le digo que estás con alguien, y encima con una de ese nivel, y una que una vez fue tu… Da igual, si le digo eso, Mati estará como en el séptimo cielo y no matará a nadie, ni siquiera a mí. Y además, qué te crees, estarán todos los niños y mi cuñada y también…
Michael alzó las manos en señal de rendición, y Balilty le dio una palmada en el hombro y se fue silbando con júbilo.
—Un momento, un momento —le llamó Michael.
—¿Qué pasa ahora? —preguntó Balilty con desconfianza, como si esperara que Michael se echara atrás.
—Cuando repases las notas de Tzilla, verás que esa tal Orly Shoshan dice algo sobre que Zahara le estaba guardando fidelidad a alguien. Insiste un poco en ese punto, no lo he entendido bien.
—Dime, amigo, estás haciendo tiempo, ¿o qué? ¿Qué te crees?, ¿que es la primera vez que interrogo a alguien? ¿Qué te pasa? —señaló la puerta—, una mujer te está esperando.
—¿Y tú qué? ¿Estás haciendo de Zorba el griego? —dijo Michael y volvió a la habitación pequeña.