El doctor Solomon se secó las manos en la bata y las metió en los guantes de goma.
—Me visto en vuestro honor, ¿qué os parece? Una bata larga en tu honor, recién estrenada —le espetó al sargento Yair mientras se ajustaba los guantes. Después se acercó a la mesa brillante en donde estaba el cadáver y tocó la cabeza abultada, cuyos cabellos chorreaban sobre el soporte de nirosta. Sobre la superficie plana, que brillaba con una luz metálica, se veía un montón de pelo rodeando el cráneo, como flecos de seda de un pañuelo negro con hilos rojos. Sin dilación miró dentro de la boca destrozada y, después, levantó la cabeza y dijo—: Han quedado algunos dientes enteros. Hemos hecho un molde, también de las muelas. Hay sólo dos empastes en las muelas del juicio. ¿Quién hace hoy en día empastes en las muelas del juicio? —se calló y alargó la mano derecha hacia su ayudante, que le secó la frente brillante bajo la luz azulada de neón y le dio el bisturí. Su hoja larga y afilada resplandeció cuando la pasó por la repisa metálica, desde la derecha hacia la cabeza erguida, al ritmo de la melodía hasídica que tarareaba el forense. Antes, al retirar la sábana blanca con un movimiento rápido que dejó al descubierto el cadáver desnudo —la coloración grisáceo amarillenta parecía una especie de membrana que cubría la piel morena de la mujer viva—, les había reprendido por el retraso con el tono de un estudiante que recita un pasaje del Talmud. En ese momento, cuando empezaba a hacer una incisión en la frente, muy cerca de la raíz del pelo, dejó de canturrear y se calló.
—No ha sido culpa nuestra —explicó el sargento Yair al llegar, conforme a lo que le había ordenado Michael—, ha sido culpa de ese norteamericano, Powell, y porque es tarde de fiesta. Media hora hemos estado atascados a la salida de Jerusalén, atascados como…
—La tarde de fiesta es mañana. Los judíos, para que te fíes de ellos, empiezan la fiesta la tarde anterior a la tarde de fiesta. Sólo he podido dormir dos horas por vuestra culpa. ¿Por qué no habéis puesto la sirena? ¿También por la tarde de fiesta? ¿De qué os sirve ser de la policía? Creía que la policía estaba por encima de las fiestas. ¿No está la policía por encima de todo? —todas esas preguntas seguía dirigiéndolas el forense a la cabeza destrozada del cadáver, que estaba con la boca abierta.
—Poner la sirena tampoco habría servido de nada, estábamos bloqueados, bloqueados, completamente bloqueados —le explicó Yair, con la mirada clavada en el borde azul de la sábana blanca que Solomon había retirado y en la que estaban estampadas las palabras: «Ministerio de Sanidad. Instituto Anatómico Forense»—. Uno no puede pasar por allí como si fuese una ambulancia, teníamos que ayudarles a despejar la carretera, ¿no? —ninguna turbación se apreciaba en la voz de Yair por esa excusa, a pesar de que ya de camino al Anatómico Forense había manifestado lo absurda que le parecía.
—No si yo os estoy esperando —contestó Solomon y miró a Michael, que seguía observando la cara destrozada, el cuello y el vientre, y esforzándose por no apartar la vista de las estrechas caderas, de la redondez de los muslos y del vello púbico negro y rizado. Prefería no tener que disculparse ante Solomon. Sus ojos trigueños brillaban fríos, venenosos y crueles a través de las gruesas lentes de las gafas de rayos. La tarea de calmar los ánimos prefería dejársela al joven sargento, cuya inocencia y honestidad podían incluso con la terquedad de Solomon. Mientras miraba distraído los hematomas en los muslos rígidos y las uñas de los pies pintadas de rojo brillante, y pensaba en la discusión con Balilty, oyó decir a Yair:
—Había un amasijo de coches, unos dentro de otros, y dos policías de tráfico que sencillamente no eran capaces de… Sólo poner un poco de orden me llevó veinte minutos, y allí hacían falta policías y…
—Lo importante es que estáis aquí —murmuró Solomon y, después de arrojar la sábana blanca lejos de la mesa de operaciones, extendió los brazos y, con una media reverencia, dijo—: Vamos.
El sargento Yair, que estaba pegado a Michael, miró el cadáver desnudo, lo miró de los pies a la cabeza.
—Qué pena de belleza, ¿verdad? —murmuró.
—Ay, qué pena, qué pena de manzana caída —tarareó Solomon—. ¿Y por qué no llevas guantes? —con dos dedos estiró la goma de las gruesas gafas de rayos y, después, se frotó con el brazo la barbilla arqueada, que era como el perfil de una vieja bruja, y con la mano izquierda tocó la mascarilla de cirujano que llevaba alrededor del cuello.
—Yo… no creía que… Yo no pensaba… Yo no tengo que tocar nada —contestó Yair atemorizado.
—Nunca se sabe —dijo Solomon, y un brillo de regocijo apareció en sus ojos al ver la cara de susto del sargento Yair. De inmediato se puso la mascarilla y le hizo un gesto con la cabeza al ayudante, que estaba a su lado con la bata verde y en tensión. El ayudante se dirigió rápidamente hacia el rincón, abrió la puerta del alto armario metálico, que en ese momento chirrió, rebuscó entre las baldas y volvió con dos pares de guantes de látex y dos mascarillas blancas. Sin decir una palabra se las ofreció al sargento Yair y a Michael.
—Tú eres nuevo —observó Solomon al mirar a Yair—. ¿Dónde está Eli Bahar? Echo de menos sus pálidas mejillas, cómo palidecía nada más entrar aquí. ¿Y Balilty? —dijo con sarcasmo—, nuestro hombre terrible, a quien le atemoriza hasta entrar —apretó la tecla de la grabadora y, después de probar el micrófono que llevaba al cuello, dijo en voz baja la fecha y describió el cadáver antes de iniciar la autopsia.
Precisamente en el silencio que reinaba en ese momento, cuando el forense estaba pasando el bisturí por la frente, se permitió Michael detenerse a pensar en lo nervioso que le ponía ese canturreo, que era una de las señas de identidad más evidentes de Solomon. («¿Por eso se ha hecho forense?», se quejó una vez Balilty, que normalmente justificaba su ausencia de las autopsias con un dolor de cabeza mortal y también con lo nervioso que le ponía ese canturreo. «¿Porque los muertos no le estorban para cantar? Hasta comiendo canta, debería haber sido cantor de sinagoga»). Michael, que estaba escuchando el susurro del bisturí y el zumbido de la grabadora, que el ayudante puso en marcha en el momento en que el bisturí tocó la piel azulada pardusca, pensó que el fin de ese canturreo era evitar que se prestase atención al tic que el viejo forense tenía en la cara, en el lado izquierdo, desde la comisura de los labios hasta el pequeño ojo, que se cerraba con fuerza y volvía a abrirse a intervalos regulares. Entonces el forense hizo una incisión detrás del cráneo y, después de volver a dejar con cuidado la cabeza sobre la repisa de metal, tiró con un movimiento seco de la piel del cráneo con la cascada de cabellos.
—Lo ves, no separo esto del todo —le indicó al sargento Yair—, se queda unido y después lo devolvemos a su sitio.
—Sí, sí —se apresuró a decir el ayudante, como si la explicación fuese para él, y con un fuerte acento ruso, que la mascarilla no atenuaba, siguió diciendo―: Esto ya lo he visto varias veces.
—Sácame una lupa del bolsillo de la chaqueta y unas pinzas —dijo Solomon con una voz penetrante, y el ayudante se dirigió enseguida hacia el armario metálico, pues al lado estaba colgada la cazadora del forense, sacó una lupa del bolsillo, después rebuscó entre las cosas de la bandeja y le tendió unas finas tenacillas.
—No hay pinzas, sólo esto —dijo atemorizado.
—Pues tendrá que valer con esto —contestó el forense y se inclinó sobre la masa de la cara—. ¡Aquí está! —gritó agitando las tenacillas—. ¿No le dije a Balilty que lo encontraría antes que vosotros? ¿Lo dije o no lo dije?
El nombre de Balilty, mencionado una vez más, puso nervioso a Michael, pues aún resonaban en su cabeza los ecos de la discusión con el jefe de la unidad de información: Balilty era, de hecho, el causante de que se hubiese retrasado la autopsia. Cuando Michael llegó con el sargento Yair a la comisaría del Migrás Harusim, después de supervisar el traslado del cuerpo desde el desván, Ada Efrati le estaba esperando en la puerta.
—¿Ya has declarado? —le preguntó, y ella negó con la cabeza.
—Te estaba esperando —dijo Ada con voz temblorosa.
—Pero para eso no hago ninguna falta, cualquiera puede… —se sorprendió.
—Yo —dijo Ada Efrati moviendo la cabeza— no hablo con ese tal Balilty, sencillamente no quiero volver a ver a ese ser ni tampoco a su ayudante. Y nadie me va a obligar —su voz se agudizó y una rabia manifiesta se apreciaba en ella cuando dijo—: Llevo años oyendo que aquí las cosas son así, pero nunca lo había creído.
Michael la miró preocupado, intentando controlar su acelerada respiración.
—¿Qué ha pasado? ¿Podrías explicarme lo que ha pasado?
—Él… —dijo Ada Efrati con la voz entrecortada—, él se lo ha llevado a una habitación del piso de abajo y nosotras no queríamos que se lo llevara a él solo y…
—Poco a poco —pidió Michael—. ¿Quién? ¿Quién se ha llevado a quién?
—Ese ser, Balilty, con otro que ha dicho que era su ayudante, se han llevado a Imad a una habitación de abajo y…
—¿Imad? ¿El capataz de Bet Yala?
—A Imad Abu Salaj, sólo porque es palestino, se lo han llevado a una habitación de abajo. Susi, la arquitecto, y yo hemos ido con ellos, ella se ha quedado abajo y yo te he esperado aquí porque…
—¿Qué quiere decir «abajo»?
—No lo sé, yo sólo sé que nos ha separado de él, nos ha dicho que esperásemos arriba, pero nosotras hemos bajado de todas formas. Ese tal Balilty ha salido de la habitación tres minutos después y su ayudante pasados otros dos minutos, e Imad se ha quedado en la habitación, encerrado. Y transcurrida una hora —hemos estado al lado de la puerta, en el pasillo— todo sigue igual. He intentado abrir la puerta, está cerrada con llave. Lleva encerrado una hora y nadie ha dado ninguna explicación… Imad es exactamente igual que nosotras, llegó allí por casualidad. Y yo sólo he abierto la puerta, es decir, lo he intentado, estaba cerrada con llave, y he hablado con él a través de la puerta, y ha dicho que han ido a comprobar sus papeles y si ha pagado o no el impuesto sobre la renta y el impuesto sobre el valor añadido, y también si en su familia ha habido algún condenado o algún sospechoso de pertenecer a Hamás o de participar en actividades subversivas, ¿entiendes? Una persona viene a testificar porque ha encontrado un cadáver en una casa antes de hacer una reforma, y ésas son las cosas que le preguntan. Sólo por fastidiar, nada más. Por eso he dejado a Susi al lado de la puerta y yo he venido a buscarte y…
—Espérame dentro —dijo Michael, y la condujo de inmediato al piso de abajo. La arquitecto estaba allí, bajo la débil luz de la bombilla del pasillo, pálida y temblorosa, y le miró cuando intentó abrir la puerta del despacho que durante sus primeros años en la policía había sido el suyo.
—Está cerrado con llave —susurró ella—, sólo se puede oír.
Michael golpeó la puerta y llamó a Balilty. Un silencio absoluto reinaba al otro lado. Tras un largo rato la puerta se abrió, Balilty salió deprisa, cerró y se quedó delante.
—Perdona —dijo Michael, apartándole con un movimiento brusco. Balilty obedeció, enmudecido por la sorpresa, y Michael entró en la habitación. Un joven policía, pecoso, de mejillas sonrosadas, se encontraba junto al capataz, que estaba sentado y tapándose la cara con las manos.
—¿Qué ha pasado? —le preguntó al policía, y éste se encogió de hombros.
—Rutina —contestó—, nada.
Michael repitió la pregunta, esta vez mirando al capataz, que apartó las manos de la cara y dirigió una mirada cansada a los documentos que estaban esparcidos sobre la mesa.
—No sé lo que quieren —dijo Imad—, les he dado el carné, les he dado el permiso de conducir, les he dado el permiso de trabajo: no están en orden. Nada está en orden.
—Sal de aquí —le indicó Michael al policía pelirrojo, que le miró con asombro, rabia y miedo—, ¡sal, sal de una vez! —gritó—. ¡Y que no vuelva a verte por aquí, éste será tu último día aquí, el último! ¿Cómo te llamas?
—Sargento Yaron Levi, señor —contestó el policía con voz ronca—, yo… yo… el subcomisario Balilty me ha dicho…
—Sal de una vez —dijo Michael con desprecio, y esperó a que se fuera—. Escoria —soltó, antes de que la puerta se cerrara del todo.
—Acércate, Ohayon, estás demasiado lejos —dijo el médico forense. Michael se acercó a las tenacillas y miró una astilla llena de sangre.
—¿Recuerdas lo que decía el viejo doctor Kestenbaum? —preguntó Solomon.
—Todo contacto deja una huella —recitó Michael con disciplina.
—Muy bien —murmuró el forense—, ¿y ves ahora qué razón tenía? ¿Había hilos rojos del pañuelo dentro de los cortes del cuello? Había. Y ahora aparece esta astilla, y no es del palo de una escoba —aseguró—. Es, creo, según una primera apreciación… aún tenemos que mandarlo al laboratorio de criminalística para verificarlo, pero me parece que de verdad va a ser de ese tablón que encontrasteis. Es un tablón, tal vez de algún andamio, tal vez incluso del desván en donde lo encontraron. Debéis comprobarlo, tendrá restos de sangre. Ya os he dicho muchas veces que todo deja rastro en todo.
—Pero si ya hemos encontrado —gritó el sargento Yair—, ¿no lo sabe? ¿No le han dicho que los de criminalística encontraron manillas de sangre en el tablón que sacamos de la caldera?
—Entonces estamos organizados —dijo Solomon—. ¿Has anotado que la mandíbula y los pómulos están rotos? —el ayudante asintió y, por encima de la mascarilla, sus ojos asustados iban y venían del forense al sargento Yair.
—Escribe, escribe, no te preocupes —le dijo Solomon en tono jocoso—, ya te corregiré yo las faltas. Los mandan aquí directamente desde el avión —explicó sin dirigirse a nadie en concreto—, y yo tengo que corregir los informes de la autopsia. Lo escribe todo con letras cirílicas, hebreo, pero con letras cirílicas, ¿qué opináis de eso?
Nadie contestó.
—Ahora puedes serrar —dijo Solomon haciéndose a un lado, y su ayudante cogió el largo serrucho con sus grandes dedos, a los que el látex daba un aspecto irreal, y empezó a serrar el cráneo—. ¡Con cuidado! —gritó Solomon—, mira la que se está formando. Y tú —le dijo a Yair—, ¡apártate, están saltando esquirlas! —y Yair se apartó.
Michael volvió la cara hacia la pared cuando Solomon extrajo el cerebro del cráneo y lo puso con cuidado, como si tuviera vida, en el peso que había junto a la mesa de operaciones.
—¿Por qué hace eso? —susurró Yair espantado—. ¿Por qué lo pesa?
—Para saber si el peso es normal —contestó Michael.
—Quinientos sesenta y uno —le dijo Solomon al micrófono, e informó a Michael—: Bueno, hay hemorragia y también fisuras en el cráneo. Por tanto, le golpearon la cabeza y la cara, pero, al parecer, no la tiraron al suelo. De todos modos, no pensaba que había sucedido así, yo creía que primero la habían estrangulado y después le habían machacado la cara. Mira la lengua —agarró la punta de la lengua y la movió de un lado a otro—, ¿ves que está suelta? Ya está claro que ha sido estrangulada. Dame unas tenacillas —dijo con impaciencia, y el ayudante le tendió enseguida unas tenacillas—. Éstas son demasiado grandes, dame las medianas —el ayudante obedeció en silencio y él levantó la lengua y señaló con la punta de las tenacillas—. Rota, ¿lo ves? —preguntó mientras movía la lengua—. Está completamente suelta.
Michael asintió.
—Y estoy seguro, sin necesidad de ningún análisis, de que la nuca está fracturada, pero enseguida lo vamos a ver. ¿Sabes el aspecto que tiene una nuca fracturada?
Aunque no le había dirigido la pregunta a nadie, Yair le contestó, dubitativo:
—Creo que cuando las primeras vértebras, las que están junto al cráneo, están afectadas, entonces…
—Ahí está —se entrometió el ayudante—, el bulbo raquídeo es el responsable de la respiración, del sistema cardiovascular y de los vasos sanguíneos. Si se ve afectado, la muerte es inmediata.
Yair asintió como un buen alumno, y Solomon pasó el bisturí desde la mandíbula hasta el esternón.
—Sácame del bolsillo de la bata otro chicle —dijo, dirigiéndose al cadáver, mientras hacía la incisión. Y el ayudante se apresuró a quitarse los guantes y a sacar del bolsillo de la bata de Solomon un paquete verdusco.
—¿Alguien quiere? —preguntó el forense.
Nadie respondió.
—Después, cuando lleguemos al estómago, os arrepentiréis —advirtió Solomon—. Métemelo en la boca —le mandó a su ayudante—, vamos, métemelo por debajo de la mascarilla y ponte unos guantes nuevos —y eso hizo, mientras Solomon cortaba la piel morena del cuello y señalaba con una mirada de triunfo las vértebras superiores—. ¿Habéis visto? Rota, como os he dicho, y también la tráquea. Fracturada. ¿Habéis visto? —sin esperar respuesta ordenó—: Tenacillas —y el ayudante se apresuró a darle ahora las tenacillas grandes. Tras un minuto o dos Solomon extrajo una masa oscura del cuello y murmuró—: Abramos el esófago, ábrelo, pero con cuidado, ahí hay unas tijeras —señaló con el hombro hacia la bandeja—, coge las grandes, pero antes pésalo. Qué haríamos sin la inmigración rusa. Estaríamos perdidos —concluyó, y clavó la mirada en el ayudante—. ¿Os podéis creer que tenemos sólo cuatro médicos israelíes, y uno es una mujer? El resto, ayudantes y estudiantes, son rusos o árabes.
Michael no dijo nada.
El ayudante pesó la masa que había sido extraída de la garganta, le dijo a Solomon su peso y el forense le repitió el dato al micrófono. Michael seguía el movimiento de las tijeras, que estaban cortando el esófago, y las manos del ayudante, que lo abrían con cuidado y lo ponían sobre una bandeja de nirosta.
—Todo está bien —dijo Solomon, que también se inclinó sobre la piel abierta como una cortina y murmuró—: No hay masas, alteraciones tampoco —le explicó Solomon a Michael, como si nunca hubiera estado ahí, y Yair carraspeó desde detrás.
Entonces Solomon tocó el esternón. Michael, que estaba mirando hacia la mesa de operaciones, volvió a esforzarse en silencio por separar aquella imagen del cuerpo completo y de la vida que antes había habido en él. Si Solomon, cuyo enorme cuerpo estaba inclinado sobre el cadáver y cuya pequeña calva redonda brillaba en la coronilla, se hubiera girado, habría descubierto con gran satisfacción lo pálido que estaba el sargento Yair. Pero Solomon no se giró para ver en qué estado se encontraba el «niño» —así llamó a Yair cuando pidió por teléfono que no le mandaran «a ningún niño virgen que se le fuera a desmayar allí mismo»—, que se tambaleó por un instante mientras el forense hacía con el bisturí una fina incisión desde el esternón hasta la ingle. Después el forense practicó una incisión paralela y fue haciéndolas más y más profundas.
—Primero voy a cortar los cartílagos —explicó sin dirigirse a nadie en concreto—. ¿Has extraído ya una muestra del líquido cefalorraquídeo? —el ayudante asintió asustado, y sus ojos claros se movieron desde el cadáver hasta la cara de Solomon. Se dirigió rápidamente hacia la bandeja del instrumental y cogió un cazo, lo metió en el cráneo, sacó un líquido turbio y lo echó en un recipiente de plástico transparente. Después ajustó la tapa, puso la fecha y la hora y lo dejó a un lado.
—Ven, ayúdame a sacar esto —le dijo Solomon al ayudante—. Sabéis que todos los órganos internos, desde la lengua al intestino grueso, están unidos unos a otros, ¿no?
Michael percibió el dócil gesto afirmativo de Yair y pensó en las ansias que tenía el joven sargento de asistir a una autopsia.
—Es parte del trabajo, yo tenía que estar ahí desde el principio, pero tú dijiste que no hacía falta —insistió de camino, cuando Michael le avisó de lo que era ver un cadáver desnudo en la sala de autopsias.
—No se analiza sólo el cadáver —le advirtió Michael mientras encendía un cigarro, pensando ya en la superficie metálica, desnuda y brillante, y en el cuerpo rígido tendido allí, desprendiendo un olor agobiante y putrefacto—, sino también todo lo demás. Fuera, en el césped, todo es bonito y en la planta baja también, pero si desciendes unos cuantos tramos de escalera hacia el sótano, ves todos esos cadáveres tendidos allí, esperando la autopsia, y no siempre están tapados.
—He visto muchas vacas y yeguas, créeme, no es fácil ver a una yegua que has criado estirar la pata y morir. ¿Qué crees, que no estuve en las autopsias para ver lo que les había pasado?
En un tono paternalista Michael observó que había una significativa diferencia entre los animales, por muy queridos que fueran, y las personas.
—Ni siquiera la conocía cuando estaba viva —insistió Yair.
Michael dudó si debía seguir o no, pues tarde o temprano el sargento tendría que asistir por primera vez a una autopsia. Y, a pesar de todo, se oyó a sí mismo decir:
—Empiezas a imaginarte a ti mismo por debajo de la piel —y en un tono paternalista intentó explicárselo al chico, que tenía exactamente la misma edad que su hijo—, no puedes permanecer indiferente a eso.
—¿Por qué hay que permanecer indiferente? —se sorprendió Yair—, no hay que permanecer indiferente, ¿qué es eso de permanecer indiferente? Por supuesto que eso te afecta, y más siendo una chica joven. Si afecta, es que tiene que afectar, es normal. Nadie se muere porque algo le afecte.
La sencillez de esas palabras hizo callar a Michael y rememorar sus primeros años en la policía, durante los cuales tenía que esforzarse una y otra vez por «mantener el tipo» en las autopsias, y sobre todo durante los primeros minutos. La extraña concentración, la curiosidad casi científica a la que se obligó al final, tenía que ver con su lucha encarnizada por lograr que nada le afectase y alejar de él todo sentimiento lo más rápidamente posible. Las palabras de Yair y su forma de ver el mundo con ojos inocentes y sinceros le sorprendió, y se preguntaba cómo había llegado un chico de campo como él a ser detective. Dos veces se lo había preguntado a él directamente, y a Yair le había resultado difícil explicarlo. En respuesta a las preguntas que Balilty le hacía con su habitual delicadeza —«¿por qué no te quedaste en vuestra finca?», «si eres tan buen agricultor, ¿por qué no estudiaste agricultura?»— Yair contestaba con una sonrisa de ensoñación, que ensanchaba su cara bronceada y empequeñecía sus ojos marrón oscuro. «Las cosas han salido así», era lo máximo que decía, encogiéndose de hombros.
Al oír esa respuesta Balilty resoplaba, como diciendo, «eso no es una respuesta». Y Yair volvía a sonreír y se callaba.
—Ese Buda agricultor tuyo está un poco ido —dijo una vez Balilty en una reunión del Equipo especial de investigación, nada más salir Yair de la sala por café.
—Es un cielo —dijo entonces Tzilla—, es estupendo.
Eli Bahar le clavó una mirada penetrante.
—¿Estupendo? ¿Qué tiene de estupendo? Todos podemos callarnos, sonreír y mirar así, ¿qué tiene de estupendo? —preguntó Balilty.
Tzilla se rió, movió la cabeza de forma seductora y los largos pendientes de plata que llevaba tintinearon.
—Tenéis envidia, eso es lo que os pasa —aseguró Tzilla.
—¡Envidia! —dijo Balilty con desprecio—. ¿Qué hay que envidiarle? ¿Es que yo soy tu marido o qué? —señaló con la cabeza a Eli Bahar—. Él puede tener toda la envidia que quiera, para eso es tu marido, ¿pero yo? Qué tengo yo que envidiarle a un niño que nunca se ha movido de aquí, que no conoce nada ni ha visto nada. Qué hay que envidiarle, dime.
—Precisamente eso, su inocencia —dijo Tzilla—. Precisamente eso, que lo plantea todo de otra forma.
—Se le pasará —aseguró Eli—, créeme, en un año o dos, e incluso antes, bastan una o dos visitas a Abu Kabir, basta con que se presente una vez en una cola con sus hijos y después con su mujer. Con que vea una vez una familia quemada perderá de golpe esa alegría de vivir y esa inocencia.
—Él ya ha visto cosas así —recordó Tzilla—, no olvides que fue él quien encontró a la niña a la que aquel maníaco dejó tirada en el wadi con todos esos signos de violación. Y qué cambio he apreciado en él. Sólo que se ha vuelto más triste y…
Entonces volvió Yair a la sala con una bandeja de plástico llena de vasos de cristal con café, leche y azúcar, y con la mirada orgullosa de quien ha conseguido superar todas las dificultades.
—Le he prometido a Jana, la de la cafetería, devolverle todo esto cuando terminemos, porque no tiene suficientes vasos —explicó Yair al dejar la bandeja, y a Balilty le dijo satisfecho—: Y a ti te he conseguido hasta un azucarero, aunque no dejan sacarlo de la cafetería.
Michael evitó expresar su opinión al respecto. Le parecía que era su afecto por el joven, y no el de Tzilla, lo que despertaba la envidia de Eli Bahar, que por lo general se llevaba bien con los del Equipo especial de investigación (excepto con Balilty, por supuesto, pues una eterna enemistad se interponía entre ellos y cada caso era tan sólo un alto el fuego temporal). Eli Bahar, que era completamente leal a Michael, sobre todo desde que le hizo partícipe de sus dudas sobre si casarse con Tzilla —incluso se empeñó en que fuera Michael, y no el padre de Tzilla, el padrino de sus dos hijos—, nunca consiguió disimular sus sospechas sobre quiénes pretendían arrebatarle el puesto. Michael le miraba mientras removía y removía el café solo, con la barbilla apoyada en la mano izquierda y los ojos verdes clavados en un punto invisible. Era sorprendente pensar que un inspector experimentado como Eli Bahar viera en el nuevo sargento una amenaza para su posición.
Desde el primer momento Michael le tomó un gran cariño a ese joven, tal vez por su mirada ávida, excepto cuando se encerraba de pronto en sí mismo, y tal vez precisamente por lo extraño que era, por su sosegada ingenuidad y su meditada forma de sacar a colación extrañas comparaciones del terreno de la agricultura para ejemplificar algún problema policial. Incluso en ese momento, mientras miraba el cuerpo, no había en sus tiernos ojos marrones ningún signo de repugnancia ni de sentirse afectado, tan sólo una especie de pena íntima y callada. Ni siquiera a Shorer le había hablado de su afecto por ese chico, pues temía que le volviera a decir, igual que cuando le presentó a Yair, «pero no se parece en nada a Yuval, ¿te has dado cuenta? Tu hijo se parece a su madre, y este chico, ¿no será que te recuerda a ti cuando eras joven? Todos me dicen lo mucho que se te parece. Puede ser que tenga algo, la altura, los ojos, e incluso las cejas, pero la forma de la cara es completamente distinta, no tiene esos pómulos tuyos…». Michael, a quien esa forma de expresar unos sentimientos casi paternalistas le pareció una enorme simpleza, protestó. Él pensaba en Yair como en un alumno, un alumno del que se podía aprender algo sobre la ingenuidad sin sentimentalismo. La naturalidad con la que Yair asimilaba su nuevo mundo, la curiosidad y la naturalidad con que se relacionaba con todos —ni siquiera hacia Balilty albergaba sospechas, y no hacía el menor caso de las manifestaciones hostiles de Eli Bahar— conquistaron su corazón, como si la sola presencia de Yair en el Equipo especial de investigación fuera un consuelo.
—Mi padre quería —le dijo una vez— que buscara algo nuevo, distinto, por si acaso, porque aquí no hay futuro en la agricultura y es evidente que no podremos vivir de ella. Es imposible subsistir de eso, con tanta sequía y tantos años de extremo calor, con los trabajadores extranjeros y todos los problemas con la propiedad de la tierra. Al principio fui a la universidad, pero no sabía lo que quería, es decir, quería estudiar veterinaria, pero aquí no se puede, y no quería estudiar en Holanda o en Suiza. No quería irme de aquí. Me gusta… da igual, no quería. Tampoco se podía desde el punto de vista económico. Entonces estudié una diplomatura general y empecé criminología, no sé por qué, quizás porque ¿qué podía hacer con una diplomatura? ¿Qué trabajo se puede encontrar con eso? Y precisamente entonces me dijo un amigo que vosotros estabais buscando gente y que el trabajo era interesante, y simplemente le di una oportunidad a eso —sólo a Michael le contó esas cosas, pero ni siquiera a él le habló de su vida en Jerusalén durante la semana; los fines de semana volvía al campo, a casa de sus padres.
Y pese a todo, en ese momento palideció frente al cadáver y retrocedió, y, cuando salió con paso rápido de la sala de operaciones, se apretó la mascarilla contra la cara. También Michael sintió esas náuseas conocidas, cuando pusieron los cubos a los pies del cadáver y Solomon y su silencioso ayudante abrieron completamente el vientre y, entre los dos, sacaron de allí los órganos, como quien arranca un ancla de su larga y pesada cadena. Los pusieron en una gran bandeja y enseguida el olor putrefacto del cadáver impregnó por completo la habitación y se filtró también por la mascarilla que se había apresurado a ponerse. Frente a la muerte, que se engrandecía en la sala y penetraba por todos los poros de la piel, de qué servían la preparación mental y los métodos de evasión (una mujer que conoció una vez, una pintora aficionada, le contó cómo permaneció junto a la cama de su madre agonizante, a quien le habían amputado las piernas a causa de la diabetes, dibujando a lápiz en una libreta todos los detalles del muñón). Yair volvió a la habitación en silencio, se secó la cara, que se había puesto grisácea, con el dorso de la mano y miró con temor al forense, que seguía absorto en su tarea.
El corazón, rojo y húmedo, fue colocado en la balanza y pesado. Después el ayudante se lo llevó a Solomon, quien lo cortó y analizó las cámaras y cavidades.
—Absolutamente normal, hubiera vivido cien años —murmuró Solomon. Los pulmones también fueron colocados uno tras otro sobre la superficie de nirosta—. Tampoco aquí hay nada especial —concluyó—. Vamos a analizar el estómago. ¿Has puesto el cubo?
En el silencio que se prolongó un buen rato se oían las gotas de los jugos gástricos caer en el cubo de plástico negro.
—Según esto, ocurrió antes de lo que creíamos —dijo Solomon levantando la cabeza—. ¿Qué me dijisteis antes sobre el cajero automático?
—Hay un fragmento de un recibo de las diez de la noche —dijo Michael enseguida.
—Según lo que yo veo aquí —Solomon señaló el interior del estómago—, a las diez de la noche ya no estaba entre nosotros.
—Entonces, ¿cuándo?
—A las seis o a las siete, diría yo, no más tarde. No olvides que tenemos horario de invierno, en octubre a las cinco o cinco y media ya es de noche, ¿me entiendes? Y allí ya lo vimos, el desván ese estaba como la boca del lobo, y la temperatura ya había bajado. Estamos en octubre.
—Pero el recibo —dijo Michael pensativo—, el recibo del cajero. Eso quiere decir que…
—Eso ya es trabajo vuestro, no mío —observó Solomon satisfecho—, y permíteme que te recuerde que no es nada nuevo, las personas no tienen por qué estar vivas para que saquen con sus tarjetas dinero del cajero.
—Sí —pensó Michael en voz alta—, el papel estaba en el bolsillo de su abrigo y aún se podía ver la hora. Pero puede ser que fuera la cuenta de otra persona, o que fuera alguien que sabía su número secreto. ¿Cuánta gente se sabe el número secreto de alguien?
—No mucha —convino el forense.
—Lo que quiere decir —añadió Michael— que alguien salió de allí hacia las diez, sacó dinero y volvió y metió el recibo en su bolsillo.
—¿Eso te parece razonable? —le preguntó Yair.
—Como ya he dicho —se apresuró a contestar Solomon—, ése no es mi campo, gracias a Dios. Yo no me dedico a las conjeturas, sólo a los hechos. Y esto —señaló el estómago, que estaba sobre la bandeja—, sencillamente, es un hecho.
—¿No pudo ser más tarde? ¿Después de las seis o las siete?
—Tal vez las ocho. Y basta de regateos —dijo Solomon—. Seguro que no fue después de las diez.
—Entonces, ¿la encontramos casi veinticuatro horas después?
—Dad gracias. Si no hubiera sido por la reforma podríais haberla encontrado dentro de dos meses, o nunca.
—Alguien la hubiera buscado —dijo Michael.
—Y aunque la hubieran buscado —insistió Solomon—, aunque la hubieran buscado, ¿habrían llegado allí? ¿A ese desván? He oído que esa casa lleva años abandonada.
—No, años no, sólo unos meses, desde que la vendieron —dijo Michael—. Pero es verdad que en ese desván no ha entrado nadie desde hace más de cuarenta años.
El sargento Yair, que parecía no escucharles, se acercó más al cuerpo abierto.
—No toques nada —le avisó Solomon, con una voz gangosa que reveló que incluso él respiraba sólo por la boca.
—No voy a tocar nada —dijo Yair—, sólo estoy mirando todos estos charcos. Mira cuánta sangre hay aquí, en el fondo, alrededor de la columna vertebral.
Michael miró la sangre que se concentraba a los lados del vientre, y al verlo parpadeó sin querer, pero no volvió la cara.
—Me ha parecido… —dijo Yair—, al mirar el útero, esto es el útero, ¿no? —señaló la bandeja donde estaban los órganos sobre los que estaba inclinado el ayudante—. Me ha parecido que es demasiado grande.
Solomon se quedó petrificado.
—Muy bien, chico —dijo sin ningún entusiasmo—. Ven aquí, Ohayon, acércate un momento, por favor, tengo una sorpresa para ti.
Michael se acercó a la bandeja donde estaban los órganos.
—Antes de abrir los pulmones y de analizar el contenido del estómago —dijo Solomon en un tono serio y grave—, antes de todo, hay algo muy claro: ¿ves este útero?, lo hemos abierto con cuidado, no lo hemos dividido por la mitad y no le hemos hecho una incisión horizontal, porque está demasiado crecido. Más de diecisiete centímetros, así a ojo. Es el útero de una embarazada, tal vez unas diez o incluso doce semanas. Qué lástima, qué lástima.
Michael miró y no dijo nada. Recordó que Solomon y su mujer no tenían hijos.
—¡Lo sabía! —murmuró Yair—. Enseguida me he dado cuenta de que estaba demasiado crecido.
—¿Es que eres ginecólogo, o qué? Antes de vomitar aún eras virgen —dijo Solomon enfadado.
—No, para nada, yo no entiendo nada de chicas, pero tenía una yegua…
—No estamos hablando de yeguas. Aquí tenemos un feto en el tercer mes, con un tamaño de nueve o diez centímetros. Ya tiene el tamaño de un puño, mira, lo voy a sacar. —Solomon utilizó unas tijeras para separar unos tejidos de otros. El color volvió al rostro de Yair. Con su enorme mano, en el lecho del guante, Solomon cogió una masa de tejidos viscosos—. A ojo, nueve centímetros sin la placenta. Pesa la placenta —le dijo al ayudante—. Ya tuvimos una vez un caso así, en el quinto mes, con un feto muy desarrollado, casi una persona, ¿te acuerdas? —Michael, al que se había dirigido, asintió—. ¿Ésa a la que encontrasteis dentro de una alfombra en un coche?
—Sí —dijo Michael—, pero entonces sabíamos quién era, nadie escondió los carnés o el bolso.
—También ahora lo sabréis —dijo Solomon—, lleve el tiempo que lleve, al final lo sabréis, no era una mujer de la calle. Qué vergüenza —murmuró—, qué vergüenza… Una mujer embarazada. Qué lástima.
—Sí, por supuesto —dijo Michael. Nunca consiguió tener la seguridad de ser una persona capaz de descifrar las pistas, una seguridad que sí parecían tener todos los que trabajaban a su alrededor, y sobre todo Balilty. Sólo con Emanuel Shorer, quien le había persuadido hacía dieciocho años de que dejase el doctorado en historia y entrase en la policía, donde había pasado de la unidad de investigación a la comandancia de región y después al mando de toda la policía, sólo con él solía hablar de su confusión, y Shorer escuchaba sus temores con seriedad, año tras año y caso tras caso. Y en los últimos tiempos, siendo ya Michael inspector general, Shorer también los resumía diciendo: «No voy a intentar convencerte de que no es así, tú sabes que a veces hay cosas que no podemos resolver, no hace falta que te lo diga. Pero a lo mejor es bueno que nunca estés seguro. A lo mejor es porque evitas tomártelo como un juego. ¿Te gustaría ser como… como Danny Balilty? ¿Satisfecho de ti mismo todo el rato? Porque, sabes una cosa, ni siquiera Balilty está realmente contento consigo mismo, sólo lo parece».
Pensar en Balilty hizo que en ese momento volviese a apretar las mandíbulas.
—¿Qué quieres? —le había dicho Balilty la noche anterior, cuando aún estaban en su despacho—, por allí hay árabes pululando, a lo mejor la violaron. Si no les atemorizas, no les sacas nada. Y, por otro lado, si dejaron la puerta abierta, cualquiera pudo pasar, ¿no es así? Y además, ¿desde cuándo te has vuelto tan bueno?, ¿crees que no los conozco? Trabajo con ellos todo el rato, tú no, para ti es algo excepcional…
—No sabía que a eso se le llamara trabajo —dijo Michael con ironía—, yo lo llamo de otra forma.
—¿Cómo? ¿Cómo lo llamas? —le increpó Balilty.
—Comportamiento vergonzoso —dijo Michael.
—¿Te estás oyendo? —se rebeló Balilty—. ¡Mira cómo me estás hablando!, ¡como si yo fuera una… una beata! ¿Pero qué culpa tengo yo de que sea árabe? ¿Qué pasa, que por ser árabe no se le puede interrogar? ¿Vas a presentar una queja contra mí o qué?
—Sabes perfectamente que estaba con las dos mujeres, tiene una coartada, estaba citado con ellas…
—¡Deja de farfullar! —gritó Balilty—. Ese izquierdismo de pacotilla es peor que… Ese cadáver ya tiene dos días, y ¿dónde lo encontramos? En la casa que él iba a reformar con sus obreros, árabes también. ¿Sabes que tiene un regimiento de obreros? ¿Y que todos son de Bet Yala? Él ya había estado en esa casa, a lo mejor hasta había visto el cadáver antes y no había dicho nada para no verse implicado.
—Y tú —dijo Michael con ira y desesperación—, ¿tú que has hecho? Le has demostrado que le conviene no estar implicado.
Volvió a mirar el cadáver. Al verlo su furia se apaciguó. A pesar de sus temores sabía que esa mujer, cuyo cuerpo encontraron en el desván de una casa que iba a ser reformada, no era una de esas desaparecidas a las que nadie busca. Y aunque nadie la buscase, era evidente que, con un trabajo sistemático, aunque no fuera demasiado exhaustivo, llegarían a identificarla: era una mujer cuidada, joven y guapa, que con seguridad no carecía de casa, una mujer con un trabajo estable, con amigos y conocidos, no una prostituta y tampoco una drogadicta.
—¿Aprecias algún consumo de drogas? —preguntó.
—En este análisis no —murmuró el forense, que volvió a observar de cerca los brazos—. Tal vez en la analítica de la sangre y los jugos. Pero tampoco en las pupilas hay signos, no sé… —era de suponer que su identidad sería averiguada, pero, a pesar de todo, le seguía atormentando su anonimato, y más aún el miedo al siguiente paso, pues después de averiguar su identidad tendrían que descubrir quién la había asesinado. Esa sensación, que le abrumaba siempre que veía un cadáver anónimo del que no salía ningún hilo que condujese al asesino, solía desvanecerse cuando la investigación empezaba a marchar y a reconstruirse la escena donde se ocultaba la explicación. Y si no se desvanecía del todo, se hacía a un lado, eximiéndole de cualquier relación con ella, al menos cuando estaba despierto, porque cuando dormía le rechinaban tanto los dientes que a veces hasta le dolía la mandíbula.
—¿Podéis saber si hubo relaciones sexuales antes del asesinato? —preguntó Yair.
—No sin un análisis —dijo Solomon—, sólo lo sabremos cuando analicemos la muestra que hemos tomado de la vagina, porque ya no era una niña. A una edad muy temprana, o muy avanzada, pues entonces quedan marcas, se puede saber a simple vista porque… No importa, pero lo sabremos. Lo que es seguro es que —se podía oír su risa tras la mascarilla— virgen no era, a no ser que fuera la nueva virgen María.
De tres o cuatro en una habitación, pensó Michael, siempre hay alguien que opta por la vulgaridad para protegerse de… —¿De qué tenía Solomon que protegerse? Cinco años antes de la jubilación, ya se tomaba a la ligera los cadáveres que escudriñaba. ¿Pero qué sabía él del forense? Algunos retazos reunidos durante las autopsias, y en todos había alguna sorpresa: por ejemplo, que lo habían traído desde Hungría después de la segunda guerra mundial, una criatura de un año, y que los primeros años creció en un kibbutz; o la época anterior a los estudios de medicina, cuando vivió en Meah Shearim e intentó estudiar religión y «también huyó de eso», como él decía, «de mal en peor» (y entonces señaló el cuerpo que estaba analizando). Y también de su largo matrimonio tenía noticias Michael: la mujer de Solomon, que era pariente lejana suya y mayor que él, había enfermado hacía años de Parkinson. Una vez Michael estuvo en su casa, la conoció y le estrechó la mano, que temblaba con dudas y temor. Años atrás, cuando llamaron a Solomon para hacer una autopsia en Pésaj, justo en medio de la cena, le dijo a Michael, que estaba con ellos: «Mi mujer y yo no tenemos nada, ninguno de los dos, ni hermanos ni tíos ni nada, somos libres. No tenemos que darle explicaciones a nadie, si ir o no ir, si invitar o no invitar», y al cabo de un rato empezó de repente a cantar despacio y en voz baja, reproduciendo una vieja melodía: «Nos bastamos, nos bastamos, nos bastamos».
En ese momento el rostro del sargento Yair expresaba una evidente curiosidad. Estaba muy cerca de ellos mientras abrían los pulmones, observando cada paso, y tampoco apartaba la vista de las grandes letras latinas que el ayudante ruso escribía en las tapas de los recipientes de plástico donde había echado los jugos gástricos.
—¿Quién va a coser? —preguntó Solomon—. ¿Quieres coser?
El ayudante asintió.
—Pues cose tú, pero antes mételo bien todo dentro, a lo mejor yo sólo… —y puso en su sitio el cráneo, cosió por detrás y cosió por la frente—, sólo tengo que hacer esto para que quede bien.
El ayudante se crispó con una queja muda.
—Bueno, ahora puedes meterlo todo dentro de nuevo —dijo Solomon, se hizo a un lado y se retiró la mascarilla hacia la frente, donde se quedó como una cinta holgada.
—Os habéis olvidado del cerebro —dijo el sargento Yair—, ya has cosido y aún está aquí en… —de pronto se calló, pues vio al ayudante metiendo a presión los órganos, entre ellos el cerebro, en el vientre.
—No te preocupes —dijo Solomon avergonzado, mientras se quitaba los guantes—, cuando resuciten los muertos, también el cerebro volverá a su sitio. Lo importante es que está aquí, y si alguien mira desde fuera no notará nada. Además, hay gente que tiene el cerebro en el estómago. Quedará como nueva, como una muerta nueva —se burló—, créeme, preparada para el Mesías.
—Entonces, ¿qué tenemos? —dijo Michael a su pesar, continuando con el cinismo del forense—, ¿cara destrozada y estrangulamiento? Es decir, en orden contrario, ¿rotura del hueso de la lengua, nuca fracturada, arteria principal desgarrada y embarazo de doce semanas?
Solomon se quitó la bata y asintió.
—¿Las seis o las siete de la tarde? ¿Anteayer? Es decir, hace… —Michael miró su reloj—. Si ahora son las dos de la madrugada, entonces, ¿hace treinta o treinta y una horas?
—Exactamente, tal y como has dicho —contestó el forense, mientras se quitaba las gafas de rayos. Sus ojos se quedaron fijos en la pared blanca de enfrente, como si se les fuera a revelar lo que había detrás—, pero tendrás el informe mecanografiado —volvió a su amabilidad anterior y limpió las gafas con unas toallitas de papel que sacó del mueble que estaba pegado al armario metálico—. Lo tendrás por la mañana, a primera hora de la mañana.