16

Fue sólo hacia el amanecer, después de que Michael volviera a llevar a Beni Meyujas a su despacho en Migrash Ha-Rusim y lo sentara allí a esperar, custodiado por el sargento Yigal —quien, de repente, había aparecido (desde que encontró la camiseta manchada de sangre en la sala de los reporteros de asuntos exteriores, el sargento Yigal se había unido al grupo de investigación del caso como un niño a un grupo de chicos mayores, dispuesto a servirlos en todo momento) para ofrecerse de inmediato a llevarles a ambos un café y unas pitas calientes—, cuando todos los miembros del equipo pudieron volver a encontrarse para tener una reunión de urgencia en el despacho de Balilti.

Michael había interrumpido el interrogatorio de Beni Meyujas a las dos de la madrugada, y había llamado a Shorer, encerrándose con él durante un buen rato en la cocina. Cuando salieron de allí, el comisario del distrito ordenó a Balilti, al sargento Ronen y a Nina que regresaran con él a la comisaría de Migrash Ha-Rusim. Balilti, al que le habría gustado quedarse hasta el final del interrogatorio de Meyujas, y que se vio, sin embargo, obligado a cumplir aquella orden y regresar a la comisaría para colaborar en el interrogatorio de Hefets, fue quien inició la sesión informando de sus pesquisas a los presentes, entre los que se encontraban Tsila con sus notas; Eli Bahar, cuyos ojos azules estaban enmarcados por unas profundas ojeras rojas que denotaban mucho cansancio, y Lilian, que parecía estar completamente despejada y que, de pie detrás de la silla del sargento Ronen, le masajeaba con pericia el cuello y los hombros; sólo se detuvo cuando Balilti les contó lo de la escapada furtiva de Hefets del edificio de la televisión.

—Salió cuando ya estaba oscuro, después de la seis, porque ésa es siempre una hora muerta en ese trabajo, antes de que empiece todo el jaleo —dijo Balilti—. Y me he enterado por pura casualidad —murmuró, aunque a nadie se le escapó que el inspector jefe de los servicios de inteligencia era famoso por su habilidad para «hacer hablar hasta a las piedras»—, porque por suerte tuve que ir a ver justamente a Yehezkel, el del taller de reparaciones de Matty (las tribulaciones de Matty, la mujer de Balilti, con su viejo Fiat, del que se negaba a deshacerse, eran más que famosas), pasé por allí para pagarle unas cosas, ya que se había quedado hasta tarde con su contable, sería, más o menos, hacia las siete, quizá las siete y media, se puede averiguar; pero el caso es que Yehezkel va y me dice que hacía un rato, una o dos horas, que había visto a Hefets entrar en el puesto de jumus del iraquí, sabes a cuál me refiero, ¿verdad? —dijo mirando a Michael—, antes íbamos mucho por allí, en la calle Yirmeyahu, detrás de la chatarrería, un puestucho de comida árabe, como los de la ciudad vieja, ¿te acuerdas del sitio ese? —y Michael hizo un movimiento ambiguo con la cabeza—; bueno, pues el caso es que Yehezkel vio a Hefets entrar donde el iraquí, «como de incógnito», según palabras del mecánico, «mirando a derecha y a izquierda», así es como me lo ha contado; por pura casualidad, pero gracias a eso he tenido un hilo del que poder empezar a tirar y le he podido decir a Hefets también que sabía que había salido del edificio. Pero no fue lo único que le dije, también le informé de la hora a la que había tenido lugar otro asesinato relacionado con el caso y de que él, Hefets, podía ser considerado sospechoso; y después de eso todo ha sido ya coser y cantar. ¿Me puede dar alguien otro café?

—Pero si el iraquí tiene cerrado a esa hora, su local nunca está abierto después de las tres o las cuatro —observó Eli Bahar, al tiempo que alguien le acercaba a Balilti un generoso café turco servido en un vaso.

—Normalmente eso es así —dijo Balilti—, pero si eres una persona importante —suspiró—, o vas para reunirte en secreto con, digamos, el director general, entonces es el dueño del restaurante en persona, si es que se puede llamar restaurante a eso, quien te abre, ¡vaya si te abre! ¡Y hasta te está esperando ansioso!

—Un momento, no lo entiendo —dijo el sargento Ronen—, ¿a quién conoce el iraquí?

—A los dos —dijo Balilti con impaciencia—, a Hefets y al director general de la Radio-Teledifusión, se conocen desde niños, porque fueron juntos a la escuela, en Bagdad, y después, al llegar a Israel, fueron vecinos en el campamento de tránsito, los tres, o dos de ellos, no lo sé muy bien… Creo que la familia de Hefets estuvo menos tiempo en el campamento de tránsito. Sea como fuere, lo importante, aquí, es que tienen amistad, que los tres forman como un grupo desde que eran… —y Balilti puso la palma de la mano muy cerca del suelo para mostrarles lo pequeños que eran—, desde los tiempos en que odiaban el mundo, el campamento de tránsito, a los asquenazíes, a los profesores, a la Agencia Judía, ¡y a quién no! En resumen, que a ellos el iraquí les abre el local cuando haga falta. Tiene un cuarto trasero que es donde, en realidad, vive. ¿No lo sabíais?

Todos lo miraban con ojos expectantes, esperando que llegara por fin al meollo del asunto, pero Balilti siguió con su historia.

—A mí, si se me ocurre presentarme allí más tarde de las tres, ya me puedo olvidar, porque no voy a tener la más mínima posibilidad de que me dé ni una pita con jumus para llevar, porque me dirá que «la cocina está cerrada»; ¡cualquiera diría! Pero para los señores Hefets y Ben-Asher, lo que quieran. Así es como son las cosas, y no es que me importe, porque, la verdad, para comer en un agujero…

—Dime —lo instó Eli Bahar—, ¿por qué no vas al grano de una vez? Cuando por fin haces algo… —pero se calló al ver que Michael le dirigía una mirada cansada aunque severa, y se limitó a tomarse el café, que entretanto ya se había enfriado, y a mirar fijamente hacia la oscuridad exterior por la ventana que tenía enfrente.

—Pero si ya he ido al grano: salió del edificio, consta en la relación del guardia de seguridad, y estuvo ausente una hora y media —dijo Balilti—, reunido con el director general. Traman algo: recortar los presupuestos, cambiar la programación; aunque, si queréis saber mi opinión, lo que pretenden es emitir programas basura, porque a este director general la muerte de Tsadiq le ha ahorrado muchos disgustos, de eso no cabe la menor duda.

—Danos brevemente tu opinión sobre esa escapada de Hefets, aunque no haya mucho que añadir —le propuso Shorer.

—Son cosas ya sabidas —dijo Balilti mirando con manifiesto disgusto el vaso de poliexpán antes de apurar lo que quedaba de café—, del director general ese no hace falta que os cuente nada porque lo podéis leer en la prensa. Pero lo que hay que tener presente con respecto a él son las ganas que les tiene a los asquenazíes, que, según él, tanto lo han humillado durante años. Nadie sabe cómo consiguió llegar a donde ha llegado, pero el caso es que empezó en la emisora de radio La voz de Israel, en sus emisiones en lengua árabe, y de ahí saltó a la televisión, primero al canal de la Knesset, el que nadie ve, y después a ser el responsable de escoger las películas egipcias de los viernes por la tarde, yo mismo las veía a menudo a causa de mi cuñada Hannah, la mujer de mi hermano pequeño; y después, sin que pueda entender cómo, aunque no sé por qué digo eso, si en este país todo funciona igual, lo nombran director general de la Radio-Teledifusión. Y ahora va a ponerlo todo patas arriba, ya lo veréis. Es la típica historia del esclavo que llega a rey y que se dedica a ajustarle las cuentas a todos. A Rubin, por ejemplo, ya le ha comunicado que queda cesado de su cargo.

—Bien —dijo Shorer—, pero no estarás insinuando que Hefets está implicado, de alguna manera, en la muerte de Tsadiq, ¿verdad?

—No, ni lo insinúo ni lo digo —sonrió Balilti—, porque parece que no. Sin necesidad de que muriera Tsadiq, seguro que también habría llegado a director de la televisión, porque estaba planeado de antemano. No podemos creer que haya sido Hefets, ya que se encontraba en la sala de redacción cuando asesinaron a Tirtsa, hay testigos que estaban con él, excepto por unos minutos que se fue con Natacha, pero en este caso la que los vio fue esta… Niva.

—Y entonces ¿por qué estamos perdiendo el tiempo con él? —se indignó Eli Bahar—, ¿no tenemos ya suficiente trabajo como para estar entreteniéndonos en esto?

—Antes que nada —dijo Balilti—, porque si Hefets ha podido salir de esa manera, sin que nadie se diera cuenta, otros también pudieron hacerlo. Y no solamente hoy, es decir ayer, que fue un día especialmente duro, sino también los demás días. Y, además, así os he contado algo diferente, para que no resulte tan aburrido, porque la historia de Tsadiq ya nos la sabemos, ¿no es así?

—Sí, así es —dijo Michael—, pero no tenemos suficientes… Entretanto, no tenemos el caso bien perfilado, aunque puede que cuando nos den los resultados de las pruebas de ADN, entonces, quizá…

—Pero si está más que claro que la sangre de la camiseta es la de Tsadiq —les recordó Lilian—; he leído el informe previo.

—La sangre sí —se apresuró a decir Balilti—, pero todavía no sabemos de quién es la camiseta y, además, también encontramos un pelo gris, que puede ser que…

El buscapersonas de Michael sonó. Michael consultó la pantalla y le dijo a Tsila:

—Es del Instituto Nacional de Medicina Legal de Abu Kabir. Llámalos, a ver qué nos pueden decir.

—¿Ya? —se sorprendió Eli Bahar—, ¿cómo han podido dar con algo tan deprisa? Pero si sólo han pasado tres horas desde que…

—Para empezar —dijo Balilti—, tres horas es bastante tiempo y, aparte de eso, puede que hayan encontrado algo significativo que…

Tsila marcó el número y, cuando la pasaron con el forense, le entregó el auricular a Michael, que sólo dejó que el «Diga» del otro lado de la línea se oyera en la estancia para a continuación pegarse el auricular a la oreja y quedarse escuchando un buen rato. Finalmente dijo:

—Espere un momento, que lo voy a poner en megafonía interna, para que todos lo oigan, porque estamos reunidos todos los del equipo…

Y así fue como todos pudieron oír la voz del médico que decía: «Ultima fase, todo invadido, terminal».

—Pero ¿de qué habla? —preguntó Lilian, muy tensa.

—De un cáncer, Srul tenía un cáncer —dijo Balilti, y gritó hacia el auricular—. Doctor Siton, díganos qué tipo de cáncer.

—Cáncer de pulmón —pareció croar la ronca voz del médico forense—, un cáncer que tiene todo el aspecto de haberse desarrollado en tan sólo unas pocas semanas —añadió—. A quien lo padece no se le suele decir el tiempo que le queda de vida, porque nunca se sabe. Sin embargo, como ya no está con nosotros, se lo digo a ustedes extraoficialmente y sin que vaya a aparecer en el informe: en su caso ha sido cuestión de semanas. Además, tienen ustedes que saber que en Estados Unidos se le comunica al paciente en persona y de inmediato, para evitar luego un juicio por malas prácticas, porque allí lo demandan a uno por absolutamente todo…

Shorer se puso de pie, se acercó al aparato e, identificándose, preguntó:

—¿Cómo se manifiesta, exactamente? Quiero decir, ¿es correcto pensar que no sería difícil estrangular a un enfermo de ese tipo ya que, de todos modos, le cuesta respirar en condiciones normales?

—Sí —dijo el forense, dejándose arrastrar por el sarcasmo que encerraba la pregunta—, es mucho más fácil asfixiar a alguien que ya se está asfixiando.

—Perdóneme un momento, doctor Siton —dijo Michael—, al habla, de nuevo, Ohayon, me gustaría hacerle una pregunta: En la situación en la que se encontraba el paciente, ¿no hubiera tenido que ayudarse de algo? ¿De oxígeno, por ejemplo?

—¡Por supuesto que sí! —exclamó el forense al otro lado de la línea y Michael le dirigió a Nina una mirada interrogativa a la que ella respondió encogiéndose de hombros, para darle a entender que no sabía nada de eso—, un enfermo así debe tener siempre cerca un balón de oxígeno, eso no tiene vuelta de hoja.

—Allí no había nada parecido —dijo Nina, con la preocupación pintada en la cara—, hemos desmontado el piso entero y no… Sólo en la cocina lo dejamos todo… Puede que debajo del fregadero… Espero que nadie lo haya tocado…

—Eso es imposible —dijo el forense—, tiene que haber un balón de oxígeno, es imposible que anduviera moviéndose por ahí sin ayuda de oxígeno, busquen mejor… No tiene por qué tener el aspecto de una bombona de gas, los hay muy pequeños… Hay un modelo que se llama «anteojos» que consiste en dos tubitos que se montan sobre la nariz, como una pequeña máscara con un tubo que sale de ella y que lleva fijado un pequeño balón, en una funda. Se podría decir que parece un termo. Tiene que haber habido uno cerca de él, a la fuerza. ¿No han encontrado nada que…?

—¡Sí! —exclamó Nina de pronto—, ¡había un termo! Plateado. No entendí qué… Estaba en la cocina. Creí… Tomamos las huellas de aquella cosa, pero sólo encontramos las del asesinado. Y, además, no estaba allí, sino en el armario, era como un sifón futurista.

—Manda a alguien al piso a por él —le dijo Michael a Tsila—, ahora —y volviéndose hacia Nina—. ¿Y dónde están esas gafas? ¿No había nada que parecieran unas gafas o una mascarilla con tubos?

—No, pero todavía no hemos rastreado la zona, por la oscuridad, quizá lo encontremos fuera… Dentro de un rato, cuando amanezca y si deja un poco de llover, quizá sea posible dar con ello.

—Un hombre en su estado —preguntó Shorer al forense—, ¿cómo es posible que soportara un vuelo tan largo?

—Seguro que le administraron esteroides, todavía no hemos llegado a la sangre, pero estoy convencido de que los encontraremos, en gran cantidad y muy potentes —dijo el forense—. Los esteroides anabolizantes pueden mantenerlo a uno en un estado de euforia, dándole la sensación de haber recuperado las fuerzas… Pero después viene el bajón, si no se ha quedado uno por el camino…

—Perdonadme —dijo el sargento Ronen, una vez acabada la conversación—, pero ¿por qué nos estamos centrando tanto en el cáncer de pulmón y en la máscara de oxígeno? Porque es evidente que fue estrangulado, hay marcas; entonces ¿por qué es tan importante que…? ¿No sería de mayor utilidad que oyéramos de una vez lo que ha dicho Beni Meyujas?

—Todo llegará —le aseguró Michael—, enseguida lo oiremos, pero lo del cáncer tiene una importancia decisiva, porque hasta ahora no lográbamos entender por qué Srul tenía, de repente, tanta prisa por hablar con Tirtsa y contarle lo que tanto lo había torturado durante los últimos treinta años…

—¿Cómo? ¿Por el hecho de que sabía que iba a morir? —le preguntó Eli Bahar—. ¿Fue como una confesión en su lecho de muerte?

—Pero si se trataba de un judío ultraortodoxo —dijo Lilian—, y que yo sepa ningún judío religioso se confiesa antes de morir, eso es cosa de los católicos.

—Todo el mundo se confiesa de una u otra manera antes de morir —dijo Shorer—, sobre todo si algo muy serio le pesa en la conciencia.

—¿Y qué era lo que tanto le pesaba en la conciencia? —preguntó Tsila—, ¿lo sabemos ya?

Michael miró a Shorer y dijo:

—Todavía no, pero quizá lleguemos a averiguarlo.

—¿Lo sabía Meyujas? —saltó Balilti—. ¿Sabe Meyujas lo del cáncer? ¿Crees que conocía su estado?

—Enseguida sabremos la respuesta. Si me permitís un momento —dijo Michael y salió muy deprisa hacia su despacho. Abrió la puerta de golpe y los dos hombres que se encontraban sentados a ambos lados de la mesa se sobresaltaron y se callaron en seco, aunque Michael había podido oír a Yigal preguntando: «¿O sea que fue a buscarlo a usted a su casa por sorpresa?».

—Estamos intentando redactar una declaración —se disculpó el sargento—, me ha parecido que si escribíamos ahora juntos la declaración…

Michael se sentó al lado de Beni Meyujas, y le hizo una señal con la cabeza a Yigal, que carraspeó y se calló.

—Dígame —le preguntó Michael a Meyujas—, ¿Srul era un hombre sano?

—¿Qué quiere decir? —se extrañó Beni Meyujas—. ¿Se refiere a si tenía algo más, aparte de las quemaduras y de la cirugía plástica?

—Sí, aparte de las quemaduras; algo que no tuviera nada que ver con ellas.

Beni Meyujas hizo una mueca involuntaria y dijo:

—Sí, pues lo de todos… Ya no somos unos niños…

—No, no —insistió Michael—, a lo que me refiero es si le habló a usted de su estado.

—¿Su estado? —dijo Beni Meyujas confundido—. ¿A qué se refiere?

—A su estado de salud —le aclaró Michael.

—No sé de qué me habla —dijo Meyujas muy confuso.

—Cuando le he preguntado antes por qué se lo contó Srul a Tirtsa —dijo Michael con impaciencia—, usted me ha dicho, según lo que sabía por Tirtsa, que Srul veía que todos estaban envejeciendo y que, como nadie sabe nunca lo que puede llegar a pasar, se lo quería contar a ella. ¿No recuerda que se lo acabo de preguntar hace un rato? Pero ¡si lo pone en el resumen escrito y aparece también en la cinta, si se lo he preguntado…! ¿Por qué se lo había callado durante tantos años y ahora, de pronto…?

—Sí, es cierto que me lo ha preguntado, pero no lo sé —dijo Meyujas—, ya le he dicho que no lo sé, y no tengo otra explicación que no sea que él estaba muy… Con Tirtsa tenía mucha confianza y como pasaron mucho tiempo juntos, solos… A veces sucede, que, de pronto, cuenta uno algo que nunca le ha contado a otra persona o que hace años que no comentaba… Ella me dijo que a Srul le parecía que como todos estábamos envejeciendo… que… Todo eso ya se lo he dicho antes, ¿no?

—Pero ¿entonces usted no sabe nada acerca de que pudiera padecer una grave enfermedad, o del temor a padecerla?

—No —dijo Beni Meyujas—, Tirtsa me dijo que Srul no tenía muy buen aspecto, que había adelgazado mucho… Dijo también que le costaba respirar en sitios cerrados…, que no podía soportar… Yo también me di cuenta de que estaba muy delgado, pero como llevaba años sin verlo… Y en cuanto a lo de la respiración… había fumado durante muchísimos años antes de dejarlo… ¿Por qué me lo pregunta?

Michael lo miró en silencio.

—Ahora no importa el porqué —le respondió Michael, y ya se disponía a volver al despacho de Balilti cuando sonó el teléfono interno y se apresuró a contestar. Al otro lado de la línea oyó un suave carraspeo y la voz de Yafa, de la policía científica, que en un tono muy suave, que no era el suyo habitual, dijo:

—¿Me oyes, Michael? ¿Me oyes? Hace más de una hora que te estoy llamando al busca y no…

—¿Qué? ¿Cómo está la cosa? —preguntó Michael con impaciencia—. ¿Habéis terminado ya?

—Mira —dijo ella, y carraspeó de nuevo—, no sé cómo decírtelo, pero… nunca antes me había pasado algo así…

Yafa volvió a aclararse la voz y a murmurar unas cuantas frases inconexas, hasta que Michael perdió la paciencia y le exigió que se dejara de rodeos y que le dijera de una vez lo que tuviera que decirle. Al oír lo que Yafa le comunicaba, sintió cómo los músculos de las piernas se le aflojaban de repente, tanto, que tuvo que agarrarse a la mesa y sentarse en la silla que había al lado de Beni Meyujas, al tiempo que notaba las miradas de sorpresa de éste y de Yigal.

—¿Cómo es posible que haya pasado algo así?

—No lo sé —dijo Yafa con un hilillo de voz—, no es el momento de buscar culpables, porque la responsable, al fin y al cabo, soy yo… Pero el caso es que ha desaparecido, que no hay bolsa. ¿Te acuerdas de que lo metimos en una bolsita de plástico? ¿Junto a la camiseta? Pues la camiseta está, pero la bolsita con el pelo… Vamos a seguir buscándola —se apresuró a animarlo—, no nos rendiremos, pero de momento no te puedo dar la respuesta que querías…

Michael colgó sin quedarse a escuchar el final de la frase y se apresuró a regresar al despacho de Balilti, donde los miembros del equipo estaban inmersos en una acalorada discusión en la que la voz de Balilti se oía con claridad a través de la puerta.

—¿Cómo voy a poder trabajar si no se me cuenta toda la historia? A medio interrogatorio de Meyujas van y me sacan del escenario del crimen, como si fuera… Bajo el estúpido pretexto de que me venga aquí para interrogar a Hefets. ¿Qué es lo que hay que ocultarme? Todos los del equipo debemos estar al corriente de todo…

—Cada cosa a su tiempo —dijo Shorer cuando Michael volvió a tomar asiento—, uno no se puede enterar de todo a la vez, y créeme…

—Tú mandas —dijo Balilti sin ocultar su amargura—, tú eres quien decide. Pero luego no me vengas con que no resolvemos las cosas lo suficientemente deprisa…

—Beni Meyujas no sabía nada del cáncer de pulmón de Srul —dijo Michael con mucha serenidad—, no tenía ni idea.

—¿Y Tirtsa? —preguntó Lilian, y Michael negó con la cabeza.

—¿Y Rubin? ¿Estaba enterado?

—Eso —dijo Michael— lo sabremos dentro de unas horas, espero.

—A propósito de Rubin, ¿dónde está? —preguntó Lilian—, le dije que esperara en el banco del pasillo y luego me han dicho que te lo has llevado tú —añadió mirando a Balilti.

—Se ha ido a casa —dijo Balilti— a esperar que lo llame por teléfono su amigo Beni Meyujas, después de que también lo dejemos marchar, ¿verdad? —le preguntó a Michael.

—Sí, así es —dijo éste.

—¿Lo habéis dejado marchar a su casa sin…? —exclamó Lilian—. Creí que… Le dije que se quedara esperando ahí fuera hasta que…

—No te preocupes —dijo Balilti—, fui yo quien le dio permiso para marcharse a su casa —y con una sonrisa picara añadió—: Quizá piense que está solo, pero no lo va a estar ni un segundo; y también tiene intervenido el teléfono…

—¿Sin orden judicial? —preguntó Eli Bahar muy preocupado—, ¿nadie ha solicitado la orden en el juzgado?

—Créeme si te digo que todo irá bien —le aseguró Balilti—; no pasa nada, te lo garantizo, yo me hago responsable.

—Con todos mis respetos —dijo Eli Bahar—, cuando se la solicitemos al procurador y nos las tengamos que ver con la audiencia judicial, de nada nos van a servir ni tus palabras ni tus responsabilidades…

—¡Señores! —exclamó Shorer, dirigiéndoles una severa mirada—, ¿cuántos años lleváis ya con este pique? —les preguntó furioso—. ¡Vergüenza tendría que daros! Balilti, ¿tienes o no tienes la orden judicial para la intervención de la línea telefónica?

Balilti permaneció en silencio.

—Entendido —dijo Shorer.

—No he tenido tiempo, porque hasta que hubiera conseguido despertar a un juez…

—Sí, si lo entiendo —dijo Shorer—, pero entonces no nos servirá ante los tribunales lo que oigamos por teléfono; de momento, sólo nos ayudará a nosotros, lo que no es poco. Pero ¿cuándo vas a poder conseguir la orden judicial?

—Ahora —dijo Balilti—, en este mismo instante tengo a una persona de camino para pedírsela al juez de guardia y en cualquier momento estará de vuelta… Os aseguro que… No he querido ir yo porque me hubiera perdido esta reunión y no me la quería perder porque creía que aquí se nos iba a informar por fin de qué era lo que Tirtsa había traído de Estados Unidos, de qué se había enterado…

—Ahora no, Dani —lo hizo callar Shorer—, que eso, ahora, no interesa.

—De todas maneras le he dicho a Rubin que nos tiene que llamar a las ocho de la mañana para que le digamos en qué situación se encuentra Beni Meyujas y ver si puede hablar con él.

—Señores —dijo Michael a todo el equipo—, hasta las ocho quedan dos horas, podéis ir a descansar un rato, porque después tenemos una representación teatral que os va a exigir… —y, mirando a Shorer, se calló.

—¿Qué? ¿Qué es lo que nos va a exigir? —preguntó Tsila—. Me gustaría saber los detalles.

—Ya los sabrás, enseguida te lo diremos —la tranquilizó Shorer, y dirigiéndose ahora a Michael le preguntó—: ¿Dónde quieres que se haga?

—Creo que lo mejor será hacerlo en la televisión —respondió Michael observando atentamente el palillo que se había sacado del bolsillo de la camisa.

—¿En el despacho de Rubin? —preguntó Shorer.

—No —dijo Michael tras meditarlo largamente—, junto al escenario del primer crimen.

—Ni Agatha Christie y Poirot juntos lo complicarían tanto —masculló Balilti—. ¿Y creéis que ese decisivo encuentro donde mataron a Tirtsa va a llevarlo a hablar?

—Merece la pena intentarlo —dijo Eli Bahar—, y, además, nos brinda la posibilidad de…

Shorer miró a Michael con preocupación.

—¿Y nos necesitas allí a todos? —preguntó Nina a Michael, que miró a Shorer, posó su mano sobre el brazo de él, y dijo:

—Eso lo sabremos después, de momento tenéis que estar todos disponibles.

—Mirad, fuera ya hay luz —dijo una sorprendida Nina—, y se diría que ha dejado de llover, ¿no?

Antes de que nadie pudiera contestarle, llamaron a la puerta y apareció Elmaliaj, el cámara, con los ojos legañosos, para preguntar cuándo iban a terminar con él de una vez, y a su espalda, junto con el humo de un cigarrillo, apareció Hefets.

—¿Podría hablar con usted? —preguntó Hefets a Michael—, porque tengo que pedirle consejo sobre… —y, mirando a los presentes, se calló.

Michael salió y le hizo señas a Hefets para que lo acompañara al despacho pequeño que había al final del pasillo, donde retiró un montón de carpetas de cartón de una de las sillas y le indicó que se sentara. Cuando él mismo tomó asiento, se dio cuenta de lo cansado que estaba, pero no sabía si la noticia de la desaparición del pelo —de la que no había informado a nadie, ni siquiera a Shorer— era lo que había terminado por hundirlo, o si el contacto continuado con los vivos y los muertos y los días que llevaba sin dormir era lo que le hacía sentir aquella terrible debilidad física; o puede que fuera el hecho de haber dejado de fumar, que lo tenía sumido en una especie de duelo permanente. ¿Por qué se sentiría así? ¿Sería por la fiel sucesión de cigarrillos interrumpida, de pronto, después de tantos años, o por la mezcla de épocas, personas, amores y momentos vividos que identificaba irremediablemente con esa cadena de cigarrillos?

El haber dejado de fumar tendría que haber supuesto para él el comienzo de «una vida sana», y, sin embargo, estaba resultando ser el inicio de una vida deslavazada y sin perspectivas de futuro. Se quedó pensando en que una persona que nunca hubiera fumado sería incapaz de comprender que aquella combinación de papel, tabaco y llama constituía una tabla de salvación en la larga travesía por el desierto de la vida… A Michael le sorprendió el hilo de sus propios pensamientos y lo atribuyó a que estaba pasando por unos de los muchos momentos de crisis que conlleva el hecho de dejar de fumar.

—¿Puedo fumar? —preguntó Hefets, desviando la mirada hacia la columna de humo que salía del cigarrillo que sostenía entre los dedos—. Había dejado de fumar, pero ayer ya no pude aguantar más y me fumé el primer cigarrillo desde hacía tres años —dijo, dándole una profunda calada al pitillo—. Sé que no es sano, pero, al final, de todas maneras, uno siempre acaba muriendo de algo; si no es de un infarto, acaba uno asesinado, ¿no es verdad?

—¿En qué lo puedo ayudar? —preguntó Michael, rompiendo en dos el palillo con el que jugueteaba entre los dedos.

—No sé qué hacer con Meyujas… —dijo Hefets—, no sé qué decirle a la gente, cómo tratar el tema en las noticias, si debo decir o no que está detenido, que es sospechoso de asesinato, y lo peor… —se quedó en silencio observando la colilla.

—¿Y lo peor? —dijo Michael tras un largo silencio.

—Lo peor es que dicen, me han dicho hace… Antes, Balilti me ha dicho que tengo que anunciar en el informativo que Beni Meyujas… ¿Que la producción que él dirige, Ido y Einam, va a seguir adelante como si nada? ¿Cómo voy a poder decir algo así, después de…? Porque, al fin y al cabo, es sospechoso de haber asesinado a dos…, no, a tres, a tres personas, y yo…

—Éste es un asunto que exige mucha discreción —dijo Michael en tono de advertencia—, y si usted se ha comprometido a guardar…

—De acuerdo, no se hable más, no tengo por qué darle explicaciones a nadie —dijo Hefets hinchando el pecho—, puedo… Ni siquiera el director general tiene por qué saberlo…

—Le estoy hablando muy en serio cuando le digo que tiene que hacerse de una modo absolutamente confidencial —repitió Michael haciéndole una segunda advertencia.

—No voy a hablar por hablar —dijo un ofendido Hefets—. ¿O es que no se puede confiar en mí? ¿Cree usted que me han nombrado para este cargo sólo porque no tenían a nadie para sustituir a Tsadiq y…?

—La verdad es que Beni Meyujas no es sospechoso de asesinato —lo cortó Michael—, no es un asesino ni ha sido cómplice de ninguno de los asesinatos… Ahora incluso nos está ayudando a dilucidar todo el asunto, pero tenemos que seguir aparentando que él es el sospechoso y para eso es para lo que pido su colaboración.

Michael miró fijamente los atemorizados ojos de Hefets, que correteaban de un lado a otro de la habitación.

—Entonces ¿qué es lo que tengo que hacer? —preguntó finalmente, y aplastó la colilla con el tacón de las botas camperas que calzaba.

—Usted debe comportarse como si no entendiera nada de todo este asunto, como si Meyujas, al que, entretanto, se ha dejado en libertad, fuera sospechoso; tiene que dar a entender que ustedes lo van a tratar con comprensión, como a alguien que estuviera muy enfermo. Y así no deben sorprenderse si vuelve a trabajar en el rodaje de su película, incluso tendrían que anunciar que ha vuelto a retomar el rodaje de Ido y Einam.

—¿Dónde? ¿Dónde lo anunciamos? —se asustó Hefets.

—En ningún programa en especial —le advirtió Michael—, debe usted mantener una actitud natural. En la reunión matinal, cuando hablen del orden del día, aproveche para decir algo vago acerca de que Meyujas es sospechoso, que se encuentra en libertad bajo fianza, o algo así, y que para no hacerle las cosas todavía más difíciles, ha decidido que puede seguir con el rodaje. ¿Entendido?

—Entendido —dijo Hefets—, espero poder hacerlo bien a pesar de que no entiendo muy claramente el propósito… —y miró a Michael, que mantenía un rostro inexpresivo—. Aunque hay que dar gracias a Dios —se apresuró a añadir—, no sabe usted el peso que me ha quitado de encima al decirme que Beni no es sospechoso —y, después de suspirar, se puso muy tenso, miró a Michael y preguntó—: ¿Por qué no podemos anunciar que ha aparecido sano y salvo y que no es sospechoso de asesinato? —y cuando Michael se levantó en silencio y se fue hacia la puerta, indicándole que lo siguiera, Hefets se detuvo en seco y exclamó con voz temblorosa—: Pues si no ha sido Beni Meyujas, ¿quién lo ha hecho?, ¿quién es el asesino?