—¿Usted? —se sorprendió Rubin al ver a Lilian a la puerta del despacho de Balilti—. ¿Dónde está vuestro gran jefe? Creí que sería él quien…
Lilian se alisó los bordes de la camisa de caballero verde y larga que llevaba puesta, se sentó frente a él y dejó entre los dos una carpeta de cartón naranja.
—De momento seré yo quien le haga las preguntas, ¿tiene usted algún problema con eso? —le preguntó ladeando la cabeza, y con un tono falsamente amable, añadió—: Me habían dicho que usted no tiene nada en contra de las mujeres y a ver si ahora va a resultar que…
—No, no, no, Dios me libre —se apresuró a decir Rubin con una sonrisa—, pero si yo siempre he dicho que las mujeres son la parte buena de la vida.
—Estupendo —le dijo Lilian con una mirada interrogativa—, pues aquí tiene una, así que ¿de qué se queja entonces?
—No, si no era mi intención ofenderla —se disculpó Rubin—, es sólo que… me había parecido entender que… No importa… Por mi parte podemos empezar cuando usted quiera.
—Pues por mi parte también —dijo Lilian, apretando el botón del magnetófono, al tiempo que volvía la vista hacia atrás, hacia la pared y la ventana con el falso espejo, que por su lado aparecía completamente negro mientras que por el otro se podía ver todo lo que sucedía en la estancia. Rubin le siguió la mirada, aunque sus ojos correteaban distraídos de Lilian al magnetófono; finalmente, sin embargo, su azulada mirada adquirió un aire de plena concentración.
—Me gustaría hablar con Beni —dijo en un tono confidencial—, se lo he pedido ya varias veces al superintendente Ohayon, que me ha prometido que…
—No veo ningún problema en ello —dijo Lilian con amabilidad—, en cuanto terminemos con esto, veremos si… Para entonces quizá el superintendente Ohayon en persona pueda llevarle a… —y señaló hacia la puerta con la mano, como dándole a entender que para entonces Michael ya habría vuelto.
Rubin se quedó mirando la puerta y dijo:
—No me siento cómodo hablando con ustedes antes de… —dijo en un tono vacilante, mientras Lilian le clavaba una mirada que lo obligó a completar la frase—, antes de haber hablado con Beni y saber que está bien.
—¿Por qué? ¿Qué más da el orden en que lo hagamos? ¿No será que tiene usted que adecuar su versión a la de Meyujas? —le preguntó Lilian, con un ligero deje de coqueteo que hizo sonreír a Rubin, para enseguida ponerse muy seria y añadir—: De momento, lo que tenemos que tratar no tiene nada que ver con Beni, porque, por ahora, no le voy a preguntar nada sobre él, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —dijo Rubin—, pues entonces ¿qué es lo que quiere saber?
—Antes que nada —respondió Lilian con un tono pragmático—, estamos averiguando la ubicación de…
—¿A qué se refiere usted con eso de la «ubicación» —dijo él burlonamente—, a dónde me encontraba en ese momento y qué estaba haciendo?
Lilian tensó los labios en un intento por sonreír y dijo:
—La pregunta exacta es si ha salido usted hoy del edificio.
—¿Hoy? ¿Se refiere usted a si…? ¿Después de lo de Tsadiq?
—Sí —le respondió Lilian con un exceso de amabilidad—, digamos que entre las once y las ocho, aproximadamente.
—¿Las once de la mañana? —preguntó Rubin frunciendo el entrecejo.
—Y las ocho de la tarde.
—En dos ocasiones —dijo Rubin—, ambas con autorización.
Lilian abrió la carpeta de cartón naranja, examinó los papeles que tenía delante, los hojeó y dijo:
—Efectivamente. ¿Y quién le dio la autorización?
—Pero ¿esto qué es? ¿Tienen ustedes un expediente mío?
Lilian apoyó el codo en la mesa, la barbilla en la mano y le dirigió una paciente mirada haciendo caso omiso de su pregunta. Rubin miró la carpeta de cartón y empezó a hablar.
—Una de las veces ha sido nuestro oficial de seguridad, después de que le explicara que… Pero eso ha sido antes del mediodía —dijo con impaciencia—, para atender a mi madre; y la segunda vez ha sido aproximadamente a las seis, también con autorización, creo…; ahora no me acuerdo si la pedí yo, o la productora o si fue Hefets…, créame si le digo que no me acuerdo…
—¿Después de que llegara Beni Meyujas o antes?
—Después —dijo Rubin tras pensarlo un momento—, sí, ha sido después, seguro…, porque me acuerdo de que… Dios mío, no me puedo creer que haga tan sólo unas horas y… —añadió mirando su reloj—. Ya es la una de la madrugada, hace siete horas; parece mentira, pero si me parece que fue el siglo pasado…
—De modo que ha salido usted dos veces. ¿Por cuánto tiempo? —le preguntó Lilian con dulzura.
—La primera vez ha sido a las… ¿Cuándo ha sido? ¿A las once?
—A las doce horas y cuarenta y siete minutos —dijo Lilian, después de mirar los papeles que había extendido ante ella por la mesa—, a esa hora concretamente. Ha aducido que tenía usted una cita en la residencia de ancianos de su madre y allí nos lo han confirmado.
—Pues si se lo han confirmado, ¿cuál es el problema? —quiso saber Rubin.
—No —respondió Lilian encogiéndose de hombros—, si problema no hay ninguno, sólo que…
—¿Qué? —preguntó Rubin impaciente.
—Que al mismo tiempo nos hemos enterado de que a su madre la están medicando con Digoxina. ¿No es eso cierto?
—No lo sé —dijo Rubin confuso—, no tengo ni idea de los nombres exactos de los medicamentos de… No soy médico… pero…
—Nos han dicho que tuvo usted que acudir urgentemente para llevarle un medicamento. ¿No fue para eso para lo que usted acudió allí? ¿No es cierto que su madre necesitaba una medicina? —dijo Lilian haciéndose la inocente—. Y nos ha parecido entender que se trataba de Digoxina. Así es que, si tuvo usted que pedírsela al farmacéutico, no me diga que no…
—¿Quién ha dicho que yo se la haya pedido al farmacéutico? —se enfureció Rubin—. Escúcheme, querida —Lilian pestañeó pero no dijo nada—, mi madre es una mujer de ochenta y tres años con muchísimos problemas médicos, y además… ¿Por qué no telefonean y lo averiguan? ¿Por qué no le preguntan al personal de la residencia? Y, además, ¿qué tiene todo eso que ver con…?
—Pues eso es justamente lo que hemos hecho —dijo Lilian con el mismo tono dulce de niña aplicada y colaboradora de antes—, hemos estado indagando y lo que se nos ha dicho es…
Se detuvo como si quisiera consultar las notas que había tomado y, de paso, miró por el rabillo del ojo hacia el falso espejo. Se los imaginó allí sentados, al otro lado del cristal, juzgando su trabajo y, sobre todo, a Tsila, que había interrogado a Hefets, haciéndole observaciones cuando más tarde vieran la grabación, porque seguro que la criticaría como vía de escape para sus propias frustraciones. Mientras pensaba en todo eso, siguió diciendo:
—Se nos ha dicho que sí está medicada con Digoxina y que tenía que tener en su armario ocho ampollas pero que, de repente, cuatro de ellas habían desaparecido.
Rubin abrió los brazos en un gesto de impotencia y los dejó caer sobre los muslos con una estruendosa palmada.
—¿Y cómo voy a poder controlar también eso? —dijo en tono de queja—, ¿también de eso se me hace responsable?
—Lo que hemos pensado es que usted puede ayudarnos —dijo Lilian—, porque nos hemos dicho lo siguiente: ¿Cómo es posible que por la tarde usted visitara a su madre, porque aquí lo pone… —y de nuevo ojeó los papeles como si no supiera los detalles de memoria—, pone que la visitó a las siete, y de repente, al día siguiente, ya no esté la Digoxina?
—De la Digoxina esa yo no sé absolutamente nada —dijo Rubin con impaciencia—. ¿Y cuándo he ido yo a verla a las siete de la tarde? ¿Qué día?
—No —se corrigió enseguida Lilian—, a las siete de la tarde no; ¿quién ha dicho de la tarde? A las siete de la mañana, usted estuvo allí a las siete de la mañana del día siguiente…, la mañana siguiente a la noche en la que mataron a Tirtsa, y después…
—Sí, es cierto —dijo Rubin—, fui a verla por la mañana, de camino al trabajo, antes de que… Para saber si… Mi madre quería mucho a Tirtsa y se sentía muy unida a ella. Quise saber si… Temí que le contaran lo de Tirtsa, que lo oyera en las noticias, y eso la…
—No, usted no me entiende —insistió Lilian—, no es sólo que fuera a visitar a su madre, sino que después, de repente, las ampollas de Digoxina ya no estaban, así que habíamos pensado que…
—No sé qué es lo que quiere de mí —dijo Rubin airado—. ¿Qué tengo yo que ver con la Digoxina ésa?
Lilian enderezó la espalda en su asiento y entrelazó las manos sobre la mesa.
—La cuestión es que también Mati Cohen se medicaba con Digoxina, exactamente igual que su madre. Sólo que Mati Cohen murió de una sobredosis de Digoxina, ¿no lo sabía usted? —le preguntó Lilian, mostrando un sincero interés, tal y como le habían enseñado a hacer.
—No —se enfureció Rubin—, pues no lo sabía, pásmese. ¿Se trata de un medicamento raro?
—No, yo no diría tanto —dijo Lilian haciéndose la entendida—, se trata de un medicamento para regular el ritmo cardiaco y es el medicamento que usted le compró a su madre; ¿y ahora viene a decirme que no sabe de lo que estamos hablando?
—Es que no recordaba el nombre —reconoció Rubin.
—¿Y a las seis de la tarde, o cuando fuera? —preguntó Lilian.
—¿Qué pasa con las seis de la tarde? —dijo Rubin confundido mientras miraba el reloj—. ¿Y si me dice dónde está Beni? ¿Por qué no me contesta a la pregunta? Quiero hablar con él, pero al ritmo que va usted…
—Me refiero a la segunda vez que ha salido usted hoy con autorización —dijo Lilian, obviando la nerviosa reacción de él—, porque ha dicho usted que ha sido a las seis, ¿verdad?
—Pero ¿qué es lo que quiere? —exigió saber, con la manifiesta preocupación de quien se siente acosado—. Pero si a las seis he salido con todo un equipo al completo, con un cámara, un técnico de sonido y todo lo demás. Hemos ido a Um Tubba; ¿sabe usted, acaso, algo de Um Tubba? —y llegado a este punto cambió su nerviosismo por un tono venenoso.
«Esto ha sido una agresión en toda regla», había explicado después Tsila, cuando escucharon la cinta y vieron el vídeo en el que aparecía la cara pálida de Rubin y la espalda de Lilian. «Le ha hecho perder los nervios», dijo con admiración y sin tener absolutamente nada que recriminarle a Lilian.
Pero durante el interrogatorio Lilian había estado más tensa que nunca, porque no podía dejar de pensar que Tsila se encontraba allí, detrás del cristal, con el resto del grupo, juzgando su actuación y esperando que cometiera algún error. Y no es que los interrogatorios fueran algo ajeno a ella, sino todo lo contrario. Porque justamente la habían trasladado a la comisaría central de Jerusalén por sus habilidades como investigadora, y no sólo como especialista en toxicómanos jóvenes, sino también porque era muy buena interrogando a los narcotraficantes, por su mano izquierda con los padres de los chicos y todo lo relacionado con el departamento de estupefacientes; y, sin embargo, ahora la estaban juzgando desde el otro lado de la pared («Éste es uno de los interrogatorios principales de este caso», le había dicho Tsila evitando mirarla a los ojos. Y Lilian, mirándola, había pensado: «Seguro que no querías que fuera yo quien lo hiciera». Pero no lo dijo. «Estoy convencida de que te han obligado a aceptarme entre vosotros», pensó, y sintió cierto temor por haberlo pensado; hasta que se recordó a sí misma que nadie allí sabía leer el pensamiento, ni Tsila, ni tan siquiera Ohayon.).
—Sí, sí —le dijo Lilian a Rubin con impaciencia, como si ambos supieran que éste perdía el tiempo en vano—, pero resulta que usted los envió de vuelta y regresó solo más tarde, es decir, que no estuvo con ellos todo el rato.
—Después de las explicaciones y de la filmación —dijo Rubin—, quería hablar a solas con la madre del chico, en el pueblo. Cuando uno habla solo, sin la presencia de todo el equipo y sin las cámaras, todo se ve diferente. La madre se mostró mucho más colaboradora cuando se quedó sola conmigo… Me parecía fundamental para perfilar el reportaje… Entonces todavía no sabía que me iban a suspender de mis funciones…, si es que se le puede llamar así…
—¿De manera que se quedó usted a hablar con la madre del chico protagonista de su reportaje? —le preguntó Lilian, centrándose de nuevo en las anotaciones que tenía delante, como si quisiera corroborar los datos.
—Sí, se trata del reportaje sobre los médicos que intentan encubrir a…
—Si, sí —dijo Lilian—, sabemos perfectamente de qué programa se trata, el de las torturas que sufren los palestinos a manos de los servicios de seguridad del Estado. Porque ése es el tema en que usted se centra, ¿verdad? —le preguntó Lilian, intentando sonar provocativa.
Se dio cuenta de que Rubin parpadeaba muy deprisa, aunque permaneció en silencio. («¿Cuál es tu orientación política?», le había preguntado Balilti, y se había apresurado a añadir: «No me lo digas, que ya lo sé; viniendo de donde vienes». Muchas veces se había enfadado cuando alguien aludía a su familia de revisionistas, como si ése fuera el origen de sus ideas políticas. «En vista de lo cual no vas a tener ningún problema; a ver si lo irritas un poco —le había ordenado Balilti por teléfono—, porque eso siempre acaba por funcionar»).
—Conocemos bien lo mucho que se dedica a luchar por los derechos humanos, porque ése es uno de sus propósitos, ¿verdad? Y en el caso que le ocupa ahora lo que quiere es que se le haga justicia al chico palestino que lanzó el cóctel molotov contra…
—No es un muchacho, es un niño —protestó Rubin.
—Con dieciséis años es un chico, casi un soldado —insistió Lilian—. ¿Cuando son los ciudadanos judíos de los asentamientos los atacantes, también los defiende usted de esa manera? Dígame la verdad: si humillaran así a un chico judío de dieciséis años de un asentamiento ilegal, ¿también le dedicaría uno de sus programas?
—Usted ahora lo mezcla todo —se quejó Rubin—, eso no es más que demagogia barata, pero ya estoy acostumbrado a estas tonterías, me paso el día oyéndolas. Pero tal y como ya he repetido en más de una ocasión: en primer lugar, no se trata de ninguna humillación, sino de torturas físicas extremas, y supongo que no querrá que ahora le haga una relación detallada de ellas, porque créame que incluye… Pero dejemos eso ahora, y, además, si los asentamientos judíos en los territorios ocupados no existieran, si se fueran a vivir a donde les corresponde, dentro de los límites de la línea verde, nadie les lanzaría cócteles molotov. Y también debe saber que no se trata de un programa que tenga como tema central los derechos humanos ni las injusticias que se cometen contra…
—Contra los palestinos —completó Lilian la frase—, las injusticias que se cometen contra los palestinos y contra nadie más, porque en ese programa es lo que vemos y no…
—¿Puedo ir a ver a Beni? —dijo un asqueado Rubin—. Mire, esta eterna discusión… Supongo que no me han traído aquí para esto, ¿verdad?
—No —dijo Lilian—, lo hemos traído para saber dónde está la hora y media que falta.
—¿Qué hora y media?
—La que va de las seis y media a las ocho —dijo Lilian—, el lapso de tiempo durante el cual el equipo ya se había marchado. Usted dijo que llegaría después, y así lo hizo, efectivamente, pero una hora y media después.
—Pero si se lo acabo de decir —estalló Rubin—, le he dicho que me quedé a hablar con la madre, y también hablé con la hermana del muchacho. Puede usted…
—¿Preguntarles? —dijo Lilian, sonriéndole dulcemente—, pues eso estamos haciendo, porque también están aquí, para ser interrogadas, así que por eso no se preocupe; pero lo que nosotros queremos es preguntarle a usted y no a los demás.
Rubin se levantó y empujó la silla hacia atrás, justo en el momento en el que se abría la puerta y aparecía Tsila, muy pálida y haciéndole señas a Lilian para que saliera. Lilian salió del despacho. La grabación de vídeo mostró después que Rubin no se movió de donde estaba, ni siquiera miró los papeles, como si sintiera que lo estaban observando y, volviendo a tomar asiento, se cubrió el rostro con las manos. Después se levantó y anduvo dando vueltas por la estancia como para desentumecer los músculos.
—Hay un dato nuevo —dijo Tsila—. Nos han telefoneado del escenario del crimen, en medio del interrogatorio de Beni Meyujas, y nos han dicho que dentro de un rato estarán aquí y que para entonces tienes que haberle sonsacado lo de Srul.
Lilian regresó al despacho, cerró la puerta con cuidado y tomó asiento, pero Rubin no se apresuró a hacerlo.
—He pedido ver a Beni —le dijo en un tono amenazante—. No lo entiendo, ¿está detenido sin derecho a nada? Pero ¿esto que es? ¿Tengo prohibido…?
—Ahora no —dijo Lilian—, primero terminemos con lo que hemos empezado, la hora y media ésa, de la cual empleó usted unos diez minutos con la madre del chico palestino, en Um Tubba, y después desapareció, porque nadie sabe dónde ha estado.
—¿Lo dice en serio o está bromeando? —le preguntó Rubin, mostrándose abiertamente irónico, mientras se sentaba—. Me gustaría saber qué es lo que usted cree.
—Nosotros creemos —dijo Lilian— que las cosas no están claras.
Había cambiado por completo de expresión al decirlo. Ya no hablaba con la falsa dulzura y la supuesta amabilidad de antes, sino que su lugar pasaron a ocuparlas una determinación y una franqueza a las que estaba muy habituada de los años que había pasado interrogando a narcotraficantes.
—Dígame —le espetó, como si quisiera poner fin a todo posible rodeo—, ¿cómo es posible que no haya usted dicho ni una sola palabra del ultraortodoxo de las quemaduras que fue a visitar a Tsadiq? ¿Cómo no nos ha dicho que se trata de su amigo común Srul?
—Yo —Rubin la miraba sin pestañear— no sabía que se trataba de Srul, porque, por lo que yo sé, está en los Estados Unidos; al menos, yo no lo he visto por aquí.
—¿Y el retrato robot? —insistió Lilian—. Porque por el retrato robot lo habría podido reconocer. Pero ¿no decir ni una sola palabra? Si un retrato robot se parece tanto a un amigo de la infancia, el que aparece en las fotos que usted tiene en el despacho y a quien Tirtsa fue a ver…
—¿Quién ha dicho eso? —dijo Rubin lleno de cólera—, ¿quién ha dicho que ella viajara con el propósito de verlo? Ella viajó por motivos de trabajo y puede que también lo viera, ya se lo he dicho a ustedes antes, se lo he dicho a Ohayon… ¿No se pasan ustedes la información? ¿No están ustedes coordinados entre sí? Ya le he dicho a Ohayon que Tirtsa quería traer más dinero para la producción de Ido y Einam, pero dejemos eso, porque no es asunto suyo…
—Todo —dijo Lilian—, pero absolutamente todo, como ya se le ha comunicado, es ahora asunto nuestro, y lo que le estoy preguntando ahora es por qué no ha mencionado que el hombre del retrato robot es su amigo Srul.
—Créame —le suplicó ahora Rubin— que no se me ocurrió, así de sencillo… Hay cosas que no se piensan, simplemente no lo relacioné… He estado tan confundido y tan preocupado por Beni. Y no debe usted olvidar que el cadáver de mi mujer todavía…
—De su ex mujer —precisó Lilian—. Y no he visto que le haya afectado mucho en su trabajo.
—El trabajo es cosa aparte —dijo Rubin inclinándose hacia delante y mirándola directamente a los ojos—. Créame —dijo—, yo no tenía ni idea de que Srul estuviera en Israel, y ni tan siquiera ahora estoy tan seguro de que se trate de él. Pero si me dejaran ustedes hablar con Beni, entonces quizá él…
—Entonces ¿dónde ha estado usted durante esa hora y media? ¿De camino entre Um Tubba y la cadena? —le preguntó Lilian con una expresión hierática que no dejaba traslucir nada.
—Ya se lo he dicho antes —repitió Rubin con desánimo—, con la madre del niño, en el pueblo, el niño que… ¿Sabe lo que le hicieron? —añadió con dramatismo—. Si le contara a usted unas cuantas cosas puede que llegara a entender por qué he tenido que hablar con la familia a solas… ¿Qué diría si le contara que le introdujeron un palo por el ano? ¿Cree usted que la familia estaría dispuesta a hablar de ello ante las cámaras de televisión?
—¿Me está usted diciendo que pasó esa hora y media en el pueblo? —le preguntó Lilian, mirando los papeles que tenía diseminados ante ella, como si no supiera cuál iba a ser la siguiente pregunta.
—Sí, eso es lo que le estoy diciendo —afirmó Rubin, ahora ya más tranquilo y apoyándose en el respaldo de la silla, como quien ha hecho lo que debía.
—Si eso es así —dijo Lilian—, ¿cómo explica que lo hayan visto a usted en la gasolinera de Oranim?
—Ah —contestó Rubin—, no sabía que tuviera que tenerlos informados de mis reportajes. Me quedé sin gasolina y…
—No, no, no —se apresuró a responderle Lilian—, no estoy hablando sólo de la gasolina. Ante todo, ¿desde cuándo se tarda una hora y media en echar gasolina? Y sabemos, además, con absoluta certeza, que usted no echó gasolina; no olvide que usted…, que su cara la conoce todo el mundo, y los hechos dicen que pasó usted junto a la gasolinera de Oranim, que se detuvo en una tienda de recambios para coches y compró una linterna, que ya estaba oscuro y que llovía, ¿verdad? ¿Lo recuerda? No hace tanto de eso, porque ha sido hace… —y mirándose el reloj dijo—: ¿siete horas? Seguro que usted lo recuerda, que pasó por allí y compró una linterna grande, que, por cierto, ¿dónde está?
—Sí, lo olvidé —masculló Rubin—, compré una linterna porque tenía que comprobar… —y se calló.
—¿Cuánto tiempo? —le preguntó Lilian sin apartar la mirada de él—, ¿cuánto tiempo le llevó comprar la linterna?
Rubin se encogió de hombros.
—No tengo ni idea —dijo tras un largo silencio—; lo que fuera.
—¿Y después de eso volvió usted de inmediato a la televisión?
—Sí, en efecto —dijo Rubin parpadeando muy deprisa—, aunque no se lo crea —añadió—. Y si quiere saber para qué quería una linterna, le diré que hace ya semanas que tenía que haberme comprado una, y como casualmente pasé por delante de…
—¿Casualmente? —dijo Lilian, mostrando gran asombro—. ¿El día que Tsadiq ha sido asesinado? ¿El día que Beni Meyujas ha sido detenido? Con el retrato de Srul pegado por todas partes… ¿Justamente hoy ha tenido usted que comprarse una linterna? Me perdonará si le digo que tengo serias dudas al respecto.
Rubin la miraba atentamente e hizo una extraña mueca. Al cabo de un momento dijo:
—¿Qué más da ahora lo que yo diga y las dudas que usted pueda tener? Créame que todo eso no me interesa, porque así es como ha sucedido y punto. ¿Qué es lo que está usted intentando hacer? ¿Culparme a mí de todo?
—No —dijo Lilian muy tranquila—, no estoy intentando culparlo de nada, créame, lo único que querría es que me contara lo que estaba haciendo en Meqor Hayim, en el piso de la hermana de Srul, eso es lo que quiero, que me lo cuente usted por sí mismo y no tener que estar sonsacándoselo de esta manera. Así que, ahora que todo está aclarado, espero que se avenga usted a explicarme qué es lo que estaba haciendo allí.
Rubin cruzó los brazos y se pasó la lengua por los agrietados labios. Se quedó mirando a Lilian largamente hasta que, por fin, habló.
—No debe usted olvidar que, por mi profesión, me encuentro a menudo con situaciones como ésta, que también estoy del otro lado, del lado en el que usted está ahora, y que me sé todas las triquiñuelas. Eso significa, querida —descruzó los brazos, puso las manos sobre la mesa y se inclinó hacia Lilian—, que también conozco este truco y por eso le puedo decir con absoluta certeza que nadie me vio en Meqor Hayim, en el piso de la hermana de Srul. ¿Y sabe usted, acaso, por qué no me vieron allí? Pues se lo voy a decir —y ahora hablaba muy despacio, recalcando cada palabra—, por la simple razón de que no estuve allí. ¿Me ha entendido? Sencillamente, yo —y esta última palabra la recalcó especialmente— no he estado allí, ni hoy, ni ayer, ni anteayer; en realidad, creo que sólo estuve allí una vez hace…, puede que haga diez años; y por eso no hay nadie que haya podido decirle a usted que me ha visto allí hoy. Eso es lo que tengo que decirle y no pienso seguir hablando hasta que vea a Beni Meyujas. Quiero hablar con él, porque me da la impresión de que sin mí lo van ustedes a marear hasta el punto de…, hasta sacarle… De manera que exijo verlo de inmediato y no voy a aceptar ninguna excusa, o me van a oír a partir de ahora. Siento tener que recurrir a las amenazas, pero la cantidad de necedades que uno puede llegar a soportar también tiene un límite y, después de todo, ¡vivimos en un país democrático y no con Sadam Hussein!
Durante un buen rato los dos permanecieron en silencio hasta que, finalmente, Rubin dijo:
—Es una verdadera lástima que pierda usted su tiempo de esta manera, porque no pienso seguir hablando hasta que no cumplan con su palabra de dejarme ver a Beni Meyujas.
—Espere un momento —dijo Lilian, y salió del despacho.
Tsila ya se encontraba fuera y la llevó casi a rastras hasta el final del pasillo, donde la informó de los últimos acontecimientos en el piso de Meqor Hayim y le aconsejó que dejara a Rubin esperando en el pasillo y, a continuación, le recitó, palabra por palabra, ayudándose de una nota, la pregunta que le había dictado Balilti por teléfono.
—¿Cómo? —preguntó Lilian—, ¿de qué se trata? ¿Qué médico, el de su reportaje?
—Créeme si te digo que no sé de lo que habla y tampoco ha pedido que esperes obtener una respuesta —dijo Tsila—, lo único que ha dicho es que le hagas esta pregunta, justamente antes de sacarlo del despacho. Lo único que queremos es que salga en el vídeo, eso es lo que ha dicho Balilti.
—De acuerdo —dijo Lilian con desgana—, lo que pasa es que no me gusta preguntar lo que no entiendo…
—¿Y a quién sí? —le restó importancia Tsila—. Pero piensa que después de eso te estaremos esperando en el despacho pequeño con café y bocadillos —y cuando Lilian hizo ademán de volver a entrar en el despacho, Tsila se apresuró a decirle—: Espera un momento, dame tiempo para que vuelva a entrar ahí —y Lilian se quedó mirándola mientras se alejaba muy deprisa con sus pendientes largos de plata columpiándose de lado a lado, los pendientes que con los años se habían convertido en su sello.
—De acuerdo —le dijo a Rubin al regresar al despacho—, es que todavía está ocupado con la conversación que estamos manteniendo con él.
Rubin sonrió burlonamente al oír la palabra «conversación» y la repitió en voz alta, pero Lilian lo ignoró por completo.
—Pero pronto van a terminar y entonces podrá usted… Entretanto tendrá que esperar ahí fuera hasta que el superintendente Ohayon esté libre y…
—Exijo hablar con él —declaró Rubin—, porque tengo muchas… Les ruego… No, no se lo ruego, les exijo poder hablar también con él. ¿Se lo podría usted transmitir?
—Ya se lo he dicho —dijo Lilian en un tono fatigado—, lo sabe.
—¿Y qué es lo que ha dicho? —preguntó Rubin.
Lilian tomó aire, hinchó los carrillos y después resopló con fuerza.
—Me ha pedido que le pregunte a usted —dijo, desde donde se encontraba junto a la puerta, con la mano en el picaporte—, si sabe usted quién le disparó al médico por la espalda.
Después, mientras veían la cinta de vídeo, estuvieron discutiendo acerca de lo que reflejaba la expresión de la cara de Rubin al oír la pregunta: «Un pánico terrible se ha apoderado de él», sostenía Balilti, mientras que Eli Bahar era de la opinión de que el rostro de Rubin se había paralizado y que su expresión no denotaba nada; en cuanto a Lilian, que opinaba que el miedo y la parálisis son dos reacciones parecidas y que ambas se reflejan en la cara también de una manera similar, dijo que, en el caso de Rubin, vio que la sorpresa fue muy grande y que no entendió de qué le hablaban, por lo menos en un primer momento.