14

Pero nada más entrar en la comisaría de Migrash Ha-Rusim Michael comprendió que, en media hora, no iba a poder regresar a la escena del crimen. El eco del jaleo que allí había podía oírse desde la planta baja y no hizo más que aumentar a medida que subía las escaleras. Delante de su despacho había un grupo de personas que se apretujaban alrededor de Hefets y de Dani Benizri, que estaban allí de pie, frente a frente, muy cerca el uno del otro.

—¿Crees que puedo hacer lo que me venga en gana? —le gritó Hefets, alargando la mano hacia el cuello del abrigo militar de Benizri, aunque la mirada de éste, que la observó como si se tratara del brazo de un bicho inmundo, hizo que la retirara enseguida—. Te lo he repetido un sinfín de veces —continuó gritando, y se notaba que ya estaba fuera de sí—, son órdenes del director general. Tienes que dejar ese asunto, ya te lo he dicho…

Pero, de repente, Hefets se apercibió de la presencia de Michael, guardó silencio de inmediato, y cuando volvió a hablar ya no gritaba, sino que, acercándose todavía más a Benizri, se dirigió a él prácticamente en un susurro. Mientras le hablaba, Hefets miraba a Michael por el rabillo del ojo, muy tenso y como al acecho, esperando su posible reacción.

—Ya no estamos en un país socialista —dijo Hefets—, tienes que entender que eso ya es cosa del pasado, no quiero que me traigas un reportaje sobre la mujer de Shimshi. ¿Qué novedad nos va a aportar eso? ¡Pero si de cualquier modo todos están detenidos! Ya los has filmado en el momento de la detención. Y ¿qué es lo que vas a hacer ahora? ¿Filmar la fábrica vacía? ¿Los camiones? ¿Las botellas? Todo eso ya se ha visto un montón de veces en los informativos de todo el día, los espectadores están hartos, no se puede hablar exclusivamente de lo malo.

—¿Estás oyendo lo que dices? —le gritó Benizri, que no parecía haber visto a Michael, y si lo había visto lo ignoraba por completo, como tampoco se preocupaba por la presencia de Eli Bahar, que acababa de asomar de un despachito al final del pasillo y le hacía señas a Michael para que acudiera, aunque éste le indicó con la cabeza que esperara un momento—, pero ¿tú quién te crees que eres? ¿El portavoz del director general? ¿Y él? ¡Él no cabe la menor duda de que es el portavoz del gobierno! ¿Así es como me hablas ahora? ¡Qué vergüenza! ¡Es el fin del país! —vociferaba Benizri, casi ahogado por la ira, la cara muy roja y las venas del cuello completamente hinchadas, mientras seguía gritando—: ¿Qué te crees, que a Tsadiq no lo presionaban? ¿Ya no te acuerdas de lo mucho que despotricaba contra todas esas llamadas? Pero él jamás…

—Dani —le dijo Schreiber, que se encontraba detrás de él y miraba a Michael con recelo—, tranquilízate, Dani, que no merece la pena… —y le tiró del brazo para que se callara.

—¡Déjame! —gritó Benizri—, ¡dejadme todos en paz! ¡Aquí nadie apoya a nadie! Por un lado nos están matando como moscas y por el otro… —y, de repente, se cubrió el rostro con las manos y empezó a temblar.

Schreiber le pasó el brazo por encima del hombro y se lo llevó de allí.

—Oye, Hefets —dijo Rubin, que había estado allí detrás—, no sé lo que te ha pasado ni entiendo ya nada de nada, y tampoco sé si pensabas que, si nos contabas aquí, en la policía, antes de los interrogatorios, tus planes de recortar el presupuesto, nos íbamos a estar callados… ¿Es eso lo que creías? Sea como fuere, yo no lo acepto y quiero que lo sepas, porque no se elimina de un día para el otro un programa que lleva años en pantalla, hoy no, no de esta manera, cuando el cuerpo de Tsadiq todavía está caliente, así como suena, literalmente, no ha tenido tiempo de enfriarse y tú ya corres a servir a tu amo.

—¡Tenéis que entender que no tiene audiencia! —gritó Hefets—, el público está harto, ni siquiera me han dado cien días de gracia. ¡Entendedme también a mí! El director general…, Ben-Asher… Hoy… quieren algo más…, más diversión, y ahora…

—Pero ¿no has oído lo que acaba de decir Benizri? —le dijo Rubin autoritariamente—, estamos muriendo como moscas, y a vosotros ¿os importa algo? Vosotros…

Michael se dijo que ésa era la primera vez que oía a Rubin a punto de gritar, pero no consiguió terminar la frase porque Benizri se sacudió de encima el brazo de Schreiber, se abalanzó sobre Hefets, lo sujetó por los brazos y lo zarandeó con todas sus fuerzas.

—¡Mañana habrá una rueda de prensa con la ministra! ¿No será ésa suficiente diversión? Se le destroza la vida a las personas, a los espectadores se les echa un poco de carnaza, chismorreos apestosos, sangre… ¿No ha corrido ya bastante sangre?

—Los chismorreos acabarán por salir a la luz de cualquier forma, Dani —dijo Hefets muy tranquilo, y Benizri lo soltó de golpe. Hefets, entonces, se enjugó la frente y siguió hablando—: Lo sacarán de todos modos en la prensa, más vale que te vayas mentalizando…

—Ya lo estoy, pero el problema no soy yo —dijo Benizri con voz sofocada—. ¿Quiere usted hablar conmigo ahora? —le preguntó a Eli Bahar volviéndose hacia él—, porque si es así, hablemos ya.

Eli Bahar asintió con la cabeza y Benizri lo siguió hasta el despachito que había al final del pasillo, momento en el que Rubin aprovechó para acercarse a Hefets.

—Me gustaría entender —le dijo mirándolo directamente a los ojos— cómo es posible que me digas aquí, el mismo día en que Tsadiq ha sido asesinado en su despacho y después de tu primera reunión con el director general, que mi programa va a dejar de existir. Un programa que ha recibido premios… que… Pero si tengo un reportaje listo, completamente terminado, y ¿eso es lo que vienes a decirme?

Hefets reculó sin dejar de mirar a Michael, que no cambió la expresión de su rostro ni se movió de donde estaba.

—El director general no quiere eliminar el programa —dijo un asustado Hefets—, sino que dejes de presentarlo tú.

Un profundo silencio se hizo en el pasillo. Hefets se enderezó las gafas, apretó los labios y, de pronto, pareció que recuperaba la seguridad en sí mismo.

—A lo que se refiere es a que sea otro quien lo presente —dijo con toda la calma—, porque tú estás suspendido de tu cargo. De momento quedas cesado porque no has conseguido aumentar la audiencia de tu programa. ¿Lo entiendes mejor ahora?

Rubin soltó una risotada ahogada e hizo una mueca involuntaria.

—Cesado —dijo—. ¿Y él?

Hefets movió la cabeza en dirección al despacho en el que Benizri se encontraba con Eli Bahar y dijo:

—También él queda suspendido de sus funciones. Y si quieres que te explique la razón, puedo…

—Conozco la explicación oficial —dijo Rubin con frialdad—. ¿Qué me vas a contar? ¿Me vas a recitar las palabras del director general? ¿La voz de tu amo? ¿Qué me puede decir él? ¿Que Benizri «ha intercambiado unas observaciones muy críticas con las mujeres de los obreros, y en directo, acerca de la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales»? ¿O que ha tenido problemas de disciplina? ¿Qué crees, que no me conozco las excusas del director general? Tsadiq tenía que capearlas a diario. Todos los días me decía: «Que me despida, pero mientras yo ocupe este puesto, no voy a…».

—Perdona, pero Tsadiq —lo interrumpió Hefets con un tono muy tranquilo y un rostro inexpresivo— ya no está aquí para sacaros las castañas del fuego y, con todos mis respetos…, ahora el director soy yo.

Rubin lo miró largamente y en silencio.

—Lo sabía —dijo finalmente en voz baja—, sabía que tú, en cuanto te hicieras con el poder, tendrías el comportamiento típico del esclavo que llega a rey. Pero no creí que fuera a suceder tan deprisa. Hasta puede que hasta hayas sido tú quien…

—Cuidado —dijo Hefets—, ten mucho cuidado con lo que dices, porque aquí hay testigos y cuento con el respaldo absoluto del director general…

—¡El respaldo absoluto! —dijo Rubin—. ¡No existe relación alguna entre la audiencia de mi programa y mi cese! Lo mismo que no tiene nada que ver el cese de Benizri con su supuesta indisciplina. Pero eso da lo mismo, porque cuando se trata de tiranía no hace falta ninguna razón verdadera. Señoras y señores —dijo dirigiéndose al pequeño grupo que se había reunido alrededor de ellos—, ¡aquí tienen al nuevo tirano! ¡El tirano de Romema! ¡Denle la bienvenida al pequeño dictador! ¡La bienvenida a…!

—Yo no tengo por qué oír tantas tonterías —dijo Hefets con desprecio—. ¿Deseaba usted hablar conmigo? —le dijo a Michael—. Pues aquí me tiene. ¿Adónde quiere que vaya? —y antes de que Michael hubiera tenido tiempo de contestarle, se volvió hacia Rubin—: La función ha terminado, lo mismo que la buena vida que llevabais todos; se acabó eso de que aquí cada uno hace lo que le viene en gana, ¿me has entendido? ¿Me has entendido o no?

—¿Y qué va a ser de Ido y Einam? —saltó Hagar—. Eso también pretendes…

—No te preocupes, Hagar —dijo Hefets en un tono paternal—, porque vamos a respetar los contratos existentes y ya veremos cómo están las cosas cuando todo vuelva a su curso. Entretanto, debes saber que el director general se muestra muy favorable…, pero mucho, tanto que hasta ha dicho que…

—Hefets, perdona —lo asaltó de repente Eliahu Lofti, el reportero de asuntos medioambientales, que se dirigía hacia él tras abrirse paso a empujones por entre el compacto grupo, mientras se enderezaba la kipá de ganchillo—, ¿no te parece que podrías esperar a que se cumplan los treinta días de duelo por Tsadiq, o, por los menos, los primeros siete? Porque me parece algo indigno…

—Lofti —dijo Hefets lleno de ira—, que seas precisamente tú quien empiece ahora con… Pero si tú te quedas donde estás, ¿qué es lo que te preocupa entonces? —y sin esperar respuesta miró a Michael, que le señaló su despacho con un movimiento de la cabeza.

—Tsila hablará con usted —le dijo Michael a Hefets—, enseguida vendrá para tomarle declaración, y una vez que la firme se podrá marchar.

—¿No va a ser usted quien me interrogue? —preguntó Hefets, con la expresión de un niño que espera hablar con el director del colegio y se ve obligado a hacerlo con la última de las maestras sustitutas—. He creído que usted…

—Tsila —dijo Michael, a través de la línea interna—, Hefets te está esperando en mi despacho —y después de escuchar un momento, añadió—: Ahora mismo voy a buscarlo y me marcho, que bastante tiempo he perdido aquí. Reparte a los que todavía están esperando a la puerta de mi despacho. Quiero que todas las declaraciones estén listas y firmadas por la mañana —y a Hefets—: Espere hasta que ella venga y no se mueva de aquí —y salió de la estancia sin esperar su reacción.

—No ha pronunciado ni media palabra —le dijo el agente que se encontraba apostado junto a la puerta de la sala de los interrogatorios, en la planta baja—, sigue ahí sentado y ni tan siquiera levanta la cabeza; puede que esté dormido, no lo sé… Peretz está con él ahora, pero…

—Todo irá bien —murmuró Michael asintiendo con la cabeza en un gesto de complicidad—, al final, todo irá bien. Vaya a tomar algo, coma alguna cosa, su guardia ha terminado, por el momento —y el policía esbozó una media sonrisa y le dejó paso.

Michael abrió la puerta de golpe. Beni Meyujas ni siquiera levantó la cabeza, mientras que Peretz, el agente encargado de los interrogatorios, se levantó de un salto de su asiento. Michael posó una mano tranquilizadora en su hombro y Peretz volvió a sentarse, tiró hacia abajo de la manga del fino jersey azul que llevaba e hizo una mueca que parecía querer decir: «He fracasado», y ya en voz alta:

—Ni come ni bebe y no ha dicho absolutamente nada, yo ya no sé…

—No te preocupes —dijo Michael en un nuevo intento por tranquilizarlo, y a continuación se acercó a Meyujas, que estaba sentado al otro lado de la mesa.

—Beni —le dijo—, usted ahora se viene conmigo, lo están esperando —y mientras decía esto lo agarró por el brazo. Meyujas lo miró, se puso en pie y, sin pronunciar palabra, lo siguió—. Ven conmigo tú también —le dijo al agente, y, en silencio, subieron por las escaleras y salieron al aparcamiento trasero hasta el coche de Michael.

—Conduce tú, por favor —le ordenó al agente, e inclinándose hacia él le susurró la dirección.

Peretz se sentó al volante y Michael abrió la puerta trasera y señaló con un ademán el asiento. Beni Meyujas permaneció un momento sin moverse, pero Michael siguió sujetando la puerta y lo empujó con delicadeza, hasta que el director acabó por agacharse y subir al vehículo. Hicieron el camino en silencio y sin que Michael le quitara ojo a Beni Meyujas, especialmente a partir del momento en que el coche pasó la gasolinera del cruce de Oranim. Entonces le pareció a Michael que Meyujas se erguía en su asiento, aunque en realidad no se movió, ni tan siquiera levantó la cabeza para mirar fuera. Solamente cuando el vehículo se detuvo junto al edificio, al final del barrio de Meqor Hayim, y Michael dijo: «Detente aquí, por favor, Peretz», y añadió: «Hemos llegado, Beni, puede usted apearse, la casa ya la conoce», sólo entonces Meyujas alzó los ojos por primera vez, aunque, deslumbrado por la luz de los focos que había alrededor, los volvió a cerrar y se cubrió el rostro con las manos.

—Sí —le dijo Michael en un intento por ayudarle—, sé muy bien que usted conoce la casa. Srul lo está esperando.

—¿Srul sigue ahí? —dijo Meyujas muy asustado.

—¿Por qué me lo pregunta? —dijo Michael, con aparente calma—. ¿Dónde creía que estaría?

Beni Meyujas no le respondió y Michael se apeó del coche, le sujetó la puerta y esperó a que él también saliera.

Pasó un buen rato hasta que se decidió a salir del coche, encogido, y ni siquiera se irguió cuando miró hacia la casa.

—Yo me quedo aquí —le dijo a Michael—, que salga él.

—Es que lo está esperando dentro —le dijo Michael con suavidad—, en estos momentos no puede salir. ¿O es que usted no lo sabe?

—¿Por qué? —preguntó Meyujas—. ¿Está demasiado débil?

Michael observó la cara de Beni Meyujas en busca de una expresión de sarcasmo, pero a la luz azulada de los focos lo único que vio fue un rostro torturado y las arrugas que le rodeaban la boca y los ojos y que parecían mucho más profundas que la primera vez que lo había visto, hacía tan sólo dos días, unos surcos en la piel que le conferían una expresión de dolor que resultaba difícil de mirar. Beni Meyujas alzó los ojos hasta el segundo piso.

—Me aseguró que se pondría mejor —dijo Meyujas—, me dijo que el efecto le duraría por lo menos doce horas, hasta que hablara con ustedes.

—¿Qué efecto? —preguntó Michael.

—El… —quiso decir algo, pero al instante se calló y, frunciendo los labios como un niño al que se le acercara a la boca una cucharada de sopa, se limitó a negar enérgicamente con la cabeza.

—Venga —dijo Michael y tiró de él con delicadeza en dirección a la casa.

Por un momento pensó que a Meyujas le temblaban tanto las rodillas que en cualquier momento se caería al suelo o tendría que sentarse en él, pero como Michael estaba preparado para ello, lo sujetó con firmeza por el brazo y lo arrastró por el sendero que llevaba hasta el edificio.

Balilti y Shorer se encontraban en la puerta. Saludaron a Michael con la cabeza y no miraron a Beni Meyujas cuando se apartaron para dejarles pasar. Junto a la puerta de la habitación estaba Nina, en cuya boca apuntaba una sonrisa que desapareció en cuanto vio la expresión de Meyujas, limitándose entonces a dejarlos pasar.

—Ronen se encuentra ahí dentro —dijo en un susurro, y Michael asintió con la cabeza y tiró de Meyujas hacia el interior de la habitación.

Una vez allí, muy cerca de la puerta, Meyujas se detuvo y miró hacia la cama. Sin pronunciar palabra se acercó para mirar. Se hincó de rodillas y se cubrió el rostro con el brazo del muerto. Tras un momento, levantó la vista hacia Michael y éste se lo confirmó con un gesto de la cabeza, a pesar de lo cual Beni Meyujas seguía mirándolo como si no entendiera.

—Está muerto —dijo Michael, después de un largo silencio.

Beni Meyujas sollozó y se inclinó sobre el enjuto cadáver, y al instante estalló en un llanto desconsolado y ruidoso al tiempo que gritaba palabras sueltas.

—¡Srul! ¡Srul! ¡Todo ha sido por mi culpa! ¡Por mi culpa! —gemía con una voz muy ronca que parecía surgir de lo más profundo de su cuerpo.

El sargento Ronen miró asustado a Michael, y ya se disponía a apartar a Meyujas del cadáver, cuando Michael extendió la mano para darle a entender que no lo hiciera. Se quedaron esperando, Nina junto a la puerta, el sargento Ronen en un rincón de la habitación y Michael junto a la cama, a que el oleaje del dolor se aplacara un poco.

Permanecieron en silencio hasta que Beni Meyujas se apartó ligeramente del muerto, se quedó arrodillado junto a la cama y se cubrió el rostro con las manos como si rezara. Finalmente se levantó con gran esfuerzo, retrocedió y le dirigió a Michael una mirada apagada, perdida, como si estuviera mirando al vacío.

—¿Cuándo lo vio usted por última vez? —preguntó Michael.

—Hoy —dijo Beni Meyujas con una voz muy ronca, pero completamente concentrado y consciente de la situación—. Al mediodía, por la tarde, antes de encontrarme con usted. Me dijo que viniera a decirle… Quería que yo… Pero yo no podía… —y de nuevo lo invadieron los sollozos.

Michael se lo llevó a rastras al pasillo y de allí a la otra habitación, donde ya habían preparado unas sillas y una mesa sobre la que había una grabadora.

—¿Dónde lo quieres? —susurró Balilti, que esperaba ya en la puerta con una cámara de vídeo—. Lo hemos dispuesto aquí porque hay una puerta que comunica las dos habitaciones —le explicó— y resultaba más cómodo, ya que te has empeñado en que lo interroguemos aquí y no en nuestras dependencias, y Shorer dice que…

—Decididlo vosotros —concluyó Michael, mirando cómo Nina hacía sentar a Beni Meyujas en una de las sillas y dirigía hacia él el magnetófono—, porque tú eres mucho mejor que yo en esto —añadió con indiferencia—, pero quiero quedarme a solas con él…

—También a nosotros nos parece que eso es lo mejor —susurró Balilti—, estaremos en la otra habitación, porque desde allí se oye absolutamente cada palabra y la cámara hemos pensado ponerla en la ventana.

Michael asintió con un movimiento de cabeza, entró en la habitación, se sentó frente a Beni Meyujas, le indicó a Nina que saliera, apretó el botón del magnetófono, murmuró la fecha, la hora y el nombre del interrogado, miró a Beni Meyujas y dijo:

—¿Podemos empezar?

Y Meyujas, ocultando el rostro entre las manos, respondió:

—Ya no me queda nadie…, ya no tengo de quién ocuparme… —y, poniéndose derecho, añadió—: ¿Qué es lo que desea usted saber?