13

La calle que serpenteaba desde la gasolinera, al sur de la ciudad, estaba muy oscura, mientras que el patio de delante de la casa, cuyo abandono ocultaban unos viejos e imponentes cipreses, se encontraba iluminado por unos focos que los agentes habían colocado en la entrada. Los vehículos de Emmanuel Shorer y de Michael Ohayon se detuvieron detrás de la furgoneta laboratorio de la policía científica, muy cerca de la ambulancia, que había aparcado delante de la verja torcida y oxidada, y Balilti, que se apresuró a bajar del coche de Shorer, soltó:

—Psss… ¡Qué frío! —y se levantó el cuello de piel del abrigo—. ¡Menudo es el invierno de Jerusalén! —le dijo al sargento Ronen, que se había apeado del coche detrás de él—. ¿Quién lo diría? La gente dice Jerusalén, Israel, una especie de California —añadió mientras miraba a un grupo de niños que espiaba detrás de la valla, y que desaparecieron enseguida—; quien no haya estado aquí no puede ni llegar a imaginarse el frío que hace.

Sintió un escalofrío y frunció el ceño al forzar la vista para poder ver mejor al niño que se había quedado junto a la furgoneta laboratorio, escondido entre un grupo de adultos a los que la fina lluvia no conseguía espantar.

—Dime —indagó sin dirigirse a nadie en concreto—, ¿qué están haciendo aquí estos niños? Pero ¡si son más de las diez de la noche! ¿No tienen padres? ¿O es que no van a la escuela?

El sargento Ronen miró a los niños, pero no dijo nada y entró en el patio. Unos cuantos chicos barbados, con kipás negras y vestidos de oscuro, se apretujaban bajo dos paraguas negros.

—¡Eh! —le gritó uno de ellos a Shorer, que en ese momento salía del coche y miraba a su alrededor—, señor policía, ¿qué es lo que ha pasado? ¿Es cierto que ahí hay un muerto? ¿Ha sido un asesinato? ¿Han matado a alguien?

Shorer ni siquiera miró hacia ellos y echó a andar muy deprisa, bajando la cabeza a causa de la lluvia.

—Somos de la escuela rabínica de aquí al lado, unos vecinos que queremos saber qué pasa —gritó otro de los chicos, sacando la cabeza del paraguas.

—¡Venga, marchaos! —los increpó Balilti—, volved a vuestra escuela —les dijo con desprecio—. ¡Se creen los dueños! —se apresuró a añadir en vista de que el chico no se movía—, ¡que todas las casas son suyas! Ocupan un edificio que estaba destinado a ser un centro cívico para el barrio y lo convierten en una escuela rabínica. ¡Largaos ya de una vez! —les dijo, ahora ya a gritos—, marchaos para seguir destruyendo la ciudad llenándola de escuelas rabínicas. Aunque la verdad es que ya lo habéis hecho, habéis destrozado la ciudad por completo.

Michael posó la mano en el brazo de Balilti.

—Ahora no, Dani —le dijo en un tono tranquilizador—, que éste no es momento para querer arreglar el mundo.

—Qué mundo ni qué nada —exclamó Balilti fuera de sí—, han reventado el mercado inmobiliario, estropean todo lo que tocan; pero si el precio de los pisos ha caído hasta la mitad.

Michael suspiró. Estuvo a punto de echarle en cara las muchas veces que tenía que oír sus letanías acerca de los estragos que los religiosos causaban en el sector inmobiliario de Jerusalén, pero en lugar de eso se mantuvo en silencio mirando a dos mujeres que apoyaban unas bolsas de plástico y unas recargadas cestas de la compra contra la valla próxima al estrecho sendero que había delante de la casa, y a un hombre de complexión pesada que estaba junto a ellas tosiendo ruidosamente.

—Por favor, desalojen el lugar —les dijo—, que aquí molestan —y se quedó esperando hasta que una de las mujeres se agachó muy parsimoniosamente y cogió con un suspiro dos grandes cestas; después ya no se quedó a ver si se marchaban o no, sino que se apresuró a seguir a Balilti y a Shorer por el estrecho camino empedrado que el foco iluminaba con una luz azulada.

—Por aquí, señor —lo llamó un agente que había salido a recibirlos desde la parte trasera de la casa—; y tengan cuidado, vayan por las piedras, porque a los lados está lleno de barro —le dijo a Shorer, que era quien encabezaba la marcha—. En la parte de atrás hay una escalera que sube directamente al segundo piso —le explicó a Michael, y miró a Eli Bahar, que avanzaba muy despacio por el camino, para después guiarlos hasta un tramo de escalera muy estrecho.

También junto a la puerta del segundo y último piso habían colocado un gran foco que iluminaba la barandilla oxidada, a la que le faltaban algunos barrotes, y unas enormes macetas que flanqueaban la puerta, abierta de par en par, y cuyo único geranio, que había florecido, empecinado por sobrevivir entre unos hierbajos secos, pintaba la entrada de un estridente color rosa chicle Bazoka. El foco, además, iluminaba también el timbre que, arrancado de cuajo e impulsado por el frío viento, se columpiaba del cable, golpeando de vez en cuando el marco de la puerta.

Nina, la pelirroja, con unos ajustados pantalones vaqueros, se encontraba ya en el umbral. Ya no es pelirroja, se dijo Balilti. Tenía el pelo muy corto y, a la débil luz del pasillo, adquiría unos reflejos de un rubio platino. A Balilti también le dio tiempo a susurrar, ya fuera a Michael o a sí mismo, que parecía haber ganado algún kilito, cosa que no restaba encanto a aquel cuerpo menudo pero tan bien formado.

—Nina, Ninotchka, cuánto tiempo —dijo Balilti, colándose por delante de Michael, mientras le daba una palmadita en el brazo y se inclinaba para darle un beso, pero ella apartó la cara, frunció sus carnosos labios y, muy delicadamente, se las arregló para apartar a Balilti con su pequeña mano, en uno de cuyos dedos refulgía un anillo con un enorme brillante.

—¿Qué es lo que tenemos aquí, Nitza? —le preguntó Shorer.

—Pase, señor, venga y verá, está en la primera habitación de la derecha —dijo, y al instante, al ver a Michael, los labios se le tensaron dibujando una media sonrisa—. ¿Cómo estás? —le susurró, y él la saludó con una inclinación de cabeza y, encogiéndose de hombros, le contestó:

—Ya ves.

—A mí me lo vas a decir… —dijo Nitza dirigiéndole una escrutadora mirada a Lilian, que había entrado siguiendo a Shorer hasta la habitación en la que se encontraba el cadáver—. Pues tienes muy buen aspecto. Me han dicho que has dejado de fumar, ¿es eso cierto?

Eli Bahar, que entraba en ese momento y había oído sus palabras, se rió por lo bajo y se acercó a uno de los miembros de la policía científica, que se encontraba acuclillado junto a un gran bolso, y le dio unas palmaditas en el hombro.

—Ya veo que los chismorreos de este tipo llegan hasta Beer Sheva —dijo Michael llegando a donde ella estaba, momento en el que notó el olor de aquel perfume tan dulzón que ya en aquellos días tanto lo había molestado. Durante el breve periodo en el que ella le había pedido consejo sobre sus asuntos personales (cuando todavía estaba casada con un hombre al que aborrecía pero del que no se separaba por motivos que escapaban al entendimiento de Michael), le había comprado otro perfume, más fresco y ligero, con el aroma de los cítricos; pero ella, después de agradecérselo con los ojos húmedos («No sabes la emoción que se siente cuando un hombre sabe hacerle un regalo a una mujer»), se había echado unas gotitas en la muñeca, había fruncido los labios con un gesto muy suyo que denotaba escepticismo y le había dicho que no pensaba renunciar del todo a su Estée Lauder—. Cuando tengas mi edad, tú también dejarás el tabaco —le vaticinó.

—A la mejor edad, no te olvides de añadir que es la mejor edad —dijo Balilti cogiéndole a ella la mano para admirar el diamante del anillo—. Pero ¿esto qué es? ¿Estás comprometida? —le preguntó, pero se tuvo que tragar su sonrisa y su guiño de complicidad al ver que ella le clavaba una severa mirada entre castaña y verdosa mientras le aclaraba que se trataba del anillo de pedida de su madre, que había fallecido hacía unos pocos meses.

Entretanto habían pasado ya a la primera habitación, que, a causa del techo tan bajo, parecía muy pequeña y agobiante. Un miembro del equipo forense que estaba en el pasillo les dijo que había llegado allí con dos compañeros más y que, en su opinión, el piso debía de llevar desocupado bastante tiempo porque en la cocina apenas había alimentos y en las habitaciones casi no había muebles. En esa primera habitación, en una cama estrecha y pegada a la pared, yacía el cadáver de un hombre vestido. Un pesado abrigo descansaba en una sencilla silla de madera junto a una mesa desnuda y los extremos de una bufanda de lana gris, que según parecía habían estado enrollados alrededor del cuello del muerto, aparecían ahora extendidos hacia los lados por obra de las manos del médico forense que, inclinado sobre el cadáver, se volvió a mirar quién entraba al oír unos pasos.

—Estoy casi convencido de que lo han estrangulado —le dijo a Shorer, señalando los extremos de la bufanda—, puede que con las manos o sólo con la bufanda. ¿Ve usted esto de aquí? —y a continuación, dirigiéndose a Michael, añadió—: A pesar de las quemaduras y de la barba, se aprecia con toda claridad, y estas manchas en la frente, debajo de los ojos y en el cuello, donde la piel no… Es la típica cara de alguien que ha sido estrangulado, por el color y todas esas manchas…

Michael se quedó mirando el enjuto cadáver, que ya estaba rígido, y después paseó la mirada por las desnudas paredes. La habitación estaba helada y despedía un olor a moho. Shorer levantó con el pie el serpenteante cable de un pequeño calefactor que había junto a la cama.

—¿Ni siquiera lo encendieron? —preguntó, y el médico le dijo que no con un movimiento de la cabeza.

—Gracias al frío que hace aquí está tan bien conservado —murmuró—, pero no ha sucedido hace días sino hace unas horas, entre seis y ocho horas, porque hay muchos indicios que… Aunque sólo lo sabremos después de la autopsia…

A continuación le subió la manga del fino jersey azul que llevaba puesto el asesinado y la manga de la camiseta de franela que llevaba debajo y examinó atentamente las marcas que tenía en el brazo. La cara interna estaba llena de unos pequeños hematomas entre azulados y rojizos.

—Son pequeños derrames —dijo el médico—; parece que se pinchaba con frecuencia, mire —le dijo a Michael, que se acercó, se arrodilló junto a la cama y le examinó el brazo—. Por un lado no parece que…, no lo sé, aunque por otro lado está muy delgado. Pero no se hable más, lo sabremos todo después de la autopsia. Aunque aquí hay algo…

—Se habría podido llegar a pudrir aquí —dijo Nina, metiéndose las manos en los bolsillos traseros de los apretados pantalones vaqueros y acercándose a la cama.

—¿Así es como vienes vestida a trabajar? —le preguntó Balilti, que estaba en la puerta, apoyado en la pared, y señalaba con el dedo las botas de piel negra y tacón de aguja.

—Es que tenía una cita y estaba ya de camino cuando me han llamado —le respondió ella provocativa—. ¿Has visto lo responsable que soy? —y mirando ahora a Michael añadió—: Quien lo haya estrangulado contaba con que, como el piso está vacío, nadie iba a aparecer por aquí y acabaría pudriéndose. Ésa era la idea. Pero Dios existe y la prueba es que la vecina lo ha encontrado. Porque si no llega a ser por ella…

—Es cierto, en este piso no vive nadie, está completamente deshabitado —dijo Balilti—; he visto la cocina y la nevera tiene, por lo menos, cien años.

—¿Se le ha podido identificar? —preguntó Shorer—. ¿Se trata de nuestro hombre o no?

—Es él —le aseguró Nina—, y no sólo por el retrato robot, sino por el pasaporte. Se llama Israel Hayun, enseguida te enseño el…

Se apresuró a salir de la habitación y volvió al cabo de un momento con un sobre marrón envuelto en un plástico.

—Tenía dos pasaportes, uno israelí y el otro estadounidense. Ha entrado con el estadounidense, aquí está el sello de entrada de hace dos días, mirad aquí —abrió el pasaporte americano y les mostró el sello de entrada, después señaló un montón de cosas que había en un rincón de la habitación—. Eso es su equipaje, ahí está la maleta, ya lo hemos revisado todo.

Michael pensó que había algo de desgarrador en aquella maleta de piel marrón, tan vieja, de las que hacía ya años que no se veían, y se acordó de una igual que había encontrado una vez en el altillo de Yusek, su ex suegro, atada con una cuerda, y le volvió a la mente, como entonces, la imagen del desarraigo, la imagen de la soledad de los refugiados.

—Dos camisas, un jersey, un par de pantalones, calzoncillos, camisetas, calcetines, dos de cada, una Biblia que le dieron en el ejército, mira, tiene escrita la fecha, un libro de oraciones, dos fotos viejas enmarcadas y este poemario. ¿Tú entiendes de poemas, verdad? —le preguntó a Michael, y le puso en la mano un fino volumen con la cubierta marrón muy desgastada y sujeta por una gruesa goma que impedía que las hojas, amarillentas ya, se cayeran—. Fíjate en que tiene una dedicatoria. Yo no conozco poemas en hebreo —murmuró—, solamente en ruso —añadió, mientras Michael quitaba con sumo cuidado la goma y miraba la primera página. Debajo del título, Estrellas en el exterior, aparecía escrito con tinta negra: «Para nuestro Srul, con ocasión de tus diecisiete inviernos, de Tirtsa y Rubin».

Michael se disponía a decir algo sobre Nathan Alterman y toda una generación de jóvenes que crecieron con sus poemas, como, por ejemplo, él mismo, a recitar incluso «También las viejas imágenes renacen en un instante», pero la horrible visión de aquel hombre tan espantosamente solo, tan abandonado, aunque la verdad era que la palabra «abandonado» sonaba demasiado afable y hermosa, demasiado altermaniana, a la vista del vacío y del abandono que lo rodeaba, hizo que finalmente se limitase a decir, señalando el montón de cosas:

—¿Ya lo habéis comprobado todo? ¿Los de la científica ya lo han revisado? ¿Se puede tocar?

—Absolutamente todo —respondió Nina—. Ahora están en el cuarto de baño, comprobando si… Pero ¿qué es lo que quieres ver aquí? —preguntó, al ver que Michael se arrodillaba junto al montón de cosas y tiraba de dos fotos que encontró debajo de unas camisas.

Michael se quedó observándolas largamente y se las pasó a Shorer, que allí a su lado le había dicho:

—Déjame ver.

—Desde luego que es él —le dijo a Shorer después de ver la foto amarillenta y manchada en la que aparecía todo el grupo que ya conocían de casa de Beni Meyujas y del panel de corcho del despacho de Arieh Rubin en la televisión—, no cabe la menor duda. Es nuestro hombre.

—¿No les basta con el nombre escrito en el pasaporte y con que tenga quemadas las manos y la cara? —preguntó Nina—. Desde el primer momento en que lo he visto, lo he sabido, he estado completamente segura, aunque no sea idéntico al retrato robot. Porque, ¿cuántos puede haber que se le parezcan?

—Uno en la ciudad y dos en el país —dijo Balilti, que en ese momento se encontraba en medio de la estancia observando el cadáver con suma atención—. Pero que alguien me explique qué pasa con este piso en el que sólo hay un sofá y una estufa de petróleo en el salón, estos pocos muebles de aquí y una cocina prácticamente vacía. ¿Por qué está así el piso? ¿Quién ha encontrado el cadáver?, ¿la vecina? Y ¿dónde está esa vecina?

Michael escuchó a Nina contar que el piso estaba vacío a causa de un litigio derivado de un divorcio.

—Los propietarios no han llegado a un acuerdo, es decir, su hermana —dijo, señalando con un gesto de la cabeza al cadáver— y el marido de ésta. Conozco perfectamente la situación porque la he vivido en carne propia: no te pones de acuerdo y el piso se queda así, sin alquilarse ni venderse, y la vecina me ha dicho que hasta hace dos meses, ella, la hermana, todavía vivía aquí y no quería marcharse porque temía que, si se iba, su marido se quedaría con todo, de manera que los dos seguían aquí, aunque sin dirigirse la palabra. Él en el salón, en el sofá, y ella aquí, en el dormitorio, sin hablarse. Se hacían la vida imposible, pero ninguno de los dos cedía. Al final, eso me ha contado la vecina, que está en muy buenas relaciones con la mujer, con su hermana —y de nuevo señaló con la cabeza el cadáver—, que es mucho más joven que él, pues la vecina me ha dicho que… ¿Quiere que la llame? —le preguntó a Shorer—. Aunque en realidad me ha pedido que pasaran ustedes a su casa… porque le resulta muy duro ver todo esto…

—Ella-él-ellos —protestó Balilti—, pero ¿es que no tienen nombre?

—De momento cuéntenoslo usted y que después venga ella a testificar —dijo Shorer, y miró a Michael.

Michael asintió con un gesto de la cabeza, se dio la vuelta y le hizo una seña a Eli Bahar.

—¿Que baje yo a hablar con ella? —preguntó Eli Bahar, mirando a Balilti con rencor.

—Llévatela a comisaría con Lilian y tómale declaración —le dijo Michael—, porque de cualquier modo aquí ya somos demasiados.

—¿Y ellos se quedan aquí? —preguntó Eli Bahar, mientras miraba de reojo a Balilti y al sargento Ronen. Después masculló algo más, pero Nina-Nitza le clavó una mirada como la de un maestro a un alumno latoso, y alzando la voz a propósito, como si quisiera imponerse sobre aquella contrariedad, siguió explicándole la situación a Shorer.

—El abogado le dijo a la señora de la casa, es decir, a la hermana del Israel este, el asesinado, que se llama Dafna, Dafna Gottlieb (el marido se llama Eldad Gottlieb y es contable, un tipo espantoso, según la vecina), el abogado le dijo que si se marchaba de casa perdería los derechos sobre ella, que hay un no sé qué… En su momento también yo… ¿Tú te acuerdas? —le preguntó de repente a Michael, que, aunque no se acordaba, hizo un gesto vago con la mano como si validara lo que ella estaba diciendo, esperando así que ella no siguiera indagando—. ¡Cuántos problemas me causó mi ex! ¿Te acuerdas de que, después de que decidiéramos divorciarnos y él se hubiera marchado de casa, regresó y se instaló en el salón, por consejo de su abogado, para no perder los derechos? Suerte que no tuvimos hijos y que no… Pero la Dafna esta tiene dos hijos, aunque son ya mayores, y viven fuera de casa… Ahora vive en otro piso, sola, en Pisgat Zeev, y está esperando poder vender éste; porque esta zona, precisamente, está muy solicitada —prosiguió Nina con su parloteo—; y es que, aunque se trata de un barrio que no tiene nada de especial… está muy bien comunicado… —y se quedó callada frente a la estrecha cama en la que reposaba el cadáver.

—Nitza —dijo Shorer—, estamos esperando que nos diga cómo lo han encontrado.

—Ah, perdón, creí que… La vecina, Sarit Martziano, que es así como se llama, tiene la llave. Se le había presentado su hermana con el marido y sus dos niños, que venían de visita desde Maalot, y, como eran tantos, le hacía falta un colchón. Subió entonces a por el colchón del sofá del salón, que, aparte del sofá, también está vacío; porque se han llevado todo lo demás, pero el sofá no se puede… Dafna Gottlieb ni siquiera sabía que su hermano estaba en Israel, y tampoco la vecina, la señora Martziano, sabía que estaba en el piso porque no había oído absolutamente nada. Imagínense el susto que se ha llevado al verlo así… Porque estaba así, tal cual, ella ni lo tocó, sino que salió corriendo y nos telefoneó. En cuanto me han avisado he venido y me lo he encontrado así. Ni siquiera había avisado a su hermana de que venía, sino que se presentó por las buenas…

—¿Y los otros vecinos? ¿Los de la casa de al lado? ¿No vieron que había luz? ¿No oyeron ningún ruido, voces, pasos? ¿Nada? —preguntó Shorer.

—No, nada —se apresuró Nina-Nitza a defender a la vecina—, porque ha tenido gripe. Su hijo estaba de excursión por el desierto del Negev, con el movimiento juvenil, y ella estaba con gripe. Está sola, porque el marido la dejó hace dos años, así que estaba sola y con gripe, llevaba dos días con una fiebre muy alta, y por eso ni oyó ni notó nada… Eso es lo que ella dice. Pregúnteselo de nuevo a ella —dijo Nitza humedeciéndose sus carnosos labios con la lengua y mordiéndose el inferior—, aunque, en mi opinión y si me lo preguntaran a mí, hay muchas cosas raras desde todos los puntos de vista.

—Pues te lo preguntamos. ¿Qué, por ejemplo? —quiso saber Michael.

—Bien, pues lo primero es ¿qué demonios estaba haciendo él aquí? No hay ninguna evidencia de que se alojara aquí durante estos dos días. Puede que se tomara un vaso de agua, o puede que hasta se preparara un café, pero ¿cuándo llegó a este piso? ¿Dormiría aquí? La vecina dice que ella siempre ha sabido que el hermano de Dafna Gottlieb, que vivía en Estados Unidos, era un hombre acaudalado y que hasta la había ayudado con los honorarios del abogado que cogió para tramitar su divorcio, o eso es al menos lo que dice la vecina. Así que ¿por qué iba a quedarse en este piso? ¿Por qué no se fue a un hotel?

—Enséñeme un momento las demás cosas que están en la bolsa marrón, la de los documentos —le pidió Shorer, y ella se las tendió sin pronunciar palabra. Apoyado en la mesa fue pasando los papeles muy deprisa hasta detenerse en un recorte de periódico que había dentro del pasaporte americano—. ¿Qué opinas de esto? —le preguntó a Michael, y le entregó un pedazo de periódico con la esquela de Tirtsa.

—Debió de ver la noticia y cogió un avión —pensó Balilti en voz alta—; eso es lo que pasa con las amistades de toda la vida, que son insustituibles, yo siempre lo he dicho. Eran sus amigos del instituto y ya no tuvo otros como ellos. Ese tipo de amigos son como la familia, sobre todo aquí, en Israel, es algo muy israelí, porque los movimientos juveniles y las excursiones unen mucho —y, señalando una de las fotos que estaban sobre la mesa, añadió—: Mirad esa sonrisa, os apuesto lo que queráis a que después de esta foto no debió de sonreír así muchas veces más.

Nadie le contestó, sino que todos miraron a Michael, que se había sentado en la silla de madera junto a la mesa y repasaba uno por uno todos los papeles del hombre.

—¿Esto es todo lo que habéis encontrado? —preguntó, y Nina se lo confirmó—. Porque falta la cartera, faltan las tarjetas de crédito y no lleva dinero en efectivo —observó—. ¿No habéis encontrado todo eso en otro sitio? ¿En la maleta? ¿En los bolsillos?

—No —dijo Nina—, en ningún sitio.

—En ningún momento ha pensado aquí nadie que el móvil haya podido ser el robo, ¿verdad? Supongo que el robo está descartado —dijo Shorer.

—Sí —respondió Nina—, porque no han forzado la puerta y todo parece indicar que él le abrió a alguien que conocía. En la cocina hay una tetera para calentar agua y unos vasos de café en el fregadero… Los fregaron, pero hay signos de que prepararon café.

Los de la científica dicen que estuvieron en la cocina tomando algo, por lo menos una persona más aparte de él… —y volvió a señalar hacia el cadáver con un gesto de la cabeza—; aunque todavía no saben si hombre o mujer.

—¿De manera que no hay ni dinero ni nada, excepto los pasaportes y el pasaje de avión? —preguntó Michael.

—Yo no diría tanto —murmuró Balilti, que durante la conversación se había arrodillado junto a la estrecha cama sobre la que se encontraba el muerto para mirar debajo, había levantado el colchón de muelles por un lado y había sacado de debajo una funda de plástico rectangular de color morado, como las que utilizan las agencias de viaje para guardar los pasajes. A continuación, examino con la uña del meñique las letras doradas que tenía grabadas y que casi se habían borrado por completo, y extrajo de la funda un recorte de periódico viejo y amarillento y unas cuantas cartas metidas en sobres y unidas por una goma.

El silencio más absoluto se hizo en la habitación hasta que Balilti la soltó.

—Menos mal que la policía científica ha terminado ya con esta habitación —dijo con ironía—, que ya lo habían inspeccionado todo. ¡Jojo, Jojo! ¿Dónde estás? —y uno de los miembros de la científica se asomó a la puerta.

—¿Y ahora qué es lo que pasa? —preguntó con tono cansado.

—¿No decíais que habíais terminado con esta habitación? —dijo Balilti, al tiempo que agitaba la funda de plástico.

—¿Y eso qué es? —dijo el policía de la científica, aproximándose a el para ver de cerca la funda morada—. ¿De dónde ha salido eso?

—De aquí —dijo exultante Balilti, señalando hacia la cama—. El pobre hombre metió debajo del colchón lo que más valor tenía para él. ¿Y qué era lo más importante? Ni el dinero, ni las tarjetas de crédito, sino otra cosa que para nosotros puede constituir el móvil, si lo encontramos, claro está, y no decimos que esta habitación ya está lista.

—Me refería a que ya habíamos terminado con lo de las huellas dactilares y todo eso —replicó su interlocutor, limpiándose el sudor de la frente con el brazo y poniendo mucho cuidado en que el guante de látex no le tocara la piel.

—Esto no es justo —dijo Nina—, ¿cómo iba a encontrar nada con el cadáver todavía aquí? Pero si el forense acababa de empezar… Tú mismo has oído cómo decían que estaban esperando a que levantaran el cadáver para poder desmontar la cama. La cosa es tan simple como que todavía no les había dado tiempo a encontrarlo.

—Lo importante es que ya lo hemos encontrado —dijo Shorer dirigiéndole una mirada de advertencia a Balilti, que parecía a punto de soltarle alguna fresca a Nina.

Michael se puso a examinar el tablero de la mesa.

—Ya hemos tomado huellas de ahí —dijo el de la científica—, sólo nos faltaba la cama, porque… —y apuntó hacia el médico, mientras Michael limpiaba la mesa con un movimiento rápido del antebrazo y extendía sobre ella el recorte de periódico.

Nina y Balilti se acercaron a la mesa.

—No lo entiendo —dijo Nina—, y esto ¿qué es?

—¿Qué es lo que dice el pie de foto? —preguntó Balilti.

—Nada, no pone nada, es sólo una fecha anotada a mano, el doce de octubre del setenta y tres, nada más.

—¿Qué es lo que tenemos aquí? —preguntó Shorer, llegándose también hasta donde ellos estaban.

Balilti agachó la cabeza y examinó la fotografía de cerca.

—Esperad un momento —dijo—. Ven aquí Jojo, tráeme tu lupa —y Jojo le tendió en silencio la lupa al comisario del servicio de inteligencia.

—Es una fotografía de unos prisioneros —dijo Balilti pasado un momento—, se diría que es Egipto, el Sinaí —añadió, levantando la cabeza del recorte de periódico—; eso es lo que a mí me parece a simple vista, y yo diría que es de la guerra de Yom Kippur —dijo después de comprobar la fecha.

—¿Y eso qué tiene que ver? —preguntó Nina.

—He oído que estuvieron juntos como prisioneros de los egipcios durante unos días —dijo Balilti, y volvió a examinar la foto con ayuda de la lupa—. Aquí pone la fecha —murmuró.

—¿Quiénes? ¿Quién estuvo prisionero?

—Los tres que has visto en la foto de antes. Porque fueron juntos al ejército…

—Eso no es muy exacto —objetó Michael—, pero dejémoslo de momento.

—¿Qué más tenemos aquí? —preguntó Shorer.

—Unas cartas, creo que tres —dijo Michael—, y tendría que leerlas con detenimiento, no aquí —añadió, aunque simultáneamente las fue sacando de sus sobres, una tras otra, las desdobló y dijo—: Una es del setenta y cinco, otra del ochenta y dos y la tercera de hace un mes. Todas de… —y examinó las cartas muy deprisa—, todas de Tirtsa, firmadas por ella, mira: «Te quiere, Tirtsa».

—Tirtsa Rubin se había visto con él en Estados Unidos unas semanas antes de morir —le explicó Balilti a Shorer—, y creemos que fue por lo de Ido y Einam, la película de Beni Meyujas. Creemos que a éste se le había terminado el dinero y que ella fue a ver a Srul para pedirle más…

—Yo propongo —dijo Michael mirando a Shorer— que traigamos aquí a Beni Meyujas, ahora, antes de que levanten el cadáver.

Shorer se sumió en un largo silencio.

—Puede que realmente eso funcione, porque no parece que ninguna otra cosa lo vaya a hacer hablar, y lo que no podemos es… ¿No preferirías esperar hasta después de la autopsia?

—No —dijo Michael—, quiero comprobar cómo reacciona cuando vea el cadáver.

—¿Ahora? —preguntó Balilti—, ¿quieres que venga ahora? —y mientras pronunciaba esas palabras, se sacó de un bolsillo interno el teléfono móvil.

—Déjalo, Dani —le dijo Michael—, que voy personalmente a traerlo.

—¿Personalmente? —se sorprendió Balilti—, ¿tú solo? Porque lo pueden traer.

—Quiero ir yo a por él —se empeñó Michael, mientras Balilti lo miraba sorprendido, hasta que una luz pareció iluminarle los ojos.

—Ah, ya entiendo —dijo con satisfacción.

Michael hizo un movimiento ambiguo con la cabeza, porque ni él mismo sabía por qué se empecinaba en llevar personalmente a Beni Meyujas desde su arresto en la comisaría de Migrash Ha-Rusim hasta donde se encontraba el cadáver. Pensó en la cara de Meyujas, en su expresión apagada y que denotaba una completa ausencia, como si un gran terror ahuyentara cualquier otra posibilidad, y recordó lo bien que había hecho en ordenar que no dejaran de vigilarlo, que no le quitaran ojo, y ahora, imaginándose la mirada de Meyujas ante él, tuvo la sensación de que solamente si lo tenía bajo su propia protección, de camino hacia allí, podría evitar la desgracia que se cernía irremediablemente sobre él.

—Tiene miedo de que nadie vaya a ser capaz de vigilarlo como él —dijo Shorer—, ¿a que sí? ¡Si te conoceré yo!

Michael, ahora confuso, volvió a hacer el mismo gesto ambiguo de antes con la cabeza, un gesto que parecía haberse convertido ya en un tic. No se habría sentido cómodo describiendo delante de todos la extraña sensación que lo invadía con respecto a aquel extraño artista que le había dicho algo tan significativo sobre el cuento de Agnón. Puede que la cosa más significativa que había oído últimamente y que lo había convertido, a sus ojos, en un ser preciado y vulnerable a la vez.

—No le va a pasar nada —dijo Balilti—, pero voy contigo.

Michael quiso protestar, pero no se le ocurrió nada que decirle. De cualquier modo, allí tampoco se podía hacer nada hasta que no levantaran el cadáver.

—Buena idea —dijo finalmente—, vente conmigo y ponte a buscar un nuevo móvil para este caso.

—¿Como qué? —le preguntó Balilti describiendo un círculo con la mano cuyo significado escapó a la comprensión de Michael—, ¿como averiguar quién ha salido hoy del edificio de la televisión? Pero si no se ha permitido la entrada ni la salida a nadie, nadie ha podido salir sin que lo sepamos…, porque todos han tenido que recibir una autorización para hacerlo.

—De todos modos —insistió Michael—, siempre hay excepciones, y tú sabes tan bien como yo que desde el momento en que empecemos a indagar resultará que no han sido pocos los que han salido… Pero si hasta Hefets se marchó para comer con el director general, y no me digas «sólo a un pequeño restaurante en Romema que está al lado mismo de la televisión», porque, como tú muy bien sabes, se puede decir una cosa y hacer otra. No necesito decirte que se puede ir a cualquier sitio sin necesidad de mover tu propio coche, así que lo del coche tampoco es prueba de nada, para algo existen los taxis. Además de que ahora tendremos que volver a comprobarlo todo. Aunque, por suerte, muchos de ellos se encuentran en nuestra comisaría en estos momentos para ser interrogados.

—¿Estás seguro de que tiene que ver con la televisión? —le preguntó Nina—. Ya sé que no estoy muy enterada del caso, pero…

—¡Por favor! —exclamó Balilti con sarcasmo—, pero si este hombre lo último que hizo en esta vida, prácticamente, fue ir a ver a Tsadiq. ¿O no? Y después de que saliera del despacho de Tsadiq, éste aparece degollado como un… Supongo que eso sí lo sabes, ¿no? Luego viene lo del retrato robot y ahora vuelve a aparecer él… ¡Por Dios, que ya no nos chupamos el dedo!

Ella se quedó mirándolo en silencio y él dejó escapar una especie de gruñido de desprecio antes de añadir:

—Aparte de que aquí no cabe la sospecha de un robo, porque está más que claro que recibió a alguien, y si me preguntáis a mí os diré que seguro que a Meyujas… —y en ese punto su voz se hizo más débil y vacilante, cosa nada habitual en él, antes de proseguir con cierto asombro—: Aunque, que me maten si llego a entender por qué… En resumen, que no hay móvil.

—Sí lo hay —lo corrigió Shorer—, sólo que nosotros todavía no liemos dado con él.

—¿Cómo lo ve usted, señor? —le preguntó Nina-Nitza a Shorer—, ¿le parece que todos estos casos están relacionados entre sí?

—Naturalmente —exclamó Balilti—, ¿cómo va a ser de otro modo?

—Sí, eso parece —le respondió Shorer retorciéndose las puntas del bigote—, todo parece tener relación y yo incluso diría que cada caso mana del anterior.

—¿Ah sí? —dijo Nina, apoyándose en la mesa con una aparente inocencia, aunque Michael pensó que era evidente que aquella postura provocativa que le tensaba el jersey sobre los pechos estaba destinada especialmente a Balilti.

Shorer, sin embargo, no la miraba, sino que tenía la vista fija en el cadáver cuando dijo:

—Seguro que todo estará más claro cuando Meyujas vea el cadáver, y también la hermana, y quizá también… Veremos, puede que también Aviva… Lo que sí parece indudable es que, si se trata de Srul, había venido a Israel por lo de la muerte de Tirtsa. Mati Cohen fue asesinado porque vio algo; Tsadiq fue asesinado por algo que este hombre le contó, se enteró de algo que lo llevó a la muerte, y, finalmente, lo mismo le ha sucedido a este hombre, si es la persona que creemos…

—Es cien por cien seguro que se trata de nuestro hombre —se apresuró a decir Balilti—, de eso no cabe la menor duda, ¿verdad?

Shorer posó una mano en el brazo de Balilti y éste se calló.

—Si se trata de nuestro hombre podríamos decir que sabía demasiado y por eso se ha venido a sumar a los demás asesinados.

—Lo que significa —le explicó Balilti a Nina—, en realidad, que si supiéramos por qué asesinaron a Tirtsa, es decir, quién y para qué, entonces entenderíamos todo lo demás. Pero eso no va a ser nada fácil, porque Beni Meyujas estaba en la azotea con todo el equipo de la película cuando la asesinaron…

—Eso no es del todo exacto —objetó Michael, mientras se encaminaba hacia la puerta de la habitación—, no en el mismo momento en que fue asesinada, porque estaban haciendo un descanso, no lo olvides, para buscar el proyector ese que necesitaban para la iluminación, debemos tenerlo en cuenta…

—De acuerdo —dijo Balilti con desgana—, pues entonces hubo un tiempo para que bajara de la azotea al almacén, para buscar el proyector, antes de que enviara al iluminador para que lo trajera. Pero no estuvo solo allí, Schreiber, el cámara, estaba con él, o eso, por lo menos, es lo que me ha parecido entender.

—Pero no todo el rato —dijo Michael—, porque Schreiber no es el tipo de persona capaz de permanecer obedientemente en un sitio y pudo muy bien escabullirse por todo el entramado de galerías y locales que tiene el edificio; de manera que no puede decirse que…

—Ya sé lo que intentas decirnos —lo provocó Balilti—, que justamente en el instante en el que Schreiber se ausentó un momento, Beni Meyujas, que cualquiera diría que está hecho todo un superman, se lanzó sobre Tirtsa, que por casualidad se encontraba allí junto a unas columnas, y… ¿Y luego regresó a la azotea como si nada?

—No lo sé —dijo Michael—, yo todavía no quiero decir nada, ni eso ni otra cosa, porque sencillamente no lo sé. ¿Y tú? ¿Sabes tú algo que nosotros no sepamos?

—De momento no —reconoció Balilti con desgana—, pero dame un día o dos y…

—Entretanto —sentenció Michael—, voy a buscarlo, así que os ruego que lo dejéis todo tal y como está, que no toquéis nada. ¿Vienes o no?

—Sí, va —dijo Shorer—, y se queda allí ayudando con los interrogatorios.

Balilti miró a su alrededor con descontento.

—¿Y tú te quedas aquí? —le preguntó a Shorer.

—Por el momento —le respondió con falsa calma—, y si me tengo que marchar, me marcharé, porque aquí no se trata de alimentar el ego ni de hacer valer la posición de nadie; ¿o es que crees que la cosa va por ahí?

—¡Qué va! —masculló Balilti—, de ego nada, lo único que deseo es que el caso se resuelva.

—Vuelvo en media hora —dijo Michael— con Meyujas, y pido, por favor… Nina, avísalos de que estamos de camino y, si está dormido, que lo despierten.

Junto a la puerta de la calle, cuando ya salía, Michael oyó que Shorer preguntaba:

—¿Nina, no podrías prepararnos un cafetito?