Todavía en las escaleras, de camino hacia la salida del edificio de la televisión, Eli tuvo tiempo de describirle a Michael cómo, mientras estaba allí afuera por pura casualidad («Había dejado que Sasson se marchara a casa porque su mujer está con gripe, sola, y él ya llevaba aquí desde por la mañana, y como le había prometido a su mujer que volvería antes de las ocho para encender las velas de Jánuka con los niños y ya eran las ocho menos cuarto, decidí dejarlo marchar y me quedé allí para explicarle a Bublil a quién tenía que dejar salir o entrar y a quién no… No te puedes ni llegar a imaginar la tensión que hay… Tenemos retenido aquí a todo el mundo, a todos los empleados de la tele, desde las once de la mañana, tal y como nos has dicho que hiciéramos… Nadie puede entrar ni salir… Y aunque les hemos traído bocadillos y de todo… cada uno tiene sus propios planes y quieren salir…»), un taxi se detuvo ante la entrada y de él salió un hombre bajo con un pesado abrigo militar de color caqui y una gorra.
—Miré hacia afuera sin pensar en nada…, así, sin más…, no me fijé en que… De una manera automática vi cómo le pagaba al taxista y se quedaba mirando la puerta de entrada. Después leyó la esquela de Tsadiq y se puso tan blanco y tan nervioso que daba la sensación de que ignoraba lo que había sucedido —le susurró Eli Bahar a Michael cuando ambos se encontraban ya muy cerca del mostrador de los vigilantes de la entrada—, porque la expresión de la cara era indescriptible, y cuando vio el retrato del ultraortodoxo —Eli Bahar se refería al retrato robot que Ilan Kats había hecho siguiendo las confusas indicaciones de Aviva y que se habían apresurado a difundir por todas partes, pegando también uno en la puerta de entrada del edificio, junto a la esquela— se acercó a él y lo tocó con la mano como si… Parecía que le hubieran dado un mazazo en la cabeza… Y todo eso lo he visto desde el otro lado del cristal de la puerta, sin entender lo que estaba viendo…, hasta que caí en la cuenta de quién podía ser. Antes de que el vigilante, que estaba de espaldas, advirtiera lo que estaba pasando, reparé en que se trataba de Beni Meyujas, que pretendía entrar como si nada…, como si no hubiera desaparecido y no se le estuviera buscando… No sé qué decirte, pero me ha dado la impresión de que estaba completamente ido, fuera de órbita…
Mientras Eli Bahar seguía hablando, Michael descubrió, a cierta distancia, el semblante de Beni Meyujas, que se encontraba en el interior del edificio, muy próximo a la entrada, rodeado de varios agentes de policía y del personal de seguridad, y que, con las manos esposadas, miraba al frente con una expresión completamente extraviada. En ese momento llegaba también Arieh Rubin, que había subido por la escalera desde la sala de montaje y que se abría camino prácticamente a empujones hacia donde estaba Beni.
—Pero ¿se han vuelto locos, todos ustedes? —gritó Rubin, tirando de las esposas—. ¿Esto qué es? ¡Ni que fuera un criminal! —continuó bramando, al tiempo que posaba una mano sobre el hombro de Beni Meyujas—. Beni, pero ¿qué te ha pasado? ¿Cómo es que no…? ¿Dónde has estado? —le preguntó, mientras lo examinaba atentamente como si quisiera cerciorarse de que nada malo le había pasado.
Pero Beni Meyujas se apoyó contra la pared junto al mostrador de los vigilantes y le volvió el rostro sin responderle. Evitaba mirar a los ojos a su amigo aunque, en realidad, no miraba a nadie. Mantenía los ojos entrecerrados y la expresión de su rostro denotaba una terrible fatiga. Se diría que, de no estar apoyado contra la pared, o si no lo tuvieran sujeto, se habría caído.
—¿Es necesario mantenerlo esposado? —protestó Rubin. Pero nadie le hizo caso, quizá también porque en ese momento llegó Hagar, tras correr escaleras abajo, como si la noticia de la aparición de Beni Meyujas hubiera corrido como un reguero de pólvora por todo el edificio, y eso le hubiera permitido acudir de inmediato. Abrió los brazos como para abrazarlo pero, al verle la cara, se contuvo y ni siquiera lo tocó; aunque también ella gritó:
—¡Beni, Beni! ¿Dónde has estado? ¿Dónde te habías metido? ¿Estás bien? ¿Por qué no…?
Michael siguió la mirada de Meyujas, que había levantado los ojos hacia el monitor justo en el momento en el que aparecía un primer plano de Hefets —al tiempo que en la esquina derecha de la pantalla se mantenía una fotografía de Tsadiq enmarcada en negro—, que decía: «… la decisión de no interrumpir las emisiones de la televisión pública se debe también a la entrega y el coraje de todos y cada uno de sus empleados, que han tomado la decisión de honrar y reconocer el trabajo de Shimshon Tsadiq, que Dios tenga en su Gloria, su forma de actuar, y que desean igualmente materializar su credo que podría resumirse en que la información nunca debe ser interrumpida…».
Los ojos de Beni Meyujas pestañearon muy deprisa, y con una mueca de asco los bajó y los cerró, mientras en la pantalla aparecía ahora una fotografía con un pie que ponía: «Se busca» y que representaba el retrato robot de un ultraortodoxo, al mismo tiempo la voz de la locutora del informativo declaraba: «… se solicita la colaboración ciudadana para localizar el paradero del hombre que aparece en pantalla, metro setenta y cinco de altura, complexión media, ojos castaños… con unas claras marcas de quemaduras en las manos y en el antebrazo derecho…»; y, de repente, alguien le quitó la voz al aparato.
Eli Bahar se encontraba junto a Beni Meyujas y pudo apartar de él con delicadeza a Rubin y a Hagar, haciendo caso omiso de sus constantes «quítenle las esposas». Entonces, Rubin se dirigió directamente a Michael y le preguntó:
—Pero ¿es que es acaso un criminal para tenerlo detenido de esta manera?
Michael se hizo el distraído: volvió la cara hacia otro lado y aparentó no haberse dado cuenta de que le hablaban.
Rubin pareció confuso, como si el sutil pacto que se había ido forjando entre ambos se hubiera roto de repente. Se quedó callado un instante y, después, empezó a protestar contra los agentes que lo apartaban de Beni Meyujas sin darle explicación alguna.
—¿Adónde se lo llevan? —gritó Hagar, echando a correr por las escaleras detrás de Eli Bahar y de Bublil. Éstos querían llevar rápidamente a Beni Meyujas al segundo piso, pero ella los adelantó en el pasillo y, entrando en la sala de redacción, anunció a voces—: Beni ha venido, está perfectamente, lo están llevando al despacho de Hefets para interrogarlo —y al instante asomaron por la puerta de la sala de montaje Zohar, el reportero, David Shalit, el cronista de sucesos, Niva, la secretaria de los informativos, y Erez, el realizador.
—¡Beni! —alcanzó a gritar David Shalit, antes de que lo metieran en el despacho del director de los informativos, que la policía había convertido en improvisada sala de interrogatorios.
Todo el grupo, agolpado en el pasillo, miraba a los policías en medio de un tenso silencio. Hagar y Rubin se detuvieron en la puerta.
—¿Esperamos aquí? —preguntó Rubin.
Michael se encogió de hombros.
—No merece la pena —le respondió éste finalmente—, porque puede tardar mucho en salir.
—En ese caso subo a la sala de montaje, si es que me necesitan por aquí cerca —dijo un Rubin indeciso y Michael lo miró sorprendido—, porque así, en cualquier momento —insistió Rubin—, pueden ustedes mandarme llamar.
Michael hizo un gesto indefinido con la cabeza, entró en el despacho de Hefets y se encontró con la sonriente mirada del sargento Bublil.
—¿Le traigo un café, señor? Con tres de azúcar, ¿verdad?
—No, gracias, a mí no —le respondió Michael, queriendo añadir: «¿Qué sentido tiene tomarse un café sin fumarse un cigarrillo?». Aunque después de mirar a Beni Meyujas dijo—: Pero traiga uno bien grande y con leche —y Bublil, que no se había perdido la mirada de Michael a Beni, asintió con complicidad y salió precipitadamente hacia la sala de redacción, de donde regresó al momento con una gran taza humeante. Tras posarla en la mesa, sacó del bolsillo del pantalón unos sobres de azúcar y los dejó junto a la taza, después hizo lo mismo con una cucharilla que sacó del bolsillo del chaquetón, y salió al pasillo cerrando el paso a cualquier curioso que pretendiera acercarse.
Eli Bahar hizo sentar a Beni Meyujas en la silla que había delante de la mesa, le señaló la taza de café y, sin pronunciar palabra, le quitó las esposas. Después se fue al otro extremo de la estancia, cerca de la puerta. Michael se sentó frente a Beni Meyujas, que fue rompiendo uno tras otro los tres sobres de azúcar, echó el contenido en la taza y lo removió acompasadamente y sin levantar la mirada.
—¿Dónde ha estado usted? —le preguntó Michael, pero Beni ni lo miró.
Tras un prolongado silencio, Michael le preguntó en un tono grave, aunque reposado, como se pregunta a un enfermo desahuciado que ha desobedecido las órdenes de sus facultativos:
—¿No tiene nada que decirnos?
Pero Beni Meyujas seguía mirando fijamente y en silencio la taza de café.
—Al final acabará usted por hablar —le dijo Michael, esforzándose por conservar la calma, a pesar de que su enfado iba en aumento al ver la expresión de indiferencia que se había apoderado del rostro del interrogado—. ¿No le parece que es una lástima que todos perdamos nuestro precioso tiempo?
Se diría que Beni Meyujas no había oído la pregunta. Sus manos envolvían la taza de café sobre la que estaba inclinado, aspirando el aroma, pero sin llevársela a los labios.
—Ha tenido a todo el mundo en vilo durante treinta y seis horas —le dijo Michael, y Beni Meyujas, entonces, se acercó la taza a la boca, muy despacio, y dio un pequeño sorbo—. Ha tenido a mucha gente preocupada por usted, así que lo menos que podemos pedir es que nos diga dónde ha estado.
Beni clavó la mirada en la ventana oscura que Michael tenía a sus espaldas y continuó en silencio.
—¿No nos quiere contar dónde ha estado? —volvió a preguntarle Michael y, después de un momento, añadió—: Queremos saber, por ejemplo, si ha estado usted en el edificio de la televisión esta mañana, o en Los Hilos, o por los alrededores.
Beni Meyujas no apartaba la mirada de la oscura ventana. Excepto por un rápido parpadeo, no había señal alguna de que estuviera oyendo lo que se le decía.
—¿Sabe usted que Tsadiq ha sido asesinado?
Silencio.
—¿No se ha enterado? —le preguntó Michael.
Beni Meyujas callaba, pero el parpadeo tembloroso de su ojo derecho y el estremecimiento repentino que lo recorrió delataron que sí se había enterado. Lo que no se podía saber era si se habría enterado por la esquela de la entrada.
—¿Tiene usted idea de dónde y cómo lo han matado?
Beni Meyujas se cubrió el rostro con las manos, se frotó las pálidas mejillas, cerró los ojos, los volvió a abrir y se quedó mirando la ventana. Un relámpago iluminó el cielo negro y al instante se oyó un único trueno, muy cerca, como si hubiera resonado junto al hombro de Michael, y, por un instante, la luz azulada del fluorescente vaciló, confiriéndole a la palidez de Meyujas una tonalidad amarillenta y enfermiza.
Michael sabía muy bien que Beni Meyujas se enteraba perfectamente de lo que sucedía a su alrededor, incluso con mucha mayor lucidez que todos los que lo rodeaban. Tenía muy claro, por el extraño desfase que había entre los constantes cambios de expresión del rostro y la, por otra parte, lenta gesticulación de sus manos, que una gran angustia lo invadía o que un gran temor tenía paralizado a aquel hombre tan sensible.
—De acuerdo —dijo Michael—, intentaremos ayudarle. Así que, de momento, lo voy a detener y va usted a ser interrogado. Si lo desea, puede llamar a un abogado.
Se calló por un momento, para comprobar la reacción de Meyujas, que parecía estar completamente en paz consigo mismo, y después añadió:
—Lo siento, pero si hubiera estado usted dispuesto a hablar, a colaborar, entonces se podría… —y volvió a mirar el rostro de aquel hombre que parecía estar en otro lado, muy lejos de allí.
Eli Bahar esperó a que Beni Meyujas dejara la taza, volvió a esposarlo y salió con él hacia la calle, al vehículo policial. Michael los acompañó hasta la planta baja, donde Hagar se plantó delante de Eli Bahar y le dijo, con una voz muy temblorosa, y tan repentinamente aguda que parecía la de una histérica:
—Si se lo llevan, yo también voy; nada me importa, porque yo…
—Estupendo —la cortó Michael—, puede ir también, porque de todos modos le va a llegar el turno, pero tiene que saber que también va a ser interrogada ahora.
—No me van a amedrentar —dijo Hagar furiosa, decepcionada por el hecho de que no le hubieran brindado la oportunidad de armarla pero aprovechando para ponerse junto a Beni. Casi lo agarró por el brazo, pero una mirada de él y la expresión de su rostro la empujaron a retirar la mano hacia atrás. Fuera esperaba ya el coche policial, junto al que se encontraba Bublil, listo para introducir en él a Beni Meyujas. Hagar se agachó para subir ella también, pero Bublil la detuvo mientras lanzaba a Eli Bahar una mirada interrogativa. Eli le hizo un gesto con el brazo indicándole que la dejara y Bublil se encogió de hombros y se puso al volante del vehículo.
En el pasillo, de camino a la cafetería, Michael vio a Hefets y a Natacha enfrascados en una animada conversación. Hefets extendió la mano para tocarle la mejilla a Natacha, como si quisiera quitarle una mancha o una miga, en un gesto de confianza y proximidad, pero Natacha la esquivó. Michael se acercó y se dio cuenta del enfado que inundaba el pulido azul de los ojos de ella y del veneno que destilaban las palabras que en ese momento salían de su boca:
—¡Ajá! ¡Ahora lo entiendo! Así que lo que quieres hacer ahora es ocuparte de mí…
Pero entonces advirtió la presencia de Michael y se calló. Hefets, que estaba de espaldas al pasillo, se volvió y le lanzó a Michael una mirada de impotencia.
—No sé qué hacer con ella —se lamentó, como si hablara de una niña de la que los dos fueran responsables.
Natacha se cogió un mechón de pelo y lo miró con detenimiento.
—Ya lo ve —le dijo a Michael—, ahora resulta que se preocupa por mí, que le importa mi bienestar y me cuida para que no me pase nada, así que le he dicho —añadió sin mirar a Hefets—, que ya que eso es así, que me lleve a su casa, porque ¿qué hay de malo en eso? Allí nadie me va a hacer nada y él podrá protegerme, ¿no le parece?
—No tiene ninguna gracia —se quejó Hefets—, estoy realmente preocupado por ti. ¿Por qué no me crees? ¿Por qué te comportas conmigo como si yo fuera una especie de… criminal? —y dirigiéndose de nuevo a Michael prosiguió—: Se cree que lo único que deseo es lavarme la conciencia o que solamente me muevo por intereses, pero la verdad es que ciertamente me gustaría saber, como le he dicho antes, qué es lo que se podría… Me he enterado de lo del cordero degollado delante de su puerta, por la noche, veinticuatro horas después de que… Y eso sólo por casualidad, porque dos de los agentes lo estaban comentando y lo oí… Nadie pensaba contármelo… Me trata como a un desconocido, mientras que yo, ¿qué es lo que quiero, al fin y al cabo? La conozco tan bien… Somos íntimos… nosotros…
—Hefets —dijo Natacha en voz baja, recalcando cada sílaba—, te he dicho ya mil veces, Hefets, que ese «nosotros» se acabó. Ahora yo soy «yo» y tú eres «tú», cada uno completamente por su lado, y nada de «nosotros»; así que si… si crees que… —y de nuevo miró a Michael—. Dice que me ama —le dijo en un tono que denotaba asombro y desespero a la vez—, pero ¿qué significa eso de amar a alguien? ¿Eso qué es?
Hefets paseaba su atemorizada mirada de Natacha a Michael, ida y vuelta.
—Natacha… —le dijo ahora Hefets en tono de advertencia—, Natacha…
—Tú no me vas a decir lo que tengo que… Porque te estoy preguntando qué es eso de amar a alguien; y también a usted se lo pregunto —dijo dirigiéndose de nuevo a Michael—, a ustedes se lo pregunto, dos hombres mayores que yo y más sabios que yo: ¿qué significa eso de amar a alguien?
Michael permanecía en silencio mirando a Hefets, que apoyaba todo su peso alternativamente sobre uno u otro pie y no dejaba de enjugarse el sudor de la frente. Cuando parecía que finalmente iba a decir algo, se limitó a murmurar:
—Natacha…, hazme el favor, Natacha…
—¿Amar a alguien significa desear que esté bien? —insistió Natacha—. ¿Sí o no?
Hefets carraspeó pero no dijo nada.
—Entonces sí puedes ayudarme, puedes darme…, ayudarme… Quiero seguir con ese reportaje, sabes que soy muy buena en eso, es lo único que te…
—¿La ha oído? —le dijo Hefets a Michael, conmocionado y sujetando a Natacha por el brazo—. Pero ¿no entiendes lo peligroso que resulta eso ahora? —y prosiguió en un susurro—: Después de todo lo que… ¿no puedes dejar en paz a los ultraortodoxos ésos? ¿Qué empeño tienes con ellos? ¿Ahora te ha dado por obsesionarte con el tema?
—¿Qué? —dijo Natacha, sacudiendo con fuerza el brazo para que la soltara—, ¿por una ridícula cabeza de cordero te entra el pánico?
—No, no es solo eso —dijo Hefets—, aunque también, porque me parece bastante terrorífico, por la noche… ¿O es que no te dio miedo encontrarte con algo así por la noche…? Llegas a casa y te encuentras con la cabeza de un cordero columpiándose en tu puerta… ¿No da miedo, acaso? Pero no es solamente por eso, sino por Tsadiq… He visto a Tsadiq… Créeme, Natacha… —dijo, y la voz se le quebró.
—No tiene nada que temer, porque ahora los vamos a llevar a la comisaría de Migrash Ha-Rusim, y hasta que los interroguemos y… A Natacha no le va a pasar nada.
—¿Ahora? —dijo Hefets furioso—, ¿ahora tenemos que ir a Migrash Ha-Rusim? Pero si estamos a mitad del… Tenemos que… —señaló con la cabeza la cafetería, donde se encontraba el equipo de los informativos hablando con gran animación alrededor de una larga mesa hecha después de unir tres mesas de formica—. Tenemos una reunión de trabajo urgente, no podemos marcharnos a ningún lado, hay policía por… Es el único sitio en el que podemos… Hay cosas que… Y todavía no he decidido quién va a dirigir los informativos, porque yo solo ahora no puedo… Y además… Rubin no quiere sustituirme como director de los informativos, ni siquiera temporalmente, porque me ha dicho que no quiere un puesto de mando, ningún cargo, y no tengo…
Michael se encogió de hombros y le indicó, con un gesto de la mano, que entrara en la cafetería, y luego lo siguió, justo en el momento en el que Niva gritaba:
—No podemos anunciar en las noticias que uno de nuestros compañeros ha sido detenido bajo sospecha de… ¿de asesinato? ¿Eso es lo que vamos a decir?
—Tranquilízate de una vez —le espetó Erez—, ¿qué haces ahí vociferando como una niña pequeña? Pero ¿es que no entiendes la situación? No diremos el «sospechoso» sino el «detenido», pero debemos informar de ello, porque ¿qué te crees, que el canal 2 se va a comportar y no va a decir nada al respecto?
En cuanto vieron a Michael se callaron. Durante unos segundos se quedaron mirándolo, hasta que Niva, en un tono entre asustado y hostil, se atrevió a preguntar:
—¿Es cierto que han detenido ustedes a Beni y que es su sospechoso? —y sin esperar respuesta añadió—: ¡No me lo puedo creer! ¡Hay que estar completamente ciego para sospechar de Beni Meyujas! Pero si él ni siquiera estaba aquí, ¿cómo es posible entonces que…?
—Tenemos que resolver unas cuantas cosas urgentes —dijo Hefets—, porque nos quieren llevar a declarar a la comisaría de Migrash Ha-Rusim…
—¿Ahora? —protestó Erez—, ¿después de habernos estado volviendo locos durante todo el día? No basta con el trau…, con la desgracia de lo de Tsadiq…, sino que también… Pero ¿qué es lo que hemos estado haciendo durante todo el día sino declarar y declarar?
—¿También nosotros somos sospechosos? —quiso saber Niva—, ¿la televisión entera está bajo sospecha?
Michael la miró en silencio y después miró a Tsipi, la ayudante de producción embarazada, que, suspirando, puso los brazos sobre la mesa y apoyó la cabeza en ellos. Cuando sus ojos se toparon con los de David Shalit, el cronista de sucesos, éste le devolvió una mirada interrogativa, se levantó y se llegó hasta él.
—Quiero hablar con usted, superintendente Ohayon —le dijo en un susurro—, tengo que saber cuántos…
—Déjalo ahora, Dudu —le dijo Hefets con mucha calma—, nadie va a hablar ahora contigo, tienen… asuntos más importantes que tratar, ¿no es cierto? —y dirigiéndose ya abiertamente a Michael añadió—: ¿Cuánto tiempo nos da para terminar la reunión?
—Una media hora —le contestó Michael mirando el reloj—, y espero que podamos terminar esta misma mañana, pero dependerá de la evolución de los acontecimientos.
—¿Y qué va a pasar con los informativos de la noche? —inquirió Hefets—; usted no se puede llevar al personal de las noticias de la noche, porque alguien tendrá que presentar el telediario.
—Pues hágame una lista —le dijo Michael— de los que no puede prescindir, pero sólo de los que obligatoriamente han de estar aquí esta noche, y nosotros…
—Pero si somos casi todos —protestó Hefets—: Erez, el presentador de la noche, la ayudante de producción, la entrevistadora, los reporteros, Dani Benizri, y también Rubin tiene que estar, y Niva…
—Yo no estoy dispuesta a quedarme —dijo Niva.
—Usted prepare la lista y nos los llevaremos después de la edición de mediodía, en nuestros coches patrulla. Excepto a los que estén en la lista —dijo Michael—. Todos los demás tendrán que acompañarnos sin rechistar y quien no pueda hacerlo a las nueve y media lo hará a medianoche, porque por mi parte no hay ningún problema.
En ese momento entró en la cafetería un policía uniformado.
—Señor —le dijo el agente a Michael, sin aliento—, desearíamos que… —y señaló con la cabeza en dirección a la puerta.
—¿Qué pasa, Yigal? ¿Ha pasado algo más? —preguntó Michael, apresurándose a ir hasta donde estaba el policía.
—Se trata de dos asuntos, señor —le dijo—: el primero es que hay un hombre en la puerta de entrada que se ha identificado como periodista y que debe entregarle algo a Hefets. No le han permitido entrar, pero lleva un sobre en la mano que no quiere entregar a nadie y no hace más que repetir que el realizador le ha dicho que sólo se lo puede entregar a Hefets personalmente, de manera que hemos decidido consultárselo a usted, señor, y si…
—Hefets —llamó Michael a Hefets, que acudió muy deprisa—, cuéntaselo, Yigal, y que decida él qué se hace —le dijo Michael al policía.
—Por mí lo hubiera obligado a marcharse, lo hubiera echado… —le explicó el policía en tono de disculpa—, pero tratándose de un periodista, he creído que…
—Has hecho muy bien —le dijo Michael—, en situaciones como ésta nunca se sabe… —estaba pensando en Natacha, si no se trataría de algo relacionado con ella que solamente podía llegar a manos de Hefets.
El agente le explicó a Hefets lo que sucedía, y los tres subieron desde la planta de la cafetería a la de la entrada. Michael y el sargento Yigal se quedaron juntos al final de las escaleras y vieron cómo Hefets iba hasta donde estaba aquel muchacho que llevaba un casco de moto en una mano y en la otra un sobre amarillo, que le tendió a Hefets en silencio para después marcharse de inmediato.
—Un momento, espera —le gritó Hefets—, que no he firmado ningún acuse de recibo… —pero el chico había desaparecido de su vista.
—¿Y cuál es el segundo asunto? —preguntó Michael al sargento Yigal, mientras miraba a Hefets, que sujetaba el sobre como si lo estuviera sopesando y había empezado a rasgarlo mientras se encaminaba de vuelta hacia la cafetería. Por un momento, Michael pensó en pedirle que lo abriera en su presencia, pero el sargento lo distrajo al decir:
—Señor, es mejor que suba conmigo al segundo piso, donde los informativos, porque allí hemos encontrado… Lo están esperando —y cuando Michael se disponía a subir por la escalera, el sargento le dijo—: Ya he llamado al ascensor, señor, porque es un poco urgente —y los dos entraron en el ascensor, el sargento apretó el botón que tenía un tres—. Es el segundo piso, pero a causa del sótano… —empezó a explicar, pero se calló en cuanto la puerta empezó a cerrarse muy lentamente.
También a la puerta de la sala de redacción había apostado un policía, y en el interior se encontraban tres miembros de la policía científica.
—Yafa se lo enseñará —le dijo uno de ellos al tiempo que se metía en uno de los despachos—, está en la tercera puerta, donde pone «Reporteros de asuntos exteriores».
—Lo hemos encontrado —le anunció Yafa muy satisfecha—. ¿Qué dijimos? Sabemos que todo lo que se toca deja su rastro. Pues aquí lo tienes.
Con un dedo enfundado en un guante de silicona, señaló el cuello de una camiseta celeste que había extendido sobre una impresora colocada debajo de una ventana.
—¿Ves esta mancha, que es como marrón? Pues no es marrón sino roja, y han intentado eliminarla, pero sin éxito. Quien lo haya intentado no sabe que para limpiar la sangre hay que hacerlo con agua fría —y sonrió con complacencia—. Lo han intentado con agua hirviendo, puede que con el agua del calentador del agua para el café —y señaló el calentador eléctrico que había en un rincón del despacho—, o puede que la hayan cogido de otro sitio; pero la cuestión es que se han propuesto eliminar la mancha con agua hirviendo y lo único que han conseguido es que cambie de roja a marrón.
—¿Estás segura de que es sangre? —vaciló Michael.
—Yo nunca estoy segura de nada —le respondió Yafa visiblemente molesta—. Lo sabremos después de los análisis, pero estoy dispuesta a jugarme lo que quieras a que sí lo es. Cuando se asesina a alguien con semejante ensañamiento no hay protección posible.
—Yo contigo ya no me apuesto nada —dijo Michael, inclinándose sobre la camiseta—, porque todas las veces que lo he hecho, luego me he sentido como un… ¿Qué es lo que pone en esta etiqueta? Es una camiseta de…
—Perdone que lo interrumpa, señor —dijo Yafa en tono irónico—, pero esta camiseta tiene más pistas de las que nos podamos imaginar y hasta podría decirse que su hallazgo constituye un verdadero milagro. Ante todo, si se trata de sangre y si ésta está relacionada con la escena del crimen, y ten en cuenta que he dicho dos síes condicionales, puedes estar seguro de que no se trata de una mujer.
—¿Por qué? ¿Porque pone una L de large?
—No, desde luego que no, porque hay mujeres a las que no les gusta la ropa ceñida y que prefieren las camisetas holgadas, pero podríamos decir que también por eso, aunque sobre todo por lo que te he comentado de lo de la sangre y el agua hirviendo.
—No todas las mujeres saben quitar manchas —continuó retándola Michael.
—Ahí está el quid de la cuestión —dijo Yafa en un tono triunfal—, que no todas las mujeres saben quitar manchas, ni las que saben, saben cómo quitarlas todas, pero, si se trata de sangre, eso ya es harina de otro costal. Todas las mujeres saben que la sangre se elimina primero con agua fría, y si tú tuvieras la regla todos los meses, también lo sabrías.
—Ajá, ya hemos llegado a la regla —dijo Michael levantando las manos en señal de rendición, aunque sin sonreír—, ante eso ya no tengo nada que decir… Porque ¿quién soy yo para enfrentarme a los poderes naturales de la menstruación? Pero ¿qué me dices de la talla?
—Como muy bien has dicho, se trata de una camiseta de hombre de la talla L —confirmó Yafa—, pero hemos tenido mucha suerte. Si está relacionado con el caso, nos ha tocado la lotería. Si resulta finalmente ser la sangre de Tsadiq, entonces vamos a tener un hilo del que tirar, porque se trata de una camiseta muy especial que no creo que pueda conseguirse aquí, en Israel, aunque habrá que comprobarlo en los distintos centros comerciales. Mira —y le mostró la etiqueta—, ¿lo ves? Es de Eddie Bauer, de los Estados Unidos, que es una tienda supercara, lo que se llama un sportwear, apto sólo para hombres que estén dispuestos a pagar lo que sea para llevar una marca de prestigio en una prenda de uso diario… Lo sé por pura casualidad… Y es que uno nunca sabe cuándo van a serle de utilidad las cosas de las que se entera… Porque hace un tiempo, una de las que trabaja con nosotros le trajo unos calcetines a su novio, pero, como está casado, le dijo que no podía llevarse a casa unos calcetines de Eddie Bauer, porque su mujer sabía que él no había ido a los Estados Unidos y lo primero que haría sería preguntarse quién podría haberle traído algo así. Esa explicación la enfureció tanto, que él fuera tan cobarde, que decidió no regalárselos, y eso que le había traído tres pares, y en lugar de eso se los dio a Rami; lo conoces ¿verdad? Todo eso lo oí por pura casualidad y me apuesto lo que sea a que el dueño de esta camiseta seguro que tiene otra más y también calcetines de la misma marca; así que si encuentras a alguien que lleve una camiseta o unos calcetines así…, entonces ya tienes todos los… El caso estaría prácticamente cerrado… ¿Entiendes el significado de lo que te estoy diciendo? Esto sólo se compra en América, para ti mismo o para alguien a quien quieras. Para que lo sepas en un futuro. ¡Y, además, también he encontrado esto! —dijo, mientras agitaba una bolsita de plástico sellada que le enseñó de cerca y que contenía un pelo grisáceo—. Estaba en la camiseta. Por dentro. Si resulta ser sangre y si es la de la escena del crimen, este pelo… puede llegar a ser la clave de todo.
—¿Quién ha encontrado la camiseta? —preguntó Michael.
—La ha encontrado Yigal detrás de la mesa de los ordenadores de la sala de los reporteros de asuntos exteriores, tirada entre la pared y la mesa, así, doblada. ¿Qué dices a eso?
—Pues que te felicito, Yigal —dijo Michael, y el sargento se ruborizó.
—¿Quién ha estado hoy en esa sala? —preguntó Michael a Yafa—, ¿lo habéis averiguado ya?
—Perdone, señor —dijo el sargento Yigal desde su puesto junto a la puerta—, pero todos han estado ahí. Según parece, todo el mundo va en algún momento a la sala de los reporteros de asuntos exteriores, muchísima gente además de los propios reporteros… La infografista…, cualquiera que necesite el ordenador… Todos los de los informativos entran en ese despacho.
—Pero ¿habéis comprobado quién ha estado hoy concretamente? —preguntó Michael.
—Naturalmente que sí, señor, por supuesto que sí —pareció ofenderse el sargento—, pero… —y tras vacilar un momento, optó por callarse.
—¿Pero?
—Pero mire usted la lista —dijo el sargento y se sacó del bolsillo de la camisa un papel doblado que extendió entre ambos—, tenemos anotadas a trece personas que o bien son ellos mismos los que afirman que estuvieron en la sala o bien alguien los vio entrar, mire, mire… Y todavía no hemos terminado de preguntarle a todo el mundo…; acabamos de empezar, porque no hace más de media hora que encontramos la camiseta… Y, además, señor, Yafa dice que cualquiera pudo haber entrado, tirado la camiseta y salido rápidamente sin que nadie lo viera.
Michael examinó la lista de los nombres, que incluía a Tsipi y a Tsvia, las ayudantes de producción, a Keren, la presentadora, a Hefets…
—¿Qué pinta Hefets aquí? —le preguntó al sargento.
—La verdad es que no lo sé, porque nos ha dicho que sólo entró un momento —respondió el sargento rascándose la coronilla.
También Rubin estaba en la lista.
—Vino a buscar a Hefets.
Y Eliahu Lotfi, el reportero de medio ambiente, Elmaliaj, el cámara, y también Schreiber, y Natacha, y Niva, y hasta el propio Tsadiq, que había pasado por allí a las ocho de la mañana; porque en algunos casos el sargento Yigal había anotado la hora a la que habían estado, y hasta había hecho una especie de tabla. Había además tres nombres que Michael no conocía.
—Éste es uno de los reporteros de asuntos exteriores —le dijo el sargento, poniendo el dedo sobre el primero de ellos—, y éste de aquí, ¿qué he escrito? Ah, sí, es la que escribe… ¿Cómo se llama eso? Tele algo… Donde se escribe lo que leen los presentadores de los informativos. Y esta otra…, aquí lo pone…, es una presentadora…, la presentadora de un programa literario o algo así, estaba entrevistando a un escritor, pero es para el viernes. Le gusta trabajar por la mañana temprano, cuando todavía nadie molesta, me ha dado una copia de lo que estaba haciendo, aquí tengo su nombre y todos los detalles; pero ella estuvo allí antes de que sucediera todo… Todavía no he podido hablar con todos, pero, por ejemplo, Dani Benizri dice que entró con un cámara y que estuvo trabajando en el ordenador… Puede usted hablar con él, señor, ahora está en la sala de montaje número ocho, hace ya más de una hora que está allí y no ha querido… Nos ha dicho que ya que lo tenemos secuestrado por lo menos lo dejemos trabajar. ¿Y qué podíamos hacer? ¿Ponernos a discutir con él? Nos ha dicho que lo llamáramos cuando llegara nuestro jefe… ¿Qué podía yo ha…? Arieh Rubin también está allí, en la sala de montaje, y me ha dicho lo mismo, que si usted lo buscaba…
Michael dobló la hoja, miró al sargento y le dijo:
—Estupendo, Yigal, lo felicito, pero todavía le queda mucho trabajo, como completar esta tabla y comprobar antes que nada cuándo y por qué estuvieron en esa sala, y si vieron entrar a alguien y…
—Así lo haré, señor —dijo el sargento, y sus ojos castaños y redondos resplandecieron felices por las alabanzas de su jefe.
—¿Cuánto tardaremos en tener una respuesta? —le preguntó Michael a Yafa.
—¿Sobre lo de la camiseta? ¿De la sangre? —dijo Yafa distraída—. Lo sabremos enseguida, puede que mañana mismo, pero lo del pelo ya es otra cosa, es más complicado… Ya sabes lo que tarda lo del ADN… Espero que pasado mañana; pero antes ya tendremos lo de la sangre.
—Subo un momento al piso de arriba —dijo Michael—, si Eli Bahar o Balilti me buscan, decidles que estoy allí.
El sargento Yigal asintió con un movimiento enérgico de la cabeza y Michael subió por las escaleras. Puede que lo hiciera para comprobar su capacidad pulmonar, para ver si la punzada que había sentido durante los dos últimos meses antes de dejar el tabaco, sobre todo cuando corría escaleras arriba, y que había sido la causa de que el médico de cabecera, después de describirle con todo lujo de detalles un sinfín de enfermedades pulmonares, le ordenase dejar de fumar, había desaparecido. Sin embargo, ahora constataba que la punzada persistía y que con el esfuerzo todavía le subía desde el pecho una especie de silbido, de manera que por un momento se preguntó si tenía sentido la tortura por la que estaba pasando al tratar de dejar el tabaco. Aunque por otro lado, como todo estaba plagado de avisos de «prohibido fumar», se ahorraba tener que salir a buscar un lugar donde estuviera permitido echarse un pitillo o tener que transgredir la ley, como en no pocas ocasiones había hecho en el pasado.
Dani Benizri se encontraba sentado frente a la mesa de montaje, con la camisa negra desabrochada, y una camiseta blanca asomando por debajo. Al oír que la puerta se abría, levantó la cara del monitor. Detuvo la película y en la pantalla se congeló la imagen de Esti, embarazada, detrás del volante del camión, sujetándose el vientre con las manos y retorciéndose de dolor mientras le hacía señas a la cámara y Rahel Shimshi, arrodillada en el asiento de al lado y muy asustada, le daba palmaditas en las mejillas.
—Es el reportaje sobre las mujeres de los obreros para la edición de la noche —le explicó Dani Benizri, antes de que a Michael le diera tiempo a preguntarle nada—. Es…, es terrible lo que ha pasado allí… Ésta… —y señaló a Esti— es la cuñada de Shimshi, hoy ha perdido al niño… Era su primer embarazo… —continuó diciéndole a Michael—. Ha sido un día espantoso, lo de hoy ha sido de pesadilla. Por todo. Necesito unos cuantos minutos más para terminarlo.
Michael se aproximó al monitor para ver mejor la imagen que Benizri había congelado.
—De toda esta historia lo que no acabo de entender —dijo el reportero—, es cómo Rahel Shimshi…, cómo ha podido dejar que Esti fuera con ellas estando embarazada, con lo que le había costado además quedarse en estado; créame, conozco la evolución de cerca… Después de pasar por mil y un tratamientos y sufrimientos, y al final ¿para qué? ¿Para acabar así, perdiendo al niño? Ha sido sólo por eso por lo que Rahel Shimshi ha accedido finalmente a salir del camión. Ha sido ella misma la que ha soltado las cadenas y lo ha detenido todo. Las demás ni siquiera se habían enterado. Llamamos una ambulancia, y ¡cuánta sangre! No puede usted ni imaginarse lo que ha sido. Ella se pondrá bien, pero al niño no lo han podido salvar. ¡Se va a armar una!
Sonó el teléfono y Benizri suspiró.
—¿Sí? —dijo impaciente, pero enseguida añadió—: Perdona, creí que era mi mujer que… De acuerdo, ahora mismo voy.
—¿Va usted a alguna parte? —le preguntó Michael—. Porque pensaba hacerle unas cuantas preguntas…
—Es Hefets —le explicó Benizri—, me dice que baje enseguida, porque tengo que… Dice que es urgente.
—Nos llevará sólo un momento —dijo Michael—, y así podremos marcharnos juntos. Es en relación con la sala de los reporteros de asuntos exteriores. ¿Cuándo, exactamente, ha estado usted allí?
Benizri, que estaba ocupado sacando la cinta del aparato y se disponía a apagar la mesa de montaje, se detuvo en seco y lo miró confuso.
—¿La sala de los reporteros de asuntos exteriores? —dijo sorprendido—, ¿cuándo he estado yo allí? No lo recuerdo… —aunque al cabo de un instante pareció recuperar la memoria—. Ah, sí, con la infografista, pero solamente un momento, alrededor del mediodía, ahora recuerdo que salí de allí a toda prisa porque me moría de hambre. Pero no fue cuando… ¿Por qué me lo pregunta?
—¿Cuánto tiempo estuvo usted allí? —le preguntó Michael.
—Unos veinte minutos, estuve hablando con la infografista y… No mucho rato —dijo Benizri metiendo la cinta en su macuto y haciendo ademán de dirigirse hacia la puerta.
—¿Y mientras estuvo usted allí —continuó preguntándole Michael siguiendo a Benizri hasta el ascensor— entró mucha gente?
—Como siempre —dijo Benizri al tiempo que se abría la puerta del ascensor—, porque no es que sea un lugar privado, precisamente, así que seguro que entraría un montón de gente; hasta creo recordar haber visto por allí al propio reportero de asuntos exteriores —comentó sonriendo, aunque sin alegría, ante su propia broma—. Y también entró la realizadora de los informativos de asuntos exteriores, y… no me acuerdo, porque nosotros estábamos en un rincón de la sala.
—¿Junto al ordenador? —le preguntó Michael, ya dentro del ascensor.
—Sí. ¿Cómo lo ha sabido? —se sorprendió Benizri—. ¿Por qué?
—¿Y no vieron nada en especial? ¿Algo fuera de lo común? ¿Alguna cosa rara?
—Yo no vi nada —contestó Benizri encogiéndose de hombros—, ni raro ni no raro. ¿Tiene usted idea de todos los asuntos que he tenido que tratar hoy?
El ascensor se detuvo y Michael siguió a Benizri hasta la cafetería. Desde el principio del pasillo vio a Hefets de pie junto a la puerta. El director en funciones de la televisión sostenía en una de sus manos una taza de café y, en la otra, el sobre amarillo. Hefets miró a Dani Benizri muy serio y le dijo:
—Mira, Dani, he recibido… —y solamente entonces se apercibió de la presencia de Michael y se calló.
—¿Qué? ¿Qué es lo que has recibido? —preguntó Benizri mirando el sobre.
—Yo… —dijo Hefets confuso, y, tras aflojarse el nudo de la corbata y desabrocharse los primeros botones de la camisa, se pasó la mano por el canoso vello del pecho que le asomaba (no llevaba camiseta y Michael se dijo que debía preguntarle a la de vestuario sobre la costumbre de Hefets al respecto)— no tenía intención de decírtelo aquí, así, de esta manera…, pero por culpa de la policía ya no nos queda ningún rincón privado en el que poder hablar…
Michael hizo caso omiso de la queja que acababa de oír y dijo:
—No es solamente que no exista la posibilidad física de tener privacidad, Hefets, diga claramente que no hay privacidad y punto. La cosa es muy simple: esta mañana han asesinado aquí al director de la cadena, así que yo también tengo que saber lo que contiene este sobre, porque quizá tenga algo que ver con nuestro caso.
—Le juro que no existe relación alguna —dijo Hefets mientras lo miraba muy incómodo.
—Venga —dijo Benizri impaciente—, no creo que sea tan grave, dinos de qué se trata y acabemos con el asunto de una vez.
—Está bien —dijo Hefets—, luego no me digas que no te avisé —y le tendió el sobre a Benizri.
Benizri lo abrió y sacó un fajo de fotografías. Sin sospechar nada miró la primera foto y pasó un momento hasta que se percató de qué se trataba. En ese instante volvió a guardar las fotos en el sobre a toda velocidad, miró a su alrededor y sólo dijo: «¡Dios mío!».
—Ya ves —dijo Hefets, y a Michael le pareció percibir un ligero acento de maldad en su voz, puede que hasta cierta alegría por el mal ajeno—, lo mismo he dicho yo. Esto es lo único que nos faltaba.
—¿Puedo verlo? —dijo Michael alargando la mano hacia el sobre.
—Créame que no tiene nada que ver con el caso —se apresuró a confirmarle Dani Benizri retirando la mano del sobre hacia atrás.
—Todo tiene que ver con todo —dijo Michael—. Lo siento mucho, de verdad, pero tengo que ver esas fotos.
—Pero si no son nada…, son fotos de… ¿Qué tendrán que ver unas fotos mías en la intimidad con una mujer… con el caso de Tsadiq? Seguro que quieren chantajearme.
Michael volvió a alargar la mano y Benizri depositó el sobre en ella. A continuación sacó, muy lentamente, el fajo de fotos y se puso a hojearlas. Dani Benizri miraba a su alrededor muy asustado, pero en aquel momento no pasaba nadie por allí.
—Pues sí, se trata de unas fotos muy íntimas de usted con una mujer —corroboró Michael—, pero no con cualquier mujer… Porque está más que claro de quién se trata, ¿verdad?
—Créame que eso no tiene que ver con nada y sólo va a conseguir estropearlo todo… Ella…, la ministra…, la señora Ben-Zvi no tenía intención de… Dios mío… ¿Cómo es posible que ni siquiera me diera cuenta? —y dicho esto se calló y miró suplicante a Michael.
—Si estas fotos han llegado a este edificio el mismo día en que ha sido asesinado el director de la cadena —dijo Michael—, y si van a servir para chantajear a uno de sus reporteros más importantes y a la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales, resulta imposible creer que no exista relación alguna entre todas estas cosas.
—En el sobre sólo estaban las fotos —dijo Hefets—, no había ninguna nota ni ningún escrito que haga pensar en un chantaje.
—¿Quién las ha traído? —preguntó Benizri.
—Un chico que llevaba un casco de moto en la mano —respondió Hefets—, un chico muy joven que sólo me las ha querido entregar a mí y en mano, gracias a Dios.
—¿Cómo que «Gracias a Dios»? —estalló Benizri, al que ahora ya le temblaban las manos y tenía la cara muy pálida. Le arrebató las fotos a Michael y las volvió a pasar muy deprisa, una por una—. No entiendes que, si existen unas fotos como éstas de nosotros, de ella y de mí, junto a su casa…, en la recepción del hotel, en… Pero mira lo que es esto… Tienen que haberlo hecho con un zoom potentísimo. ¡Si hasta aparecemos dentro de la habitación! ¿Cómo se enterarían tan deprisa? Estoy acabado; y no sólo yo…
Michael volvió a tender la mano y Benizri le devolvió las fotografías.
—En blanco y negro —dijo Benizri con amargura—, unas son en blanco y negro y otras en color, para que haya dónde escoger. ¿Qué vas a hacer? —dijo mirando a Hefets—. ¿Lo vas a sacar en las noticias?
—¿Me lo estás preguntando en serio? —se sorprendió Hefets.
—Pues naturalmente que sí —le dijo Benizri—, porque ya no sé ni si…
—Pero ¿te has vuelto loco? —protestó Hefets—. ¿Quién te crees que soy? ¿El director de un magacín del corazón? ¿Cómo se te ocurre que lo vayamos a contar? Lo que no sé es lo que harán los de la prensa escrita. Con la suerte que tienes, te lo puedes encontrar dentro de unas horas en la portada de Yediot o algo parecido.
—Tengo que hacer una llamada —susurró Dani Benizri, en cuyo labio superior se habían acumulado abundantes gotitas de sudor—, perdónenme un momento —y, apartándose de ellos, sacó el teléfono móvil, marcó y murmuró—: Soy yo —al tiempo que se alejaba.
Hefets echó una mirada hacia el interior de la cafetería.
—Mire esto —masculló—, un silencio sepulcral —y se estremeció—, ya no puede uno ni abrir la boca, porque todo suena… Nunca había visto la cafetería en este estado, ni siquiera durante la guerra de Yom Kippur. Y créame que conozco bien este sitio… Desde que yo recuerdo, siempre ha habido aquí una cafetería. La pared de la derecha la levantaron un día mientras comíamos. Fue en el sesenta y nueve, inmediatamente después de que empezáramos a emitir; pero entonces todavía había dos grupos, no nos sentábamos así, todos mezclados, como ahora. Entonces había clases. Estaba el grupo de los polacos, que acababan de inmigrar tras haber sido expulsados de Polonia, comunistas decepcionados con muchos cigarrillos en los pulmones y que eran unos engreídos. Se burlaban y se reían de todos los ismos, porque eran unos esnobs que habían trabajado en el cine polaco y estaban de vuelta de todo, aunque al fin y al cabo no eran más que unos refugiados… Por otro lado estaban las mesas de los israelíes… todos jóvenes… No sabíamos nada… Entonces las mesas eran redondas y nos sentábamos en dos zonas diferenciadas. En los años setenta, cada vez que volvía del ejército, de servir en la reserva, era capitán…, llegaba a la cafetería y no sabía a qué grupo pertenecía… Es decir…, ¿con quién me sentaba?, ¿con los jóvenes o con los redactores? ¿Con los polacos? Pero ellos ya no están, los polacos. Fueron muriendo, se marcharon… Pero siempre se gritó mucho aquí, nunca ha habido un silencio como el de hoy… Nunca se ha podido oír lo que decían los monitores como sucede ahora, y ni siquiera sale nadie pidiendo que se les baje el volumen… Veo que han puesto cualquier reposición, les he dicho que buscaran algo, para salir del paso, pero no creí que…
Hefets entró en la cafetería, lanzó una mirada hacia las dos mesas que estaban ocupadas y levantó los ojos hacia el monitor. También Michael lo miró. «¿Cuál es pues, en su opinión, el papel que desempeña el escritor?», preguntaba con demasiado énfasis un joven entrevistador de cabeza afeitada y rostro redondo, mientras se tocaba su oscura perilla. Los dos hombres que estaban en el estudio se pusieron a hablar a la vez y al instante se callaron. A continuación, se miraron confusos hasta que uno de ellos, el más joven, extendió el brazo en señal de que le cedía la palabra al otro, que tenía una expresión abatida y unos labios muy finos, rasgo que le confería un aire monacal; éste, inclinándose hacia delante, empezó a explicar que tanto el espíritu de la época como los medios de comunicación habían conseguido poner en entredicho la posición del artista en general y del escritor en particular. «La gente no lee», dijo con amargura, «a no ser que le des pornografía blanda o alguna historia sobre un incesto en la familia…».
«El incesto siempre sucede en la familia, ¿no?», objetó una mujer sonriendo levemente y agitando sus rojizos bucles, y entonces el otro hombre, el joven, dijo: «Pues a mí me ha parecido apreciar que sí se lee… Personalmente he recibido muchos comentarios sobre La gitana de Guivat Olga, y muy emotivos… Hay lectores que me han escrito… y es cierto que han reaccionado muy bien a los pasajes eróticos…». En la pantalla, con esas palabras de fondo, aparecieron tres libros, y la cámara se detuvo especialmente en el que se acababa de nombrar.
—Pero ¿esto qué es? ¿De dónde han sacado este engendro? —vociferó Hefets furioso y se abalanzó sobre el teléfono, mientras la voz de la mujer decía: «La pregunta era cuál es el papel del escritor, ¿verdad? El papel del escritor es el de saber ver la verdad y contarla; en ocasiones, el escritor hasta tiene que mentir para contarla, pero…». Hefets colgó el teléfono. En ese mismo instante se cortó la emisión y en lugar de la imagen apareció en pantalla un «Rogamos disculpen esta interrupción». En ese momento, al fondo de la cafetería, Niva se levantó de su silla y se encaminó hacia ellos arrastrando los zuecos.
—Aquí tiene su lista —le dijo a Michael con un rencor manifiesto mientras le tendía dos folios—, con todos los nombres, el puesto que ocupa cada uno y sus obligaciones laborales para hoy. ¿Es así como lo quería?
Michael hizo caso omiso de la pregunta, hojeó los folios que le había entregado y dijo:
—Entonces todos los que se encuentran en la columna de la izquierda están libres desde este mismo momento, ¿verdad?
Niva se lo confirmó asintiendo con la cabeza.
—¿Y dónde están?
—En la sala de redacción, tal y como se nos ha dicho, esperando a que ustedes se los lleven; ¿no era eso lo acordado?
Michael salió de la cafetería y subió por las escaleras a la sala de redacción. A la puerta lo esperaba el sargento Yigal, quien le anunció con mucha urgencia que Tsila lo estaba buscando.
—Me ha dicho que le entregó a usted un teléfono móvil pero que usted no lo lleva encendido, señor —le dijo el sargento Yigal con preocupación—, pero yo le he explicado que lo que sucede es que en la cafetería no hay cobertura.
Michael rebuscó en sus bolsillos. El teléfono móvil se lo había quedado finalmente Eli Bahar y seguro que no lo había encendido.
—Dice que la llame cuanto antes —añadió el sargento—, que es muy urgente.
Yafa le marcó el número de Tsila en su móvil, al tiempo que mascullaba algo sobre las personas inteligentes que son negadas para la técnica, y le pasó el aparato. Tsila le dijo, sin muchos preámbulos, que acudiera a la reunión de inspectores: «Ven antes de que empiece todo el lío de los interrogatorios, te estamos todos esperando, tienes un coche patrulla a la puerta».
—Hay tantísimo material que resulta difícil decidir por dónde empezar —se quejó Tsila mientras todos, tras tomar asiento, se dedicaban a comer o a tomar algo. Fue sólo a las ocho de la tarde, y después de solicitar una tregua en los interrogatorios y las investigaciones, cuando Tsila consiguió reunir a todos los miembros del equipo que se ocupaban del caso.
—Pero si de cualquier modo tenéis que hacer una pausa para comer algo —se justificó ante Michael—, después de un día como éste, con la investigación a medias, no se puede uno sentar a dar cuenta de una comida en toda regla, tenemos que abreviar, y por eso Balilti ha traído pitas y jumus para todos… —añadió, señalando hacia una mesa situada en un rincón del despacho—. Hay de todo, hasta café; lo único que falta es dar con Eli, a ver si lo encontramos, porque no me contesta ni al busca ni al móvil, y que vuelva Balilti, que ha querido salir un momento… Siempre nos hace lo mismo… este Balilti… Si lo ves no dejes que se vuelva a marchar —y mientras hablaba abrió la puerta del despacho y se asomó al pasillo—. ¡Dani Balilti! —gritó—. ¿Alguien ha visto a Balilti?
—¿Por qué gritas de esa manera? Pero si te he dicho que enseguida volvía. ¡Cualquiera diría! ¿Qué pasa? ¿Alguien me está esperando? ¿Han llegado ya todos los demás?
Michael sonrió al oír a Tsila decirle a Balilti que sólo lo esperaban a él, porque en ese momento oyó la voz de Eli Bahar que, después de entrar resollando y de desplomarse sobre una de las sillas, preguntó si alguien se había ocupado de llevar café.
—¿Os habéis vuelto completamente locos? —gritó de pronto, al descubrir allí un candelabro de Jánuka con tres velas encendidas—. Pero ¿esto qué es? No me digáis que vamos a empezar a celebrar las fiestas de Israel, como los niños y los religiosos.
—Ya que has nombrado a los niños, no estaría de más que de vez en cuando te pasaras por casa, porque hace ya dos días que tus hijos no te han visto y yo no me puedo mover de aquí. Tu madre los ha traído hace un rato, para que encendieran las velas; te buscaban, pero no estabas localizable en ningún sitio.
—Ah, ya decía yo que el candelabro me sonaba. ¿No es el que hizo Dana en la guardería?
Michael suspiró y se quedó observando el palillo nuevo que se acababa de sacar del bolsillo de la camisa.
—Cómprate un puro —le aconsejó Balilti—, tenlo entre los dedos sin encenderlo y ya verás la satisfacción que te proporciona.
Michael lo miró con escepticismo y finalmente le dijo que no con un movimiento de la cabeza.
—Es que es demasiado pronto —opinó—, demasiado pronto y demasiado cerca de la decisión de dejar de fumar, pero tráemelo dentro de un mes.
—Si es que para entonces todavía no te has vuelto a dar al vicio —lo retó Balilti, aunque Michael hizo caso omiso del comentario, porque sabía que no era más que la continuación del duelo que se traían entre manos sobre el tema.
—Empecemos ya —dijo Michael, y con una voz muy pausada fue relatando los hechos constatados tal y como los había resumido Tsila de su puño y letra: mencionó los dos casos de muerte precedentes, habló de la Digoxina de Mati Cohen y recalcó el hecho de que el asesinato de Tsadiq venía a disipar cualquier duda sobre la posibilidad de si los dos casos de muerte anteriores habían sido sendos accidentes o no—. Nuestra hipótesis es que se trata de un solo asesino para los tres casos, hasta que no se demuestre lo contrario.
—La Digoxina esa —dijo Lilian frunciendo el ceño—, ¿qué es lo que hizo Mati Cohen con ella, tomó demasiada o qué?
—Cuatro veces más de la dosis recomendada —respondió Tsila.
—Pero ¿adrede? —preguntó Lilian.
—Eso ya no nos lo contó —dijo Tsila fríamente—, porque a él ya sólo le encontramos la caja vacía.
—Propongo —saltó ahora Balilti—, que primero nos ocupemos de Tsadiq y que de ahí vayamos hacia atrás, porque con él todo está más que claro y no nos llevará más de media hora, como mucho, una. Las coartadas son muy precisas.
—Aparentemente, eso es lo que pensaría cualquiera —dijo Eli Bahar—, pero dime, si todos estaban en el edificio estamos hablando de decenas de personas, si no más, ¿y tienes acaso los detalles de todos los que estuvieron en el edificio? —añadió dirigiéndose ahora a Tsila, que contestó que no tenía el listado de los trabajadores de plantilla sino tan sólo el de las visitas, que eran las que habían tenido que identificarse a la entrada por medio de algún documento.
—Antes que nada —dijo Michael—, la persona que buscamos es alguien de dentro, y yo incluso diría que muy de dentro, y no precisamente una visita.
—Por lo de la puerta —les recordó Lilian.
—Por lo de la puerta —asintió Michael—, porque está más que claro que si el asesino entró por la puerta del pasillo tiene que haber sido alguien que supiera de su existencia y, en mi opinión, eso reduce mucho las posibilidades.
—No sólo eso —dijo Balilti—, sino que quien conocía lo de la puerta tiene que haber sido el mismo que dispuso de una llave para entrar en Los Hilos la noche que Tirtsa fue asesinada, sin tener que pasar por delante del vigilante. Y también quiero recordaros que he hablado con el controlador de emisión. Apúntalo, Tsila; ¿lo has anotado?
—Antes di de qué se trata —le dijo ella.
—He hablado con el controlador de emisión —continuó Balilti dándose mucha importancia—, porque también hay que consultar a los que están entre bastidores, porque hacerlo solamente con los famosos no tiene demasiado mérito…; los menos importantes suelen estar en el centro del meollo…
—Balilti —dijo Tsila con evidente impaciencia—, dinos de una vez qué es lo que te ha contado.
—El controlador de emisión es el responsable de todos los temas técnicos y es quien decide lo que se va a emitir y lo que no, así que se encuentra en una sala central de montaje, en un centro de control, como si dijéramos, al que llega todo el material de los satélites; pero principalmente lo que hay que recordar de todo esto, y quiero que lo apuntes, Tsila, es que entre la una y las cuatro de la madrugada allí no hay nadie, aunque la sala queda abierta y cualquiera puede acceder a ella. ¿Y qué tiene que ver con esto el controlador de emisión? Pues que le robaron su maletín. Por la noche apagan todos los aparatos del edificio y… —se quedó callado mientras abría los brazos como si quisiera dar a entender lo claro que estaba todo.
—¿Y qué? —dijo Tsila—, no veo la relación.
—Pues la cuestión es que existen todo tipo de sitios —concluyó Balilti—, todo tipo de escondrijos y de posibilidades. Un sinfín de posibilidades. Que resulta muy difícil saber quién tiene acceso a qué y cuándo.
—También es difícil saber quién tenía acceso al medicamento de Mati Cohen —observó el sargento Ronen—. Eso no lo averiguaremos jamás, estad seguros. Si alguien toma regularmente un medicamento, ¿cómo vamos a poder probar que otra persona le administró una sobredosis?
—Nada es imposible —dijo Balilti, con la seguridad propia del hombre experimentado—, aunque deberíamos empezar por el final e ir retrocediendo.
—El final —dijo Michael— nos presenta ya el primer enigma: el ultraortodoxo de las quemaduras ha desaparecido sin dejar rastro. Nadie lo vio ni lo oyó, excepto Aviva.
Hemos hecho un retrato robot —le recordó Tsila—, y lo hemos colgado por todas partes… No hay coche patrulla en la ciudad que no… Y lo hemos sacado en las noticias de las cinco, ¿no lo has visto?
He estado ocupado —dijo Michael—. Pero se me ocurre algo…
Balilti lo miró fijamente, se levantó de golpe y le dijo:
—Olvídate, yo también he pensado lo mismo, pero no puede ser.
—¿Cómo puedes saber a lo que se refiere? —le dijo enfadado Eli Bahar—. ¿No sería mejor dejar que termine de explicarse?
—Lo sé —replicó Balilti con una absoluta seguridad—, porque las grandes mentes siempre piensan igual, ¿vale? Sé que lo que se le ha ocurrido pensar es que quizá el ultraortodoxo de las quemaduras es en realidad, Beni Meyujas, ¿a que sí, Michael?
Michael asintió con un movimiento de cabeza.
—Para que todos creyeran que se trataba de Srul —continuó explicándose Balilti—, para que creyeran que su amigo Srul había venido a Israel.
—¿Quién es Srul? —preguntó el sargento Ronen.
—Pero ¿cómo? ¿Disfrazándose? —preguntó Lilian a su vez.
—Pues naturalmente, ¿por qué no? —intervino Tsila—, tratándose de un director de cine tiene acceso a todo tipo de… Tiene el conocimiento y los medios para hacerlo.
—En la policía de fronteras no consta que haya entrado en el país —dijo Eli Bahar—, por lo menos no con ese nombre.
—Pero si ha venido —observó Balilti—, ha podido hacerlo con otro pasaporte, con otro nombre, con un pasaporte y un nombre americanos.
—No hemos conseguido ponernos en contacto con su familia en Los Ángeles —dijo Eli Bahar—, lo hemos estado intentando desde por la mañana pero nadie coge el teléfono. Salta constantemente el contestador automático.
—Pero un director de cine tiene muy bien la posibilidad de… insistió Tsila.
—¿Quién es el que tiene la posibilidad de algo? —preguntó Emmanuel Shorer desde la puerta.
—Beni Meyujas —respondió Tsila mientras lo veía entrar, cerrar la puerta, acercar una silla y sentarse.
—Hablábamos del ultraortodoxo de las quemaduras —le aclaró Tsila.
—No os preocupéis —dijo Shorer agitando el brazo—, seguid con lo que estabais, que yo ya os seguiré.
—Pero hay dos cosas que contradicen esa teoría —dijo Balilti—, una es la diferencia de altura, que todavía podría solucionarse, porque Beni Meyujas es más bajo, mucho más bajo, según la información facilitada por Aviva. Y la segunda, y eso no sé cómo podría salvarse, aunque depende del oído de Aviva, es lo de la voz. Aviva, la secretaria de Tsadiq, nos ha hablado mucho de la voz del hombre de las quemaduras y, conociendo la de Beni Meyujas a la perfección, jura que se trata de otra voz, de una de esas voces inolvidables. Nos ha dicho que esa voz no era la suya.
—Bien, pues eso no hace más que reforzar lo que ya os he dicho antes, que hay que sacarle lo que sea al Beni Meyujas ese —dijo Rafi—, porque, en mi opinión, su perfil se ajusta a todos nuestros criterios.
—Por mucho que lo presionamos sigue sin hablar. ¿Qué más podemos hacer que no hayamos intentado ya? —dijo Lilian.
—Pues seguir y seguir indagando, como Eli ha hecho hoy —dijo Michael—. ¿Qué es lo que has sacado en limpio de todas tus pesquisas?
—Poca cosa —dijo Eli Bahar—, puse las grabadoras encima de la mesa de tu despacho, pero apenas nos hemos enterado de nada nuevo. La chica ésa, la actriz, mantiene su versión de que estaba con él en su casa. Al final le hemos sonsacado que estaba con él en la cama, «para consolarlo». Dice que llamaron a la puerta y que al principio Beni no quería abrir, pero que quien fuera se mostró tan insistente con el timbre que, al final, Beni accedió, no sin antes pedirle que no se levantara de la cama, que lo esperara sin moverse. También dice que temió que fuera Hagar, la productora.
Balilti dejó escapar una especie de gruñido.
—¿Productora? —dijo—, ojalá fuera su productora y no su perro guardián, su sombra, lo que se te ocurra, porque no se separa de él ni un instante, lo quiere para ella solita. Si hubiera encontrado a esa chica en su cama, acaba con ella. Que viviera con Tirtsa, todavía lo podía soportar, pero si lo hubiera pescado con su joven actriz…, ¡la que les habría armado!
—Al principio dijo que no había oído nada, porque la puerta estaba cerrada, que él había cerrado la puerta del dormitorio, así que hicimos la prueba in situ.
—Te felicito, ¡así se hace! —dijo Balilti.
Eli Bahar le lanzó una verdosa mirada cargada de animosidad y siguió hablando.
—Yo me quedé en el dormitorio y Kobi se fue a la puerta y se puso a hablar, en un tono normal, sin gritar. No conseguí entender las palabras, pero sí oía su voz, así que por pura intuición le dije: «Puede que no salieras del dormitorio, pero seguro que abriste la puerta para escuchar». Al principio me lo negó, pero después de presionarla un poco…
—Presionarla —se enfureció Balilti—, ¡cualquiera diría! ¿Qué pudo decirle? ¿Que la iban a detener?
—Después me dijo: «Sólo abrí un poco la puerta para saber de quién se trataba», y me contó que era una voz de hombre —siguió diciendo Eli Bahar, ignorando a Balilti—, una voz que no había oído antes. Oyó que Beni Meyujas, muy nervioso, decía algo y que el otro le contestaba. A continuación oyó un portazo y nada más. Beni no regresó. El tiempo pasaba y él no volvía, de manera que ella se levantó, se vistió y se quedó esperando en el salón hasta que finalmente decidió marcharse a su casa.
—Un momento, un momento, un momento —dijo Rafi—, ¿que él no regresó al dormitorio? ¿Salió sin vestirse? Nadie sale a la calle sin zapatos, en invierno; pero si estaba a medias cuando…
—También eso se lo hemos preguntado —lo interrumpió Eli Bahar—, le hemos preguntado por todos esos detalles, pero ella nos ha dicho que Beni había dejado la ropa en el salón, porque allí había empezado todo…
—Cada uno tiene sus trucos —murmuró Balilti.
—No —dijo Eli Bahar—, Beni Meyujas no es de esos tipos que…, no es ningún donjuán… Por lo que tengo entendido no… Lo que parece haber pasado es que le estaba enseñando a la chica algunos fotogramas todavía sin montar de la película que están rodando… Ella estaba allí para darle el pésame y hacerle compañía, pero no entendí muy bien…
—Siempre se da el momento adecuado para empezar —sentenció Balilti—, hay personas que aprenden de la experiencia ajena. Te llevas una chica joven y guapa a casa, le muestras unos cuantos fotogramas de la película y como eres el director y, además, famoso, pues te vas al dormitorio, y ¿qué tiene de raro el resto de la historia?
—Ahora no tenemos tiempo para todas esas lindezas —dijo Shorer en un tono irónico—. O sea que se fue a vestir al salón y salió de casa sin despedirse ni decirle nada. ¿Vosotros lo entendéis?
—Tendría mucha prisa —dijo Balilti cortante—, o puede que no quisiera que ella se enterara de quién era la persona que había llegado.
—Venga, volvamos por un momento al crimen propiamente dicho —propuso Michael, y les recordó que el asesinato tenía que haberse perpetrado durante la media hora en la que Tsadiq estuvo solo en su despacho, que alguien tuvo que entrar por la puerta lateral y que había llegado el momento de decidirse por los principales sospechosos y comprobar sus coartadas.
—Todos los veteranos son sospechosos —resumió Balilti—, porque los que van siendo fijos obtienen la llave de la puerta trasera del edificio, y también todos los que trabajan allí desde los comienzos de la televisión.
—Vale —dijo Eli Bahar—, y ¿qué hay de la encargada de vestuario?
—¿Cómo? —se extrañó Balilti.
—La encargada de vestuario, Shoshana Shem-Tov, ella tiene una llave de la puerta trasera de Los Hilos y trabaja allí desde los inicios de la televisión. Se jubila dentro de dos años —dijo Eli Bahar consultando sus notas.
—¿Qué interés podía tener ella en matar a Tsadiq? —preguntó Balilti—. Yo creo que ninguno. ¿Y qué relación tenía con él? ¿O es que éste le había hecho algo?
—Contra Tsadiq no tenía nada pero sí contra Tirtsa Rubin —lo corrigió Eli Bahar con mucha calma.
—¿Qué asunto había tenido con Tirtsa Rubin?
—También había chocado con Beni Meyujas, porque hay que entender que es ella la que se ocupa del vestuario. Siempre surgen problemas con el responsable de los decorados, en este caso Tirtsa, y con el director… Ella siempre…
—Pero ¿a qué te refieres? ¿A que discutían? —preguntó Balilti.
—No, en realidad no me consta que discutieran —dijo Eli Bahar—, sino que sólo es un ejemplo para explicarte que no nos podemos centrar solamente en los veteranos y que no todos ellos…
—¡Señores! Pero ¿esto qué es? ¡Parece el patio de un colegio!
Se hizo un profundo silencio y al cabo de un momento Eli Bahar carraspeó y volvió a hablar.
—Está bien, empezaremos por los que posean la llave; es decir, Max Levin, la persona que, precisamente, ha reformado la mitad del edificio de Los Hilos por dentro, que tiene llave de la puerta trasera y que presumiblemente conocía la existencia de la puerta que daba al pasillo desde el despacho de Tsadiq.
—Venga, pues ya que empezamos por él, ¿qué es lo que sabemos?
—Sabemos que estaba en Los Hilos cuando asesinaron a Tsadiq, que no se movió de su despacho desde las ocho de la mañana hasta que lo llamaron para contarle lo de Tsadiq. Eso quiere decir que, por lo menos durante tres horas, estuvo en su despacho con el máximo responsable de la seguridad del edificio, que se llama… —Eli Bahar abrió un cuadernito y lo ojeó— Ziko; sí, eso es, me parecía recordar que se trataba de un nombre bastante raro.
—Raro no, seguramente búlgaro —masculló Shorer—, porque Ziko es un nombre muy común entre los búlgaros, es un apelativo cariñoso de Isaac. Bueno, pero eso no importa ahora, sigue, sigue…
—Estuvieron tratando el asunto de los robos. Resulta que ha habido una plaga de robos de material… Aquí lo tengo todo anotado: una cámara de televisión que ha aparecido en los territorios que ahora están bajo control de la Autoridad Palestina, así que sospechan de un contratista de obra y de un contratista de una empresa de limpieza… Resulta que las pesquisas acerca del robo de la cámara han llevado a los investigadores a descubrir toda una trama de robos sistemáticos de todo tipo: focos, proyectores, magnetoscopios.
—He observado que todos se sienten muy nerviosos por ese asunto —dijo Rafi—, porque he hablado con el jefe de los servicios de mantenimiento y he visto todo lo que tiene anotado: hace ya dos días, desde la muerte de Tirtsa, que está reapareciendo anónimamente gran parte del material desaparecido, es decir, que quienes lo robaron en su momento lo devuelven ahora antes de que podamos llegar a encontrarlo en su poder.
—De cualquier modo Max Levin parece estar limpio, lo mismo que otras personas de la lista que no se encontraban solas en el momento del crimen —concluyó Eli Bahar—. Hefets dice que anduvo de un lado a otro del edificio, y la verdad es que todos lo vieron: estuvo en la cafetería, en la biblioteca…, en realidad, no hay lugar por el que no pasara.
—Tenemos que centrarnos solamente en esa media hora —le recordó Michael.
—Dice que no miró el reloj, pero que estuvo donde Aviva en dos ocasiones porque pretendía entrar a ver a Tsadiq… Pero no sé si…
—¿Y Rubin? —preguntó Shorer—, ¿qué hay de Rubin?
—Rubin estuvo en su despacho, trabajando sobre el programa del viernes, escribiendo los textos. Eso es lo que él dice, que no se movió de su despacho.
—¿Hay testigos? —preguntó Shorer.
—No —dijo Eli Bahar—, nadie en concreto. Dice que estuvo entrevistando a no sé qué médico en su despacho, ese médico que colabora con él en el reportaje sobre los médicos cómplices de los torturadores de los Servicios Generales de Seguridad.
—¡Ay, qué maravilla! —exclamó Balilti—. ¡Cómo me encantan esas almas puras que investigan a…! ¿Por qué me miras así? —le preguntó a Michael—. Sabes muy bien que no puedo soportar a esos izquierdistas justicieros, ¡viven en las nubes! Se creen que…
—Ahora no, Dani —le dijo Shorer de buenas maneras—, que tenemos muchísimo trabajo.
—Yo, por mi parte —dijo Lilian—, he hablado de Rubin con Natacha.
—Ah, ¿sí? —dijo Tsila, apoyando el mentón en el puño y clavándole una mirada llena de expectativas.
—He hablado con ella en el despacho de Rubin mientras éste se encontraba en la sala de montaje —continuó diciendo Lilian.
—¿Quién te ha pedido que hablaras con ella? —dijo Tsila furiosa—. ¿Te lo ha pedido alguien, acaso? ¿Crees que puede haber alguna relación entre la cabeza del cordero que le han dejado a la puerta de su casa y los asesinatos? ¿Crees que…?
—Tsila —le dijo Michael en tono de advertencia—, déjalo ya, que se lo he pedido yo.
Tsila lo miró con incredulidad aunque se limitó a decir:
—Está bien, ¿y qué es lo que dice Natacha?
—Lo he grabado —dijo Lilian muy satisfecha—; aquí tengo la cinta, ¿la queréis ver?
—Antes —dijo Balilti mientras Tsila introducía la cinta en el aparato de vídeo y sacaba un mando a distancia del cajón derecho de la mesa de Michael—, espera un momento, no le des al botón —le ordenó—, sólo quiero decir, con respecto a la cabeza esa del cordero, sólo para que lo sepáis, que a mí no me parece que esté relacionada con nuestro caso.
—¿Y eso? —preguntó Shorer.
—Lo sé porque tengo mis fuentes, sobre todo entre ellos, y he hablado con Schreiber, el cámara, así que tengo ya una idea de lo que… El caso es que Natacha ha descubierto algo realmente serio… Porque tengo un topo muy bueno, ¿vale? Lo del cordero es sólo contra Natacha, para que deje de investigar sobre el asunto ése, ¿vale?
—¿Y de qué asunto se trata? —quiso saber Lilian.
—Chata —le respondió Balilti mirándola con frialdad—, cuando llegue el momento de saberlo, lo sabrás.
—Lo cual quiere decir que ni él mismo lo sabe —observó Eli Bahar—; ¿os dais cuenta de que tampoco él lo sabe todo?
Tsila le dirigió a su marido una mirada de reproche, movió la cabeza de lado a lado, en señal de que reprobaba sus palabras, y se apresuró a poner en marcha el vídeo antes de que Balilti tuviera tiempo de reaccionar.
—Es en el despacho de Rubin y la cámara me la puso Yigal, el sargento que… —dijo Lilian, mientras en la pantalla aparecía Natacha quitándose la bufanda roja que llevaba enrollada al cuello y miraba a su alrededor. Paseó la mirada por las paredes y los papeles desparramados por la mesa, le dio la vuelta a una fotografía que estaba del revés, la observó y torció la boca al ver la imagen del hombre vestido con una bata blanca de médico y un estetoscopio que le asomaba por uno de los bolsillos; luego, la tiró sobre la mesa. «Siéntate, toma asiento», decía la voz de Lilian, «cualquiera diría que es la primera vez que estás en este despacho». Una mano retiró un montón de carpetas de una de las sillas y dio unos golpecitos en el asiento para indicarle a Natacha que se sentara.
«No vengo aquí tan a menudo», dijo Natacha mirando directamente a la cámara, «por lo general nos vemos en la sala de montaje o en la cafetería».
«¿Por qué no te gustan todas estas fotos?», quiso saber Lilian, y la cámara se centró en el panel de corcho que cubría por completo la pared junto a la mesa y en el que había clavadas, con unas chinchetas rojas, filas y más filas de fotografías en blanco y negro. Una de ellas mostraba a centenares de soldados japoneses de uniforme y con las manos en alto en señal de rendición, mientras que en otra aparecía un grupo de soldados con el uniforme de la Wehrmacht, sentados y con las manos en la cabeza. En el margen del panel de corcho había una foto grande con unos soldados de piel oscura, sentados en la arena de un desierto, con los pies atados, y otra de unos soldados americanos con la cabeza gacha frente a unos oficiales japoneses.
—¡Mirad todo eso! —exclamó Balilti—, pero si tiene un álbum completo ahí, podría publicarlo y todo, ¿no os parece?
Michael, que también miraba el vídeo, pensó en La familia del hombre, un libro de fotografías que había llegado a sus manos en la adolescencia porque le gustaba muchísimo a Becky Pomeranz, la madre de Uzi, su mejor amigo del instituto, la primera mujer que lo había seducido, que le enseñó a amar la música y le mostró libros como ésos, con unas fotos tan impresionantes. También fue ella la que le enseñó a fumar cuando tenía diecisiete años. ¡Quién tuviera ahora un cigarrillo! Si ahora tuviera un cigarrillo… no le cabía la menor duda de que su capacidad de concentración mejoraría muchísimo. Quizá debería volver a fumar sólo durante aquella investigación y después dejarlo ya para siempre. Ojalá hubiera alguien que le diera permiso para volver a fumar sólo durante unas pocas semanas más. Pero entonces tendría que pasar otra vez por la tortura del mono… Se pasó los dedos por la cara y se palpó ligeramente el labio inferior, donde más placer le daba apoyar el cigarrillo, pero enseguida volvió a concentrarse en el vídeo.
«Es la colección de Rubin —dijo Natacha a la defensiva—, dice que es su colección pacifista. ¿Qué sería mejor, que tuviera aquí colgadas unas cuantas chicas desnudas?».
Ahora aparecía la cara de Lilian observando a Natacha con evidente interés.
«Primero», le dijo, «en mi opinión, por supuesto que serían mucho mejor unas chicas desnudas y, además, mucho más bonito, ¿no?». Y, sonriéndole con astucia, añadió: «Si son guapas, claro está. Y segundo, creí que tenías algo con Hefets, pero ¿también lo tienes con Rubin?».
Balilti se volvió hacia Lilian y lanzó un largo silbido.
—Te felicito, señorita Lilian —dijo—, ya veo que te enseñaron algo en el departamento de estupefacientes.
«No tengo nada con Rubin —dijo Natacha en la pantalla, muy tranquila, y sus ojos, de un celeste inescrutable, resaltaron sobre la blancura de su rostro, en el que habían aparecido unas manchas sonrosadas, sobre todo en el mentón y en las mejillas—; y, además, lo de Hefets ha terminado».
Michael se fijó en que Natacha no había preguntado cómo sabía Lilian lo de Hefets y que parecía dar por sentado que Lilian, además, lo sabía todo sobre ella. Tampoco parecía que le importara mucho.
«Lo que sucede es que Rubin siempre se ha portado muy bien conmigo, desde el principio, y eso no…, eso no…». La voz se le fue apagando y Lilian esperó un momento antes de preguntarle: «¿Eso no qué?». «Que no se trata de nada de sexo», dijo Natacha finalmente antes de ocultar el rostro entre las manos.
«Vayamos directamente al grano», dijo Lilian, «que no tenemos todo el día, así que lo primero que quiero saber es dónde estuviste exactamente entre, digamos, las diez y las once».
«Estuve…, estuve con Schreiber. Primero fui al lavabo, luego al despacho de Aviva, a la que estuve sustituyendo un rato mientras ella iba al lavabo o no sé adónde y, después, con Schreiber. Me quedé esperando a que Tsadiq… Esperaba que Tsadiq tuviera libre un momento», dijo Natacha.
«¿En el despacho de Aviva?», preguntó Lilian, «cerquísima de la escena del crimen, ¿no?».
«No me moví de allí», dijo Natacha. «Todos me han visto. Podéis preguntarlo».
En el televisor se oyó claramente que alguien llamaba a la puerta y que, a continuación, ésta se abría. La cinta se interrumpió.
—¿Eso es todo? —preguntó Tsila decepcionada—, ¿ya está?
—Eso es todo —afirmó Lilian—, porque después de eso apareció ya Beni Meyujas y se formó un gran alboroto… Pero he comprobado su coartada. Todo es verdad. Aviva lo ha confirmado, Hefets la vio…
—¡Hefets! ¡Por favor! —se burló Eli Bahar.
—Otras personas también la vieron. Schreiber ha dicho que es cierto que estuvieron juntos en el despacho contiguo al de Aviva, junto a la puerta…
—Pero ¡si Schreiber bebe los vientos por Natacha! —dijo Eli Bahar—. Eso hay que tenerlo muy presente.
—¿Esto qué es? ¿Todos están coladitos por ese pajarito implume? Pero si parece una huerfanita muerta de hambre —exclamó Balilti muy sorprendido.
—Hay hombres a los que eso les encanta —le aseguró Tsila, al tiempo que miraba de reojo a su marido—; y hay hombres a los que ya ni sabes lo que les puede encantar.
—¿Ha habido algún momento en el que te haya dado la impresión de que oculta algo? —preguntó Michael a Lilian—. Porque con tu experiencia con los toxicómanos, que son unos verdaderos especialistas de la mentira…
Lilian sonrió.
—Puedo decirte con toda seguridad que Natacha no me parece que sea ni una drogadicta ni una mentirosa. El que siempre parece estar colgado es Schreiber, pero no creo que tome nada más fuerte que un poco de hierba.
—Y no parece que tengan ningún móvil —pensó Balilti en voz alta—, ni Schreiber ni Natacha, ni tampoco Rubin, ¿verdad?
Lilian asintió con un movimiento de cabeza.
—¿Alguien quiere picar algo más? —preguntó Tsila, pero nadie le contestó—, porque de lo contrario me llevo ya todo esto. Aquí no se puede respirar…
—Volvamos al asesinato en sí —dijo Michael, y les recordó que habían convenido en que sólo durante la media hora en la que Tsadiq estuvo solo en su despacho pudo alguien, exceptuando al ultraortodoxo que entró y salió por el despacho de Aviva, haber entrado o salido por la puerta lateral que daba al pasillo—. También hemos decidido que el asesino iba vestido con el mono del hombre del servicio de mantenimiento —dijo Michael—, y el mono está ahora siendo analizado y seguro que nos descubre algo; pero aunque no hallaran nada en él, excepto la sangre de Tsadiq…, hemos encontrado…
—La camiseta —terminó Tsila la frase.
—Tampoco debemos olvidar que quien se puso el mono de trabajo tuvo que ser alguien que supiera que el hombre de mantenimiento debía hacer un trabajo en el despacho de Tsadiq —dijo Lilian—. Pero ¿entraría ya con un mono puesto o utilizó el del hombre de mantenimiento? Ése es un punto que no entiendo.
—Según parece entró vestido de calle —dijo Eli Bahar—, aunque nadie recuerda haber visto a ningún empleado de mantenimiento ni a ningún técnico en el pasillo, nadie lo vio…
—En un lugar como la televisión, eso no quiere decir nada —les hizo notar Balilti—, porque no vieron nada de nada, ni a quienquiera que empujara a Tirtsa Rubin ni al ultraortodoxo…
—Entonces, si lo que hizo fue utilizar el mono de trabajo del hombre de mantenimiento que había estado allí antes —continuó argumentando Lilian—, tenía que saber que allí había un mono. O todavía más complicado, ¿qué le dijo a Tsadiq: «Sólo un momento, que me pongo el mono y te reviento con la taladradora»? Que sería lo mismo que decirle: «Déjame que me vista para que no me manche» —y miró a los presentes con la cara de una niña que quisiera demostrarle a los mayores lo mucho que sabe.
No, guapa, no —suspiró Balilti—, ¿acaso no has oído lo que hemos comentado sobre la autopsia de Tsadiq? Pero si lo hemos hablado al mediodía y tú estabas presente: que el forense, ya in situ, se dio cuenta de la enorme contusión que Tsadiq tenía en la base del cráneo, casi en la nuca, de donde se deduce que primero perdió el conocimiento y que sólo después vino la escena de la taladradora y toda la sangre. Capisci?
—Lo golpeó con la taladradora, y así no hizo ruido —añadió Eli Bahar.
—Todavía no tenemos los resultados oficiales de la autopsia —dijo Lilian bajando la cabeza—; y no lo recuerdo porque no lo he visto escrito.
—Pues créeme, chata, créeme que así fue —dijo Balilti más suavemente—, primero le propinó un buen golpe en la cabeza y, cuando Tsadiq perdió el conocimiento, se puso el mono y lo hizo papilla con la taladradora. ¿Lo has entendido ahora?
—Hazme el favor, Dani —dijo Tsila, abrazándose a sí misma—, tampoco es necesario hacer una descripción tan plástica de los acontecimientos.
—Pero ¿lo sabía o no? —se empecinó Lilian.
—¿Quién? ¿Qué cosa? —dijo Balilti ya fuera de sí—. ¿Quién sabía qué?
—El asesino, quien lo asesinara, ¿sabía que tenía que acudir allí uno de los hombres de mantenimiento o no?
—Aunque no lo supiera —dijo Tsila con impaciencia—, aunque se le hubiera ocurrido sobre la marcha, digamos que aunque no hubiera llevado un plan preestablecido, así es como sucedió: llegas, pasa algo por lo que tienes que liquidar al otro, primero lo golpeas sin pensar y después ves la ropa de trabajo y las herramientas y se te ocurre la idea. ¿Qué más da si lo sabía o no?
—Nadie sabía que iba a ir un técnico —aseguró Michael—, excepto Aviva. El propio Tsadiq lo había olvidado por completo, pero Aviva sí lo sabía y lo tenía apuntado en la agenda, pero de una manera que nadie más pudiera averiguarlo, lo hemos comprobado.
—¿Por qué? ¿Utiliza un código o una escritura secreta? —preguntó Lilian, a la que no abandonaban los deseos de llegar al fondo de la cuestión.
—Pásmate —dijo Tsila con un deje de victoria en la voz—, pásmate pero bien, porque Aviva lo anota todo poniendo sólo el nombre propio o la inicial, un número de teléfono y ya está. Dice que se acostumbró a hacerlo cuando era secretaria de la comandancia del Estado Mayor, porque, si no, todos le fisgoneaban la agenda. Así que…
—Es una buena manera de que tu jefe acabe por depender por completo de ti —opinó Balilti—, muy típico de las solteronas que no tienen vida propia ni familia y para las que el trabajo lo es todo, así que hacen que su jefe dependa completamente de ellas.
—No todas son así —dijo Lilian, clavándole una mirada ofendida—, también las hay que…
—Sería mejor que empezáramos a resumir —dijo Michael—. Eli, ¿tienes la lista de todos los que entraron y salieron, y cuándo? ¿Cuándo fue el médico a ver a Rubin, por ejemplo? ¿Lo tienes anotado? Pásale la lista a Tsila y cíñete a los que resulten problemáticos.
—No hay nadie problemático. Todos tienen… Nadie… Es un margen de tiempo demasiado breve —explicó Eli Bahar.
—En vista de ello, yo volvería sobre la cuestión del móvil —dijo Michael.
Un ligero murmullo general invadió la estancia.
—Silencio, por favor —pidió Michael—, vamos a hablar del móvil con respecto a Tsadiq.
Se hizo un profundo silencio.
—¿Qué problema hay? No existe ser viviente que no tenga enemigos —dijo Shorer—, si alguien no tiene enemigos es que está muerto.
—También los muertos tienen enemigos —murmuró Balilti—, créeme, la madre de mi cuñada… —pero se calló al toparse con la mirada de Michael.
—Bien —dijo Eli Bahar—, pues al director general no le gustaba Tsadiq.
—Estamos hablando en serio —dijo Rafi molesto—, ¡que no le gustaba!, ¡al director general!, por favor…
—Me limito a hacer lo que se me ha dicho —se hizo el ingenuo Eli Bahar—, pero aunque no queráis mi opinión, tengo la impresión de que Tsadiq era una persona muy querida en el edificio, por todos, también en la cafetería. Allí lo han llorado como…
—Vale, pero dinos lo que crees —dijo Michael.
—Eso ya es otra cosa —respondió Eli Bahar—, porque la impresión de uno no tiene una base… es… ¿Habéis visto el informativo de las cinco? ¿Cuándo han comunicado lo de Tsadiq?
—Lo hemos visto —dijo Michael—, y hasta lo hemos grabado, ¿verdad, Tsila?
—Para eso es para lo que nos encontramos reunidos en este lugar —dijo Tsila—. ¿Está ya puesta la cinta?
—Prestad atención al discurso de Hefets —dijo Eli Bahar—, yo he estado allí cuando lo ha pronunciado, no en el estudio mismo, sino en la sala de redacción. Hemos hecho una pausa para oírlo.
Tsila puso en marcha el aparato de vídeo que había encima de la pequeña tele y el rostro redondo y relleno de Hefets llenó la pantalla a la vez que declaraba con una expresión muy seria: «La dirección de la Radio-Teledifusión y la totalidad de sus trabajadores les comunican con pesar y estupefacción la pérdida de…».
—¡Qué exagerado! —exclamó Lilian—, las mismas palabras que para… ¡Ni que se tratara del primer ministro!
—¡Qué más da! —le dijo Eli Bahar haciéndola callar mientras Michael seguía el discurso con distracción: «Los trabajadores de la Radio-Teledifusión les comunican… Todos los ciudadanos del país… La suerte ha sido que…».
—Un momento, un momento, callad —dijo Shorer, que hasta ese instante escuchaba en un absoluto silencio—, atended bien a lo que dice ahora. Tsila, rebobina un poco, por favor.
Tsila apretó el correspondiente botón del mando a distancia y rebobinó la cinta.
—¡Aquí! —le ordenó Shorer—, detenía aquí y escucha bien.
«… y materializar su credo…», se oía la voz de Hefets, emocionada y temblorosa, «la información nunca debe ser interrumpida… He aceptado ocupar el puesto de director de la televisión y procuraré actuar para satisfacción de mis superiores y representar con lealtad la política del gobierno a la que se debe el medio…».
¡Detenlo! —gritó Shorer—. ¡Páralo, Tsila!
—Pero ¿qué pasa? —preguntó Balilti sorprendido—, ¿qué es lo que ha dicho?
—¿No lo has oído? —se sorprendió Shorer a su vez—: «representar con lealtad la política del gobierno»; nunca se había oído algo así en este país, a este hombre no habría que permitirle que fuera el director de la televisión; pero si es algo a todas luces… Esto no es, desde luego, lo que Tsadiq hubiera hecho.
—¿Y qué trascendencia puede llegar a tener eso? —preguntó Balilti, visiblemente sorprendido—. ¿Te refieres a que puede considerarse como móvil del asesinato? ¿Que ha habido un complot y que alguien… envió a Hefets a…? No, lo que quieres decir es que alguien ha querido taparle la boca a Tsadiq para que Hefets ocupe su puesto y se convierta en la voz de su amo, es decir del gobierno. ¿Eso es lo que nos quieres decir?
—Sabemos muy bien —dijo Shorer muy despacio—, tras años de experiencia, que cuando tenemos un caso de asesinato cualquier cosa que se desvíe de la norma puede ser un móvil. ¿Y no te parece bastante fuera de lo común lo que acabamos de ver?
—Sí, la verdad es que no es muy corriente que… —empezó a decir Balilti moviéndose incómodo en su asiento—, pero ¿adónde quieres ir a parar, exactamente? ¿Te parece que pueda estar relacionado con el asunto de los ultraortodoxos y las investigaciones de…?
En ese momento la puerta se abrió y en ella apareció un agente de uniforme. Jadeaba pesadamente y el ruido de su respiración se oyó claramente en el silencio que se había hecho.
—Disculpe, señor —dijo dirigiéndose a Michael y, al darse cuenta de que también se encontraba allí Shorer, añadió—: Señor, discúlpeme también usted, pero…
—¿Qué sucede, Davidov? —preguntó Shorer—, ¿ha pasado algo?
—Acaban de llamar de la emisora central…, dicen que han encontrado un cadáver… en un piso al lado de la gasolinera de Oranim… No los han podido llamar porque estaban reunidos y nadie contestaba al móvil ni a los buscas, de manera que me han pedido que… Se trata del cadáver de un hombre.
—Pero por qué… —preguntó Eli Bahar con nerviosismo—, sólo por eso nos ha interrumpido… —pero se calló en seco al ver que Shorer alzaba el brazo.
—¿Y por qué es tan importante que lo sepamos de inmediato? —preguntó Shorer—, ¿quién ha considerado que merecía la pena que se nos molestara por ello?
—Dicen, señor —se explicó Davidov desde el umbral—, dicen que se ajusta al retrato robot…
—¿Cómo? Pero ¿esto qué es? —exclamó Balilti levantándose de su asiento.
—Nos han dicho que se trata de un varón de esa edad, con quemaduras y vestido de ultraortodoxo —prosiguió Davidov tirándose de los bordes del impermeable—. Nos han llamado desde un teléfono fijo, para que nadie pudiera oírnos a través de un móvil o del intercomunicador. Piden que acudan ustedes enseguida —añadió, mirando a Michael.
—¿Dónde es, exactamente? —preguntó Michael al tiempo que se ponía en pie, seguido por Eli Bahar y el sargento Ronen, aunque él había mirado solamente a Shorer.
—Lo tengo aquí apuntado —dijo Davidov y le tendió una nota grande en la que había sido escrita la dirección con un lapicero grueso—, es en la calle Meqor Hayim, a dos manzanas de la gasolinera de Oranim, en el segundo piso, la casa sólo tiene dos pisos y la entrada está por detrás. Ahí tiene usted también el nombre del agente y de la comisaria que lo han encontrado, pero han pedido expresamente que no los llame nadie a través del intercomunicador, solamente por el móvil, si es estrictamente necesario. El número está ahí también.
—¿La capitana Nitza Peretz? ¿La conoces? —preguntó Balilti, que miraba la nota por encima del hombro de Shorer mientras abandonaban la estancia a buen paso en un intento por alcanzar a Michael, que ya corría escaleras abajo.
—Pues naturalmente que la conozco, lo mismo que tú —dijo Shorer—: pero si es Nitza, la pelirroja —y, por más señas, Shorer dibujó en el aire unas caderas esbeltas.
—¡Ah, sí, Nina! —exclamó Balilti y un destello resplandeció en sus ojos mientras bajaban ya las escaleras de camino hacia la puerta del edificio—. ¿Desde cuándo es Nitza? ¡Si era Nina, la pelirroja! ¿No estaba destinada en el distrito de Galilea? ¿O estaba en el de la zona sur? Sí, ahora recuerdo haber oído que la habían trasladado al sur, porque… —y tras mirar a derecha y a izquierda fue a añadir algo, pero la mirada que le lanzó Shorer lo hizo contenerse.
—Sí, la destinaron allí y la volvieron a traer —dijo Shorer—, cambiaron al comisario jefe y entonces la volvieron a traer. ¿De qué te extrañas tanto? Creyó volverse loca allí en Beer Sheva. Decía que no tenía con quién hablar, que no conseguía hacer amigos, de manera que solicitó el traslado y se lo dieron. ¿Vienes conmigo o vas en el coche de Ohayon?
—Contigo, naturalmente —susurró Balilti—, por supuesto que contigo, para que me hables de Nina-Nitza, la pelirroja; ¡qué bien que…! —pero se calló cuando Shorer sacó del interior del vehículo la luz azul, activó la sirena y siguió al coche patrulla que tenía delante; en él viajaban Michael, Eli Bahar y Lilian, que se había colado sin que nadie supiera cómo, porque nadie la había invitado a acompañarlos.
—¿Qué bien que qué? —le preguntó Shorer en voz alta para imponerse sobre el ulular de la sirena, pero Balilti, con un gesto como de renuncia con la mano masculló—: No he dicho nada.