11

Michael estaba sentado en el despacho de Arieh Rubin, en un extremo del segundo piso, removiendo muy despacito el café en una taza amarillenta.

—Yo antes fumaba —le dijo Rubin con melancolía, mientras apartaba un cenicero repleto de colillas—, esto lo ha dejado la montadora que estaba trabajando ahora conmigo, porque yo hace ya cuatro años y dos meses que lo dejé.

Se sentó en una silla que había junto a la enorme mesa de trabajo, de espaldas a la pared, y estiró las piernas hacia delante. Michael estaba sentado frente a él, de cara a la pared y al gran panel de corcho cubierto de fotografías, recortes de periódicos y todo tipo de notas fijadas con unas chinchetas rojas y azules. Durante las horas que habían transcurrido desde que se habían llevado el cuerpo de Tsadiq del edificio, a Michael le había dado tiempo a husmear en varias carpetas y expedientes secretos que se encontraban en un cajón candado del escritorio del director de la cadena, y mientras el personal del equipo forense guardaba todos los enseres del despacho de Tsadiq en unas bolsas negras, Michael había examinado también la caja fuerte abierta previamente para él y en la que Tsadiq guardaba una buena cantidad de documentos cuyo contenido nadie conocía. Michael cogió los papeles y se encerró con ellos durante un rato en el despachito que daba al despacho de Aviva. Hojeó con presteza las distintas carpetas. En una de ellas, por ejemplo, encontró un contrato secreto establecido entre la Radio-Teledifusión y Hefets, y en un sobre marrón, los resultados de unas pruebas médicas hechas a Tsadiq. Pasó de una carpeta a otra hasta que dio con una de color crema sellada con cinta aislante marrón. No había nada en ella que pudiera indicar su contenido. Michael retiró con sumo cuidado la gruesa cinta aislante, que hacía las veces de una especie de precinto, y se encontró con un folio escrito por ambas caras con una letra muy pequeña en el que aparecía el presupuesto de la producción de Ido y Einam y la donación que la había hecho posible. Le dio tiempo a leer cada una de las palabras de aquel folio y a concentrarse en el análisis de la firma, pero en el momento en el que ponía la mano sobre el teléfono para contarle a Balilti lo que acababa de encontrar, oyó que lo llamaban desde el otro extremo del pasillo. Eli Bahar le informó de que el interrogatorio preliminar de Arieh Rubin estaba listo, que Rubin no había sido capaz de orientarlos acerca de la desaparición de Beni Meyujas y que sostenía que no sabía nada de ello («Parece creíble», observó Eli Bahar, aunque su tono denotaba cierto recelo. «Es bastante improbable, pero el caso es que cuando uno habla con él, resulta muy convincente») y que, sin embargo, estaba dispuesto a hacer lo que fuera necesario para encontrar a Beni, incluso acompañar a Michael a la casa de éste para efectuar un registro.

Un ambiente opresivo y preñado de temores reinaba en todo el edificio, bajo un silencio muy poco natural, porque todos los empleados hablaban entre susurros. Incluso la sala de redacción, que Michael había cruzado en su camino hacia el piso de abajo, se encontraba sumida en una extraña calma. En la cafetería, vacía del personal de la televisión, se encontraban solamente una docena de agentes de la policía que escuchaban con atención las explicaciones de Yafa, del equipo forense, que les exponía las posibles circunstancias del crimen «desde el punto de vista de las pruebas halladas», además de volver a repetirles que, debido al modo en que había sido degollado Tsadiq, era «más que probable, si buscamos bien y no desfallecemos», que acabaran encontrando ropas manchadas de sangre. Por todas partes se oían las voces de los policías recorriendo el edificio de punta a punta, prohibiendo a los empleados entrar en los despachos que en ese momento estuvieran registrando y precintando el perímetro del escenario del crimen. Sus pasos resonaban por los pasillos desiertos mientras buscaban en los armarios, en las taquillas, en los almacenes y en las papeleras, acrecentando todavía más la sensación de angustia paralizante que se había apoderado de los trabajadores de la cadena, que salían de sus despachos sólo si era estrictamente necesario y tras la concesión del pertinente permiso por parte de la policía. Nadie podía entrar ni salir del edificio sin la autorización expresa de Michael, Balilti o Eli Bahar.

Después de un primer interrogatorio y de prestar una declaración no firmada, Arieh Rubin acompañó a Michael a casa de Beni Meyujas, donde se encontraban ya Eli Bahar, el sargento Ronen y dos miembros del equipo forense, completamente enfrascados en su tarea de rastrear cualquier pequeño detalle que ofreciera una explicación de lo que le podía haber sucedido a Meyujas. Rubin, sin embargo, no exteriorizó la conmoción que le produjo la visión de todos aquellos cajones abiertos con su contenido volcado en el suelo y las bolsas negras en las que guardaban cualquier cosa que pudiera resultar de interés, y Michael, que observaba con disimulo todas sus reacciones, por si descubría en ellas cualquier signo de que era conocedor del paradero de su íntimo amigo, se sorprendió de la contención mostrada por Rubin, aunque no dejó de advertir la tensión que lo embargaba, cómo le temblaba el párpado izquierdo y cómo cerraba y abría los puños una y otra vez por el nerviosismo que lo invadía. La experiencia le había enseñado a Michael que hay personas a las que la tensión y el temor los empujan a hablar de una manera espontánea y asociativa, sobre todo si uno permanece en silencio aparentando no ser consciente de la angustia que los invade. Por eso decidió mantenerse lo más callado posible junto a Rubin, limitándose a hacerle las preguntas estrictamente pertinentes, como por ejemplo cuando, ojeando una pequeña agenda que había encontrado en la cómoda del dormitorio, le solicitó su ayuda para poder descifrar la letra de Beni Meyujas, o cuando le preguntó por ciertos detalles elementales referentes a las citas anotadas para la última semana, y evitando dirigirle la palabra acerca de cualquier otra cosa. Pero Rubin no parecía dispuesto a caer en la tentación de empezar a hablar para liberarse de la tensión, al contrario, mientras estuvieron en casa de Beni Meyujas permaneció sumido en sus propios pensamientos. El camino de vuelta al edificio de la televisión también lo hicieron en silencio, y ahora, sentados ya en el despacho de Rubin tomándose un café que éste había preparado para ambos, seguían igual. Algo muy profundo y serio parecía haberse apoderado del rostro de Rubin, cuya mirada semejaba la del que, siendo testigo de una catástrofe que arrastra a alguien muy próximo y querido, se ve impotente para socorrerlo. En vista de la situación, Michael se decidió por romper aquel silencio, y elevando los ojos hacia el tablón de corcho, los paseó por las ampliaciones de las fotografías en blanco y negro clavadas allí.

—¿Son de la Segunda Guerra Mundial? —le preguntó, al tiempo que apuntaba con el dedo hacia una fotografía en la que aparecían de frente varias filas de soldados japoneses con las manos en alto en señal de rendición.

—Sí —le respondió Rubin, mirando el tablón de corcho como si de pronto lo hubiera redescubierto después de mucho tiempo—, tengo toda una colección. Éstos, por ejemplo —y señaló otra foto en la que se veía a unos soldados con uniformes grises sentados en un lugar desértico y con las cabezas gachas—, son prisioneros hechos por el ejército francés durante la Primera Guerra Mundial, y éstos —e hizo que Michael se fijara en una fotografía en color, no muy grande, en la que se veía a unos soldados con unos uniformes de camuflaje en una selva tropical— son americanos en Vietnam. Tengo una colección muy grande de ellas, pero aquí no hay sitio para todas.

—No es que se trate de una colección especialmente alegre —observó Michael—, y en realidad… resulta hasta un poco raro, ¿no?

Rubin se encogió de hombros.

—Éste es el tipo de cosas que a mí me interesan, aunque quizá se aparte un poco de las colecciones más convencionales.

—No hay aquí ninguna foto ni de árabes ni de israelíes, ni de soldados egipcios, por ejemplo…; las clásicas fotos… —dijo Michael extrañado, mientras dejaba la taza de café vacía sobre la mesa.

Rubin tensó los labios en una especie de media sonrisa carente de alegría.

—Eso no me hace ninguna falta aquí porque lo tengo demasiado cerca de casa —comentó tranquilamente—; eso lo llevo aquí —y se señaló la cabeza.

—He oído decir que usted mismo fue hecho prisionero durante la guerra de Yom Kippur —le comentó Michael.

Rubin hizo un gesto con la boca como de restarle importancia al asunto, se pasó la mano por la cara y clavando la mirada en la pared de enfrente dijo:

—¡Qué va! Eso no es más que un mito… Ni siquiera merece la pena comentarlo, porque no estuve lo que se dice prisionero… Así que si no le importa… —se apresuró a añadir, al tiempo que presionaba el botón de encendido del monitor que había en una cómoda junto a la mesa— quiero tener esto encendido.

En una de las esquinas superiores de la pantalla apareció el rostro enmarcado en negro de Tsadiq, y en el centro, sobre un fondo de viejas fotografías de Tsadiq desde su juventud hasta sus últimos días, una de ellas con el presidente de los Estados Unidos y otra con el delegado general de los sindicatos, unas en blanco y negro y otras en color, estaba Giora Eilam, el presentador especializado en veladas poéticas y canciones folclóricas, famoso a su vez por su inclinación a componer canciones sobre historias tristes. Con una camisa negra cuyos botones parecían a punto de saltar y atusándose repetidamente lo que en otro tiempo había sido un tupé rubio que ahora se había convertido una especie de mechón de pelo fijado con descuido a la coronilla, sin dejar de hacer extrañas muecas, con aquella cara pecosa de la que el maquillaje no había conseguido borrar el tono rosado, y entrelazando finalmente los dedos sobre el regazo, iba nombrando, con un dolor contenido, como quien ahoga el llanto, a los distintos personajes que aparecían en las fotos junto a Tsadiq (muy deprisa recordó a Isaac Rabin, a Golda Meir, a Peres, a Sharon, con el uniforme de general, a Abba Eban, al presidente Gorbachov, a los presidentes Carter y Clinton, al escritor Günter Grass, a un anciano Yves Montand, luego se detuvo en una foto en la que aparecía un espléndido Tsadiq, joven y con el pelo largo, luciendo una amplia sonrisa y pasando su brazo sobre los hombros de Sofía Loren, y finalmente aquellas en las que aparecía con Arik Einstein y Uri Zohar). A continuación habló del amor que el difunto Tsadiq había mostrado siempre por la canción israelí y, sobre todo, por los temas que recordaban a los caídos en las distintas guerras, como La colina de la munición y Éramos del mismo pueblo.

—Habrase visto… Para este adulador de la identidad nacional sí tienen todo el presupuesto que haga falta —masculló Rubin, y Michael se fijó en que era la primera vez que lo había oído decir algo venenoso contra alguien fuera de su mordaz programa—; y es que hay gente que pasa por la vida como si de una pista de esquí para principiantes se tratara —siguió diciendo Rubin, sin apartar la vista del monitor—. Son los típicos chicos buenos que pretenden quedar bien con todo el mundo. ¿A quién no le gusta Guiora? A ver quién es el guapo que se atreve a decir nada en contra de él. Pero ¿qué es Guiora sino un montón de clichés y un maestro de la adulación? Evita por todos los medios enfrentarse con nadie para no perder la popularidad. ¡No puedo soportar a las personas eternamente amables que no tienen ni un solo enemigo!

Rubin silenció el aparato pero no lo apagó.

—Es que tengo que estar informado —se disculpó—, aunque la mayor parte del tiempo se dediquen a poner este tipo de programas con olor a naftalina. Creo que dentro de un rato va a haber una emisión especial para comunicar lo de Tsadiq y quién va a quedar al mando de la televisión.

Michael miró directamente los ojos de un profundo gris oscuro de Rubin y el entresijo de finísimas arrugas que los rodeaban. La marcada hendidura del entrecejo le confería un aspecto grave, y la delgada nariz, con un puente muy discreto, le daba un aire interesante; aunque su característica más destacada eran las mejillas hundidas, que denotaban cierto sufrimiento, unos labios carnosos pero no sensuales, y su pelo gris, muy corto.

—Qué guapo. La verdad es que Rubin es lo que se llama un tío bueno, y está mucho mejor al natural que en la tele, porque al natural se ve lo alto que es… Recuerda a Paul Newman, ¿verdad? —había dicho Yafa, del equipo forense, cuando estaban en el pasillo frente a la puerta del despacho de Michael, antes de que comenzara la reunión para comentar los resultados de la autopsia de Mati Cohen—. Podéis estar seguros de que es de los que consiguen a cualquier mujer —había susurrado Yafa, y tras un momento de reflexión había añadido—: Aunque no me parece que le apetezca mucho, ni que se alegre de esa cualidad suya, ni que se esfuerce demasiado por potenciarla, porque se le nota un poco… parado, no sé. Aunque puede que sea porque está de duelo ya que dicen que a Tirtsa la quería de verdad, a pesar de que estuvieran divorciados. ¿A ti que te parece? —le preguntó a Tsila, que estaba a su lado con la mano ya en el picaporte.

—Sí —le había contestado Tsila distraída—, a mí tampoco me parece un donjuán, aunque según tengo entendido no hay mujer que no…

—Es que hay hombres así —pensó Yafa en voz alta—, que no tienen un «no» para una mujer. Si ella se prenda de él y quiere algo, él accede, y Rubin tiene pinta de ser así.

—Qué buen sistema —dijo Tsila, con un repentino deje de amargura—; el sistema es fabuloso, porque te echas un polvo sin sentirte ni culpable ni responsable.

Yafa la miró muy sorprendida.

—Y hasta puedes llegar a tener un hijo fuera del matrimonio —prosiguió Tsila—, sin sentirte culpable de nada; no sé, ¿qué quieres que te diga? ¡El paraíso! ¡Qué maravilla de hombre!

—Pues a mí me parece que es un buen tipo —dijo Yafa—, débil de carácter tal vez, pero tiene… Dicen que es buena persona, de los que ayudan a todo el mundo.

—Ya, ya… Un alma cándida, vamos… —masculló Tsila, al tiempo que presionaba el picaporte y entraba en el despacho cerrando la puerta de un portazo, sin esperar a Yafa ni a Michael.

—¿Y a ésta qué le pasa? —preguntó Yafa, sacudiendo su cola de caballo—. ¿Se nos ha convertido en una andrófoba, de repente? ¿Tiene problemas con Eli?

—¿Quién no tiene problemas? —le respondió Michael, generalizando y encogiéndose de hombros.

A continuación abrió la puerta y se quedó esperando a que Yafa entrara. También él se había dado cuenta del mal humor que destilaba Tsila últimamente, y del desasosiego que mostraba Eli Bahar, y a pesar de que estaba muy involucrado en la vida familiar de los Bahar, porque después de todo les había hecho de casamentero y era el padrino del hijo mayor, no se había atrevido a preguntarles nada abiertamente. Lo más lejos que había llegado era a preguntarle a Eli cómo estaba mientras le clavaba una mirada escrutadora, pero éste se había limitado a moverse incómodo en su asiento y a rehuir su mirada. Asimismo, antes de salir de vacaciones, Michael lo había invitado un par de veces a tomar un café rápido en la esquina de la calle, los dos solos, para saber cómo estaba, y aunque tenía la seguridad de que Eli había comprendido que lo que quería saber era la causa de su preocupación, éste había evitado contestarle y se las había apañado para cambiar de tema.

Yafa tenía razón, pensó Michael al mirar ahora a Rubin. Porque el rostro de éste presentaba una especie de dureza a lo Bogart, esa dureza que vuelve locas a las mujeres porque, según ellas, esconde una gran ternura. Además, era evidente, por la forma en la que había hablado con Yafa el día anterior cuando salían de la comisaría, con una voz muy queda y mirándola directamente a los ojos, hasta el punto de hacerla derretirse, que Rubin era completamente consciente del poder que ejercía sobre las mujeres, aunque la verdad era que no parecía disfrutar demasiado de ese hecho. Sus ojos denotaban una especie de generosidad que quizá podría interpretarse como una cierta debilidad, pero de lo que no cabía duda alguna era de que ejercían un poder evidente.

—¿Es usted, por lo general, un hombre sano? —le preguntó Michael, y Rubin reaccionó con una expresión de rechazo y sorpresa—. Me refiero a todo lo relacionado con el corazón y la presión arterial. Aquí, en este impreso dice —y Michael señaló un impreso que había sacado de un sobre marrón en el que se encontraba la declaración firmada de Rubin referente a la muerte de Tirtsa— que tiene usted cincuenta años, nacido en el cuarenta y siete, ¿es eso correcto?

—Correcto. Dentro de dos meses cumplo los cincuenta y uno —precisó Rubin, volviendo a tensar los labios en un intento por sonreír, aunque un fino y oscuro velo pareció nublar de pronto el suave gris de sus ojos—. Pero ¿por qué me pregunta por mi estado de salud?

—Se trata de una pregunta rutinaria —le aclaró Michael—, porque no queremos poner en peligro la vida de nadie sometiéndolo a una tensión excesiva, como en el caso de Mati Cohen.

—¿Ustedes también opinan que Mati Cohen sufrió un infarto por la tensión a la que fue sometido en el interrogatorio? —le preguntó Rubin muy alterado—. No habría que haber accedido a que lo interrogaran dado su estado de salud, se lo dije bien claro a Tsadiq… Pero qué más da ya eso —y Rubin dejó caer el brazo, en un gesto de impotencia y se quedó mirando a Michael, como a la expectativa.

Michael, por su parte, no hizo ningún comentario sobre las últimas palabras de Rubin y volvió a preguntarle, aparentando estar profundamente concentrado en el papel que sostenía en la mano, si tenía algún problema médico.

—No tengo ningún problema de salud en especial —contestó Rubin, con cierta expresión de sorpresa—, ninguno en absoluto —y ya más tenso, añadió—: A veces tomo algún analgésico para el dolor de cabeza o de espalda, algún antihistamínico para la alergia primaveral, porque soy alérgico a la floración de los cipreses, pero nada grave. ¿Qué tiene todo esto que ver con Tsadiq?

—Le preguntamos lo mismo a todo el mundo —le dijo Michael—, igual que le preguntamos a todos dónde se encontraban exactamente en el momento en el que Tsadiq…

—Sí —dijo Rubin distraído—, el chico ése…, se llama Eli, ¿verdad? Ya me lo ha preguntado, en el interrogatorio; porque se trataba de un interrogatorio, ¿no? Ya le he dicho que yo estaba aquí, con el doctor Landau, el médico de Betselem; estábamos trabajando sobre el reportaje para el programa del viernes. ¿No lo tiene usted anotado en el informe?

—Pues seguramente sí —respondió Michael, adoptando el tono distraído empleado antes por Rubin—, lo que pasa es que en este momento no llevo todos los informes conmigo, sino que lo único que tengo es… —y palpando el sobre marrón sacó de él un cuadernito de espiral—, y me han pedido que se lo vuelva a preguntar.

—Yo he estado aquí todo el tiempo, ya se lo he dicho a ellos —insistió Rubin.

—Perdone que insista, pero ¿está usted seguro de que no tuvo ningún contacto con Beni Meyujas desde aquí?

—Seguro —replicó Rubin, ahora ya visiblemente nervioso—, ojalá hubiera podido ponerme en contacto con él, porque lo estuve buscando como un loco ya antes de que…, antes de que encontraran a Tsadiq… Porque quería comunicarle que se había aprobado la continuación del rodaje de Ido y Einam, que tenía permiso para terminarlo, pero no conseguí dar con él. Desde ayer que no sé nada de él… Estoy muy preocupado…, no entiendo por qué ni siquiera me ha telefoneado…

—¿Y usted no tiene ni idea de quién pudo ser la persona que lo fue a buscar a su casa?

—¿Cómo lo voy a saber si tampoco lo sabe Sara, que es la que estaba con él?

—Según parece, Sara y él mantienen una relación muy estrecha —aprovechó para señalar Michael.

—No lo sé —dijo Rubin, encogiéndose de hombros—; se dice que el director siempre mantiene una relación muy estrecha con los actores.

—Venga, hombre —le dijo Michael—, que nosotros ya no nos chupamos el dedo y sabe usted muy bien a lo que me refiero.

—¿Me lo está preguntando o contando? —le preguntó Rubin.

—Se lo estoy preguntando —le dijo Michael—, le pregunto si Beni le habló a usted alguna vez de esa chica, de Sara, y también le ruego que me cuente todo lo que se le ocurra sobre el hombre que fue a buscar a Beni a su casa, quién cree usted que pudo ser, aunque no tenga nada en lo que basarse, y le pregunto también sobre las relaciones de Beni Meyujas con Tsadiq y sobre el lugar en el que, en su opinión, puede encontrarse, porque tal y como están en este momento las cosas, no sólo es uno de los principales sospechosos sino que también creemos que… su vida corre peligro, porque, como usted muy bien sabe, se halla en un momento muy crítico y tememos que pueda llegar a atentar contra su propia vida; y usted lo sabe muy bien dado que son íntimos amigos, así que no es éste el momento de ocultar nada.

—Es cierto que somos íntimos amigos, y más que eso —dijo Rubin—, somos hermanos. Beni Meyujas es mi hermano.

—Se referirá usted metafóricamente, ¿no?

—Un hermano escogido es más que un hermano biológico —dijo Rubin bajando los ojos.

—Se conocen ustedes desde la infancia —observó Michael, mientras miraba una foto que había en el lado derecho del tablón de corcho, una copia de aquella del viaje de final de curso que había visto enmarcada en casa de Beni Meyujas, y en la que éste aparecía con Rubin, Tirtsa y el otro amigo.

—Sí, desde la infancia —dijo Rubin siguiendo la mirada de Michael—, yo soy hijo único, y también Beni lo es. Mis padres eran mayores, supervivientes del Holocausto. Mi padre murió cuando yo tenía doce años, y mi madre vive todavía. También los padres de Beni eran muy mayores. Creo que una parte de la familia era de Turquía, y la otra… no me acuerdo, puede que fueran búcaros… Fue una historia bastante complicada… Sus padres no tenían hijos, así que, después de diez años de matrimonio, su padre tomó a otra mujer que ya tenía tres hijas y entonces la madre de Beni se quedó embarazada y lo tuvo a él. El padre vivía entre las dos familias y corría de una casa a otra para mantenerlas a las dos. Ellos eran muy pobres, y nosotros no. Nosotros recibíamos las indemnizaciones de Alemania, y ellos las subvenciones de la ayuda social. Él siempre iba a mi casa y yo lo ayudaba con los deberes…, jugábamos al fútbol; así fue como empezó todo. Nos hicimos inseparables.

—¿Y Srul? —preguntó Michael, manteniendo la mirada en la foto.

Tras un largo silencio Rubin suspiró.

—Sí, Srul también. ¿Quién le ha hablado a usted de Srul?

Michael no respondió.

—Srul era… A él lo conocimos cuando teníamos catorce años, en el instituto. Era…, venía de una familia de revisionistas admiradores de Jabotinski, su padre había inmigrado de Irak y se había casado con una polaca, pertenecía al círculo más próximo a Begin, al que Srul también pertenecería más tarde. Pero Srul se vino con nosotros al movimiento juvenil, a los campamentos de verano, y eso fue todo un escándalo en su familia, que quería que fuera con los del Beitar. —Rubin se calló, y al cabo de unos segundos añadió—: Pero no vive en Israel.

—Se marchó al extranjero después de la guerra de Yom Kippur —dijo Michael—, por lo de las heridas.

—Está en Los Ángeles, se ha hecho muy religioso, es un extremista ultraortodoxo —aclaró Rubin con amargura—. Al principio mantuvimos el contacto, pero hace años que no… —la voz se le fue apagando y Michael esperó en silencio—. Hace años que no hablo con él —añadió Rubin.

—Solamente Tirtsa mantuvo el contacto con él —dijo Michael con toda naturalidad, como si constatara un hecho innegable—, solamente ella estuvo en contacto con él durante todos estos años.

—¿Tirtsa? —se sorprendió Rubin—. ¿Cómo que Tirtsa? ¿Qué tenía ella que ver con…?

—Ella formaba parte del grupo; en esta foto está con ustedes, ¿no? Los tres mosqueteros y todo eso…

—Pues claro que era del grupo, cuando éramos jóvenes, y además… Lo mismo que Beni y que yo, pero después…

—Un mes antes de su muerte estuvo en los Estados Unidos —sentenció Michael—, y creemos que fue para visitarlo a él.

—¡Qué va! —pareció enfadarse Rubin—. Pero si viajó por motivos de trabajo, dos semanas, por trabajo, y la mayor parte del tiempo estuvo en Nueva York, entrevistándose con varios productores en… No lo sé, puede que también fuera a la costa oeste —añadió Rubin, y su forma de hablar se hizo más cauta—; desconozco los detalles de ese viaje porque no tuve ocasión de hablar con ella después de que volviera… —dijo finalmente.

—Pues sí, Tirtsa sí estuvo en Los Ángeles, tres días —dijo Michael—, lo sabemos con absoluta certeza. Tenemos todos los detalles acerca del hotel en el que se alojó y de las personas a las que vio —añadió, sin cambiar de expresión, aunque carecía de cualquier información al respecto—. ¿No cree usted que pudo verse con Srul?

—No lo creo —dijo Rubin—. ¿Quiere otro café?

—¿Por qué no? ¿No cree usted que habiendo llegado tan lejos, hasta Los Ángeles, aunque fuera por motivos de trabajo, no iba a intentar verse con alguien al que había estado tan unida en su juventud? ¿Usted, en su lugar, no lo hubiera intentado?

—Si fue así, no me lo contó —dijo Rubin secamente—, ni a mí ni a Beni, porque Beni me lo hubiera dicho.

—¿Tiene usted la dirección de Srul?

—¿Por qué se interesa tanto por él? —le preguntó Rubin, como si se sorprendiera, aunque a Michael le pareció detectar cierto nerviosismo en su voz.

—Me parece bastante natural que nos interesemos por él, sobre todo porque la última persona que vio a Tsadiq con vida fue un ultraortodoxo con la piel quemada; así que, en mi opinión, lo más lógico es pensar que se trata de Srul, el amigo común de los tres, ¿no le parece?

—No puede ser —dijo Rubin tras un breve silencio—, porque Srul no tenía ninguna relación con Tsadiq, ni siquiera lo conocía, cómo iba entonces a… Y si Srul hubiera venido a Israel, ¿no cree usted que lo hubiéramos sabido?

—Pues eso es precisamente lo que yo le estoy preguntando a usted —dijo Michael—, ¿si Srul hubiera venido a Israel no lo habría llamado a usted o a Beni Meyujas?

—Por supuesto que sí —dijo Rubin—, lo hubiéramos sabido de antemano, de eso no cabe la menor duda.

—Dígame —le preguntó Michael, ahora muy despacio—, ¿es Srul una persona con una posición económica desahogada?

—¡Y yo qué sé! Creo que le fue muy bien en el negocio de los diamantes… —dijo Rubin con desgana—. Se casó con una mujer americana muy religiosa cuyo padre tenía… un negocio de pulido de diamantes, una familia pudiente… Sé que era la hija mayor de un negociante de diamantes y que tenía cierta incapacidad física, algo como… que había nacido con parálisis en un brazo o algo así…, no lo sé muy bien. Pero los casaron por… En resumen, que era una chica a la que había que buscarle a alguien con…

—¿Nunca la conoció? —se sorprendió Michael—, ¿no los invitaron a la boda?

—Nunca la vi —dijo Rubin—. Con él sólo me vi dos veces, hace años, en Los Ángeles, pero ni siquiera me llevó a su casa, y la verdad es que no entendí por qué… Aunque quizá fuera lógico, porque tenía una vida nueva… No quería recordar cómo había sido antes… Nos veíamos ya como dos extraños…, él ya no era la misma persona. Se había convertido en un judío religioso en toda la extensión del término, de manera que pronunciaba una bendición antes de tomar cualquier bocado, cuando salía del servicio, me entiende, ¿verdad?

Michael asintió con un gesto de la cabeza.

—¿Cuándo lo vio usted por última vez? —le preguntó.

Rubin se quedó pensando largamente antes de contestar.

—Creo que hace diecisiete años, no estoy muy seguro —respondió finalmente moviéndose incómodo en su asiento—; resulta muy difícil mantener el contacto después de tantos años, y… ni siquiera por Año Nuevo solía… Ni siquiera hablábamos por teléfono. Me daba la sensación de que no le interesaba mantener el contacto, es una cuestión más bien de intuición, además de que no le gustaba mi trabajo…

—¿Cómo que no le gustaba? ¿Por cuestión política? ¿Él era más bien de derechas?

—No exactamente —respondió Rubin, incómodo—, era… se había hecho antisionista. Es decir, que él…, en su opinión, él era un verdadero sionista, como los de Naturei Karta, porque se había convertido en un ultra religioso de los que opinan que no debería existir un Estado judío en Israel antes de tiempo, antes de la llegada del Mesías… Decía que eso era una profanación… Resulta increíble que alguien que uno conoce y que es como tú se convierta de repente en… De verdad, parecía poseído por el diablo y yo ya no tenía nada que hablar con él. Nuestro segundo encuentro resultó espantoso.

—¿Y Beni?

—¿Y Beni qué?

—¿Estaba él en contacto con Srul?

—No, en absoluto. Su relación con él fue exactamente igual que la mía. Aunque Beni sí lo ha visto más que yo, puede que cuatro veces, creo, porque Beni es muy testarudo y creía que podría hacerlo cambiar… Pero tampoco pudo, y ya no tenía relación con él desde hacía unos diez años. Ni tampoco Tirtsa mantenía ya el contacto.

—Pero a pesar de todo —dijo Michael, mirando al suelo, donde se amontonaban pilas y pilas de periódicos amarillentos, de revistas, de fotos y cintas de vídeo—, a pesar de todo ha sido Srul quien ha subvencionado la producción de Ido y Einam, y usted la persona que se encargó de recoger el dinero, ¿verdad?

Rubin se irguió de golpe en su asiento. Se quedó callado y miró muy asustado a Michael.

—Beni no puede llegar a enterarse nunca de esto —dijo con voz ahogada—; no tengo ni idea de cómo han llegado ustedes a descubrirlo, porque los únicos que lo sabíamos éramos Tsadiq y yo, aparte del propio Srul, claro está. Ni siquiera Tirtsa lo sabía, y por supuesto tampoco Beni, ni Hagar, ni ninguna otra persona… Se trataba de un secreto entre Tsadiq y yo, y Tsadiq era una persona muy coherente, nunca le hubiera contado a ustedes una cosa así… ¿Cree usted, acaso, que sin recibir dinero de fuera le hubieran permitido hacer una película como ésa?

—El caso es que usted estuvo en contacto con Srul hace un año y medio, y no diecisiete —puntualizó Michael secamente—, y me parece que no es precisamente el momento de ocultar nada, así que le pido que me cuente exactamente cómo y cuándo ocurrió, con todo detalle; y además —mientras hablaba había posado sobre la mesa un pequeño magnetófono, lo había puesto en marcha, y había pronunciado el día, la hora y el nombre de su interlocutor— es imprescindible que lo grabe.

—Usted cree que el ultrareligioso que fue a visitar a Tsadiq era Srul —dijo Rubin muy pensativo—, y no le puedo decir que yo mismo no lo haya pensado también, pero prefiero cre…

—Le ruego que ahora se limite a contarme todos los detalles acerca del momento en el que lo telefoneó para pedirle el dinero y que especifique cómo y cuándo se transfirieron esas cantidades —insistió Michael.

Rubin miró a su alrededor, como si quisiera ganar tiempo, pero ya no se atrevió a ofrecerle otro café.

—Sí —dijo finalmente—, yo estaba convencido de que había que ayudar a Beni a que desarrollara su genio artístico. Tiene ya cincuenta años, igual que yo… Si a esa edad no puede uno hacer lo que ha estado soñando toda la vida… Porque no se imagina la cantidad de personas a las que se había dirigido para que le produjeran el cuento de Agnón, y todas le habían respondido con una negativa… Lo que yo quería… Se lo digo de verdad…, porque Beni es un hermano para mí, mi único hermano.

—Y Srul también debería serlo, si es que a un hermano se le mide por su disposición a donar dos millones de dólares —le hizo notar Michael.

—En ese sentido sí —dijo Rubin—, yo sabía muy bien que, si se lo pedía y se trataba de un cuento de Agnón y no de un tema político cualquiera o algo de actualidad, él iba a aceptar.

—O sea que se citó usted con él… —le dijo Michael ojeando el cuadernito de espiral y dudando a propósito, aunque recordaba perfectamente las fechas anotadas en el expediente secreto de Tsadiq, al tiempo que oía la pesada respiración de Rubin y cómo la tensión se iba apoderando de su cuerpo, antes de estirar las piernas hacia delante— hace exactamente dos años, en Jánuka, en Los Ángeles.

—Me presenté en su casa —reconoció Rubin— sin avisar. Lo estuve esperando, escondido, al acecho, porque tenía su dirección, me… me la había dado una pariente de Israel, porque Srul tenía una pariente en… No importa, no me acuerdo, pero me dieron la dirección… Sabía que había tenido cinco hijos, siempre supe de su vida… Yo… podría decirse que soy un sentimental…, nunca acepté nuestra ruptura; no soy nada conformista, tal y como usted podrá deducir por mi trabajo…, por mi programa; toda la vida he… Decidí tomar cartas en el asunto, cogí el avión, lo esperé y le supliqué. Él accedió. Un ultrareligioso también le puede hacer un favor a un laico. Así fue como se convirtió en el productor secreto de Beni, porque nadie lo sabía, en un donante anónimo. El trato fue que nadie en el mundo debía saber nada sobre eso, que no se lo contaríamos absolutamente a nadie; aunque usted, de todas formas… No entiendo cómo han podido descubrirlo…

—Pues precisamente usted podía haberse imaginado que llegaría a saberse —le dijo Michael, señalando con la cabeza hacia el montón de cintas que había a sus pies junto a la mesa—, porque su trabajo consiste en eso, en investigar. Usted mismo me ha contado cómo dio con ese chico palestino, con su familia, con los que lo torturaron y con el médico…

—Sí —suspiró Rubin—, pero lo que yo no quería era que Beni se enterara, ni Beni ni ninguna otra persona, porque… tendría usted que entender la humillación que le supondría a un director del calibre de Beni Meyujas pasarse la vida dirigiendo tonterías para la televisión. No se puede usted ni imaginar las cosas que le daban. Programas religiosos, programas de entretenimiento, infantiles… Y solamente una vez, cada tantos años, una película, normalmente un documental, de tema neutro…, carente de gancho…

—¿Y cómo se había llegado a una situación así? —se interesó Michael.

—Ésa es nuestra televisión —dijo Rubin con amargura—, esto no es Cinecittà, el nivel ha bajado muchísimo… Beni ha estado trabajando en la televisión pública desde el principio, desde sus comienzos, y tenía grandes expectativas…, creía que… Al principio la verdad es que sí dirigió algunas cosas interesantes… Si lo desea puede verlas, están en los archivos, incluso tengo alguna por aquí… Entonces todavía no existía el vídeo, no había cámaras de vídeo… Lo pasé a vídeo hace tan sólo unos años… Si quiere le puedo enseñar el gran talento que tenía… Pero poco a poco fue siendo arrinconado y hacía ya años que no… Pero él era incapaz de marcharse, no es de esas personas con iniciativa que… Él necesita cierta estabilidad… Así que había ido cediendo y lo único que esperaba ya era la jubilación. De modo que se sintió inmensamente feliz cuando Tsadiq lo llamó para hablarle de hacer Ido y Einam—, usted no puede imaginarse lo que eso significó para él… De repente volvió a ser el de antes…, como cuando éramos jóvenes…, fue como…

—Entonces ¿no tenía ningún motivo para guardarle rencor a Tsadiq? —preguntó Michael.

—¡No, en absoluto! —protestó Rubin—, al contrario. Pero si ya se lo he dicho a usted y a sus colegas, ya se lo había explicado también al comandante del distrito, a Shorer, y al comisario general: no hay nadie en el mundo que conozca a Beni como yo, y puedo asegurarle que Beni no sólo no haría daño a nadie, sino que ni siquiera sería capaz de matar una mosca, así como suena. Él no tenía ningún motivo para matar a Tsadiq, y no cabe tampoco ninguna posibilidad de que hiciera tal cosa, porque Beni no es ningún asesino y bajo ninguna circunstancia haría… Sé que hubiera preferido suicidarse antes que… Ya lo intentó… Bueno, en estos momentos, con todo lo que usted ya sabe, puedo decirle que Beni…, que intentó suicidarse… con pastillas. Creía que lo iban a despedir… Casi se muere… Así que no se imagina lo preocupado que estoy ahora por él…

En ese momento el teléfono sonó interrumpiendo bruscamente el emocionado discurso de Rubin, que se quedó callado, se pasó las manos por la cara y miró fijamente el teléfono, luego se encogió de hombros y lo dejó sonar.

—Seguro que no es Beni, porque si fuera él me llamaría al móvil.

—¿Quién fue en realidad el responsable del… desaprovechamiento del talento de Beni, o como usted lo quiere ver, de su humillación? —preguntó Michael.

—No se trata de una sola persona —dijo Rubin después de un largo silencio—, pero Tsadiq desde luego que no, si es a lo que usted se refiere; más que de alguien en concreto, se trata de algo muy frecuente en el mundo actual, de una manera general de actuar. Está relacionado con la lucha por la audiencia, por los presupuestos, se trata de la esencia misma del medio, de la televisión, un medio de comunicación tan poderoso, que unas veces destruye y otras construye. Y también tiene que ver con lo que Israel, como país, piensa de sí mismo, lo que piensa de la literatura, del arte, de Bialik y de Agnón. Y también habría que tener en cuenta que nuestra televisión se ha aproximado mucho al gobierno y que, como éste, considera que el pueblo es tonto y vacío. Por suerte, el director general actual de la Radio-Teledifusión no estaba entonces, cuando el dinero llegó, porque no hubiera permitido… Seguro que hubiera confiscado el dinero para hacer alguna gala de noche espectacular o una fiesta de inauguración cualquiera, y en realidad quizá sea ingenuo creer que… porque no existe afinidad ninguna entre la televisión y el arte en su forma tradicional.

—¿En serio? —le dijo Michael—. ¿Eso es lo que usted piensa? ¿Y qué hace entonces la BBC? ¿Qué me dice entonces de programas como los de Dennis Potter?

—No, claro que tiene usted razón —dijo Rubin, y añadió apenado—: No faltan ejemplos de verdadero arte en la televisión, pero yo me refería a lo que nos ha sucedido a nosotros, y la televisión es el símbolo, el lugar en el que mejor se advierte lo que está pasando, es como la conciencia del país, y quien se encuentra dentro de ella, como yo, lo ve, que nuestra conciencia sufre de una grave esclerosis —por un momento los dos se quedaron en silencio, y a continuación Rubin retomó la palabra—: No sé por qué le estoy explicando algo tan obvio; ¿hay, acaso, algo nuevo que yo haya podido decirle?

—Tsadiq dirigió la televisión durante los tres últimos años —dijo Michael—, pero antes hubo…

—No funcionó —dictaminó Rubin—, las personas quieren conservar su puesto, no pueden presentarse con una producción que se lleve por delante el presupuesto entero del departamento de ficción. Le aconsejaron que hiciera algo menos…, menos ambicioso, ése era uno de los términos que utilizaron…, le dijeron: «Haz la adaptación de una novela corta, de un cuento de actualidad, algo parecido a lo que hizo Uri Zohar con Tres días y un niño de A. B. Yehoshúa, o como lo que hizo Ram Levi con Hirbet Hize, de S. Yizhar, un cortometraje, algo de unos treinta o cuarenta minutos, y ya está…».

—¿Y él no quiso?

—Al contrario, sí que quiso, y hasta hizo algunas pruebas con un cuento de Yaacov Shabtai, del que sacó un guión originalísimo; si quiere se lo puedo enseñar. Pero el sueño de su vida era… —y Rubin abrió el cajón lateral de su mesa y sacó de él tres cintas unidas por una goma—. Éste es el material inacabado, lo conservo en varias copias.

Ido y Einam —dijo meditabundo Michael—, al fin y al cabo es la historia de un trío amoroso, de una mujer y dos hombres que compiten entre sí en todos los campos…

—¿Conoce usted el texto? —le preguntó Rubin con desconfianza—. Seguro que lo leyó usted hace tiempo —añadió, al ver que Michael asentía con la cabeza—, porque si lo leyera ahora lo vería de otra manera. De cualquier modo, Beni lo vio de una manera muy distinta, porque a sus ojos se trata de una historia sobre… ¿Cómo lo formuló? Escribió algo sobre eso, tendría que buscarlo… —y volvió a inclinarse sobre el cajón—. Ya lo encontraré —le prometió a Michael—. Porque, en opinión de Beni, se trata de una novela sobre el legado de la cultura judía oriental y la opresión de la que ha sido objeto por parte de la cultura occidental y del academicismo universitario, una historia sobre la originalidad, la espontaneidad, la manera de sentir del pueblo llano y otras cosas similares. Según Beni, el sionismo cometió un gravísimo error al identificarse con la civilización occidental. Pero si me pregunta a mí le diré que, en mi opinión, el misterio, la originalidad y la profundidad de esa historia le llamaron la atención sobre todo desde el punto de vista visual…, que lo que Beni deseaba era afrontar toda esa grandeza… —y la voz se le fue apagando gradualmente hasta que se encogió de hombros como si renunciara al deseo de seguir explicándose.

—Permítame —le dijo Michael— ser algo convencional.

Be my guest —le respondió Rubin—. ¿Quiere un poco de agua? —y sin esperar respuesta se levantó y sacó de debajo de la mesa una botella de agua mineral y varios vasos de poliuretano y sirvió agua en dos de ellos—. Puede resultar muy refrescante —añadió, y al instante se rió por lo bajo—. No me refiero al agua, sino que, si no me hubiera hecho alguna pregunta convencional, habría echado por tierra el estereotipo que tenía de la policía.

—Se trata del hombre que durante estos últimos años ha vivido con la mujer a la que usted ha amado durante toda su vida, una mujer que fue su esposa y que lo abandonó por él. ¿No ha influido eso en su relación con Beni?

—No —dijo Rubin—. Esa pregunta me la han hecho ustedes una y otra vez durante los últimos días, desde que Tirtsa… ya no está con nosotros; y es que no ha habido policía, médico o compañero de trabajo que no me la haya formulado, abiertamente o con disimulo, y la verdad es que me sorprende… la falta de imaginación de las personas. Lo cierto es que la gente lo mide todo según su propia vida. No hay nadie que pueda figurarse que las personas somos diferentes, muy distintas, que pensamos y sentimos según unos esquemas completamente opuestos entre sí.

—Pero ¿no se dio ningún tipo de tensión?

—No sé cómo explicarlo —dijo Rubin con cansancio—, porque no tengo explicación para ello. ¿O es que tendría que tenerla? Yo los amaba a los dos, a Beni y a Tirtsa. Mi matrimonio con Tirtsa terminó por un asunto entre nosotros del que ahora no tengo ganas de hablar y del que seguro que, de cualquier modo, ya le habrán informado otros… Porque he visto que hablaban ustedes con Niva y ella no es precisamente de las que se guardan los secretos —añadió con amargura.

—¿Se refiere usted al niño? —le preguntó Michael.

—Eso Tirtsa no lo sabía, o tengo la esperanza de que no lo supiera, porque lo único que yo deseaba era… Lo que quise fue ahorrarle sufrimiento —dijo Rubin, y pareció que la depresión de sus mejillas se hacía más profunda de repente, como si el rostro se le reabsorbiera en un gesto de dolor—. Pero hubo otras cosas. Si uno se encuentra con que su mujer quiere saberlo todo una y otra vez…, que ha oído esto, que ha visto lo otro, que ha notado lo de más allá, y le contesta con mentiras…, sí, con mentiras, porque ¿qué puedes hacer? Hasta que se llega a un punto en el que aunque no haya nada resulta ya imposible demostrárselo… Porque si te pregunta dónde has estado, con quién…, cuándo…, en un trabajo como el mío… cualquiera le hace entender que no ha pasado nada…; y más teniendo un pasado como el mío… Así que Tirtsa…, y lo entiendo…, se convirtió en la típica mujer que anda espiando y persiguiendo a su marido infiel… y eso resulta humillante, porque a ella no le gustaba nada ese papel… El caso es que finalmente nos separamos, porque no había otra salida. Y entonces… Beni siempre la había amado… Prefiero… preferí que estuviera con alguien que la amara de verdad. Beni le había sido fiel durante todos aquellos años, sin esperanza alguna, simplemente no se había casado con nadie… Aunque por supuesto que tuvo… —la voz se le apagaba, pero como Michael permaneció en silencio, Rubin siguió hablando—. Se puede decir que Beni tuvo algunas novias, anduvo con algunas mujeres, pero nunca le fue bien. Esperó y esperó hasta que al final tuvo a Tirtsa. Ya le he dicho a usted que Beni no es una persona flexible, que no está dispuesto a transigir. En nada. Prefiere perder a conformarse con un arreglo intermedio. Esto es algo que él nunca le dirá abiertamente, pero yo sé que es así. Lo conozco bien. Créame si le digo que Beni es incapaz de haberle hecho nada a nadie.

—¿Y Srul? —preguntó Michael.

—¿Qué pasa con Srul? Si se encuentra en Israel, lo desconozco porque no se ha puesto en contacto conmigo.

—Según nuestras informaciones entró en Israel hace… —y Michael volvió a echarle un vistazo al cuadernito de espiral, aparentando una gran concentración mientras veía por el rabillo del ojo lo tenso que estaba Rubin— dos días, llegó hace dos días, un día después de que Tirtsa muriera…

—Quizá quisiera venir al entierro —dijo Rubin—, aunque no tengo ni idea de cómo pudo enterarse, tal vez por la prensa… Él… Pero no lo vi en el entierro. Se podría comprobar en el…, porque tollo el entierro está filmado…

—¿Usted no le avisó de lo de Tirtsa?

—La verdad es que no —murmuró con una mirada llena de culpabilidad—, no me dio tiempo a… No se me ocurrió…

—Pero, según parece, se enteró de todas formas…

—Quizá se lo dijera Beni —apuntó Rubin con un escepticismo manifiesto—, aunque no veo cómo… Porque Beni no estaba… Pero es posible…, porque si Tirtsa había mantenido el contacto con él…, entonces puede que Beni lo telefoneara…

—¿Y por qué seguiría ella en contacto con él? —preguntó Michael.

—No tengo ni la menor idea —dijo Rubin—, se lo juro. Puede que para sacarle más dinero para las tomas complementarias, porque no debe usted olvidar que ella actuaba como si fuera la mujer de Beni a todos los efectos, y además creo que hasta lo amaba.

—¿Sabía Tirtsa que el dinero provenía de Srul?

—No —dijo Rubin asustado—, en absoluto, ella no sabía nada, aunque quizá se le ocurrió la idea de… Pero un momento —y mirando el reloj subió el volumen del monitor—, quiero ver esto, y no a través de la pantalla sino en vivo; venga conmigo, bajemos al estudio, porque van a anunciar lo de Tsadiq y va a hablar Hefets, y quiero verlo desde el estudio, así que lo mejor será que me acompañe…

Se quedaron un momento esperando el ascensor, pero Rubin desesperó enseguida. Ya se disponía a bajar por las escaleras cuando el ascensor se detuvo y él abrió la puerta de un violento tirón. Dentro estaba Hefets, con el torso desnudo, metiendo el brazo por la manga de una camisa azul oscuro. A su lado se encontraba una mujer joven, con el pelo despeinado y la cara sofocada, con una americana de hombre colgada del brazo y una enorme polvera y una brocha de maquillaje en la mano. «Primero póngase la camisa», oyeron que le decía a Hefets, antes de que Rubin lo saludara con la mano y dejara que la puerta del ascensor se volviera a cerrar.

—Venga, bajemos por las escaleras, porque el ascensor es muy pequeño —le dijo a Michael y, mientras bajaban corriendo, añadió jadeante—: No es lo que parece, si es que ha llegado a pensar que Hefets estaba de parranda… Es que las cosas aquí son así en los momentos de emergencia, se tiene uno que vestir y maquillar a la vez, de camino hacia el estudio.

Cuando llegaron al piso de abajo, Rubin se detuvo un momento en la cafetería y le lanzó una mirada al monitor situado frente a la entrada. La cafetería se encontraba prácticamente vacía, a excepción de las dos últimas mesas. Alrededor de una de ellas estaban sentados unos cuantos hombres con monos de trabajo azules, comiendo en silencio, y en la otra, situada en el rincón opuesto, se encontraban Natacha y Schreiber, que tenían la mirada clavada en un monitor que emitía en silencio las noticias de las cinco del canal 2. Mientras el locutor movía los labios, apareció una fotografía de Beni Meyujas con un pie que decía: «Beni Meyujas, director cinematográfico, la policía solicita la colaboración ciudadana para su localización». En cuanto Natacha vio a Rubin, separó su flaca cara de la mano en la que la tenía apoyada y se levantó de un salto, pero él se apresuró a indicarle con un gesto de la mano que después hablarían, ella se volvió a sentar y, solamente entonces, saludó a Michael con la cabeza.

—Si la cafetería tiene este aspecto, es decir, si está completamente vacía cuando las sufganiyas aún no se han terminado —dijo Rubin, mientras se dirigía muy parsimoniosamente hacia las escaleras—, quiere decir que la situación es realmente alarmante. Porque en la cafetería se puede medir el pulso de todo, ya que es el mismísimo corazón de este lugar, todo pasa en ella, to-do, desde los comienzos de la televisión. Este muro de la derecha lo levantaron mientras comíamos, y ahora recuerdo que entonces Tsadiq… —y de repente Rubin se puso a toser como si se ahogara, los ojos se le llenaron de lágrimas y, apretando el paso, se dirigió hacia el estudio de grabación seguido de Michael.

Rubin le ordenó que se quedara en la sala de los iluminadores y de entrada así lo hizo Michael, colocándose como pudo entre un ordenador y una mesa y mirando lo que sucedía a través de la pared de cristal. En el interior del estudio de grabación se encontraba la ministra de Comunicación, a la que una maquilladora empolvaba la cara con una brocha muy gruesa. Hefets se acababa de sentar a su derecha y trataba de ajustarse nerviosamente el nudo de una corbata azul marino. Keren, la presentadora del informativo, estaba sentada a la izquierda de la ministra de Comunicación, que en esos momentos respondía a una pregunta que le habían formulado. «No vamos a interrumpir las emisiones de la Voz de Israel ni de la televisión pública excepto el día de Yom Kippur», dijo la ministra con decisión, «porque cerrar la televisión por el hecho de que haya ocurrido una catástrofe, porque un asesinato no deja de serlo, sería como rendirse a…».

Michael salió de la sala de los iluminadores y se quedó en un rincón de la sala de montaje, justo en el momento en el que el realizador decía, primero como a sí mismo y luego ya en el micrófono: «Venga, que se largue ya de una vez, hemos terminado. Keren, dale las gracias y que se calle la boca», y por eso Michael no pudo oír el final de la frase de la ministra de Comunicación. «¡Cámara dos!», gritó Tsipi, la ayudante de producción, que se sujetaba y acariciaba el enorme vientre con las manos, para enseguida añadir a gritos: «Corten con la dos… Que alguien encienda el monitor de arriba». «¡Cámara uno, Dani!», gritó ahora el realizador, mientras Erez, el jefe de edición, permanecía en silencio a sus espaldas y le clavaba una mirada de reprobación a Dani Benizri, que acababa de entrar corriendo en la sala de montaje, se había quitado el jersey y estaba poniéndose una camisa negra que había retirado de una percha mientras le ofrecía la cara a una maquilladora que en ese momento pasaba por su lado de camino hacia afuera y que torciendo el gesto le dijo: «Ya estás maquillado», aunque le pasó la brocha por la frente. «Se cree una estrella de cine», masculló Erez, «se pasa el día de juerga, llega en el último momento, hace su estriptis particular, se desnuda, se viste, se viste y se desnuda». «¿Hemos terminado con esta cinta?», preguntó un chico que se encontraba sentado frente al aparato de vídeo cambiando las cintas, pero nadie le contestó.

«Preparada la cámara dos, Hefets», dijo el realizador, y Hefets se palpó el micrófono situado detrás de la oreja, a través del cual le llegaban las órdenes, y tomó un trago de agua. A Michael, el ambiente de aquel lugar le recordaba un quirófano o el puesto de mando durante una guerra. Qué fácil resultaba olvidarse de que todo lo que allí pasaba no era un asunto de vida o muerte, meditó Michael, mientras seguía con atención los movimientos de todos los presentes, que no pronunciaban ni una palabra de más y sin embargo actuaban llenos de tensión y nerviosismo. «Medio minuto más…, diez segundos por palabra…», le gritó la ayudante de producción a Keren, la presentadora. «¡Quiero un plano de perfil de las ventanas!», gritó el realizador. «Y ya te he dicho que la eches cuanto antes», añadió ya furioso, refiriéndose a la entrevista con la ministra de Comunicación, que todavía no había terminado.

Tres de las cámaras seguían a Hefets y, a pesar de que la maquilladora volvió a retocarlo justo antes de que lo iluminaran, empolvándole la frente y el mentón, el rostro no le dejaba de brillar por el sudor. En un lado de la pantalla Michael pudo ver una serie de fotos de Tsadiq que habían seleccionado para la ocasión. Una tras otra iban mostrando a Tsadiq en su infancia, en su adolescencia, vestido con el uniforme blanco de la marina, y finalmente en la sala de redacción, al tiempo que se oía de fondo la voz temblorosa de Hefets: «Hoy hemos sufrido una gran pérdida. Una terrible pérdida. Y para mí ha sido, además, una pérdida personal. He estado con Shimshon Tsadiq desde sus primeros pasos como reportero novato hasta su época de director de los informativos —en ese momento apareció en la pantalla una fotografía de Tsadiq ojeando unos papeles y hablando por teléfono mientras presidía la gran mesa de la sala de redacción—. Y también estuve durante los tres años que ocupó el puesto de director de la televisión, en los que se reveló como un verdadero visionario del medio, lo que le valió la confianza de todos». Detrás de Hefets apareció ahora una fotografía de Tsadiq estrechándole la mano a dos hombres vestidos con pantalones vaqueros y polos, con un pie que decía: «Shimshon Tsadiq, director de la televisión». Uno de los hombres sonreía forzadamente, como si temiera que se le fuera a caer el cigarrillo que llevaba entre los labios, mientras que el otro hombre estaba bajando la cámara que llevaba al hombro. El pie de la foto cambió: «Momento de la firma del acuerdo con los representantes del cuerpo de los operarios técnicos», y, en ese momento, Michael se distrajo por la entrada en la sala de montaje del cámara Elmaliaj. Se quedó mirando con gran sorpresa la gran bandeja llena de sufganiyas que Elmaliaj llevaba en una mano, mientras con la otra engullía uno de aquellos enormes buñuelos, completamente ajeno al estado de angustia y de turbación que embargaba a todos los presentes. «… He asumido la responsabilidad de reemplazar a Tsadiq provisionalmente, hasta el nombramiento oficial de su sucesor», dijo Hefets con el rostro de Tsadiq enmarcado en negro al fondo de la pantalla, «y me comprometo a seguir por el camino que él había trazado y poner en práctica sus proyectos…», y Elmaliaj, asintiendo con la cabeza y la boca llena, dijo:

—Se ha cumplido el sueño de su vida, lo que siempre ha deseado…

—¡Cállate, idiota! —susurró Niva desde la entrada de la sala de montaje, enjugándose las lágrimas—. No tienes respeto por…

—Pero ¿qué pasa? —protestó Elmaliaj—. Cualquiera diría que he dicho algo que no sepa todo el mundo —y, mirando a su alrededor, se limpió la boca con el dorso de la mano y depositó la bandeja en el mostrador, tras el que estaba sentado Erez, el realizador de los informativos—. Está bien, no lo había visto —dijo después de mirar con disimulo hacia donde estaba Michael—; pero ¿es o no es como yo digo?

Pareció que Erez iba a decir algo pero en ese preciso instante entró Eli Bahar en la sala de montaje, que, tras mirar en una y otra dirección hasta que sus ojos se cruzaron con los de Michael, se abrió paso hacia él entre los presentes.

—Hemos encontrado a Beni Meyujas —dijo Eli Bahar en voz baja—, te esperan arriba.

Todos los siguieron con la mirada mientras salían de la estancia, pero nadie dijo nada.