Michael permaneció largo rato de pie a la entrada de la gran sala, muy cerca de las esquelas de Tirtsa Rubin y Mati Cohen, observando lo que allí acontecía; El lugar resultaba irreconocible con respecto a aquella misma mañana. Ahora todo el mundo estaba atareado, concentrado en la elaboración del informativo, y cualquier cosa que no tuviera que ver con las noticias de aquel día era dejada de lado, incluidas las muertes de Tirtsa Rubin y Mati Cohen. Varias personas consultaban los papeles que estaban sobre la mesa grande y rectangular, hablaban entre ellos y les comunicaban las cosas a voces a los que se encontraban en sus despachos. Los teléfonos no dejaban de sonar, mitigando el ruido de las impresoras. Un móvil reprodujo la melodía de Carmen, mientras otro, muy cerca, tarareaba sin parar la banda sonora de Misión imposible, hasta que el reportero de política nacional gritó «Dígame», y agitó el aparato con una expresión de desesperación. En el despacho de la infografista, a través de la mampara de vidrio, vio a Dani Benizri, que, a su espalda, señalaba la pantalla con el dedo. Y en el despacho de al lado reconoció a Rivi, la traductora («Ésta es Rivi, nuestra traductora», le había dicho alguien por la mañana, cuando estaba ante la puerta del despacho de Tsadiq), que estaba hablando con una joven con vaqueros y jersey rojo, que gesticulaba mucho y señalaba hacia otra cabina, donde se encontraba el reportero de asuntos exteriores, que estaba sentado hacia delante hablando por teléfono y tecleando en su ordenador. Parecían unos niños absortos en sus juegos a los que nada podría distraer. «¿Por qué no te has maquillado mejor?», oyó que alguien le preguntó a Keren, la presentadora de los informativos, que estaba sentada en el sofá del rincón, junto a la puerta de entrada, hojeando unos impresos con trazos horizontales y verticales dispuestos encima de la mesa rectangular, delante de cada asiento, y que Niva, la secretaria de los informativos, apartó a un lado tras acercarse a la mesa arrastrando los pies, en señal de queja por la tarea que le habían asignado, la de colocar frente a cada silla una hoja nueva. La voz de un niño negro que bendecía la primera vela de Jánuka se impuso por un instante al resto de sonidos. Michael levantó la cabeza hacia la pantalla y vio la mano del niño, que temblaba de emoción. Estaba de pie, enfrente de un brillante candelabro de Jánuka. «¿Qué pasa? ¿Quién ha subido el volumen? Bajad el del el canal 2», gritó Niva, y le dijo por lo bajo a David Shalit, el cronista de sucesos: «Míralos, han traído a un niño etíope, y en nuestro canal verás dentro de cinco minutos a un niño recién inmigrado de Rusia. ¿Por qué no? Si ellos lo hacen, también podemos hacerlo nosotros», pero él no miró a la pantalla, sino que se encogió de hombros y señaló la hoja que tenía delante como diciéndole que era idéntica a la anterior.
—¿No ves que aquí pone las dieciocho y cuarenta y nueve? —dijo Niva furiosa—. Éste el nuevo line-up, el anterior es de hace más de una hora y ha habido otros muchos cambios, míralo tú mismo —e inmediatamente miró a su alrededor y exclamó—: Keren, ¿estás ya maquillada? ¿Dónde está Natacha? ¡No entiendo por qué no está ya aquí!
—Pero si estoy aquí, ¿qué es lo que pasa? —gritó Natacha desde un rincón de la sala, mientras se acercaba a la mesa.
—¿Por qué vas vestida así? —le reprochó Niva—. Bueno, no es asunto mío —y al mismo tiempo agarró por la manga a una mujer con muchas arrugas en el rostro y el pelo claro y descolorido recogido en un moño descuidado—. Ganit —le dijo—, ya que tú eres la productora, dime qué te parece la camisa de Natacha —y, extendiendo los brazos y elevando los ojos al techo, continuó—: ¿Por qué tengo yo que ocuparme de todo esto? Natacha, baja a ver a los de vestuario, ¿me has oído?
—¿Está montado ya lo del gobierno? —preguntó Erez al reportero de política nacional, que asintió con la cabeza y contestó:
—Ya casi he acabado.
—Pues hay que montarlo de nuevo, con Bibi Netanyahu y David Levi —dijo Erez.
—¿Por qué gritas? —dijo Yiftah Keinan enfadado, y se metió la camisa por dentro del pantalón—. En veinte segundos lo termino.
—Yiftah —dijo Erez impaciente—, ¿empezamos con David Levi o con Bibi?
—Ya te lo he dicho antes, empezad con Levi —dijo el reportero de asuntos políticos mientras ojeaba el nuevo line-up—, sólo dime si la pantalla aparece al completo.
—Sí, al completo, al completo —refunfuñó Erez—. ¿Cuántas veces tengo que repetirte las cosas?
Niva volvió a levantar los ojos hacia el techo.
—¿Por qué gritáis? ¿Por qué no se puede, aunque sea por una sola vez, hablar tranquilamente?
Hefets presidía la mesa y Michael se encontraba tras él. Echó un vistazo a la lista de temas del line-up, mientras Erez, desde la otra punta de la mesa, agitaba la nueva hoja intentando llamar la atención de la correctora, que se encontraba en un rincón de la sala, pintándose los labios con cuidado.
—Miri, Miri, ¿lo has revisado?
—¿Crees que soy Dios? ¿Cuándo voy a haber tenido tiempo de revisarlo? —dijo irritada, cerró de golpe la pequeña polvera y se dirigió hacia la mesa.
Hefets hablaba por teléfono mientras ojeaba los papeles que tenía enfrente.
—Sí, hay que añadir un conductor joven, ¿y qué? ¡Que se trata de dos mil shekels! —le gritó a su interlocutor—, no me vengas con milongas porque no soy tan tonto como para estar dispuesto a pagar esa barbaridad por un seguro de coche. ¿Qué? No, mi trabajo no lo cubre, qué va… —levantó la cabeza un momento y, al ver a Michael, miró preocupado el gran reloj, le hizo una señal de que lo había visto, y tapando el auricular con la mano le dijo—: Tendrá usted que esperar, ahora no puedo…, ya ve lo que… Las noticias son… No se pueden hacer planes con el responsable de los informativos…, no puedo dejarlo… Espere aquí, puede sentarte en el sillón, no nos molesta, o salir a dar una vuelta, lo que prefiera. También puede ir a la cafetería si quiere, es que tenemos un problema con el satélite. Habrá que esperar a que llegue la señal —y apuntando con la cabeza hacia Natacha, añadió—: Tenemos algo importante, puede quedarse si le interesa. Como quiera —repitió, y continuó con su conversación telefónica.
Erez movió su silla para que Michael pudiera sentarse a su lado y visiblemente furioso protestó:
—Ya podrías ponernos al corriente del tema. ¿Cuándo nos lo vas a contar? ¿Qué quieres que escriba? ¿Cómo voy a montar las noticias sin saber…? Faltan cuarenta minutos para que empiece la retransmisión y mira lo que me han dado: «Tema X dos minutos y cinco segundos Natacha». ¿Cómo voy a dar con un título para esto?
Michael se sentó con la intención de esperar y observar hasta que Hefets estuviera disponible, porque siempre se aprendía algo espiando a los demás discretamente, mientras estaban ocupados en sus cosas y no le prestaban atención a uno; pero Tsadiq, que acababa de entrar en la sala, le hizo una señal a Hefets con la mano antes de acercarse a él.
—¿Cómo está el asunto? —preguntó, y se apoyó en el escritorio para revisar las hojas del guión—. Pero ¿qué es lo que veo? ¿Habéis eliminado lo de Yaakov Neeman?
—No había dónde meterlo, hoy no podemos pasarnos de tiempo —dijo Hefets, que se levantó de su asiento, empujó la silla hacia atrás y dirigió una mirada hostil a Tsadiq—. ¿Tengo más tiempo del reglamentario o no? Me dijiste que no me excediera, así que…
—Sí, lo siento —se disculpó Tsadiq, dando marcha atrás—, no quería entrometerme —añadió, tratando de apaciguarlo—, sólo era una pregunta, nada más.
Pero Hefets ya no lo escuchaba y exclamó:
—Keren, vete a ver a Miri y comprueba las correcciones. ¿Qué haces ahí? ¿Qué es lo que estás escribiendo, la tesis doctoral? Todavía tienes que aprobar las correcciones y ni siquiera has…
La melodía de La Pantera Rosa se escapaba de un gran bolso negro que estaba a sus pies. Al momento apareció Niva y empezó a rebuscar en su interior, pero, cuando lo encontró, el móvil ya había dejado de sonar.
—Uf, otra vez —refunfuñó y, tecleando un número con nerviosismo, se arrodilló junto al bolso, muy cerca de Michael, que la oyó respirar aceleradamente y preguntar—: Mamá, ¿qué?, ¿cómo? —y después de un momento—. ¿Ahora? Falta una hora para que empiecen las noticias y no tengo tiempo de… Da igual, en el armario, a la derecha, arriba… No, ahí no, en el estante más alto… Escucha lo que te estoy diciendo… ¿Lo has encontrado? Bien, pues ahora cógelo… No, después no… Voy a colgar… —y apagó el aparato y lo lanzó dentro del bolso, que volvió a dejar debajo de la silla de Hefets, al tiempo que se precipitaba hacia una impresora que escupía hojas sin cesar.
—Erez, Erez —gritó David Shalit al encargado de montaje—, ven aquí, que hay que cambiar lo del asesinato en Jerusalén, porque ha llegado una orden judicial que nos prohíbe divulgar las fotos del peluquero y de su novia —y cerrando de golpe la tapa de su móvil le pidió a Erez que se acercara—; es la noticia con más gancho de hoy, porque no se trata de cualquier peluquero, sino del de la esposa del primer ministro, y eso puede llegar a tener consecuencias. Dispongo de bastante material filmado de un reportaje de una cadena local y también…
—No sólo de la mujer del primer ministro —lo interrumpió Niva—, sino que el mismísimo Netanyahu ha declarado que se trataba de su peluquero oficial.
—Precisamente por eso, «Ocupaba el puesto ministerial de peluquero en nuestra casa» —precisó David Shalit—, y es que con gente como Bibi Netanyahu hasta los peluqueros ocupan puestos ministeriales; ¡menudos pijos! ¿Me has oído, Erez? Hay que trabajar mejor ese punto…
—Sí, sí —le replicó Erez con tranquilidad—, ya te he oído, no te exaltes; en primer lugar, no estoy seguro de que sea el tema con más gancho de hoy, y además, espera un momento, ya le he pedido al abogado del Servicio de Radio-Teledifusión de Tel-Aviv que esté preparado, porque no es definitivo que no vayan a salir las imágenes, ya que estamos a la espera de lo que diga el juez de guardia. Ahora dejadme unos minutos para redactar los titulares, tengo que concentrarme —y se sentó en el extremo más apartado de la mesa mientras se inclinaba sobre unas hojas en blanco—. Si queréis mi opinión, ésta es la última vez que veremos a los obreros despedidos, mañana ya serán agua pasada —añadió.
—No estés tan seguro —replicó Dani Benizri irritado—, este asunto traerá cola.
—¿Y qué hay del reportaje del funeral de Kahana y toda la violencia que lo ha rodeado? —exclamó el reportero de asuntos políticos desde su asiento al lado de la mesa, al tiempo que se enderezaba la kipá de ganchillo y examinaba detenidamente un pequeño peine que se había sacado del bolsillo de los pantalones—. No lo veo por ninguna parte, cualquiera diría que la vida de un judío ya no vale nada, porque nadie se preocupa…
—Vuelve a mirar —tronó la voz de Hefets—. ¿O es que ya no sabéis ni leer? Mira el punto número trece, ¿no ves que pone «Desconfianza y política»? ¿Lo ves o no lo ves? Pues ahí están las amenazas contra la televisión y las imágenes de los policías a caballo escondiéndose detrás de un árbol. ¿Te acuerdas ahora de que hablamos de ello por la mañana?
—Pero dime, ¿qué ha pasado con el encuentro de Itzik Mordehay con altos mandos del ejército para tratar sobre el proceso de paz? —preguntó irritado Zohar, el reportero militar, y se sonó su nariz afilada—. Le he dedicado horas… —y lanzando un montón de folios sobre la mesa miró a su alrededor, pero nadie pareció inmutarse lo más mínimo—. No me hacéis ni caso —se lamentó amargamente—, habríais podido incluirlo y dedicarle aunque no fueran más que unos pocos segundos, porque me he pasado toda la noche congelado en los túneles y después nadando en los charcos del sur del país para conseguir… y vosotros ni siquiera…
—¿Qué hacemos con la catástrofe minera de Rusia? —exclamó una mujer embarazada desde uno de los despachos, y se asomó a la puerta con las manos sobre el vientre—. ¿Sigue siendo relevante? —preguntó, pero nadie le contestó—. Niva, los mineros de Rusia, ¿qué hago con eso?
—Mantenlo, quizá podamos incluirlo en la emisión de la noche —le respondió Niva distraída mientras examinaba las hojas que acababan de imprimirse.
—¿Y qué hacemos con el oro nazi? —volvió a preguntar la mujer embarazada, acercándose hasta donde estaba Hefets. De cerca se apreciaban unas manchas marrones en su frente, las típicas manchas del embarazo—. ¿Para cuándo está planeado emitirlo?
—Déjalo para el Informativo Semanal del viernes, porque para entonces todavía estará de actualidad —le aseguró Erez—; sobre el oro nazi hay que hacer un reportaje con imágenes pero sin sonido, mantenedlo.
—De aquí al viernes yo puedo estar pariendo —se quejó la mujer.
—Pues déjaselo a Rafael —le sugirió Hefets—, él se encarga de todos los reportajes de asuntos exteriores; es el sustituto del editor de exteriores, ¿no?
—Rafael —exclamó la mujer embarazada y se dejó caer, resoplando, en una silla que había allí al lado—, te necesitamos, ven aquí.
Michael observó al joven, que llevaba gafas y tenía una mirada inteligente. Parecía de la edad de su hijo. Hefets le dio una palmadita en el hombro y le dijo:
—Oye, Rafael, tenemos dos historias americanas a las que me gustaría que pusieras voz: una sobre una matanza en un instituto, ya sabes, los dos adolescentes que han disparado matando a… ¿Dónde ha sido, exactamente?
—En Colorado —dijo Rafael con una voz muy agradable, peinándose con los dedos unas pobladísimas cejas que se le unían en el medio—, el pueblo se llama Littleton y está al lado de Denver, y el nombre del instituto es Columbine.
—Eso —dijo Hefets, como si estuviera procesando lentamente todos los detalles—. Y hay otra historia, que he encontrado en internet, sobre un nuevo virus letal para los humanos llamado «Monkeypox» que amenaza con aniquilarnos a todos; ¿has oído algo de eso?
Rafael asintió y dijo:
—También hay unas fotos muy buenas de los incendios de Australia.
—Hoy no nos hace ninguna falta Australia —zanjó Hefets, y volviéndose hacia Erez añadió—: Supongo que no hay crónica económica porque ponen Wall Street, así que ¿quieres que Rafael comente lo del instituto de Colorado o no?
—¿Qué características tiene ese virus? —le preguntó Erez a Rafael.
—Se trata de una enfermedad que los monos transmiten a los humanos —le contestó el joven, colocándose mejor las gafas.
—¿Y cómo se contagia?
—Por vía sexual —dijo Rafael.
—¿También éste se contagia por vía sexual? —exclamó Hefets, y miró a Niva, que tenía un teléfono en cada oreja, y asentía sin parar—. ¡Acabaremos todos en un convento!
—Todavía no me has dicho si te interesan los disparos en el instituto ese y lo de la catástrofe minera —le recordó la editora de exteriores, acariciándose su gran barriga.
—El problema es que esos dos temas seguidos… puede ser demasiado —dijo Erez, pensando en voz alta.
—¿Y lo del virus? —intervino Hefets—. ¿Quieres que hablemos del virus a continuación? ¿Y qué pasa con la Cienciología? El tema de las sectas es muy interesante. ¿O ponemos el oro nazi, la Cienciología y la matanza en el instituto de Colorado, por este orden?
Erez no contestó, sino que se volvió hacia Keren, la presentadora, y le dijo:
—Ven, siéntate aquí a mi lado y empecemos a trabajar —y la presentadora obedeció y se sentó a su lado—. Y tú, sube a montar el material —le ordenó a Rafael.
—Niva, localiza a Rubin —gritó Hefets—, tengo que saber si su reportaje sobre los médicos de los servicios de seguridad del Estado está preparado para hoy o si se deja para mañana.
—No, creo que es para su programa de la próxima semana —dijo Niva, y hundió la mano en su cabello escaso y pelirrojo—. Lo he intentado, pero no consigo localizarlo; está en casa de Beni Meyujas y no contesta al teléfono.
—¿Qué, te has quedado aquí colgado de las noticias, eh? Pero tendrías que saber que la televisión no son sólo las noticias —le dijo Tsadiq a Michael—. Ven, vamos fuera, que aquí no estás haciendo nada de provecho, porque los tienen a todos trabajando a todo gas. Voy a enseñarte la cafetería, que es el verdadero centro neurálgico, y quizá todavía pueda dar buena cuenta de alguno de esos buñuelos que me pierden, porque saben a los que hacía mi abuela… Y no esos donuts americanos.
Aunque las dos esquelas estaban pegadas en las paredes y las puertas de la cafetería, aquel lugar daba la impresión de estar tan lleno de vida como de costumbre, presa de una rutina frenética. Desde algunas de las pantallas brotaban las notas de la melodía de la bendición de la primera vela de Jánuka y un coro de niños cantaba Mi refugio, mi roca, mi salvación. Sin embargo, la melodía de esa canción, que emitía una pantalla en un rincón de la cafetería, era eclipsada por el rumor de la gente y sobre todo por los gritos de Dror Levin, el reportero de política nacional, que había entrado corriendo, y que, tras darles un empujón a ambos, que estaban en la barra, vociferaba con todas sus fuerzas ante un hombre joven con un traje gris («Es el abogado que fue nombrado hace un mes como asistente del consejero legal», le explicó Tsadiq).
—Pero ¿quién te crees que eres para amenazarme con esas tonterías? —bramaba Dror Levin mientras señalaba el cuaderno abierto en una mano del abogado—. ¿Por qué me lees eso? ¿Crees que un recién llegado me va a dar lecciones sobre el documento Nakdi?
El abogado le habló con mucha calma, sin excitación alguna:
—Todo lo que te he dicho es que aquí pone —y abrió la libreta—, leo: «Un periodista o un fotógrafo llamado a tratar un tema cuya independencia no pueda ser garantizada por intereses de orden personal deberá ser rechazado de oficio» —y levantando los ojos de la libreta añadió—: Eso es todo lo que he dicho, y si no tienes intereses personales, no hay problema; no entiendo por qué hay que enfadarse —concluyó, y metió la libreta color celeste en una carpeta de cartón, luego dio media vuelta como si fuera a marcharse, pero antes añadió—: Si Yosi Beilin te invita a la bar mitzva de su hijo… —y abrió los brazos en lugar de acabar la frase.
—Entonces me declaro culpable de este acto de corrupción y juzgo necesario… —ironizó el reportero, y se sentó rápidamente a una mesa en la que había un grupo de gente muy bulliciosa.
—Son los del Informativo Semanal de los viernes —dijo Tsadiq con cierto orgullo—; el Informativo Semanal es mi buque insignia, Arieh Rubin siempre participa, aunque hoy… Y ahí está Shoshi, la otra encargada del montaje, ¿la ves? Parece una mosquita muerta, pero los pone a todos firmes.
Michael miró a aquella mujer menuda y esbelta. A pesar de tener el cabello canoso, era joven, y cuando se acercaron a la mesa se dirigió a Tsadiq y dijo:
—Estamos hablando de ética, nos preguntábamos si alguien tendría reparos en participar en un recorrido por Jerusalén organizado por el alcalde.
Un reportero barbudo y con voz de bajo dijo:
—Yo me opongo, porque a nosotros no nos gusta tener cortapisas y no me veo capaz de hacer bien mi trabajo con el alcalde merodeando por el estudio…
—Pues yo no veo ningún inconveniente —concluyó la encargada de montaje—. Ven, Tsadiq, siéntate aquí un momento, querría pedir que nos enseñaran a utilizar ese nuevo método de audiometría, el people rating, con el que se medirá la audiencia.
—Ahora no —dijo el reportero de la voz de bajo acariciándose la barba—. Yo quería sugerir un recorrido por Sderot u Ofakim…, ciudades en las que nosotros…
Tsadiq se dejó caer sobre la silla.
—¿Conocéis al superintendente Ohayon? —les preguntó, y todos lo miraron fijamente mientras alguien le ofrecía su asiento—. Dado que estáis aquí todos —continuó Tsadiq—, ¿os puedo hablar de algo que me preocupa? Algo que no paro de repetir como un loro: estamos utilizando material que no es nuestro. El último miércoles pusimos cuatro tomas de una película de Noemi Aluf, y ese material no es nuestro, hay que pedir permiso, porque, si no, tendremos que pagar miles de dólares.
—Supongo que lo hizo porque no sabía que no teníamos los derechos —dijo el barbudo—. Voy a traer sacarina. Y sólo quiero decir que yo lo vi y que parecía material sacado de un reportaje y no un documental realizado por alguien externo.
—¿Y quién garantiza que sea un documental, que son tomas robadas? —argumentó el reportero de política nacional al tiempo que acercaba una silla y se sentaba entre Michael y Tsadiq—. Porque yo digo que no pertenecen a su película, sino que se trata de unas tomas parecidas sacadas de las noticias.
Tsadiq dejó caer su cabeza hacia atrás y dijo en un tono cansino:
—Está comprobado. Son unas tomas sobre las que no tenemos los derechos.
—¿Dónde se ha comprobado? —insistió el barbudo.
—En la filmoteca… Además, ya lo habíamos hablado cuando pasasteis una secuencia de la última ceremonia de los Oscar.
Un grupo de niños con trajes folklóricos —de yemenitas, de judíos hasídicos— y una chica con un vestido de campesina rusa entraron en la cafetería, seguidos de Adir Bareket, que gritó:
—Niños, una sufganiyá y una bebida por persona, tres minutos, pipí y a volver, ¿entendido?
—¡Sí! —gritaron los niños en un coro obediente. Y Tsadiq torció el gesto y dijo a los que se encontraban sentados alrededor de la mesa grande:
—No entiendo lo que estáis haciendo aquí, ¿la reunión final para el Informativo Semanal? ¿Aquí y ahora?
—No hemos podido hacerla antes a causa del funeral de Tirtsa, que ha durado toda la mañana, y yo además he tenido que ir a ver a Beni Meyujas…; no olvides que hemos pasado por muchas cosas juntos… Gracias a él conseguí este trabajo —dijo Shoshi—. Y como hemos pospuesto lo de la mañana pues ahora… aún no hemos hecho repaso del último Informativo Semanal.
Michael apartó la grasienta sufganiyá que le habían puesto y se tomó el café, que le pareció repugnante. Todos fumaban a su alrededor, a pesar de los avisos que prohibían fumar en la cafetería (pero nadie les llamaba la atención), así que se encontraba entre montones de nubes de humo que se dedicó a inhalar con gran placer. ¿Cuánto tiempo duraría esa sensación de falta de algo que tanto lo atormentaba? ¿Y por qué estaba allí, en lugar de esperar a Hefets en su despacho?
—¿Se puede saber por qué el canal 2 ha sacado a la luz antes que nosotros lo de Irak? —se lamentó Tsadiq.
—Ya te lo he dicho mil veces —lo increpó Erez—, primero, porque el asunto de Irak no es apropiado para un programa tan variado como el Informativo Semanal, la gente no quiere más noticias, sino historias íntimas… Pero ¿qué es lo que ha pasado en Irak? ¿Uno de nuestros agentes ha sido arrestado?
—Y además —dijo el reportero de la voz de bajo—, ellos no tienen… técnicos que se echen a temblar por lo que pueda decir el sindicato Histadrut, porque trabajan con unos convenios de salarios fijos y licitaciones públicas que dan mucho poder a los técnicos…
—Pobre Mati Cohen —suspiró Shoshi—, ¿cómo es posible que…?
—Callaos un momento, silencio —gritó Tsadiq—, subid el volumen.
Michael levantó sus ojos hacia la pantalla.
«Han intentado impedir, y de todas las maneras posibles, que el siguiente reportaje se emitiera —dijo Keren—, y el motivo es que, aunque se ha hablado del tema durante años, ahora, por primera vez, disponemos de pruebas, nombres y cifras. Se trata de una exclusiva acerca de cómo se reparte el dinero de las subvenciones para las escuelas rabínicas. A continuación les ofrecemos un reportaje de Natacha Goralnik». Y el rostro de Natacha copó la pantalla entera. Tenía una expresión seria, solemne, sin señal alguna de ese aspecto de huerfanita descuidada que la caracterizaba.
—Las escuelas rabínicas en Israel —dijo Natacha— obtienen subvenciones según el número de estudiantes que tengan. Pero ¿qué pasa cuando el presupuesto no es suficiente? Pues que inscriben en ellas a los muertos… Hasta treinta y siete hemos detectado y sus nombres aparecen en la tabla siguiente…
La tabla salió en la pantalla, junto a un dedo acusador.
—Tenemos aquí, por ejemplo —dijo Natacha—, al alumno con carnet de identidad número 073523471, que supuestamente reside en la calle Kanfey Nesharim 33 A, David Aharon, registrado en la escuela rabínica Uri Sión; alguien que en realidad falleció hace cinco años, y por el que durante todo ese tiempo, ¡cinco años! —recalcó Natacha—, esta escuela ha venido recibiendo una subvención. Idéntico es el caso de Hay Even-Shoshan, nombre y carnet de identidad en pantalla, y de Menashe Ben-Yosef, nombre y carnet de identidad en pantalla —y su voz se elevó llena de dramatismo—; hasta treinta y siete alumnos por quienes la escuela rabínica Uri Sión obtiene unas subvenciones mensuales a pesar de haber fallecido hace tiempo —y una lista de nombres apareció en la pantalla.
—Muy bien hecho, enhorabuena —se alegró Tsadiq—, muy bien hecho, esta chica es la bomba y pienso promoverla —dijo, en tono confidencial—. Tenemos… No importa. ¿La has conocido? ¿Qué te parece? —le preguntó a Michael, y éste asintió sin decir nada—. Ven, vamos a las noticias, te haremos un treat, una visita por el estudio.
Michael lo siguió obediente, pero se detuvo ante la entrada del estudio, que era muy estrecha, porque prefería no tener que pasar entre quienes estaban sentados frente a la mesa principal y el puesto de control de la productora. Se quedó, pues, agazapado en un rincón, cerca de una sala contigua, mirando a los invitados de una emisión en directo, que estaban allí sentados, en una hilera de sillones pegados a la pared, esperando a que los llamaran para entrar en el estudio. Entre ellos se encontraba la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales, probablemente por el tema de los obreros, y también el amigo íntimo de… Natacha salió del estudio exultante, todos le dieron palmadas en la espalda, y hasta los que estaban sentados al frente de la mesa de control se volvieron hacia ella y le sonrieron. Nadie estaba preparado para lo que sucedería a continuación, porque todo parecía bajo control, pero entonces empezó a sonar continuamente el teléfono, y Ganit a no dar abasto a contestar. En medio de la conmoción, nadie prestó atención a sus palabras, pero después de unos minutos la oyeron decirle a Tsadiq:
—Tsadiq, menos mal que estás aquí, no sé…, alguien dice que… Toma el teléfono, por lo que más quieras —y en aquel momento Hefets irrumpió en el estudio con un papel en la mano.
—Ha llegado un fax —dijo en voz alta—, tenemos un problema serio.
—¿Qué es lo que dices? —le preguntó Natacha, que seguía rebosante de felicidad, y él le tendió la hoja.
Michael se encontraba de pie a la entrada de la sala, considerando tan tranquilo que todo aquel jaleo no le incumbía, que nada tenía que ver con su investigación, así que se había limitado a echar un vistazo dentro y a mirar a Natacha, que tenía una inequívoca expresión de orgullo dibujada en el rostro.
—¿Qué? —oyó de pronto gritar a Tsadiq—, ¿que están vivos? Ahora mismo subo ¿Dónde está? ¿Al lado del oficial de seguridad?
—Es Niva —le dijo aterrorizado a Ganit, la productora, que tenía el pelo decolorado, y cuyos brazos, con las mangas dobladas, estaban cubiertos por un vello claro. Salió corriendo hacia arriba, seguida de Tsadiq y de Hefets, uno detrás de otro, «como en los dibujos animados», pensó Michael, que los siguió a su vez, llevado por su instinto y porque estaba esperando a Hefets. Si Hefets no le hubiera hecho esperar se habría perdido la escena: al lado del guardia de seguridad, en la entrada, había tres religiosos ultraortodoxos.
—No los he dejado entrar porque… —dijo el guardia de seguridad, pero Hefets no prestó atención y dirigió la mirada al carnet de identidad que le había entregado un joven ultraortodoxo con un abrigo oscuro sobre los hombros, que le sonreía tras la barba mientras le preguntaba con ira:
—¿Conque no estoy vivo, eh?
Detrás de él había dos jóvenes más.
—Pero ¿esto qué es? —gritó Hefets mientras examinaba el carnet de identidad. Después levantó la cabeza conmocionado y, mirando al ultraortodoxo, leyó en voz alta—: «David Aharon, calle Kanfey Nesharim 33 A, D. N. I. 073523471». Pero si es usted, es que está vivo.
El ultraortodoxo abrió los brazos como diciendo «Es evidente», y entonces Hefets le dijo:
—Le pido disculpas, vamos a corregir el error.
Natacha subió corriendo desde la sala de redacción. Schreiber estaba ya al lado del guardia de seguridad e intentó llamar su atención agitando la mano, pero ella se encontraba ya delante de Hefets, que sujetaba los faxes que le había traído una Niva muy pálida, que allí de pie, junto a las escaleras, se limpiaba el sudor de la frente.
—Nunca nos había sucedido algo así —dijo horrorizada, y, sin que estuviera claro por qué, con una chispa de satisfacción en su voz—. Y mira que os avisé, que una chica tan joven, sin experiencia… —le dijo a Schreiber, y éste la miró con verdadero odio.
—Eres una víbora —le espetó, y se acercó a Natacha, que estaba mirando el carnet de identidad que le había mostrado Hefets y el rostro del hombre barbudo que ahora gritaba ya:
—¡Soy David Aharon, soy David Aharon y tú eres una hereje!
—Natacha, Natacha —oyó Michael susurrar a Schreiber—, no te dejes avasallar, Natacha.
—Déjame, Schreiber —le dijo ella, con una voz que dejaba percibir la sequedad de su boca—, no hay nada de qué hablar —y apartó el brazo de Schreiber añadiendo—: ¿No ves que estoy acabada? —y a continuación subió las escaleras que llevaban a la sala de montaje topándose con Rubin, que ya bajaba corriendo.
—Natacha —exclamó Rubin—, ¿adónde vas?
—A recoger mis cosas —le contestó ella sin aliento.
—Tú no vas a recoger nada —le dijo Rubin, y la sujetó con fuerza por el brazo—. Hefets, Hefets, ¿la has oído? Tsadiq, te pido que…
Pero Tsadiq ni lo miró, porque en ese mismo momento se encontraba inclinado sobre el teléfono del puesto de seguridad y decía: «Sí, señor, le pido disculpas, mis más sinceras disculpas, Gran Rabino».
—Deja a Tsadiq, Rubin —dijo Hefets—, ¿no ves que está intentando capear el temporal?
—A Natacha le han tendido una trampa, Hefets —exclamó Rubin—. ¿Por qué le gritas? ¿No ves que la han engañado? Tú mismo le pediste que hiciera ese reportaje.
Tsadiq, cuéntaselo a Hefets —le pidió Rubin y arrastró a Natacha consigo de nuevo hacia la entrada—. ¿Por qué te callas, Tsadiq? ¿Por qué no le dices que la han engañado en venganza por el otro asunto? Sabes muy bien que la han engañado porque tienen miedo de que investigue el otro asunto, es lo otro lo que les preocupa, la han engañado por nuestra culpa, para quitársela de en medio.
—De eso nada —respondió Hefets—, por algo somos periodistas. Debemos hacer nuestro trabajo a conciencia. Un periodista de informativos no puede dejarse engañar. No debe lanzar una noticia así, sin pensarlo, sin comprobar varias veces la veracidad de la información.
—Yo estuve con ella —intervino Schreiber—, la acompañé cuando llamamos a las puertas y preguntamos a los vecinos: este hombre no vive allí, podría ser un carnet falsifi…
—Déjalo, Schreiber, déjalo —dijo Natacha con una voz cansada—, todo ha terminado, estoy acabada, no hay nada de qué hablar, dejadme —y dándose la vuelta subió las escaleras, derrotada.
—Espéreme aquí hasta el final de la emisión —le pidió Hefets a Michael, y salió corriendo detrás de ella, gritando—: Natacha, Natacha —pero ella no se volvió.
Schreiber también subió tras ella y Michael vaciló un momento y se quedó pensando desde cuándo recibía él órdenes acerca de dónde esperar. Tenía la mirada puesta en la doble puerta de vidrio de la entrada, porque había allí un gran grupo de ultraortodoxos y se oían muchos gritos, cuando, de repente, irrumpió un hombre mayor, alto y delgado, con un abrigo grande y roto y unos mechones de pelo gris asomando bajo la gran kipá bordada que cubría su cabeza. Gesticulaba mucho con las manos, que llevaba enfundadas en unos guantes de lana agujereados, y tras empujar con violencia al guardia de seguridad, extendió los brazos al frente, como implorando, y gritó a pleno pulmón:
—¿Dónde está Rubin? ¡Arieh Rubin me está esperando!
El guardia de seguridad se tambaleó, e intentando detenerlo le dijo:
—Un momento, usted no puede…
Pero de nada sirvió, porque el hombre ya estaba dentro.
—¿Quién es? —gritó el guardia de seguridad a sus dos compañeros, un chico y una chica, que saltaron desde detrás del mostrador para intentar detener al hombre. Trataron de sujetarlo, pero también a ellos los apartó de un empujón mientras bramaba:
—Dejadme ver a Arieh Rubin…, me está esperando, ¡ha quedado conmigo!
Rubin se le acercó, se plantó ante él y le dijo:
—Yo soy Arieh Rubin, aquí me tiene.
El hombre se detuvo de golpe, como si hubiera perdido las fuerzas y se fuera a desplomar, lo que el guardia de seguridad aprovechó para sujetarle los brazos por detrás.
—Suéltalo, Alón, ¿no ves que es…? —dijo Rubin, y él mismo lo agarró por el hombro.
El guardia de seguridad dirigió a Rubin una mirada vacilante y no soltó al hombre.
—He venido a ver a Arieh Rubin, me conoce, él sabe…, me dirá… —la voz del hombre temblaba con un claro acento ruso.
—Déjalo, Alón —volvió a decirle Rubin al encargado de la seguridad—, que ya estoy yo aquí, ya me encargo yo —insistió mientras apartaba las manos del encargado de la seguridad de los brazos del asaltante.
—Soy Rubin —dijo éste amablemente, y añadió—, ¿en qué puedo servirle?
El hombre lo miró confundido, intentó decir algo pero las palabras no le salían y le temblaban los párpados. Clavó en Rubin sus grandes ojos celestes, unos ojos aterrorizados y suplicantes, sin dejar de repetir:
—He venido para ver a Rubin, ha quedado conmigo, tengo material, mucho material para enseñarle…
A la joven que estaba junto a Alón se le escapó una sonora risa de pánico.
—Eso les ocurre a los enfermos mentales —dijo Miri, la correctora, que salía de la cafetería con una sufganiyá entre los dedos—, que no saben lo que quieren, aunque les des lo que piden no lo ven; es psicología básica.
—Aquí tiene a Rubin —le gritó ahora Alón, señalando a Rubin.
Y éste, con el brazo sobre el hombro de aquel hombre, le dijo:
—Muy bien, muy bien, estupendo, bravo —en el tono en que se habla a un niño asustado—. ¿Cómo se llama usted? —y retiró el brazo.
—Soy… David, David Gluzman —dijo el hombre, y se limpió con las manos la ancha frente y el rostro pálido y alargado—, yo… tengo… quiero… tengo una queja sobre… —y se calló.
Los tres ultraortodoxos que estaban en la entrada con los carnets de identidad a la vista, como preparados para una nueva identificación, se apiñaron ante la puerta.
—¿Dónde vive? —le preguntó Rubin, y el hombre estiró los brazos, se puso firme, y recitó como un niño en una fiesta del colegio, solemnemente, todos los datos de una dirección del otro extremo de la ciudad, incluyendo el número del portal y del piso.
Rubin rebuscó en el bolsillo de sus pantalones, sacó un billete de veinte shekel y se lo puso al hombre en la palma de la mano, sobre el guante de lana roto.
—Para el autobús —le dijo en voz baja, le dobló los dedos, le pasó el brazo por encima de los hombros y lo acompañó fuera—. Váyase a casa —lo oyó decir Michael—, lo mejor sería que se fuera usted directamente a casa.
Cuando la doble puerta de vidrio se abrió, algunos estudiantes de las escuelas rabínicas volvieron a abordarlos, e intentaron aproximarse a Rubin blandiendo unas pancartas en las que se podía leer, en grandes letras negras: «¡Sionista apóstata! ¡Perturbador de Israel!», y en rojo: «¡La televisión nos difama!».
—¡Aquí están todos locos —dijo Alón—, ésta es una ciudad de locos y un país de locos!
Rubin volvió a entrar, se miró las manos, suspiró, consultó el reloj y les dijo a los tres que estaban detrás del mostrador:
—Tengo que ir a ver Beni Meyujas, no se le puede dejar solo. Si Tsadiq me reclama que me deje un aviso en el busca.
Michael miró el reloj grande y la pantalla que estaba colgada frente al mostrador de los vigilantes y que en ese momento retransmitía un videoclip de la MTV en el que aparecía un chico desnudo de cintura para arriba, mojado, besando a una chica que estaba llorando, y cinco jóvenes cantando detrás. Aunque el volumen estaba muy bajo, se oía el coro de los chicos cantando could you be my girlfriend, y aquella música lo acompañó mientras subía por las escaleras hacia la sala de redacción.
En el pasillo de la segunda planta se encontraba Schreiber, el cámara, de espaldas a la hilera de despachos y tamborileando con los dedos sobre la barandilla. Camino de la sala de redacción, Michael pasó por un despacho que tenía la puerta entreabierta. Echó un vistazo a su interior y vio a Natacha que, de pie y de espaldas a la puerta, vaciaba una de las taquillas que tenía enfrente, metiendo los objetos en su bolso de tela. Junto a ella, muy cerca, se encontraba Hefets, que le hablaba en un tono de súplica. Cuando advirtió la presencia de Michael se apresuró a decir: «Un momento, ahora mismo vengo, espérame aquí», y señaló con la cabeza hacia la sala de noticias. Michael siguió caminando con mucha parsimonia y logró oír un suspiro, sonidos tenues y al final también: «¿… no me crees si te digo que estoy preocupado por ti?». Pero la respuesta de Natacha, si es que la hubo, no llegó a sus oídos.
Había poca gente en la sala de redacción, y todos hablaban muy bajo, como tras una catástrofe. Niva estaba sentada junto al fax, sacando una hoja detrás de otra y tomando notas al lado, mientras murmuraba:
—Hayim Nacht… obtiene subvención… no está muerto… ¿Alguien sabe lo que significa el acrónimo RAL?
—Rajmana Litslan —le contestó una voz desde uno de los despachos, y ella arrancó otra hoja del fax, levantando de vez en cuando los ojos hacia la pantalla, donde había empezado el programa político semanal en directo. El presentador, que estaba sustituyendo al habitual, era un periodista con fama de serio y moderado; hablaba lentamente, recalcando cada sílaba, y quiso decir algo sobre el carácter especial de aquel programa. Antes de presentar a los participantes fijos y a los invitados del día pidió un minuto de silencio «para recordar a nuestra compañera Tirtsa Rubin, la directora del departamento de decorados, que ha fallecido en un accidente de trabajo», y a continuación añadió, con una emoción contenida: «Ha dado su vida por el trabajo». Mencionó también a Mati Cohen, que en paz descanse, el director del departamento de producción, quien «en la sombra, organizaba nuestra gran empresa». Parecía que nadie en la sala de redacción estuviera prestando atención a lo que ocurría en la pantalla, hasta que uno de los participantes fijos, un hombre mayor y corpulento que se caracterizaba por su permanente tono quejoso, interrumpió el discurso del presentador y recordó los pecados de los ultraortodoxos y el fracaso vergonzoso de Natacha, que, según él, «había desperdiciado una oportunidad excepcional, como había pocas, cosa que solía ocurrir en la televisión». El público del estudio aplaudió y el hombre miró a su alrededor con una sonrisa arrogante.
Niva levantó la cabeza del montón de papeles que intentaba organizar. «Uf, cállate ya», protestó tras mirar a la pantalla durante un rato. «Y ahora te pondrás a contar que de niño padeciste el Holocausto…». Y, efectivamente, poco después, el rostro hinchado del hombre se puso serio, haciendo que se desvaneciese su orgullosa sonrisa. Después de entornar los párpados durante un momento, abrió sus pequeños ojos de par en par, dirigió una mirada lacrimosa a la cámara y volvió a interrumpir el discurso del presentador. «Con todos mis respetos», proclamó, «yo no volveré a ser nunca oveja que se deja llevar al matadero. ¡Ya estuvimos en Auschwitz!». Y de nuevo le aplaudieron acaloradamente desde la grada mientras él agachaba la cabeza como si tuviera pensamientos tortuosos y la cámara rodeaba la mesa y se detenía en su nuca.
—Cierra ya tu bocaza —pidió Niva—. Que alguien baje el volumen —gritó.
Pero nadie se movió.
—¿Dónde está el mando? Erez, venga, dame el mando —dijo Niva, sacando el mando de entre de un montón de papeles y silenciando la imagen. Todavía se veía la boca del hombre, que seguía abierta, y sus labios hinchados, que continuaban moviéndose, aunque ya no se oía su voz.
—Pero es que yo tengo que oírlo —protestó el cronista de sucesos—. Dentro de poco van a hablar del asesinato de Jerusalén, y entonces tengo que bajar al estudio; van a llamarme y quiero estar enterado —se quejó y, cogiendo el mando, subió el volumen justo cuando una de las participantes fijas estaba preguntando:
—¿Y quién dice que aquí no se respeta el legado judío? Pues claro que se respeta, y la prueba la tenemos en el hecho de que en la televisión pública, que es, por acuerdo de todos, una institución laica, se está rodando ahora un cuento de Agnón. ¿Acaso no es eso patrimonio judío? —preguntó apasionadamente, al tiempo que se enderezaba el sombrerito redondo que llevaba como tocado.
—A ésa tampoco la soporto, con esa especie de olla que lleva en la cabeza, cada semana una nueva —soltó Niva muy enfadada y metió los pies en los zuecos—. Llevo aquí cuarenta y ocho horas, no he dormido más de dos o tres esta noche, así es que ahora mismo cierro el chiringuito —anunció—. ¿A mí también quiere usted interrogarme? —le preguntó a Michael, torciendo el gesto, como si una conversación con él fuera lo único que le faltaba; sin embargo, éste notó que en realidad estaba deseando que le tomaran declaración, así que, dado que Hefets todavía estaba ocupado, le dijo:
—Sí, eso podría ayudarnos mucho, porque supongo que es quien mejor sabe…
—Pues podemos hablar ahí un rato —le dijo a Michael, con una mala gana fingida, y señaló uno de los despachos, hasta donde él la siguió.
Antes de que cerrara la puerta alcanzó a oír una voz masculina gritando:
—No me digas que están rodando a Agnón, si lo hacen es porque tenían una subvención, Beni Meyujas consiguió dinero personalmente para…
Michael no tenía ninguna intención de entretenerse con Niva en aquel momento, y hubiera preferido que Lilian se encargara de interrogarla, persuadido como estaba (lo que le había costado varias acusaciones de machista, entre ellas la de la propia Tsila) de que las mujeres eran más abiertas entre sí. Pero Niva quería hablar.
—Quiero que sepa —le dijo mientras se sentaba— que le puedo contar muchas cosas, pero ¿qué es lo que quiere saber?
—Primero —le respondió Michael—, hablemos de la muerte de Tirtsa, en pleno rodaje de Ido y Einam. Quería…
—¿Ese supuesto accidente? —preguntó Niva con impaciencia.
—¿Por qué «supuesto»? —dijo ahora Michael alarmado—. ¿No fue un accidente?
—No, no —se apresuró a tranquilizarlo—, he dicho «supuesto» sin motivo, es que es una manera de hablar. ¿Quiere saber cómo pudo ocurrir el accidente?
—Sí, pero antes… ¿Tuvo ocasión de trabajar con ella? ¿La conocía?
—Tirtsa estaba muy lejos de todo esto —dijo Niva señalando la sala de redacción—, no le interesaba… Tenía que haber trabajado en el teatro… pero por Rubin…; estaban casados, primero se casó con Rubin y después se fue a vivir con Beni, así que cuando había alguna producción de Beni, cosa que no sucedía muy a menudo, trabajaba con él.
Michael le preguntó si también a ella le daba la impresión, igual que a muchos otros, de que la relación entre Beni Meyujas y Arieh Rubin no se había deteriorado por aquel «triángulo romántico».
—Bueno —dijo Niva—, gracias a Rubin, que es una persona generosa y no… Cómo decirlo… poco convencional… Es… distinto. No se puede… Todos lo respetan.
—Al menos usted sí lo admira —dijo Michael con precaución.
—Sí, mucho —contestó Niva con verdadero apasionamiento.
—¿Y qué hay de Beni Meyujas?
—Bueno, él es… un artista, los artistas son diferentes. Tampoco él tiene relación con los informativos, y siempre… Hace años que no le dejan… Ha dirigido programas relacionados con la religión, con el idioma, a veces incluso programas infantiles, cosas así, donde el papel del director es bastante marginal, porque se limita a decidir dónde hay que poner la cámara y punto, un director televisivo no es…
—¿Por qué? —preguntó Michael—. ¿Pensaban que no tenía talento?
—Claro que lo tiene —afirmó Niva desechando esa posibilidad—, nadie pudo haber dicho que… Pero ¿talento para qué? ¿Para una adaptación de Agnón? La tele no se presta a esas cosas, él sólo quería dirigir…, como poco, un documental sobre algún escritor importante… Me acuerdo, antes de Tsadiq…, algo muy…; no me acuerdo de quién era el escritor, quizá S. Yizhar, pero no le dejaron. La vez siguiente se trataba de un poeta palestino, creo que de Ramallah, un poeta exiliado, y tampoco le dejaron. Si me lo preguntas a mí, fue justo que no le dejaran realizar el reportaje, ¿por qué se lo iban a permitir? ¿No tenemos ya los israelíes suficiente mala fama en el mundo? ¿Otra película sobre un poeta anti-israelí? Y como… No importa, el caso es que no se lo permitieron; y después llegó con unos proyectos muy raros, quiso hacer una película basada en una novela nueva, experimental, no me acuerdo de cuál, y tampoco le dejaron. Siempre pedía cosas muy elitistas, y para fastidiar le mandaban hacer todo tipo de tonterías; hasta que al final, después de años así, pudo hacer la adaptación de Agnón, pero sólo gracias a… —y se calló.
—¿Gracias a que? —preguntó Michael.
—No —dijo Niva— es… No importa… He oído que le habían dado una suma importante…, un millón y medio de dólares o algo parecido… para esta producción… Alguien de los Estados Unidos…, una fundación especial que… Desconozco los detalles, pero hubo algo de eso… Nunca le habrían dejado llevar a cabo este proyecto sólo con el presupuesto del departamento de ficción, y aún así se fundió el presupuesto anual, porque no estaba dispuesto a comprometerse con nada, y además tenía la suerte de que era Tsadiq quien tomaba las decisiones. Si hubiera sido Hefets… —y volvió a callarse mientras miraba preocupada hacia la sala de las noticias a través de la mampara de vidrio.
—¿Hefets no habría aceptado una producción así de haber sido el director de la cadena?
—¡Por supuesto que no! —se rió Niva irónicamente, al tiempo que hundía los dedos en su pelo corto y movía la cabeza de lado a lado—, ¡jamás! —y con cierta satisfacción reprimida añadió—: Para alegría de Beni Meyujas, Hefets no fue nombrado director.
—¿Hubiera querido ser el director de la cadena? —preguntó Michael interesado.
—Se moría por serlo —afirmó con satisfacción manifiesta—. Y espero que no… Si hubiera sido él el director todo habría sido… No se lleva muy bien con gente como… Siempre se hace el ofendido…, va de víctima por la vida, siempre se siente agraviado… pero… —y como si de repente reaccionara añadió—: Pero ¿por qué hablamos de esto? No tiene nada que ver.
—Hemos llegado aquí por lo de la producción de Ido y Einam —le recordó Michael.
—Ah, sí —dijo Niva más tranquila—, creo que Rubin tenía algo que ver con la financiación, lo mismo fue él quien lo arregló; no importa, para Beni Meyujas… Beni también tiene complejo de inferioridad, sus padres… Creció en… No era un niño rico, quería ser asquenazí y todo eso; da igual, era su gran oportunidad de hacer algo que… Y después… Tirtsa…
—La muerte de Tirtsa detuvo la producción —murmuró Michael en silencio para que ella continuara hablando.
—Sí, eso es. Pero dígame —prosiguió y se inclinó hacia atrás mirando hacia la mampara de vidrio—, ¿seguro que fue un accidente?
—¿Qué quiere usted decir? —le preguntó Michael haciéndose a su vez el inocente.
—Nada —dijo ella algo asustada—, es que he oído que… hubo… Me dijeron… que tenía en el cuello… —se calló y se limpió el sudor de la cara—. En este lugar —dijo disgustada—, siempre hay rumores…, se pasan el rato haciendo comentarios…
—Cree que hay gente que no le tenía aprecio a Tirtsa —afirmó Michael.
Niva se calló, lo miró, y dijo:
—La hay… pero me tiene que prometer que quedará entre nosotros.
Michael permaneció en silencio.
—¿No está dispuesto a prometérmelo? —lo desafió—. No quiero que sepan que yo he dicho nada malo acerca de Tirtsa, precisamente yo no, porque… No importa.
Él asintió con la cabeza.
—¿Qué? —se asustó Niva—. ¿Qué? ¿Le han contado algo de lo mío con Rubin?
—Sólo lo del niño —se rindió Michael—; que es de usted y de… —y señaló afuera, hacia el pasillo.
—Rubin cree que nadie lo sabe —dijo Niva—, o sea, que es secreto de Estado, o algo parecido.
Michael la miró y supo que había sido ella la que no había permitido que el secreto siguiera siéndolo.
—¿Así que mantuvieron ustedes una relación? —le preguntó—. ¿Algo serio?
—Sí, bueno…, no una historia larga, sólo… Él estaba en un momento de… cómo decirlo… Pasó. Después me quedé embarazada, pude no contárselo, pero se lo conté. No me gusta engañar a nadie. Y él no me forzó a que me deshiciera…; ni lo intentó. Le dije: «Arieh, tengo treinta y nueve años»; ésa era mi edad entonces, y se trataba de mi primer embarazo, pensaban que no podía quedarme embarazada porque tengo un solo ovario… Y le dije que no iba a abortar.
—¿Y él no se opuso?
—No me dijo ni una palabra de eso. Sólo que me ayudaría de todas las maneras posibles, con dinero, si yo era discreta, por Tirtsa. O sea, para no hacerle daño.
—Pero ahora que Tirtsa ya no está, podría ser distinto, ¿no?
Ella se encogió de hombros.
—No sé cómo lo verá Rubin… —dijo con voz embelesada.
—Yo pensaba que usted lo sabría —dijo Michael en voz baja—, puesto que ya ha hablado con él del niño, ¿verdad?
—¿Qué? ¿Cuándo? —dijo, y parecía asustada.
—Antes, hace unas horas, ¿no? —se atrevió a apostar Michael, que los había visto hablando en un rincón del pasillo.
—¿Ya corren rumores sobre eso? —le dijo ella incómoda.
Michael se calló.
—En este lugar… —murmuró con amargura, y se apresuró a añadir—: Yo no… No es exactamente… Es por el niño, ya tiene siete años y pensaba…
Michael siguió en silencio.
—Da igual —dijo, y se mordió los labios—. ¿No estará pensando que yo maté a Tirtsa por eso?
Michael asintió con la cabeza.
—¿Qué? —preguntó asustada—. ¿Crees que me habría enfrentado a Tirtsa para hacer de Arieh Rubin mi…, mi…?
Michael seguía mudo.
—Eso sí que no…, ni hablar, yo no… —dijo con firmeza—. Y, además, tampoco me habría servido de nada… porque, de todas formas, él no me soporta.
Michael apenas pudo ocultar su sorpresa al oír esta última afirmación.
—¿Eso le ha dicho? —le preguntó.
—¿Por qué me lo iba a decir? No me ha dicho nada, él es una persona delicada, pero yo no soy tonta, aunque lo parezca —dijo con ironía—. Lo he sorprendido, ¿a que sí? —le preguntó satisfecha—. Usted pensaba que yo creía que Rubin sólo estaba esperando una oportunidad para… De todas formas mi intención no era que viviéramos juntos, sólo quería que…, que él estuviera con Amijai (se llama así en recuerdo de un amigo suyo que murió en la guerra de Yom Kippur; se lo oí contar y decidí tener un gesto). Quería que al menos…, que el niño supiera quién era su padre… Después de todo le estoy haciendo un favor a Rubin, dado que no tiene más hijos que el mío —dijo, y parpadeando muy deprisa añadió, medio sonriendo—: Al menos que yo sepa. Mientras vivía Tirtsa no quise… no quería hacerle daño, pero ahora ya no…; ella ya no está.
Michael se calló.
—No me mire así —dijo Niva enfadada—, yo no la maté ni nada que se le parezca, puede comprobar que no salí de la sala de redacción hasta la una y media de la madrugada, todos son testigos. No puedo creer lo que estoy diciendo.
—¿Quiénes son «todos»?
—Pues todos, Hefets, Natacha, la radioescucha… Ella incluso le podría asegurar que yo estaba aquí a la una de la madrugada, porque vino justo a la una y diez para traer un resumen de las noticias de las emisoras Reshet Bet y Galei Tsahal. ¿De verdad quiere hablar con ella?
—¿Con la radioescucha?
—Sí, Malka, una chica así, menudita, que fue la que hizo el turno de noche y trajo un informe con las comunicaciones policiales… Es curioso, ¿no?, como si no supieran ustedes que estamos escuchando su frecuencia las veinticuatro horas. ¿Creen que nos contentamos con lo que ustedes nos cuentan?
—Pero la sala de los radioescuchas está bastante lejos de aquí —le recordó Michael.
—Sí, y ¿qué?, la gente va y viene. Y vi también al radioescucha de asuntos exteriores pasada la una de la madrugada, quizá incluso antes. En cualquier caso a Tirtsa no la vi aquella noche, ni a ella ni a nadie de su producción, ¿cómo podría haberme ido a Los Hilos si aquí estábamos ocupadísimos preparando el line-up del día siguiente? ¿Qué se me había perdido a mí allí? ¿Por qué no les pregunta a todos?
—Hablando de Tirtsa —dijo Michael, y en ese instante alguien golpeó la mampara de vidrio. Era Hefets, con una expresión interrogante.
Michael le hizo una señal con la mano para que esperara, y Hefets, como si llevara ya una hora fuera, hizo un gesto de reproche, abrió la puerta del despacho y dijo:
—Le espero, pero tengo sólo un cuarto de hora, después empezaré a revisar el line-up de mañana…
Michael asintió con la cabeza y Hefets cerró la puerta.
—Hay cada tipo —dijo Niva con asco— que, sin importar qué ni cómo, siempre están tramando algo de acuerdo con sus intereses… —y se calló.
—¿Habla de Hefets? —le preguntó Michael.
—No… sí… no… no sé… No es algo…
—¿Algo concreto?
—No, es sólo que ahora, como se está quejando, seguro que se muere por saber de qué estoy hablando. Tengo la intención de decirle que ha sido usted quien me ha pedido que le contara dónde estuve cuando lo de Tirtsa, porque, si no, no me va a dejar vivir…, y va a estar disgustado, y créeme que cuando Hefets se disgusta ya no para…
—¿Tiene que ver con lo de Natacha?
—No, si eso no es, porque lo de Natacha siempre se repite… Llega una chica nueva y él se acuesta con ella; eso lleva pasando ya varios años, es que es más fuerte que él… Y ellas se creen que si se folian al jefe… No importa, pero créame —dijo, y se inclinó hacia delante, con los codos apoyados sobre la mesa—, créame que la compadezco, porque es una chica…, cómo se lo diría yo…; después de todo es una buena chica Natacha, está muy sola…, emigró a Israel con catorce años, sin su padre, él se quedó en Rusia con otra mujer, y su madre, al principio… No importa. El caso es que su madre la descuidó, se fue con los ultraortodoxos, allí la volvieron a casar con un viudo que tenía seis niños pequeños, y Natacha creció sola… Imagínese, hizo la selectividad sola, estudió, llegó aquí, dispuesta a hacer de todo, de-to-do, fregar el suelo, lo que le pidieran. La mandaban a los archivos, a buscar café, el correo… Sin rechistar. Creo que fue Schreiber quien la trajo, la conoció una tarde o una noche en algún sitio, la trajo aquí como a una gatita…, le buscó una plaza de ayudante de investigación…; y es que Schreiber tiene algo que ver con el departamento de Recursos Humanos… Pero ahora, ahora está acabada; y todo porque…
—¿Tiene que ver con Tirtsa? —preguntó Michael.
—Nada —confesó Niva—, la verdad es que nada, sólo que la compadezco. Ni siquiera Rubin la podría ayudar.
—¿Y con respecto a lo de Tirtsa? —preguntó Michael.
—No es cierto que todos la apreciaran, sólo quería que usted lo supiera.
Michael se cruzó de brazos.
—Me cabrea que todos digan que era una santa. Porque eso no es verdad.
—¿Por alguna razón en concreto? —preguntó Michael.
—La gente honesta no siempre es querida, no sé si me entiende… —continuó, y a Michael le sorprendió su entonación. No pensaba que pudiera hablar con una voz tan tranquila y comedida—. Creerá que yo la odiaba por lo de Rubin, pero no es verdad. No tenía nada en contra de ella, sólo me parecía una persona irritante. Las personas íntegras, con principios —continuó, pensativa—, a veces sobrepasan los límites, son demasiado correctas, hasta repulsivas, no sé si me entiende…
Michael levantó una ceja en un gesto interrogativo.
—Son…, exigen a los demás una cierta ética, son escrupulosos, lo comprueban todo varias veces, por ejemplo, negándose a defraudar al Estado, no cobrando las horas extra; ponen el listón muy alto, y entonces, es inevitable, se ganan enemigos. Eso es lo que quería decir, porque he oído que… —y se calló.
—¿Sí? —la urgió Michael, que ya empezaba a impacientarse—. ¿Que ha oído qué?
—He oído decir que no fue un mero accidente, y también… cómo decirlo…, he oído que estaba ahí, en el pasaje de Los Hilos, con otra persona, con Mati Cohen, el pobrecillo, y me he puesto nerviosa. ¿Es eso verdad?
—¿Está pensando en alguien en concreto cuando dice «enemigos»?
—Mire —dijo, y buscó debajo de la mesa el zueco que se había quitado al sentarse—, ¡uf!… —soltó, y miró a través de la mampara—, estoy incómoda por Hefets, está merodeando por aquí como…
Michael no volvió la cabeza.
—¿Alguien en concreto? —repitió la pregunta.
—No —dijo al final—, nadie en concreto.
—Pero ¿usted no la apreciaba?
Niva se encogió de hombros y no contestó.
—¿Quiere venir a mi despacho? —refunfuñó Hefets, cuando Michael salió de aquel despacho interior—. ¿O vamos a la cafetería?
—No, a su despacho —le propuso Michael, y se apartó un poco de Hefets, al que le sacaba una cabeza, para disimular la diferencia de altura—, si le parece bien.
Hefets cruzó la sala de redacción delante de él, se detuvo de pronto y levantó la mirada hacia la pantalla. «Subid el volumen un momento», ordenó, y se oyó la voz de uno de los invitados al programa de política en directo. «Ni siquiera es su hija biológica», gritó un joven con pelo decolorado, y se tocó la hilera de piercings que llevaba en la oreja izquierda. «La adoptó con su ex marido, André Previn, cuando tenía unos ocho años. Woody Allen tiene toda la razón, yo también habría dejado a esa histérica de Mia Farrow». El público estalló en risas y aplausos. «De todas formas», continuó el joven, «fue guay que se casaran en Venecia, muy romántico y…». «Podría ser su abuelo, ¡le lleva treinta y cinco años!», gritó una mujer que estaba sentada al otro lado. «¡Pues bien hecho!», dijo el joven, «Así es más natural, los estudios demuestran que un hombre mayor con una mujer joven…». «No generalices», exclamó otro de los invitados. Hefets gesticuló con desprecio.
—El país está fatal: el hermano del presidente acepta sobornos, se han prolongado las concesiones al canal 2 y éstos sólo se preocupan por los polvos que se echa Woody Allen. Nunca lo he podido soportar, es un charlatán aburrido. Venga por aquí —le dijo ahora a Michael—, olvidémonos ahora de eso —y ya en la puerta de su despacho añadió—: ¿Ha visto qué cosas les preocupan? Y se supone que es un programa de política. Sería muy diferente si yo fuera el encargado de… ¡Este programa debería ser el buque insignia de la televisión nacional!