Parecía que nadie se había fijado en la unidad móvil que avanzaba hacia el barrio de Ramot. Antes de guardar el formulario en la guantera, Schreiber volvió a examinar su firma junto a la petición de materiales, del cámara, del técnico de sonido y del iluminador para una entrevista de Arieh Rubin con el portavoz del hospital Hadassah de Ein Kerem. La entrevista tuvo lugar, tal y como se había previsto, pero Schreiber se las arregló para robarle parte del tiempo a una segunda, la que tenían que haberle hecho al doctor Landau, el médico que Rubin había tratado de denunciar en su reportaje sobre los doctores que colaboraban con los servicios de seguridad del Estado. Aunque el doctor Landau había recibido a Arieh Rubin en su despacho y había escuchado la primera pregunta, no había tardado en darle con la puerta en las narices, lo que le permitió a Schreiber pasar un poco más de tiempo en la unidad móvil.
—Es ahí —dijo Natacha muy agitada—, la segunda casa, ¿la ves? Donde hay un muro de piedra y un anuncio de una organización de beneficencia.
Durante el trayecto había tenido un nudo en la garganta, porque ¿qué pasaría si Schreiber se arrepentía de repente? ¿Qué sucedería si lo llamaban? Aunque había apagado el móvil, podía sonar el busca… Schreiber intentó calmarla. Le dijo que les había asegurado que iba a acostarse y que acababa de apagar también el busca, pero… a Natacha no la abandonaba ni por un momento el miedo a que se cansara y dijera de repente que estaba harto y que se marchaba. Sí, la llevaría hasta su casa y se iría. Porque, después de todo, ¿qué iba a sacar él de todo aquello? Sólo con pensar en esa posibilidad el estómago le empezaba a doler. ¿Por qué nadie creía en su trabajo y tenía que estar siempre pidiendo favores? ¿Por qué todos consideraban que no tenía nada importante que decir? Miró el reloj, intentando distraerse. Le quedaban todavía dos horas; después tendría que presentarse en la comisaría de Migrash Ha-Rusim. El policía de los ojos verdes había pronunciado la palabra «interrogatorio», pero el otro —el alto, moreno, delgado y con las cejas pobladas, que jugaba con un cigarrillo apagado entre los dedos, retirando la mano cada vez que alguien intentaba darle fuego—, había dicho amablemente: «Ahora no, tengo que pensar», se había disculpado y se había referido al «interrogatorio» como «una conversación». Cuando Natacha le preguntó si estaba obligada a acudir a la comisaría, él sonrió y, como si estuviera hablando con una niña pequeña, le dijo que seguramente había visto demasiadas series policíacas por la televisión: claro que no «estaba obligada» —y enfatizó estas palabras hasta el punto de hacerle sentir vergüenza— pero, ¿por qué no habría de estar dispuesta a ayudarles a esclarecer las circunstancias de la muerte de Tirtsa? Estaba convencido de que también colaboraría, y con mucho gusto, en el caso de Mati Cohen. Inclinó la cabeza a un lado, la observó atentamente y le recordó que ya habían citado a todos los que estaban en el edificio central y en Los Hilos, y que todos habían comparecido voluntariamente. ¿Por qué no iba a hacerlo ella?, le preguntó, y la miró fijamente a los ojos, de un modo penetrante, inteligente, pero oscuro y triste a la vez. Quizá fuera por aquellos párpados caídos, pensaba ella, mientras Schreiber echaba una ojeada por el espejo retrovisor. Si uno se fijaba en el fondo de sus pupilas, advertía que, además de su inteligencia, el comisario poseía también cierto tipo de poder… o más bien una fuerza muy especial. Natacha tenía la sensación de que la había estado examinando. Como en una película de ciencia-ficción que había visto hacía tiempo, en la que un personaje, al mirar a otro, veía pasar por sus ojos, a una velocidad vertiginosa, todos sus paisajes internos. No entendía qué querían de ella, ni por qué la habían llamado o lo que esperaban sacar de aquello. Quizá había sido por culpa de Hefets, que le había dirigido una mirada de súplica desde un rincón del despacho mientras ella hablaba con los policías. Todos se habían dado cuenta de cómo la miraba. Además, Hefets la miraba así siempre, por lo menos en los dos últimos días, desde que le había dicho que lo suyo se había acabado. A Natacha no le había costado separarse de Hefets. Parecía realmente harta de aquel lío, de sus evasivas, y de la cobardía frente a su esposa. «Por fin», le había dicho Schreiber mientras arrancaba la camioneta. Él le había preguntado por Hefets y ella se había encogido de hombros y había preguntado con una gran frialdad:
—¿Quién es Hefets?
Schreiber se había reído y le había dicho:
—Por fin, menos mal que te has dado cuenta de que eres una persona y de que te mereces algo mejor.
Natacha le había dicho al policía que estaría ocupada toda la mañana y que sólo podría acudir más tarde, y él, mordisqueando un palillo que tenía entre los dientes tras haberse deshecho del cigarrillo, le había contestado que no había problema, y que cuando llegara a Migrash Ha-Rusim pidiera una cita con Michael Ohayon. Por algún motivo Natacha había fijado la vista en el cuello de él, un cuello largo y esbelto, con una marcada vena que ascendía desde la clavícula. Le pareció advertir en ella unos latidos, y se fijó también en sus manos, unas manos de dedos largos, morenos, delicados, tal como le gustaban, y sintió un escalofrío. Se incorporó y desvió la mirada. ¡Si él supiera lo que estaba pensando! Menos mal que, en aquel momento, se encontraba concentrado en el palillo que acababa de sacarse de los labios.
—Los sustitutivos no me convencen nada —oyó que le decía al otro policía, al de los ojos verdes, que tocó el brazo de Michael y le dijo con una sonrisa:
—¿Has hecho un trato, verdad? Pues cúmplelo. ¿No querías que Yuval dejara de fumar? Entonces haz un sacrificio tú también. Siempre insistes en que la paternidad implica sacrificios, ¿no?
Natacha dedujo entonces que estaba casado y que tenía, al menos, un hijo, con la edad suficiente, además, como para fumar. Todos los hombres que merecían la pena estaban casados. Y también los que no la merecían. Cómo podía ser que los hombres, aun siendo feos o tontos… nunca estuvieran solos… Y, además, no era nada raro verlos con mujeres guapas, inteligentes y mucho mejores que ellos. ¿Y por qué ella…? Schreiber sí estaba dispuesto. Él no estaba casado y se interesaba por ella. Hacía unos días Aviva le había susurrado, mientras se lavaban las manos en los baños de la segunda planta:
—Oye, Natacha, ¿no te has dado cuenta de que Schreiber está coladito por ti? —y la había mirado de un modo burlón.
Pero el caso era que Schreiber no le decía nada, porque, de hecho, era muy tímido. Se hacía el duro, puede ser que por culpa de Hefets. Quizá aquello lo disuadía de acercarse a ella. Aunque él la había conocido antes que Hefets. Y, además, si Hefets necesitara algo de ella en aquel momento…, lo que fuera…, ella se aprovecharía de la situación… No sabía muy bien cómo, pero no iba a renunciar a…
Schreiber aparcó en una esquina desde donde se podía ver el edificio de cuatro plantas con las ventanas enrejadas, sin cortinas, que daban a la calle. Se trataba de unos edificios de una piedra grisácea de Jerusalén que se encontraban muy juntos, pared con pared. Tenían cuatro plantas con unas ventanas en forma de arco que daban a la calle, y no se veía ni un solo arbusto, ni siquiera una flor que manchara de verde aquel paisaje de piedras, con las que sólo contrastaban las sombras negras de las rejas y el asfalto.
—Aquí no hay ni árboles —le dijo Natacha a Schreiber.
—Bien sabido es que no les gustan las plantas y que nunca plantan nada —murmuró Schreiber como si le estuviera leyendo el pensamiento, mientras corría ligeramente la cortinilla que ocultaba el interior del vehículo. Sin embargo, en cuanto levantó sus ojos hacia la ventana de la tercera planta, la persiana se cerró de golpe, como si alguien se hubiera percatado allí de su mirada.
—¿Te has dado cuenta? —dijo, al tiempo que se apartaba de la ventanilla y se limpiaba el sudor de la cabeza desnuda, afeitada, que ya le brillaba—. Basta con que me acerque un poco a ellos para que arranque a sudar —se lamentó, y se puso a buscar algo en el bolsillo de la camisa—. Es Jánuka, estamos en diciembre, a cuatro grados, y yo sudando.
—Filma la entrada —le pidió Natacha—, hazme el favor, fílmala ahora, ya mismo.
—Vale, de acuerdo, ya voy —le replicó él mientras seguía rebuscando algo en los bolsillos de su chaleco de safari.
—¿Y ahora, qué es lo que estás buscando? —le dijo Natacha con impaciencia—. ¿Qué llevas en los bolsillos?
—Ya lo tengo —dijo Schreiber, y de uno de los bolsillos de su chaleco sacó una cajita metálica de color celeste—. Esto es lo que busco. ¿Me captas?
—Ahora no es el momento —le suplicó ella—, espera a que acabemos, por lo que más quieras, Schreiber.
Él suspiró y se volvió a meter la cajita en el bolsillo.
—Entonces ¿cómo quieres que haga tiempo? Y encima en este barrio, ¿sabes lo que significa para mí estar aquí? —le reprochó.
El padre de Schreiber había muerto hacía unos años, y Natacha, en aquel momento, había pensado que todo le resultaría más fácil, pues ya no tendría que fingir que era religioso. («No me he vuelto ateo», había replicado Schreiber a quienes le preguntaban por qué se había quitado la kipá y había perdido la fe, «simplemente intento vivir el presente, sin dejarme torturar por dudas y preguntas». Pero, cuando iba a visitar a su anciana madre en Bney Brak, se ponía la kipá, y su hermano mayor, que vivía en la casa de sus padres con su familia, tampoco tenía ni idea de su cambio).
—Schreiber —le dijo ahora Natacha, y miró fijamente a sus ojos marrones y verdosos—, yo… te lo debo casi todo, y no lo digo sólo por lo que estás haciendo ahora…
—No digas tonterías —le contestó él avergonzado (era incapaz de soportar sus expresiones de gratitud, ni siquiera cuando la había llevado de la calle Palmaj a su piso, en Gan Rehavia. A ella se le vino a la cabeza el olor a moho y humedad que había en el sótano donde Schreiber vivía entonces: una ventana enrejada a la altura de la calle, una luz de neón que estaba siempre encendida, calzoncillos y calcetines tendidos en las cañerías del agua caliente del edificio, que pasaban por el sótano)—, pero si quisieras decirme quién te avisó…
—Te lo vuelvo a repetir, yo no revelo mis fuentes —le advirtió Natacha.
Schreiber ladeó la cabeza y la miró divertido.
—El hecho de ser tu socio en esto me da ciertos derechos, ¿no? —y mientras lo decía se pasó al asiento trasero y colocó la lente de la cámara en el estrecho espacio que se abría entre las dos cortinillas. Después volvió a coger la cajita de metal y sacó de ella una pastilla rojiza y un papel de liar.
—¿Ahora? —protestó Natacha—, ¿tiene que ser precisamente ahora?
—No te preocupes —le dijo él tranquilizándola—, ¿quién va a venir aquí? Te han tomado el pelo. Tenemos mucho tiempo, por aquí no pasan ni los perros, las persianas están cerradas, no hay ni un alma, ¿qué quieres que haga? Ni siquiera podemos encender la radio —refunfuñó, y humedeció el papel con saliva.
—Es que éstas son horas muertas —replicó Natacha—, todos están en la escuela o en el trabajo, pero precisamente ahora…
—Todos están en las escuelas rabínicas —la corrigió impaciente—, y las mujeres trabajando. No tienes ni idea de lo que dices, ni de cómo viven, no sabes nada —se quejó, y se tumbó en los asientos traseros.
—Mis fuentes —dijo Natacha con solemnidad (en aquel momento apareció en su imaginación la mujer con la que había hablado por teléfono; tenía la voz ronca, sin un acento definido, y al fondo se oía el llanto de un niño. Por algún motivo lamentó que su informador no fuera un hombre. Entonces se imaginó que se trataba de un hombre con acento francés. La verdad es que hubiera sido mucho mejor que fuera un hombre. A los ojos de todos, los hombres son más de fiar porque suelen actuar en nombre de algún principio, y no por ajustar cuentas personales. Natacha se lo imaginaba con barba, traje oscuro, y sombrero negro, desviando la mirada mientras ella le hablaba, porque de pronto ya no conversaban por teléfono como con la mujer de la voz ronca que le había dicho «querida», sino en un pasillo de la televisión, digamos que en las escaleras que llevan a la cafetería)—, mis fuentes —le repitió a Schreiber pensando en aquel hombre—, me advirtieron claramente de que viniera «antes del mediodía», porque por la tarde todos…
—Mis fuentes —enfatizó Schreiber irónicamente y bostezó—, ¿qué me queda a mí por decir entonces? Mi palabra no vale nada contra la de las fuentes —y encendió el porro, le dio una calada, tosió y se lo pasó a ella.
—Déjame —dijo Natacha irritada—, no quiero.
—Natacha —le dijo él, ahora en tono suplicante—, pero si de cualquier modo estoy reventado de todo el lío de la noche pasada y… sabes que yo… no me siento bien cuando estoy cerca de ellos, es algo físico, necesito…, lo somatizo —intentó explicarle agitando el porro—. Y además está muy poco cargado, y necesito algún estimulante…
—Cállate —le susurró asustada y con un tono de urgencia—, mira allí, empieza a filmar ya, desde el final de la calle hasta…
Schreiber se incorporó y miró por la ventana, entre las cortinillas.
—Ahí están —dijo Natacha—, mira, para que luego digas que me invento las cosas.
Las ventanas de la limusina negra estaban también cubiertas con cortinas; sólo se veía la silueta de un hombre con un sombrero negro y redondo y con una gran barba sentado en el asiento del conductor. No había nadie a su lado. Sin embargo, cuando el coche se detuvo, dos hombres salieron por las puertas de atrás y, tras mirar a su alrededor, se apresuraron a entrar en el edificio.
—Schreiber —gritó Natacha con voz sofocada—, graba cómo entran. ¿Lo has grabado o no?
—Sí —la tranquilizó Schreiber—. ¿Por qué te pones tan nerviosa? He estado bien atento y lo he grabado todo. Pero no tiene nada de especial: dos personas entran en el piso del rabino Aljarizi. ¿Y qué?
—¿Cómo que dos personas? —susurró Natacha—. No se trata de dos personas cualesquiera, ¿acaso no los has reconocido?
—Sí, sé quiénes son —suspiró Schreiber—, el rabino Yitshaq Bashi y el rabino Elyashiv Benamí, los más estrechos colaboradores de Aljarizi. ¿Y qué? Sus ayudantes le vienen a hacer una visita a su casa, algo completamente natural, ¿o no?
—No son unos simples ayudantes —insistió Natacha—, porque uno, Yitshaq Bashi, que siempre sale en las noticias, es el tesorero del movimiento de los judíos religiosos orientales, y el otro, Benamí, hace las veces de su ministro de Asuntos Exteriores. ¿Me equivoco?
—De acuerdo —dijo Schreiber, mirando a través de la cámara—, pues entonces se trata de una reunión de los líderes del movimiento religioso Mizrahi, ¿y eso qué significa? Tienen derecho a reunirse, ¿no? ¿Qué has demostrado con eso? Los he filmado, hay… ¿Por qué gritas?… Por qué… —y en ese preciso instante, como para darle la razón a Natacha, aparecieron tres hombres con barba y ropa oscura que sacaron un pesado baúl del maletero y lo colocaron junto a dos maletas negras de cuero que habían sacado antes. El cielo se aclaró de repente y un rayo de sol que se reflejaba en los charcos alrededor de la limusina iluminó un candado dorado y brillante en la maleta negra.
—Schreiber —susurró Natacha—, mira… un baúl…, maletas…, no dejes de…
—Te estoy oyendo, no estoy sordo —le contestó Schreiber con impaciencia—, pero ¿a quién pueden importarle esos baúles? ¿Qué tienen dentro? Pues te lo voy a decir yo: la Biblia, o unos tratados rabínicos, o ejemplares del nuevo volumen del libro de Aljarizi. ¿O qué te crees que llevan ahí? ¿Oro, armas? ¿Un cadáver? Tú es que has visto demasiadas películas…
—Daría cualquier cosa por… —dijo Natacha siguiendo con la mirada a los tres hombres que entraban en el edificio, y de repente volvió a saltar—. Schreiber, tienes que ver lo que hacen… Entra…, llama a la puerta como si fueras…
—Natacha —la interrumpió él con un tono de advertencia—, ahora estás yendo ya demasiado lejos. No voy a entrar en ningún sitio.
Pero Natacha había percibido cierta debilidad en sus palabras, lo que la animó a poner una mano sobre el brazo de él y seguir suplicándole.
—Schreiber, por lo que más quieras, Schreiber, ya que hemos venido hasta aquí, sería una pena…
El argumento surtió efecto.
—Sé mejor que tú cómo ponérmela, ¿vale? —subrayó él cuando Natacha le enderezó la kipá y le colocó las puntas del tsitsit que llevaba consigo—. Tú céntrate en la cámara y el micrófono —añadió, al tiempo que se palpaba el interior del abrigo negro—. Los conozco desde antes de que tú nacieras —murmuró, y se apresuró a salir del vehículo, mirando fugazmente a ambos lados.
Mientras Schreiber subía por las escaleras hasta la tercera planta, donde estaba el piso del rabino Aljarizi, Dani Benizri se encontraba frente a la ventanilla de información del hospital Hadassah de Ein Kerem.
—Seguro que está en cuidados intensivos —le dijo a la recepcionista, en un último intento por convencerla para que le revelara la unidad en la que habían hospitalizado a la ministra, al tiempo que se reprochaba la estupidez que había cometido al decir «la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales» en lugar de simplemente Timna Ben-Zvi, como si fuera un amigo suyo o un pariente, porque quizá de ese modo lo hubieran dejado pasar. Aunque, pensándolo mejor, habría dado lo mismo—. ¿Por qué no puede decírmelo? ¿Por motivos de seguridad? —le preguntó con sarcasmo a la recepcionista, como para despistarla.
—Si quiere —le dijo ella sin mirarlo—, puede hablar con el portavoz del hospital, porque yo no puedo revelarle esa información.
Benizri estaba a punto de marcharse cuando pasó por allí un médico que lo miró y le sonrió.
—De la televisión, ¿verdad? —le preguntó—, de las noticias, ¿no? ¿Educación? No, el túnel, los obreros, buen trabajo… Te hemos visto…
Benizri se acercó al médico, le sonrió amablemente y le dijo, como quien no quiere la cosa:
—Por cierto, estoy buscando la habitación de la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales, me han dicho…
—Ven conmigo, yo te llevaré —le dijo el médico, exultante—, se encuentra en mi unidad, qué coincidencia, ¿no?
Benizri lo siguió obedientemente. El médico le pidió que lo esperara unos minutos en el pasillo exterior de la unidad y se adentró por un corredor interno. Dani Benizri vio abrirse y cerrarse la puerta, y decidió entrar él también en el corredor interno. No había nadie. Estaban en un país en el que el primer ministro había sido asesinado, se dijo a sí mismo, y aún así no le ponían escolta a la ministra. No vigilaban a los ministros y por eso cualquiera podía secuestrarlos en un túnel o hacerles una visita con cámaras y grabadoras mientras yacían en la cama de un hospital. Aunque ahora él no llevaba cámara. Las ventanas de las habitaciones privadas que daban al pasillo estaban cubiertas con unas cortinas de color celeste. Había tres habitaciones, y en la última, al fondo, debía de encontrarse la ministra porque era allí donde se había metido el médico, y de donde tendría que salir. Benizri se acercó a la habitación. Las cortinas celestes no cubrían las ventanas por completo. Acercando su rostro a la rendija, la vio sentada en la cama. El médico estaba inclinado sobre su espalda, blanca y desnuda, y ella tenía los ojos clavados en un punto lejano mientras el doctor la auscultaba. Tras retirar el estetoscopio, la ministra se incorporó, preguntó algo con una expresión de temor, escuchó la respuesta del médico y sonrió. Su sonrisa era encantadora, con un aire ligeramente infantil e indefenso. Tenía los brazos cruzados sobre los senos, unos senos pequeños y erguidos que Benizri ya había visto antes, y el espectáculo lo dejó sin respiración por un momento. Recordó el color de sus ocultos pezones. Se estremeció. Se le vino a la mente la imagen del «mirón», aunque la desechó inmediatamente diciéndose que él era un periodista en busca de información. Sin embargo, había algo conmovedor en aquel torso estrecho y encorvado, tan frágil, que a la vez pertenecía a una mujer tan ávida de poder, tan influyente y con tanto carácter, el torso de una ministra de la que él mismo se había burlado a menudo en sus reportajes. Ahora le pareció aún más vulnerable que en el túnel. El médico la ayudó a meterse las mangas de la bata, y Benizri retrocedió con la intención de volver al pasillo, pero de pronto se arrepintió y se dirigió hacia la puerta. El médico estaba ya en la entrada.
—Estoy preparando el informe —dijo sin levantar los ojos del formulario que estaba rellenando—, deme unos minutos y la dejaré marcharse.
—¿Hoy mismo? —dijo ella, y Dani Benizri percibió cierta sorpresa y disgusto en su voz.
—He creído que se alegraría —respondió el médico con asombro, mientras guardaba el estetoscopio en un bolsillo de la bata verde, color que realzaba su cabello pelirrojo y unas mejillas pálidas y pecosas—. El catedrático ha dicho… durante la revisión médica… así que he pensado que… como no hemos encontrado nada sospechoso en las vías respiratorias… no hay motivo para… ¿Por qué quiere quedarse aquí? Lo recomendable es que guarde algunos días de reposo en casa —concluyó cerrando de golpe el historial—. ¿Quería usted quedarse un poco más con nosotros? —añadió en un tono galante.
—No, no… —respondió la ministra—, es sólo que pensaba… Es que le he dado a mi chófer el día libre, hasta mañana, y mi ayudante parlamentario no… Mi marido tampoco está… Pero no importa, ya me las arreglaré.
En ese momento Benizri entró en la habitación, con un paso decidido y seguro, y, fingiendo alegría, dijo:
—Quizá pueda ayudar con…
—Se me ha pasado por completo —le dijo el médico a la ministra—, le he traído una visita —y se marchó de inmediato.
—¿Usted? —dijo asombrada Timna Ben-Zvi al tiempo que se le oscurecía el rostro—. ¿Cómo es posible que esté aquí la televisión? —preguntó, pero el médico ya había salido y no pudo oír su protesta.
—El médico está al corriente —le dijo Dani Benizri—, y ha creído que usted se alegraría…
El rostro de la ministra se suavizó de repente, como si lo reconociera y recordara lo que había hecho por ella.
—De hecho todavía no he tenido la ocasión… de darle las gracias —dijo, desviando la mirada con timidez.
Tenía un rostro menudo, y Benizri se fijó en las gafas de cristales gruesos que había encima de una agenda de cuero negro, abierta sobre la cama, al lado de una caja de bombones grande y rectangular y de dos carpetas de cartón rodeadas de recortes de periódicos.
—¿Quiere uno? —le preguntó ella, ofreciéndole la caja de bombones.
—No, gracias —murmuró Dani Benizri, y miró la silla que estaba en un rincón de la habitación, cerca de la ventana—. ¿Me permite que me siente? —preguntó él. No había llegado hasta donde estaba comportándose con indecisión o con una delicadeza excesiva, de manera que, sin esperar respuesta, acercó la silla y la colocó junto a la cama, ignorando el gesto temeroso de la ministra, que contrajo las piernas como para alejarse de él. Hubo algo en su mirada asustadiza, en el puchero que hizo con los labios, que despertó en Benizri el deseo de tocarla. Hubiera podido cogerle la mano en un gesto de cariño, o poner la suya sobre su rodilla, su hombro o su brazo, respetando el límite de lo conveniente, pero prefirió apoyarla en el borde de la cama.
—Estoy a su entera disposición —le dijo complaciente— porque, por lo que he entendido, no tiene usted medio de transporte para salir de aquí, así que me pongo a su servicio.
—No, no hace falta —respondió ella asustada—, cogeré un taxi.
—Una ministra del gobierno de Israel no viaja en taxi —le dijo Benizri muy decidido y sin apartar los ojos de su rostro—. ¿No es suficiente ya todo lo que le ha pasado?
—No puedo irme con usted —le respondió ella, mientras Benizri miraba cómo frotaba nerviosamente con la mano la sábana. En aquel momento, no había ni rastro de la fortaleza que solían atribuirle. Él mismo siempre la había imaginado llena de poderío: precisamente porque era una mujer, solía argumentar, se sentía obligada a convencer. Resultaba extraño pensar que aquella mujer, con esa bata color celeste que tenía bordada una flor blanca en el cuello, cuya mano acariciaba sin cesar sus rizos desordenados, fuera la misma que concitaba las iras de los obreros de la fábrica Jolit. Aquella misma mañana, en la comisaría de Migrash Ha-Rusim, uno de los compañeros de Shimshi había escupido al suelo al oír su nombre. De hecho, él mismo había sentido en ocasiones un gran rencor hacia ella, por su indiferencia y frialdad. Estuvo a punto de decirle: «Es usted muy distinta en persona», pero se limitó a preguntarle qué le impedía aceptar su oferta.
—Ya ha hecho usted demasiado…
—Creo que no tiene quien la pueda llevar a su casa —insistió Benizri cruzando las piernas.
—No, de momento no… Mi marido vuelve mañana, está en el extranjero.
—¿Cómo es que no está aquí con usted, en el hospital? ¿No lo han avisado? —dijo Benizri, exagerando deliberada e hipócritamente su sorpresa.
Ella apretó los labios, visiblemente confusa.
—Es ejecutivo, tiene negocios en el extranjero, había un asunto pendiente… Se fue anteayer, antes de…
Benizri quería preguntarle dónde estaban sus hijos, o cómo era posible que no tuviera amigos a los que llamar, pero algo lo detuvo.
—¿Qué más le da si la llevo yo? —le dijo ladeando la cabeza—. Así todo estará bajo control. Si la secuestran, estará ya conmigo desde el principio.
Ella sonrió tímidamente, y Benizri interpretó ese gesto como una aceptación.
—¿Espero fuera hasta que se vista? —le preguntó—. ¿Le parece bien?
La ministra asintió con la cabeza y Benizri salió al pasillo. En esta ocasión no tuvo el valor de quedarse junto a las cortinas de la habitación. Al cabo de un cuarto de hora, llegó una enfermera con paso presuroso y una bolsa y abrió la puerta de la habitación de la ministra. Él estaba lo suficientemente cerca como para oír sus explicaciones sobre el inhalador y lo que debía hacer en caso de emergencia, cuando sintiera dificultades para respirar, y esperó a que saliera.
—¿Puedo entrar ya? —preguntó, y estuvo a punto de chocarse con la enfermera, que alzó los ojos hacia él y una chispa iluminó sus pupilas.
—¿Tú no eres…?
—Sí, sí —se apresuró a contestar—. ¿Puedo pasar?
—Está lista para salir —dijo la enfermera, y frunciendo el entrecejo con sorpresa añadió—: ¿Te está esperando?
Benizri asintió con la cabeza, llamó a la puerta y, al oír un débil «Sí», entró.
Todo se desarrolló sin incidentes hasta que se encontraron en medio de un atasco en la carretera que sube de Ein Kerem. Había caravana y la carretera estaba bloqueada por un coche policial, una ambulancia y varios curiosos que se habían detenido junto a la curva de la estrecha carretera y observaban un camión volcado, que parecía un enorme cadáver, y el coche que había a su lado convertido en un amasijo de hierros. Benizri apagó el motor y la ministra dio un suspiro. Escuchó distraído sus comentarios acerca del número de víctimas en accidentes de tráfico en el Estado de Israel y de la violencia de los conductores, su descortesía, su impaciencia, y de la falta de educación que mostraban. Hasta ese momento, habían mantenido una conversación de lo más sosegada. Él todavía no se había atrevido a sacar el asunto que lo había llevado allí. Ahora, señaló con el dedo la carretera de enfrente y comentó que no era nada adecuada para la circulación, y mucho menos para soportar tal cantidad de tráfico.
—El problema no son los conductores —resumió al final, poniendo el coche en marcha—, sino que el gobierno de Israel no se ocupa de las infraestructuras, del estado de las carreteras, y eso lo sabe usted mejor que nadie. Ningún gobierno está dispuesto a invertir en proyectos que no concluirán en su mandato. Ningún gobierno quiere mejorar las carreteras para que sea otro el que reciba los elogios, ésa es la norma en la política israelí: los políticos sólo se preocupan de sí mismos y de ser reelegidos, nunca harán algo que pueda provocar incomodidades durante su mandato y cuyos beneficios sólo se verán más adelante.
Mientras hablaba, la ministra apretaba los labios en señal de descontento y, en un momento en que interrumpió su discurso, Benizri percibió que estaba a punto de decir algo, pero se arrepintió.
—¿Qué? —le preguntó entonces Benizri desafiante—. ¿No es cierto lo que digo?
—Pues naturalmente que no —contestó ella irritada—. ¿Qué se cree? ¿Qué no me importa lo que está sucediendo en el país? —y añadió, ahora en un tono apasionado—: ¿Doy, acaso, la impresión de ser una mujer cegada por los intereses hipócritas de los políticos? ¿Le parezco una cínica?
Benizri se humedeció los labios y se volvió para ver el perfil de su acompañante. Pensó para sus adentros en lo bonita que tenía la boca y se dio cuenta de que las mejillas, tan pálidas antes, estaban ahora teñidas de un suave tono rosado.
—No —admitió con astucia—, no me parece una cínica, sino alguien con principios y sensibilidad —añadió, y permaneció en silencio, esperando a que sus palabras surtieran efecto. Cuando vio que las manos de ella reposaban relajadas sobre los muslos, se atrevió a decir—: Por eso quiero hablarle de Shimshi y de sus compañeros.
Pero entonces ella empezó a retorcerse los dedos.
—¿Qué hay que hablar sobre ellos? —le espetó muy seca—. No son más que unos delincuentes que se van a pudrir en la cárcel.
—No son ningunos delincuentes —dijo Benizri mientras giraba el volante y apartaba el coche a un lado para dejar paso a la ambulancia que se dirigía a Urgencias. El coche patrulla se metió en la cuneta y la caravana empezó a avanzar—. Lo que les pasa es que están desesperados, como muy bien sabe usted.
—¿Qué es lo que ha dicho? —le dijo ella muy tensa—. ¿Desesperados? ¡Estupendo! Pues que todos los desesperados vayan por ahí secuestrando a ministros y poniendo sus vidas en peligro… Y encima habrá que compadecerlos.
—Oiga, Timna —se atrevió a decirle—. ¿Puedo llamarla Timna? —y sin esperar respuesta se apresuró a continuar—. Después de todo ya tenemos… A fin de cuentas somos… Pensaba que después de lo que hemos pasado juntos le podía decir…, pedir… que retirara la denuncia, porque sé que no es usted de esa clase de gente que… Como al final todo ha acabado bien y no es una persona rencorosa… Ellos piden…
La ministra emitió una especie de gruñido que expresaba a la vez cólera y sorpresa, y después permaneció en silencio. Lloviznaba, y los limpiaparabrisas chirriaban. El coche, que avanzaba despacio por aquella carretera estrecha y llena de baches, dio una sacudida, y con un ademán brusco y temeroso, la ministra se protegió el cuello con la mano en la que brillaba una alianza de oro. Rompiendo su silencio, dijo finalmente, en un tono muy seco:
—Se ha vuelto usted loco de remate —aunque luego añadió, con una voz mucho más tranquila y sosegada, que ya no había forma de retirar la denuncia—. Ahora es asunto de la Fiscalía, ya no está en mis manos —resumió la situación—. Porque se trata de un acto delictivo. Un secuestro y una amenaza de asesinato, ni pensarlo… —y añadió que aun en el caso de que estuviera en sus manos (que no lo estaba) no retiraría la denuncia contra los trabajadores de Jolit, porque eso daría alas a la anarquía dominante, que se basaba en la ley del más fuerte, y que era inadmisible que las personas intentaran conseguir las cosas por la fuerza.
—Se olvida —le dijo Benizri, mientras pasaban al lado de la sorprendente escultura situada a la salida del barrio de Kiryat Ha-Yovel— de que ellos habían intentado hablar con usted muchas veces y siempre se negó a atenderlos poniéndoles mil y una excusas, así que estaban desesperados y…
Ella se incorporó en su asiento, se cruzó de brazos y lo miró fijamente antes de preguntarle con frialdad qué clase de interés tenía él en ese asunto, más allá de sus obligaciones como periodista, que, en su opinión, había rebasado hacía mucho tiempo. Hasta llegó a insinuar que quizá tuviera algún familiar cercano entre los obreros.
El coche avanzaba despacio, mientras él intentaba adelantar como podía.
—¿Qué clase de relación tiene con esos trabajadores? —insistió la ministra.
Dani Benizri volvió la cara hacia el otro lado para que ella no percibiera su sonrojo. No tenía ninguna intención de hablarle de su relación con Shimshi.
—Se trata de algo muy complejo —soltó al final, con un tono de indiferencia—, no lo entendería. Usted no puede comprender ciertas cosas, porque están demasiado alejadas de su mundo.
—Why don’t you try me? —lo desafió.
En el semáforo de la calle Golomb, antes del puente, él le habló de su padre y del infarto cerebral que había sufrido al enterarse de que iban a cerrar la panadería en la que llevaba más de treinta y un años trabajando. Desde entonces no podía hablar ni caminar. No mencionó el parecido de Shimshi con su padre. Sin embargo, la miró un momento y se dio cuenta de que ella lo había entendido.
—Pero su padre no secuestró a nadie ni amenazó con hacer estallar ninguna bomba —le recordó.
—Ya le he dicho que no lo entendería —le contestó Benizri amargamente. Se habían metido en otro atasco, en la calle Hertzog, antes de llegar a la de Tchernihovski—. Yo no habría debido… Ya sabe —dijo emocionado—, los marginados nunca consiguen nada sin violencia… ¿Qué revolución habría triunfado sin…?
—Dani Benizri —dijo la ministra, ahora ya con cansancio, al tiempo que se limpiaba la frente—, por favor, no me dé lecciones de historia. Gire aquí, por favor —y señaló con el brazo un aparcamiento junto a unas viviendas de dos plantas al final de la calle Palmaj—. Es aquí, la segunda casa…
Dani Benizri aparcó el coche.
—Espere —dijo tras haber apagado el motor y echar un vistazo fuera—, tenga cuidado con los charcos y deme el bolso —y haciendo caso omiso de las protestas de la ministra, la acompañó hasta la puerta y esperó a que sacara las llaves del bolso y abriera. Después entró en el salón tras ella, que se apresuró a correr las cortinas. En ese momento sonaron al unísono el móvil de Benizri y el teléfono fijo de la casa. Él consultó la pantalla de su móvil y vio, por el rabillo del ojo, que ella levantaba el auricular y decía:
—Sí, estoy completamente sola. —Benizri apagó el móvil y ella añadió en voz muy baja, aunque Benizri pudo leerle los labios—: Es mi ayudante parlamentario.
Estaba detrás de ella, muy cerca, y la oía afirmar que necesitaba descansar, que nadie debía saber que había vuelto a casa y que no quería recibir llamadas. A continuación la vio colgar el teléfono. Entonces ella se dio la vuelta y, pensando que él estaría lejos, al lado de la puerta, se asustó al verlo tan cerca. Él la rodeó con sus brazos y descubrió una arruga profunda junto a su ceja izquierda. Por un momento se le pasó por la cabeza que debía de tener unos diez años más que él y que era la primera vez en su vida que tocaba así a una mujer mayor, pero el recuerdo de su torso esbelto desvaneció ese pensamiento, al igual que el sabor de sus labios secos y carnosos.
Ella sintió una mezcla de terror y cólera ante el atrevimiento de Benizri, aquel periodista, y también percibió cierta amenaza, pero el calor de sus cuerpos acabó por imponerse con fuerza: una ola de pasión que revelaba una inmensa soledad y un largo tormento que a menudo, y sobre todo en aquel momento, le resultaban intolerables. Aquel periodista, que expresaba abiertamente lo que quería y necesitaba, también le había dicho algo que ella no había oído desde hacía mucho tiempo y que le había hecho comprender, por ilógico e inesperado que pudiera parecer, que era un amigo.
Cuando se despertaron, él llegaba ya con dos horas de retraso a su cita en la comisaría de Migrash Ha-Rusim, para «una conversación». («Sólo te pido que vengas», le había dicho Michael Ohayon, «no se trata de un interrogatorio»). Tenía cinco mensajes en el móvil, tres de ellos de Tikva, que lo estaba buscando desesperadamente, y que en el tercero le explicaba que no sabía qué hacer con la niña, que llevaba llorando desde por la mañana. Se imaginó entonces el rostro delgado de Tikva, con una expresión de desesperación, junto a la pequeña, dando vueltas de un lado a otro, impotente, con el cochecito. Habría tenido que sacar a la niña a la calle, con el frío que hacía, para ir a buscar a Gilad a la guardería, y ahora ya habría vuelto y estaría encerrada en casa por culpa de la lluvia. Había olvidado por completo lo que le había prometido al niño. Nunca le había sucedido antes, el perder la cabeza de esa manera. Y la verdad es que no encontraba explicación. Miró a Timna Ben-Zvi, que se había incorporado y estaba medio sentada, como buscando en su rostro el motivo de lo que había ocurrido. La ministra cerró los ojos por un instante y después los abrió y lo volvió a mirar.
—¿Te arrepientes? —le preguntó en un susurro.
—¿Arrepentirme? No. ¿Por qué iba a arrepentirme? Es sólo que yo… —pero se calló y empezó a vestirse.
—Yo no soy así… No pensarás que… ¿Y tú… normalmente…?
—Claro —dijo con sarcasmo—, todos los días hago esto, por supuesto —y como ella lo miraba ahora algo preocupada, añadió—: ¿Qué te pasa? No soy el típico tío que anda mariposeando por ahí.
—Yo tampoco… Yo nunca había… —dijo ella.
—¿Nunca habías tenido una aventura?
Y ella negó con la cabeza.
—Entonces quizá deba ser yo quien te pregunte si no te arrepientes —dijo en un tono que denotaba cierta curiosidad al tiempo que intentaba ocultar sus temores.
—No me arrepiento en absoluto —le contestó ella y se cruzó de brazos—, sólo que…, cómo decirlo…, estoy un poco… asustada.
—Asustada, eso es lo que está, asustada —repitió Benizri como saboreando las palabras—. He oído… —vaciló y sonrió— que las mujeres suelen burlarse de los hombres que les preguntan si se lo han pasado bien con ellos en la cama, pero querría saber por qué estás asustada.
—Si alguien nos viera —le dijo la ministra de Trabajo y Asuntos Sociales, apoyándose sobre la almohada y observando cómo se vestía—, saldríamos en todas las noticias, por delante de los obreros y de cualquier otra cosa.
—No en la televisión —dijo Dani Benizri mientras metía los brazos en las mangas de su jersey negro.
—Puede que de momento no, pero al final acabaríamos en la tele, en algún programa sensacionalista, en el canal 2 o en…
—En nuestra cadena no —dijo tajante, y metió los pies en los zapatos antes de acercarse a ella. Estaba tumbada, boca arriba, con la cabeza apoyada en el cabezal de la enorme cama matrimonial y le sonreía, pero dejó de hacerlo cuando él le dio un beso en la cara y en los labios—, por eso sigo en ella —añadió Benizri al tiempo que se incorporaba y echaba un vistazo al gran espejo que colgaba de la pared frente a la cama—. En el canal 1 al menos tenemos un orden de prioridades —y le dirigió una sonrisa de lo más seria.
Michael estaba escuchando las explicaciones de Natacha en su despacho de la comisaría de Migrash Ha-Rusim. Ella le pidió que fuera breve para que pudiera marcharse enseguida.
—Sé que he llegado tarde y que la culpa es mía, pero tengo que estar en el trabajo dentro de media hora, y con los atascos que hay… —dijo, y le explicó que tenía que retocar un reportaje para las noticias de la tarde. No quiso precisar cuál era el tema del reportaje y, ante la insistencia de Michael, acabó por decir—: Secreto profesional, puedo negarme a contestar, aparte de que me has dicho que se trataría de una conversación y no de un interrogatorio.
Él, entonces, no insistió. Natacha se negó también a explicarle por qué había llegado tarde, pero le brillaban los ojos y durante todo ese tiempo no había soltado el bolso de tela que tenía sobre las rodillas.
—Pronto lo sabrás —le dijo, sin disimular su tono triunfante—, muy pronto, te lo prometo —añadió, y lo miró exultante, como una niña, lo que hizo que desease acariciar sus tersas mejillas. Y es que Natacha tenía algo que le recordaba a un gato callejero; un gato al que no se podía domesticar ni reprimir y que haría cualquier cosa por una cabeza de pescado, e incluso por mucho menos—. Sí, lo he oído —dijo Natacha, y parpadeó, cuando Michael mencionó la muerte de Mati Cohen—, pero no tengo… no tenía ninguna relación con Mati Cohen… No era lo suficientemente importante.
—Ya lo serás —le dijo Michael, y hasta él se sorprendió de haberle contestado eso, empujado por la ansiedad que ella manifestaba retorciéndose sus finos dedos, las muecas que hacía con los labios y las constantes miradas al reloj.
Después contestó gustosa a todas las preguntas que no tenían que ver con el reportaje, con cierto entusiasmo incluso, y describió también su encuentro con Rubin en la sala de montaje:
—Él estaba trabajando en un reportaje en la sala de montaje y yo irrumpí allí bruscamente, pero él es tan… profesional y tan perspicaz que lo dejó todo y permitió que le explicara…
Cuando Michael le preguntó por la hora exacta en la que entró en el despacho de Rubin, ella torció la boca, como queriendo decir «No lo sé exactamente», pero después de un momento, al acordarse, dijo:
—Debió de ser después de la una porque… da igual, antes… yo había pasado al lado de la sala de redacción, me dirigía al despacho de Rubin y vi…, no, alguien me dijo…
Llegados a este punto Michael la interrumpió y le preguntó sobre Hefets. Natacha no se sonrojó ni palideció, pero se asió con fuerza a la silla, estiró los brazos, levantó sus hombros hasta las orejas, e inclinó la cabeza haciendo que varios mechones de su cabello claro le cubrieran el rostro.
—Mira —dijo en voz baja—, no sé qué te habrán contado, pero ya no hay nada entre nosotros y lo que pasó ya no es relevante.
—Pero ¿viste a Hefets en la sala de redacción antes de subir a ver a Rubin?
—Sí —afirmó ella—, intentó pararme cuando subía a ver a Rubin, pero no le dije nada de… —y al poner las manos sobre el bolso de tela, Michael entendió que no había hablado con Hefets de su trabajo. También le explicó que apenas conocía a Tirtsa Rubin—. Llegué a la televisión hace menos de un año y medio y al principio sólo me ocupaba del teleprompter, de la pantalla donde aparece lo que tiene que decir el presentador… y hace apenas unos meses que estoy en los informativos, la conocía muy poco. Yo sabía quién era pero ella no sabía quién era yo.
A continuación Michael le preguntó, sin darle demasiada importancia, sobre la relación de Hefets y Tirtsa Rubin, y ella lo miró con verdadero asombro.
—¿Con Hefets? Ninguna en especial —le dijo, como si lo descartara—, él está en los informativos mientras que ella estaba en otra cosa, sólo coincidían en la cafetería… Y a veces…, pero nada especial.
Al igual que el resto de los interrogados, Natacha descartó por completo la posibilidad de que la muerte de Tirtsa no se hubiera debido a un accidente. Ante la pregunta de con quién, en su opinión, podía Tirtsa haber quedado y discutido aquella noche, Natacha se encogió de hombros y le preguntó a su vez si estaba seguro de que no había sido un encuentro fortuito. Le recordó que Tirtsa era muy querida y que nunca había oído que tuviera enemigos.
—Pero no sé, apenas la conocía… Sólo a Rubin, y él siempre me ha ayudado sin… —continuó Natacha mientras le dirigía una mirada que despertó en él muchas preguntas, una mirada que expresaba súplica, emoción y quién sabe qué más, aunque al instante entornó los ojos, como asustada. Por un momento a Michael le resultó difícil concentrarse; ojalá tuviera un cigarrillo. Mordisqueó el palillo, pero no encontró en ello ni el más mínimo placer.
En la reunión con su equipo de investigación le hicieron notar su agitación. Tsila comentó con delicadeza que era una temporada dura para alguien que llevaba fumando tantos años y de repente había decidido dejarlo de golpe, pero para Balilti esas excusas sirvieron de aliciente para fustigarlo. Ladeó, pues, la cabeza y mirando fijamente a Tsila dijo:
—Ahora es cuando va a aflorar su verdadera personalidad. Porque si pensabais que era una persona tranquila, amable y delicada, os diré que todas esas cualidades suyas dependían del tabaco, o si no, al tanto.
—¿Por qué dices eso…? Es muy difícil dejar de fumar…, necesita ayuda —le reprochó Tsila.
—Así es la vida —dijo Balilti muy sosegadamente—, hay gente delicada y amable que presta ayuda a los demás, y otra que no… Yo, por ejemplo, no tuve que irme de vacaciones para dejar de fumar. Simplemente me levanté un día por la mañana y dije «basta». Fui a ver a ese tipo del que os hablé, en Bet Shemesh, le pagué lo que me pidió, estuve allí alrededor de siete minutos, él puso sus manos sobre mí, y ya está, se acabó. Le he recomendado mil veces que vaya —añadió mientras señalaba con la cabeza a Michael—, pero él, él puede solo, pues muy bien… ¿Me ha hecho caso? ¿Sabes lo que me dijo? —le reprochó a Tsila—: «Has ido a ver a uno de esos charlatanes que dicen “por ser usted, le cobraré seiscientos shekels”. Yo no creo en hechiceros». ¡Y éste es el resultado!
Michael reprimió una sonrisa. Desde que se conocieron, el oficial de la policía secreta Balilti le había dado todo tipo de buenos consejos para apañárselas en la vida: cómo cortejar a una mujer («Mírala una vez como si te estuviera volviendo loco y a la siguiente hazte el interesante»); cómo invertir en bolsa («Alguna gente consulta con inversores, pero yo controlo el tema, te puedo decir dónde debes invertir ahora»); cómo buscar un nuevo piso («¿Por qué vives en ese agujero miserable? Ahora hay unos proyectos inmobiliarios nuevos aquí cerca. Uno justo en frente de nuestra casa, pero no en el mismo edificio…»); cómo conseguir más vacaciones («¿Cuántas veces has estado enfermo? ¡Nunca! Di que tienes una contractura en la espalda…, un pinzamiento en una vértebra… Ahora mismo te consigo un doctor que te dé la baja»); cómo hablar con su ex mujer («¿Por qué te callas? ¿No se lo llevó todo ella?»), y cómo guiar la vida de su hijo («Oriéntale, dale consejos, pero sin que se dé cuenta, que él crea que han salido de él, que es lo que les gusta a los jóvenes»). Y después, si Michael no seguía su consejo, se ofendía profundamente.
—¿Por qué quieres que vaya a verlo? Esos tipos sólo son eficaces si uno cree en ellos —se defendió Michael.
—¿Te parece mejor malgastar dos semanas de tus vacaciones —refunfuñó Balilti—, sin viajar a ningún lado, ni salir, ni caminar, todo el día en casa leyendo, pensando, tratando de dejar de fumar seguro que con la única ayuda de un Valium?
—Déjalo ya —intervino Eli Bahar—. ¿No pediste tú vacaciones para hacer un régimen de adelgazamiento? Para un poco, ¿no ves que lo estás poniendo todavía más nervioso?
Michael se esforzó en sonreír, una sonrisa con la que quiso ocultar su inquietud y su repugnancia hacia todo en general, y sobre todo su impaciencia por los comentarios de Balilti, porque podría llegar a estallar si no se callaba de una vez.
Ahora todos tenían delante el informe de la autopsia de Mati Cohen.
—Digoxina es la sustancia que se receta para controlar la tensión, ¿no? —dijo Tsila.
—Sí, eso es lo que pone aquí, al principio —le respondió Lilian, y señaló la primera página del informe de la autopsia—, y él tenía en la sangre el triple de la dosis recomendable de Digoxina.
Tsila levantó los ojos de la hoja y la miró sorprendida. Michael creyó percibir una expresión de descontento en su boca, pero no podía estar seguro de ello.
—Para ser nueva, tiene mucho desparpajo —le había dicho antes Balilti a Michael, en el pasillo, mirando a Lilian por atrás cuando ésta entraba en la reunión—, cualquier otra habría pensado: voy a tomarme un tiempo para aprender las reglas del juego, para orientarme en mi nuevo puesto de trabajo y familiarizarme con el terreno; ¡pero ella no! ¡Ojalá tuviera tanta seguridad en mí mismo! Hace una hora se acercó a mí y me dijo: «Tengo algunas sugerencias acerca de cómo abordar este caso». En un primer momento me quedé atónito… sin palabras. Llega una persona nueva al trabajo y ya tiene ideas propias. ¿Qué te parece?
Michael murmuró algo, pero Balilti, como de costumbre, no esperó la respuesta sino que continuó diciendo:
—Así que le dije que ni siquiera está claro que tengamos un caso, que son sólo pesquisas, y ella me contestó: «Lo que tú digas», pero se notaba que se había ofendido… Bueno, quizá las rusas sean así; porque es rusa, ¿no? ¿Y cómo ha llegado hasta aquí?
—No se puede decir que alguien que llegó a Israel a los cinco años sea ruso —le dijo Michael en voz baja—, y ahora ha venido del departamento de narcóticos con unas referencias excelentes.
—Déjate de recomendaciones y mira qué culo —le susurró Balilti, después de emitir un suave silbido—; dime, ¿habías visto antes un culo como ése? Es como… No hay… Daría la vida por probarlo, te lo juro…
Michael le había echado un vistazo, sintiéndose muy incómodo, al trasero de la chica, un trasero que era redondo y respingón, efectivamente, desproporcionado en relación a la espalda delgada y las caderas estrechas y, mientras, Balilti lo siguió con la mirada, como para comprobar que no le quitaba los ojos de encima.
—No es una mujer con culo —resumió Balilti—, es un culo con una mujer. Aunque tiene las piernas demasiado delgadas. Pero de cara es mona, ¿no?
Michael sonrió contra su voluntad y dio un suspiro. Tenía claro que a partir de ahora no dejaría de oír comentarios acerca del rostro, el trasero y el atrevimiento de la joven que había admitido en su equipo por petición de Yafa, del departamento de Identificación Forense, que deseaba hacerle un favor a su vecina. Yafa le había contado que era maravillosa y que siempre la ayudaba («Si me quedo sin azúcar o cualquier otra cosa, ella siempre tiene, nunca dice que no a nada. Así que ahora que su hija tiene problemas. ¿Cómo podría negarme?»), y que su hija, que tenía muchísimo talento, se había metido en un lío sentimental con un compañero de trabajo («Vino un tipo y le prometió que estaba “en proceso de separación”. Todos están “en proceso de”, a punto de divorciarse, y después se acobardan y vuelven a casa, “por los niños”, supuestamente. Pero ¿y tú? Tú te quedas sola, pero tienes que pensar en ti también, ¿no? ¿No eres también una persona?»), y quería alejarse de él («Aquel hombre le partió el corazón. ¿Cómo iba a olvidarlo si lo veía cada día en el trabajo?»).
—Entonces ¿qué te parece? He oído que no tiene novio —le dijo Balilti, y lo miró esperando una respuesta.
Michael murmuró algo ambiguo, pero en aquel momento Tsila los llamó desde el interior del despacho.
—¿Ha llegado el informe final de Tirtsa Rubin? —preguntó Michael.
—Ha llegado, ha llegado —dijo Tsila—, pero creo que no hay caso. ¿Tú qué opinas?
—Lo mismo que tú —confesó Michael distraído y miró el cigarrillo que sostenía Lilian—; aparte de algunas cosas que dijo Beni Meyujas, que no sé si…
—En las reuniones está prohibido fumar —le reprochó Tsila a Lilian.
—No lo sabía —dijo Lilian, asustada, y apagó el cigarrillo en una botella de agua mineral medio vacía.
—¿Desde cuándo está prohibido? —se sorprendió Michael—, siempre hemos fumado en las reuniones y no…
—Primero —dijo Tsila, sin ni siquiera mirarlo—, el jefe ha dejado de fumar…, y segundo, el despacho está cerrado, hay calefacción, y a mí me da… Vamos, que no está bien.
—De acuerdo —dijo Lilian, cruzando las piernas y moviéndose incómoda en la silla—, no lo sabía, perdón.
Michael miró a Tsila con asombro. Nunca antes se había quejado del tabaco, ni en los despachos cerrados, ni en los coches, ni en ningún otro lado, nunca había estado con ella sin fumar y ella nunca le había pedido que no lo hiciera. A veces lo miraba con tristeza cuando encendía un cigarrillo, y suspiraba, pero sólo una vez le había dicho: «De todas formas, al final lo tendrás que dejar por prescripción facultativa. Pero, ¿por qué esperar hasta entonces?».
Ahora miró a su alrededor y vio a Eli Bahar bajando la mirada ante el estallido de ira de su mujer.
—Basta, Tsila, no importa —le dijo.
Entonces Michael se dio cuenta de que había pasado algo entre los miembros de su equipo. El estallido de Tsila debía de tener una razón más seria que el cigarrillo de Lilian.
—¿Has hablado con Dani Benizri? —le preguntó Michael a Eli Bahar—. ¿Qué te ha dicho?
—Nada significativo —le contestó Eli, incómodo—. Para empezar, llegó con más de dos horas de retraso, dijo que había estado con los obreros de Jolit, que los había acompañado o algo así… Y no sabe nada de Beni Meyujas ni de Tirtsa Rubin, no sabe nada de nadie, supuestamente, aunque Rubin era su gurú… Ah, y dice que no se lleva bien con Hefets. Eso es todo.
—Da igual lo que haya contado —dijo Balilti con desprecio—, porque no saben nada y no quieren ayudar, pero ya nos las arreglaremos sin ellos. Es una vieja historia, la hostilidad de la prensa hacia la policía.
—Tonterías —saltó Lilian—, me he sentado varias veces con el cronista de sucesos, el pelirrojo ése, Shalit, y siempre ha cooperado. Nunca me ha mencionado en sus reportajes cuando así se lo he pedido. Esos periodistas son gente de fiar.
—Sólo si son ellos quienes nos necesitan —comentó Tsila—. Pero, ¿y si eres tú la que los necesita a ellos? Acabo de leer en el periódico que el sindicato de televisión, que tiene trescientos cincuenta miembros, se ha manifestado en contra de la policía de Tel-Aviv porque se sienten atacados, dicen que no se les deja acceder a los lugares donde han sucedido los acontecimientos…
—Pero eso no tiene nada que ver, porque los trabajadores del Servicio de Radio-Teledifusión Israelí, que son funcionarios, son diferentes —explicó Balilti—, y además hay bastantes cosas que no sabemos… —murmuró, y echó un vistazo a los posos del café que habían quedado en la taza de porcelana. Todos los demás habían bebido en vasos desechables, pero Balilti sostenía que esos vasos arruinaban el sabor del café, así que él lo tomaba siempre en su propia taza, que guardada en un cajón de la mesa del despacho de Michael. Todos esperaban que continuara hablando pero se calló.
Michael mordisqueó la punta del lápiz y permaneció en silencio.
—Venga —dijo Eli Bahar—, ¿qué esperas? ¿Que nos pongamos de rodillas?
—Son muchas cosas —dijo Balilti—, donde hay gente enseguida surgen problemas, tensiones, todo tipo de cosas —añadió con ambigüedad.
—¿Te refieres al caso de Tirtsa Rubin? —preguntó finalmente Michael.
—Entre otras cosas —afirmó Balilti, examinando el último botón de su camisa, que parecía estar a punto de estallar. Se tiró de las mangas del jersey azul, que todos sabían que Mati, su mujer, había estado tejiendo durante dos semanas enteras («Y yo ni siquiera lo sabía»), y después continuó hablando de Tirtsa Rubin. Dijo que había sido la mujer de Arieh Rubin antes de caer en los brazos de su íntimo amigo Beni Meyujas («En lugar de ser al contrario. ¿Me entendéis? En vez de pasar del hombre aburrido al interesante, fue a la inversa. Rubin es un tipo con estilo, y lo cambió por ese Beni Meyujas, que parece su abuelo»), con quien llevaba viviendo más de cinco años—. Dejó a Rubin por sus infidelidades —aclaró, y se miró los dedos—, pero no sé si ella sabría o no lo del hijo de Rubin con Niva Pinhas. ¿La conocéis?
—La conocemos, la conocemos —suspiró Eli Bahar—, cómo no la vamos a conocer si hemos estado allí y ella no pasa desapercibida.
—Es de las que siempre hablan a voces; hay gente así —explicó Balilti con un tono erudito—, sobre todo en la prensa, donde las secretarias tienen mucho poder, hasta la más insignificante, así que si encima trabajan en la sección de informativos, imaginaos… Yo siempre lo digo: si uno quiere llegar a director general, debe relacionarse con la secretaria… Pero eso da igual. ¿Dónde estábamos? Ah, ya, en si Tirtsa sabía lo del niño, eso no lo sé, pero entendí que Rubin intentó que Tirtsa no se enterara, incluso después de que lo dejara. Un niño de seis años, quizá más, que no tiene ni idea de quién es su padre —dijo con asombro, y contó que Tirtsa no podía tener hijos—… Cuatro abortos…, había pasado por un montón de tratamientos la pobre, si vierais su historia clínica en el hospital Hadassah… Pero en aquella época eran muy ignorantes, no la podían ayudar.
—¿Quiere eso decir —lo interrumpió Lilian, acariciándose la afilada barbilla y palpándose un lunar oscuro que tenía en el cuello— que ahora ya se le puede contar al niño?
—Sí —dijo Balilti, exultante—, y ¿qué podemos deducir de eso?
—¿Que Niva Pinhas tenía interés en que Tirtsa…? —dijo Lilian esperando la aprobación general.
Michael asintió con la cabeza.
—Pero Niva Pinhas estaba en la sala de redacción la noche en que murió Tirtsa y no se movió de allí —dijo—, porque, excepcionalmente, estaba haciendo una sustitución.
—Había mucha gente en el edificio —comentó Eli Bahar—, Hefets, Rubin, y la chica de los ojos azules, esa joven tan delgada…
—Natacha —dijo Tsila.
—Meyujas y Rubin tienen una relación muy rara… —dijo ahora Balilti—, son como hermanos…, pero a la vez no puede haber dos personalidades más opuestas…
—Hicieron la mili juntos —explicó Michael—, primero en el movimiento juvenil, y después en los paracaidistas del Najal. Según tengo entendido estuvieron en el Sinaí durante la guerra de Yom Kippur. Casi todos los que estaban en su pelotón murieron…, quedaron seis, de los que hoy sólo sobreviven Rubin, Beni Meyujas, y otro amigo suyo que vive en Los Ángeles.
—¡Ajá! —exclamó Balilti—, ahora lo entiendo… —se levantó, se acercó a la ventana y miró fuera, hacia el patio frontal y la puerta de entrada al recinto de Migrash Ha-Rusim—. Mirad —dijo, como hablando consigo mismo—, todavía siguen aquí las esposas de los despedidos de Jolit, a qué esperan, para qué…
Michael tamborileó con los dedos en el borde de la mesa.
—¿Y qué? —dijo finalmente, pero Balilti permaneció en silencio, con los ojos clavados en la ventana.
—¿Qué es lo que acabas de entender? —le preguntó Eli Bahar, irritado.
—¿Qué? ¿Qué pasa? —dijo Balilti haciéndose el inocente—. No es nada importante, de verdad, pero en el despacho de Rubin hay un corcho lleno de fotos muy grandes…: no son fotos de sus reportajes ni de chicas guapas…, ni tampoco, como en el despacho de Tsadiq, de gente importante: Rabin, Clinton, el ministro de Defensa, Itzik Mordehay… Rubin tiene una gran foto de un niño árabe de ojos grandes y expresión hambrienta, otra con Tirtsa, en el mar de Tiberíades, creo, o en un sitio similar… Y tiene también fotos históricas, una de un campamento de prisioneros japoneses durante la Segunda Guerra Mundial, al lado de otra con prisioneros americanos en Vietnam, todos sentados con las manos en alto…
—¿Y eso qué tiene que ver? —le preguntó Lilian mientras miraba con preocupación a Tsila, que parecía no haber oído la conversación.
—Claro que tiene que ver —dijo Balilti, tocándose el labio inferior con los dedos—, seguro que los hicieron prisioneros. Ese tipo de experiencias: la guerra, el frente de batalla, el cautiverio… crean vínculos para toda la vida.
—Volvamos a los resultados de la autopsia —dijo Michael, a quien le resultaba más difícil que de costumbre soportar la verborrea de Balilti—. Primero esta marca, una contusión en el cuello de Tirtsa, como si la hubieran estado sujetando con fuerza. El forense no pudo determinar el momento…; podría haber sido durante su pelea con Beni Meyujas, que tuvo lugar algunos días antes. El forense dice que es improbable pero…
—¿Qué? —se escandalizó Tsila—. ¿Insinúas que Beni Meyujas es un marido violento?
—Cosas peores se han visto —dijo Lilian, con vehemencia—, y no me digas que crees que una persona, por el mero hecho de ser una celebridad, tiene que ser forzosamente honesta.
—No es sólo alguien famoso —insistió Tsila—, es el director más valorado de la televisión, el más… cómo decirlo… Y ahora todavía más, con esa película sobre Agnón… Además, su aspecto no es el de un maltratador.
—¿Y qué pinta se supone que debe tener un maltratador? —le preguntó Lilian, más calmada—. ¿Crees que va a tener, obligatoriamente, una mirada salvaje? Yo…, en el departamento de narcóticos, donde trabajaba antes, vi a muchos… y aprendí una cosa…, que si alguien quiere ocultar algo, lo oculta. No parecen criminales. Los delincuentes de guante blanco no dejan señales.
Tsila se disponía a decir algo cuando Michael la interrumpió.
—De todas formas —resumió—, aquí está el informe del forense, y en la primera página pone: «No vinculante».
—Está claro que hay algo extraño en este accidente —murmuró Tsila—, porque ¿cómo puede ser que se te venga encima una columna y no te apartes? ¿Y qué quería decir Meyujas con esas palabras: «Es mi culpa», que le oyó pronunciar Eli? Tuvieron una pelea seria, no es…
—Pero en la declaración pone que Beni Meyujas no abandonó la azotea ni un momento —recordó Lilian.
—Eso no es del todo exacto —dijo Michael—, porque hubo dos descansos, uno para comer y otro para fumar; el primero fue a las diez y el segundo… —y consultando los papeles prosiguió—, a las once y media, cuando mandaron traer un proyector. Pero ¿quién sabe? Es el director, no pudo haber desaparecido sin que nadie le viera…
—La gente va al lavabo —comentó Balilti—, puede ser, pero en mi opinión no tenemos caso, nadie tenía verdaderos motivos para hacer algo así, y a una persona de fuera… la habría visto el vigilante; y no es lógico que…, aunque tuviera la llave de la puerta trasera… No sabemos de nadie que… ¿Quién habrá sido?
—Aún no sabemos nada —subrayó Michael—, y la cuestión ahora es si empezamos a investigar o no, y esa decisión la tenemos que tomar por intuición, sin basarnos en las evidencias.
—¿Y qué hay de la Digoxina que se halló en la sangre de Mati Cohen? —interrumpió Lilian—. Si añadimos al accidente una cantidad excesiva de Digoxina en sangre, entonces…
—Eso no es tan raro —se apresuró a decir Balilti—, el tipo tomaba el medicamento desde hacía más de cinco años, era un enfermo de corazón y, por error, se excedió en la dosis. Seguimos sin tener caso, aunque…
Mientras hablaba, Tsila entregó más copias de informes médicos a Eli Bahar, que les echó un vistazo y se las pasó a Lilian.
Michael esperó hasta que Lilian le dio los documentos a Balilti y entonces dijo:
—De cualquier manera, dos muertos en menos de un día, dos accidentes, y con cierta conexión… es un poco… cómo decirlo…
—La verdad —protestó Balilti— es que en la vida existen muchas coincidencias, ¿no? —preguntó, al tiempo que sonreía—, y aunque en tu diccionario no aparezca la palabra «coincidencia», en esta ocasión parece algo evidente —y todos percibieron un tono de triunfo en su voz—. Siempre lo discutes todo, pero esta vez resulta que te has equivocado.
—Todavía no he dicho nada —le recordó Michael—, pero es verdad, esta vez también tengo… No importa, le daremos un par de días más, tantearemos un poco el asunto… Tengo que volver allí, de todas formas. He de hablar con Hefets y él no puede venir, porque tienen algo importante para las noticias de esta noche. Y tú —se dirigió a Eli Bahar—, ¿te vuelves con Beni Meyujas, como habíamos acordado?
Eli Bahar miró a Tsila y por un momento a Michael le pareció ver una expresión de preocupación en su rostro. Tsila entornó los ojos y se encogió de hombros.
—No tardaré mucho —dijo Eli y, sonriendo, miró a Michael—. Es que es nuestro aniversario de bodas —dijo en voz baja—, y habíamos pensado…
Michael los miró a ambos.
—Es verdad —recordó—, el día de la primera vela de Jánuka. ¿Cuántos años hace ya? ¿Catorce? ¿Y lo celebráis según el calendario hebreo?
—Quince. Tú deberías acordarte —le reprochó Tsila—, fuiste el principal artífice.
—No exageres —se burló Balilti—, sólo fue el mediador, el go between. Nada más. Me acuerdo de que Eli…
Michael le dirigió una mirada: sólo faltaba ahora que Balilti volviera a contar cómo Eli «tenía miedo de comprometerse», y cuántas penas le había hecho pasar a Tsila hasta que intervino Michael, habló con él y arregló las cosas. Balilti, al darse cuenta de la mirada de Michael, entornó los ojos, sonrió tímidamente y se calló enseguida. Finalmente Michael anunció que volverían a reunirse a la mañana siguiente.
Camino de la calle, Eli Bahar dijo:
—¡Qué tonto soy! ¿Cómo no me había dado cuenta antes? Benizri me dijo que estaba con los obreros de Jolit, pero yo, al llegar, vi a esas mujeres con mis propios ojos. Esperaban a que trasladaran a sus maridos a… Y la mujer de Shimshi me dijo: «Benizri es nuestra única esperanza, estamos esperando a que venga». ¿Dónde estaba él, entonces?
Balilti se detuvo y palpó el cigarrillo que había sacado del bolsillo de su abrigo negro de lana.
—No te preocupes, no es urgente saberlo, porque de cualquier forma estas cosas siempre acaban por aclararse —dijo con sarcasmo.