TAL como lo previera Amali, no quedaban del buque náufrago más que restos informes. El casco, abrumado bajo el peso enorme de la artillería y de la arboladura que debió caer, habíase hundido poco a poco por completo y se veía ahora bajo el agua, a algunas brazadas de profundidad.
Sólo emergía un trozo de palo trinquete, al cual estaba sujeta una vela. En cambio, a través de las olas que se rompían fuertemente en los escollos se veían banderas, tablas, fragmentos de muras y muchos cadáveres, destrozados por los tiburones, suspensos con la pleamar sobre las arenas de los bancas.
—No tenemos nada que hacer aquí —dijo Amali—; el barco está enteramente perdido y no podríamos poner nada a flote.
—¿Crees que los tripulantes se hayan refugiado en algún islote de la costa de Ceilán?
—Los habrán recogido los pescadores de perlas, llevándolos a la India. Dejemos estos restos que de nada nos servirían y alejémonos pronto. Las olas podrían empujarnos sobre los cayos y embarrancar el «Bangalore».
Con una prudente maniobra, Amali guio la nave a través de todos aquellos arrecifes de coral que mostraban por doquier sus agudas puntas, y la lanzó hacia Levante, donde comenzaban ya a surgir confusamente las altas playas de Ceilán.
Había aumentado la brisa y el «Bangalore» navegaba con creciente velocidad, haciendo más de ocho millas por hora, lo cual le permitiría abordar las costas de la isla mucho antes de que saliera el sol.
Esto era lo que por otra parte deseaba Amali, pues le permitiría aproximarse sin ser advertido, para que los habitantes de la costa no entraran en sospechas y alarmaran a los guerreros del maharajá.
Antes de obrar quería buscar un refugio seguro para no exponerse al peligro de hacerse abordar y perder su nave.
A las dos de la mañana el «Bangalore» se encontraba tan sólo a cincuenta brazos de la playa y precisamente delante de un estrecho canalizo orillado por inmensos árboles que entrecruzaban sus copas sobre el agua.
—¿Vamos a ocultarnos allí? —preguntó Durga.
—Sí —respondió Amali—. Este canal conduce a una ensenada bastante ancha, a una especie de laguna inhabitada y rodeada de bosques inmensos, sólo frecuentados por los tigres. Allí estaremos seguros como en una cueva.
—¿Estamos lejos de Yafnapatam?
—Diez millas a lo sumo. Avancemos con precaución, porque el canal está sembrado de escollos y poblado de cocodrilos de inaudita ferocidad.
—Contra esos reptiles tenemos armas de sobra, patrón.
El «Bangalore», después de haber pasado por en medio de dos islotes que formaban una barra, se internó lentamente por el canal sobre cuyas aguas proyectaban los árboles una espesa oscuridad.
Reinaba en aquel lugar profundo silencio, interrumpido tan sólo por improvisados ruidos que indicaban la inmersión de algún cocodrilo. Del agua, casi estancada, subía un olor nauseabundo de vegetales corrompidos y del almizcle emanado de los numerosos reptiles que se ocultaban, entre las plantas acuáticas.
Amali, ojo avizor, escrutaba las tinieblas mientras Durga atendía a la sonda, para evitar que el «Bangalore» embarrancase. También todos los demás prestaban atención a los bancos de arena, los cuales eran cada vez más numerosos.
Así transcurrió una hora y el alba comenzaba a blanquear el cielo cuando llegó hasta ellos una descarga de fusilería.
—¿Quién puede ser? —preguntó Amali, entregando la barra del timón a uno de los marineros—. Que yo sepa, este canal no ha sido habitado nunca por estar sus orillas infestadas de fieras.
—Serán cazadores —respondió Durga.
—¿Quién se atrevería a perseguir las fieras en esta jungla?
En aquel momento se dejó oír otra descarga.
—¡Todavía! —exclamó Amali.
—Tal vez sea una señal de peligro.
—¿Dada por quién?
—¡Quién sabe! ¿Oyes ahora?
—¡El cañón!
Retumbó a lo lejos una ronca detonación que repercutió, bramando largamente en medio de los bosques que se extendían por ambos lados del canal.
—Eso es una batalla —dijo Durga.
—¿Entré quiénes?
—Entre los guerreros del Yafnapatam y las poblaciones salvajes del interior de la isla. Ya sabes que en ocasiones abandonan sus inaccesibles selvas para emprender correrías.
—Sí, ya sé, Durga, y otras veces se aventuran hasta el mar para asaltar las chalupas de los pescadores de perlas.
—¿Nos volveremos o seguiremos adelante?
—La pólvora nos embriaga, Durga.
—¿Por quién tomaremos partido? ¿Por los de Yafnapatam o por los salvajes?
—Lo veremos cuando estemos allí. Mis valientes, aprontad, las armas y estad prontos a serviros de ellas. ¿Están cargadas las espingardas?
—Sí, patrón —respondió Durga.
—Entonces vamos a ver primero quiénes son los que luchan.
Mientras los indios bajaban al sollado a armarse y Durga enfilaba las espingardas hacia proa, el rey de los pescadores de perlas hacía maniobrar su nave con extraordinaria habilidad, conduciéndola por entre los bancos.
Ya ahora habían desaparecido las tinieblas y se mostraba el sol sobre los árboles, proyectando haces de dorada luz a través del inmenso follaje de los plátanos y los manzanillos.
Las descargas, entretanto, se sucedían ininterrumpidamente y cada vez más cercanas. Ya era el cañón el que dejaba oír su voz rimbombante, ya, al contrario, era el crujir de la mosquetería.
—Estamos próximos al teatro de la lucha —dijo de pronto Amali, abandonando otra vez la barra del timón y empuñando una carabina con la culata incrustada de nácar y de plata.
Aullidos feroces, que parecían de fieras furibundas, mezclábanse a los disparos de fusil y a los cañonazos. Habríase dicho que aquel tropel de salvajes se precipitaban al asalto de alguna aldea o de algún puesto fortificado.
—Son los candianos que habitan en los bosques —dijo Amali—. Son sus aullidos de guerra que he oído muchas veces, cuando, con mi hermano, rechazábamos sus invasiones.
—Combatientes terribles al parecer, patrón —dijo Durga.
—Son feroces y luchan con valor sobrehumano, y eso que carecen de armas de fuego.
—¿A quién asaltan?
—Ahora lo veremos.
El canal, en aquel lugar, describía una curva y parecía fuese más allá de aquel codo donde se daba la batalla.
A una orden de Durga, habíanse colocado cuatro hombres detrás, de las espingardas, mientras otros se hallaban sobre cubierta arrodillados, con las carabinas apoyadas sobre el hombro, prontos a abrir el fuego.
El «Bangalore» pasó por el lado de un islote, cubierto de plantas, que impedía la vista, y enseguida se ofreció a los ojos de Amali y sus compañeros un espectáculo extraño y no menos terrible.
Cerca de la entrada de la laguna que debía servir de refugio al «Bangalore» había una de esas grandes barcas, provistas de dos velas latinas, que los indios llaman pinazas, firme en la extremidad de un banco de arena, inmóvil como un pontón y envuelta en una densa nube de humo. De vez en cuando resonaba un, cañonazo y la bala o la metralla dispersaban un sinnúmero de chalupas que trataban de acercarse al velero, al que la bajamar debía haber varado. Las barcas estaban cuajadas de hombres semidesnudos, de rostros negros y feroces, contraídos por la rabia, que aullaban a voz en cuello a cada disparo.
Eran a lo menos doscientos y tal vez más, mientras en la pinaza no se descubría más que un minúsculo grupo de indios que hacían un fuego incesante contra los agresores, sin dar señales de rendición.
—¿Son los candianos de los bosques? —preguntó Durga.
—Sí —contestó Amali, que les había reconocido enseguida—. Intentan tomar esa pobre pinaza para saquearla y degollar después a los marineros que la tripulan.
—¿Por qué no intenta huir?
—¿No ves que está encallada en el banco?
—¡Ah, patrón! Veo a un hombre blanco en medio de los indios. Mira, está cargando el cañón.
—Le veo.
—¿Será un inglés?
—Cualquiera sea su nacionalidad, iremos a conocerle, mi buen Durga. No dejemos a esos feroces candianos que degüellen la tripulación.
El «Bangalore» había rebasado la curva y avanzaba a fuerza de remos por haber cesado el viento.
Su presencia, en un principio, no pareció despertar ninguna sospecha entre los asaltantes, que creían en, la llegada de algún refuerzo, pero pronto salieron de su error al ver a los indios que abandonaban los remos y empuñaban las armas, mientras en la popa del velero ondeaba una bandera que no conocían.
Los salvajes prorrumpieron, en un terrible aullido de guerra, semejante al producido por un millar de chacales, y blandiendo los cuchillos, los sables de hoja en forma de lanza, los venablos, las pesadas mazas de madera y las flechas, y rota la línea se lanzaron hacia el «Bangalore» creyendo tomarlo en un abrir y cerrar de ojos.
Su ilusión duró lo que la luz de un relámpago. El rey de los pescadores se había levantado con la carabina en la mano, gritando:
—¡Fuego a las espingardas! ¡Paso!
El velero se incendió como el cráter de un volcán en plena erupción. Las espingardas tronaban una después de otra, destrozando las chalupas más cercanas, y sucedió luego una furiosa, fusilería que continuaba implacable, mortal. Los gritos de guerra se cambiaron en alaridos de muerte, en estertores de agonía, en gemidos desgarradores.
Se oía el plomo que hendía las carnes con sordo rumor y rompía los huesos, y se oían las gruesas balas de las cuatro espingardas romper las tablas de las chalupas.
Las primeras barcas se fueron, a pique con sus tripulantes; pero acudieron otras de todas partes para impedir al «Bangalore» que se reuniese con la pinaza.
—¿No tienen aún bastante? —gritó Durga, sorprendido—. Y sin embargo, hemos matado un número regular.
—No nos dejarán tan pronto —respondió Amali, que conocía el valor y la obstinación de aquellos formidables salvajes—. ¡Fuego de nuevo con las espingardas!
Las cuatro bocas de fuego hicieron una nueva descarga, pero esta vez con metralla.
El efecto fue terrible; cinco chalupas se tumbaron llenas de cadáveres y de heridos, y el «Bangalore» avanzó hacia la pinaza cuya tripulación, entre tanto, no había cesado de defenderse desesperadamente con el cañoncito que montaba y estaba colocado a proa, y con las carabinas, aunque sin lograr romper el círculo de los asaltantes.
—¡Un hombre blanco! —gritó Amali.
Un europeo vestido de lienzo, con un sombrero de paja en la cabeza, se lanzó hacia la popa de la pinaza. En la mano llevaba una carabina humeante aún.
—¿Quién sois? —gritó.
—Soy el rey de los pescadores de perlas, esto es, un amigo. Abandonad vuestra embarcación, que no puede moverse y amparaos en la mía.
—¿Y el cañón?
—Clavadlo; os serviréis de mis espingardas.
El europeo lanzó un cable y se dejó deslizar sobre la cubierta del «Bangalore», seguido de sus cinco indios, que habían ya clavado la pieza. Era un guapo joven de unos treinta años, bien conformado, con los cabellos y la barba rubios, ojos azules, líneas distinguidas y finas.
Tendió la mano a Amali, diciéndole brevemente, en perfecto cingalés:
—Quienquiera que seas, gracias por vuestra intervención. Pocos minutos más, y estos salvajes nos hubieran pasado a degüello. Huyamos, porque he puesto una mecha en un barril de pólvora, y mi pinaza está para volar.
—¿Qué sois? ¿Ingles?
—No, francés.
—Tanto mejor; ahora nos abriremos paso.
Los salvajes, al acercarse, impidieron que cambiaran otras palabras. Las barcas se reformaban e iban a estrecharse en torno del «Bangalore», mientras la pinaza era invadida por un tropel de demonios que saludaban aquella primera victoria, que nada tenía de humano.
El agua espumeante alrededor, bajo los remos de los salvajes, y las barcas se iban acercando cada vez más.
Era el momento de obrar.
Amali, con voz tranquila, ordenó a diez de sus hombres que empuñaban los remos, ya que faltaba el viento, y condujeron la nave hacia la laguna, y enseguida dio la voz de fuego.
—¿Podríamos forzar la línea? —preguntó el francés—. A lo menos tenemos cien barcas a nuestro alrededor, y veo llegar otras.
—Las echaremos a pique —contestó el rey de los pescadores.
—¿Tenéis municiones suficientes?
—Mil tiros para las espingardas.
—Darán también el abordaje.
—Yo se lo impediré.
—¿De qué modo?
Mientras sus indios y los del francés seguían haciendo fuego y alejaban el «Bangalore» para no hacerlo volar juntamente con la pinaza, Amali llamó a Durga y le dijo:
—Has de retirar las espingardas y a nuestros hombres de popa, y esparce durión[5] en la cubierta de proa; tenemos abundante provisión a bordo.
—Enseguida patrón.
—¿El durión no es una fruta? —preguntó el francés, asombrado.
—Sí, señor —respondió Amali mientras hacía fuego.
—¿Qué queréis hacer?
—Fuego, señor. Tiráis admirablemente.
—Soy cazador de fieras.
—Cazad por ahora a esos salvajes.
En tanto que el «Bangalore», aunque con el mayor cuidado, se abría paso alejándose más y más de la pinaza, Durga subió a cubierta, seguido de sus hombres que llevaban enormes cestos, que fueron colocados de pronto en la proa.
El durión es una fruta que crece en abundancia en los bosques de Ceilán, tan peligrosa que no puede abrirse impunemente.
Tiene la forma de nuestros melones o mejor de ciertas calabazas, porque es un poco largo y está cubierto de espinas de dos pulgadas de largo, agudas como aguijones y duras como hierro. Para abrirlo se requiere mucha paciencia y también un buen cuchillo o mejor una hoz, ya que sus espinas producen heridas peligrosas. En el interior contienen una pulpa blanca, dividida en varios cachos, que despide un insoportable olor a ajo picado, si bien tiene un sabor muy exquisito y se derrite en la boca como crema, o mejor, como un sorbete.
La primera vez es difícil acostumbrarse a un olor tan desagradable, pero enseguida aquella pulpa resulta tan deliciosa que coloca al durión entre las frutas más elogiadas de la flora cingalesa.
Amali, astutamente, no contaba con la pulpa para contener al ataque de los salvajes candianos, sino con las púas, que debían producir heridas espantosas en los pies descalzos de los agresores.
—¡Ya comprendo! —exclamó el francés—. ¡Qué astutos son estos indios!
—Ya veréis cuan pronto escarmentarán de asaltar mi barco —respondió Amali—. Cuando queráis, continuad el fuego.
Las chalupas de los candianos, detenidas un momento por el fuego de las espingardas, sólo estaban a cincuenta brazas de distancia.
Durga y sus artilleros bajaron las bocas de fuego, gritando:
—¡Atención!
Un huracán de hierro se desató sobre las barcas, rompió el círculo y sobre las aguas del canal se vieron flotar pedazos de tablas y cuerpos humanos.
Las carabinas entraron en acción a su vez. Redobló el estruendo, mezclado con aullidos de rabia y de dolor lanzados por los asaltantes, que no esperaban aquella acogida tan valerosa.
Los defensores de la nave se multiplicaban. Su valor, su habilidad en el manejo de las armas y sobre todo la presencia del rey de los pescadores de perlas y del europeo, compensaban la escasez del número.
¿Podría continuar el combate con tal intensidad? A despecho de las pérdidas que experimentaban, los candianos se volvían más feroces en sus propósitos, y anhelantes de vengar a sus compañeros, no retrocedían.
Sólo habían, cambiado de táctica, para no dejarse ametrallar por las espingardas, que tronaban siempre.
Habían bajado de las barcas, haciéndolas adelantar y manteniéndose ocultos dentro. De vez en cuando se levantaban, para lanzar flechas y venablos, y enseguida volvían a desaparecer, sin que interrumpieran su avance ni se rompiese el orden del círculo, que seguía estrechándose. El francés dirigió una mirada a la pinaza y respiró con satisfacción. El «Bangalore» había ganado ya trescientos pasos y estaba para esconderse en otro lado del canal, porque después aparecería la laguna.
En el momento en que las espingardas volvían a tronar, resonó una explosión terrible y se vio salir de entre los árboles una nube de humo.
—La pinaza ha volado —dijo el francés.
—Y con ella los hombres que la saqueaban —exclamó Durga, con acento de triunfo.
—No bastará aún eso para amedrentar a los salvajes —añadió Amali, que veía que el peligro en vez de disminuir iba siempre en aumento.
—¡Qué testarudez! —exclamó el francés.
—¿Les habéis hecho algún agravio? —preguntó Amali entre dos disparos.
—Ninguno.
—Así, pues, ¿se han alzado contra vos tan sólo por el afán de saqueo?
—Sí.
—Pues entonces, no merecen que se les tenga ninguna consideración.
—Me parece que la cosa es más difícil de lo que creíais.
—Mi gente es escogida.
—Han caído ya cuatro.
—Hay otros veintiséis, sin contar a mi segundo.
—Intentemos un esfuerzo supremo para llegar a la laguna. Tal vez no se atreverán a seguirnos hasta allí, porque está infestada de cocodrilos.
—Estoy pronto a ayudaros.
Los salvajes candianos, sin embargo, no pensaban en manera alguna en abandonar la presa. La voladura de la pinaza no parecía haberles impresionado y continuaban, y continuaban, con tenacidad increíble, su táctica, a pesar de las enormes pérdidas que les habían ocasionado sus adversarios.
El canal estaba sembrado de trozos de barcas y cuerpos humanos, y sin embargo, aquellos guerreros avanzaban, aún; estrechaban al «Bangalore» por todas partes, no ofreciendo a los golpes de los defensores más que una línea sin profundidad y que apenas rota se reforzaba de repente.
Cada barca, tripulada en general por diez hombres, formaba como una mitad combatiente. Si una se iba a fondo, traspasada por los balazos de las espingardas, su pérdida resultaba insignificante, habido en cuenta el número de las que seguían, y ocupando enseguida el puesto de la que faltaba.
El fuego de los indios era imponente, pero aun así no bastaban las espingardas a abrir paso a la nave.
El mismo Amali comenzaba a mostrarse preocupado por el feo cariz que iba tomando el combate.
—¿Acabamos, o estamos para acabar? —preguntó el francés, mirando al rey de los pescadores de perlas.
—No os ocultaré que corremos grave peligro.
—¿Tenéis barriles de pólvora en el sollado?
—Media docena.
—Pongámosles una mecha y volemos juntamente con los sitiadores.
—Tened calma, caballero —exclamó Amali mirándole con viva admiración—. No hemos llegado aún a tal extremo y espero aún dar cuenta de esos bandidos.
—Estamos envueltos.
—Cuento con el abordaje.
—Nos van a pasar a cuchillo.
—No tan pronto. ¿No veis?