15

Sin embargo, se retiró rápidamente y dejó en manos del coronel recibir a una Margit Holt que avanzaba a toda prisa. Oí que éste le gritaba algo a la figura de color lavanda, pero el viento se llevó el sonido en otra dirección y tuve que contentarme con mirarla cuando agarró a su marido bruscamente del brazo y lo empujó literalmente hacia el interior de la cabaña. Luego él entró por su propio pie y cerró la puerta tras de sí.

Salí con cautela a la hierba alta y empapada de lluvia, y miré alrededor.

Un poco más arriba había otro coche, probablemente el del coronel. Y de pronto experimenté una sensación de alivio. Einar y el fiscal Löving lo seguían de cerca cuando salieron de Skoga, y si Wilhelm Holt se las había arreglado para llegar hasta aquí lo más probable era que ellos también estuvieran cerca. Con optimismo renovado empecé a subir hacia la cabaña cuando oí un leve silbido a mis espaldas.

Me volví rápidamente y descubrí para mi asombro que la señal procedía de una figura vestida a cuadros grandes, larguirucha y desgarbada, cuya cercanía siempre me colmaba de seguridad y alegría.

—¡Oh, Christer! ¿Cómo has llegado hasta aquí?

—En realidad fue muy sencillo. Vuestro fiel Ford difícilmente podría ganar una carrera de velocidad. Pero es curioso que Anders no esté aquí. Debió de perderle la pista en algún momento, y desde luego no es fácil volver a encontrarla por estos caminos forestales.

Señalé airadamente con el dedo en dirección a la cabaña.

—Está allí. ¡Elisabet! Está viva. Está…

Christer no creyó que hubiera visto un fantasma o que estuviera delirando. Sino que contestó tranquilamente:

—Sí, llegué a tiempo para ver lo mismo que tú. Y por fin me convencí de que tenía razón.

Se quedó un rato mirando al suelo mientras reflexionaba. Luego se pasó la mano rápida y decididamente por el pelo brillante.

—Dime, Puck, ¿prefieres quedarte aquí afuera? ¿O quieres entrar conmigo y atrapar al asesino?

Sentí cómo las palabras se agolpaban en mi garganta.

—¿Quieres decir…?

—Sí —dijo, completamente en serio—. Creo que uno de los tres que están allí dentro es la persona que andamos buscando.

Tuvo que agacharse para entrar por la puerta. Incluso dentro de la cabaña apenas podía permanecer erguido. Y sin embargo, se quedó de pie todo el tiempo. Se apoyó en la jamba de la puerta, y su mirada registró cada detalle del escenario que tenía delante.

La cocina espaciosa y de paredes blancas era bastante oscura. Margit y Wilhelm estaban sentados a cada lado de una mesa de madera de pino sin pintar, Elisabet había tomado asiento en una mecedora al lado de la chimenea. Yo, por mi parte, me dejé caer temblorosa en el borde del duro e incómodo sofá de varillas.

Elisabet fue la primera en romper el silencio. Habló en su habitual tono de voz bajo y contenido.

—Lo siento, Christer, si le he causado problemas a la policía. No… no era mi intención.

El coronel sonó algo más desabrido, más nervioso:

—¿Qué quieres?

—¡Oh, verás —dijo Christer lentamente—, bastantes cosas! Sobre todo me gustaría un poco más de luz.

Elisabet se levantó totalmente en silencio y bajó un candelabro en forma de pirámide de un armario que había al lado de la puerta. Era un candelabro de hierro hecho a mano con nada menos que nueve velas. Lo dejó sobre la mesa, y después de encender cuidadosamente las nueve velas volvió a sentarse en la mecedora. De este modo su rostro quedó en penumbra. Pero Christer no se opuso.

—Todos sabéis muy bien —prosiguió Christer calmadamente—, por qué estoy aquí. También sabéis a quién he venido a llevarme. Pero antes de que los dos nos vayamos hay alguna que otra cosa que tendréis que ayudarme a aclarar, algunos enigmas que todavía no he sido capaz de resolver.

Se volvió retador hacia la chimenea.

—¿Por qué creía Tommy, por ejemplo, que podría convencer a Elisabet para que legara a su favor? Porque supongo que eso fue lo que le llevó a viajar a Skoga…

La respuesta de Elisabet apenas fue un susurro.

—Tenía una carta…

—Sí. Pero ¿qué decía esa carta?

Pareció suspirar.

De pronto Margit Holt se inclinó hacia delante. Las llamas de las velas se reflejaron en el chubasquero de color lavanda y su suave y rubia cabellera resplandeció como una aureola en torno a su rostro.

—Contádselo —dijo en tono apagado—. Ya no podéis herirme más de lo que ya habéis hecho, y creo que Christer tiene derecho a conocer la verdad de vosotros dos.

El coronel sacudió la cabeza, molesto e impaciente.

—Oyendo a Margit podría parecer que la he engañado cada día a lo largo de nuestro matrimonio, pero juro por Dios que no le he sido infiel, ni de palabra ni de hecho desde que nos casamos. Pero solo porque antes estuviera enamorado, incluso diría que enamorado hasta las trancas de Elisabet, no debería herir a nadie que sea normal.

Capté un destello en los ojos de Margit que casi llegó a asustarme, tan feroces eran los celos que revelaba esa mirada. Pero antes de que le diera tiempo a continuar, Elisabet tomó la palabra. La grave y cálida voz nos llegó desde la penumbra y consiguió que nos calláramos y la escucháramos atentamente.

—Supongo que Margit tiene razón. Al final hemos llegado al momento en que no hay más remedio que desvelar la verdad. Y ahora que estoy sentada aquí, echando la vista atrás, me siento tentada a preguntarme por qué alguna vez intenté ocultarla. Pero… hace ya tanto tiempo de todo eso. Entonces todo era tan diferente, yo misma era tan diferente.

»Bueno, os advierto que es una historia que habréis escuchado cientos de veces antes, y sin embargo, os parecerá en parte una fábula. Es posible que sea sencillamente delictiva, le he estado dando muchas vueltas al asunto, pero nunca he llegado a sacar nada en claro.

»No recuerdo que tuviera, ni siquiera de niña, otro amor que no fuera Wilhelm. Apenas tenía más de nueve años cuando él se licenció como teniente, y creo que no solo mi mirada infantil lo consideraba extraordinariamente simpático y encantador. Nuestras familias vivían en el Valle y se veían asiduamente, al fin y al cabo mi padre y la madre de Wilhelm eran hermanos. Entonces estalló la guerra de 1914, y los permisos de Will se espaciaron mucho. Hacia el final de la guerra se alistó como voluntario para la Guerra finlandesa, y no pasó una sola noche sin que rezara por su vida. Tengo la sensación de que mis oraciones no contuvieron otra cosa durante aquella época.

»Pero él todavía no había descubierto que tenía una prima patilarga y romántica que lo había elegido como su Gran Amor. Supongo que no lo hizo hasta el verano en que yo cumplí dieciocho años, porque fue entonces cuando de pronto el elegante teniente empezó a apreciar mi compañía en bailes y paseos en barco. En los años que siguieron parecía considerarme su privado y desde luego insignificante flirteo de verano, y no creo que se diera cuenta de lo serios que incluso sus sentimientos se habían vuelto, hasta que de pronto nuestras familias se entrometieron en nuestra relación. Al fin y al cabo éramos primos, y las dos partes estuvieron de acuerdo en que nunca permitirían que nos casáramos. Además, mi padre consideraba que la diferencia de edad, quince años, era demasiado grande. Lloré hasta enfermar, pero me enviaron al extranjero sin piedad, y de hecho, cuando volví a casa en la primavera de 1926, había conseguido superarlo todo, más o menos. En cualquier caso, no me tomé la noticia del precipitado compromiso de Will de forma demasiado trágica.

»La víspera de San Juan, Will volvió inesperadamente a casa. Quería comunicarme personalmente que su boda se celebraría ese mismo verano, y eso fue muy honrado y considerado por su parte, pero también fue una enorme estupidez. En el fondo, ninguno de los dos se sentía tan indiferente como había pretendido de puertas afuera. Volvimos a reavivar los sentimientos, los recuerdos, nuestros ardientes deseos. Fue una noche infernal, y también una noche perfecta. Aquella noche me quedé embarazada.

»Cuando me enteré de mi estado, Wilhelm ya se había casado con Margit. Durante varios meses estuve considerando el suicidio, pero al final conseguí rehacerme un poco y logré imponerme para que mi familia me permitiera solicitar un puesto de periodista en Estocolmo. Y ahora viene la parte fantástica de mi historia. Fantástica porque es imposible imaginarse que haya gente tan oportuna como mi espabilada y negligente amiguita del colegio.

»Se llama Sara Britt Andersson. ¡Oh, veo que Christer ha reaccionado al oír su nombre! Sí, supongo que ya sabes cómo concluirá mi relato. Se hizo cargo de mí y me obligó ante todo a escribirle a Wilhelm para contárselo todo. Como cabía esperar, él acudió a toda prisa a Estocolmo. Estaba completamente fuera de sí y quiso divorciarse inmediatamente de su esposa, pero, sea como fuese, conseguí impedirlo. Más tarde, Sara Britt logró meterme en un hogar privado para chicas anónimas de Danderyd, y cuando le expresé mi preocupación porque de alguna manera mi situación pudiera llegar a oídos de mi familia ella replicó alegremente: “Puedes inscribirte con mi nombre. Hay tanta gente que se apellida Andersson. Y en cualquier caso no tengo padres ni a nadie más que pueda rasgarse las vestiduras si se entera de que estoy a punto de dar a luz a un niño”. Y puesto que no es una persona que hace las cosas a medias, solicitó un certificado de nacimiento y me lo dio cuando estaba a punto de ingresar en la maternidad.

»En marzo di a luz a Tommy, y cuando todavía estaba demasiado delicada para pensar en las consecuencias de nuestro pequeño fraude, la comadrona que asistió en mi parto entregó los datos que le había proporcionado a la oficina parroquial. Sé que suena completamente increíble que fuera tan sencillo dar a luz con el nombre de otra mujer, y me imagino que no sería así de fácil en una maternidad moderna. Hoy en día te exigen, naturalmente, que te legitimes de alguna manera, más efectiva, pero en cualquier caso en 1927 sí fue posible, y lo único que hizo Sara Britt, que tenía motivos de sobra para estar preocupada, fue reírse de todo el asunto.

»Bueno, sea como fuere, coloqué a Tommy en un orfanato y me fui al extranjero durante un tiempo. Poco a poco me puse a escribir y con el tiempo empecé a ganar cada vez más dinero. Tras la muerte de mis padres volví a Skoga y me construí una casa en el Valle. Pero para entonces hacía tiempo que Wilhelm había solicitado y obtenido mi permiso para adoptar a nuestro hijo. Seguía viéndolo esporádicamente cuando visitaba la ciudad, y la verdad es que me sentía un poco extraña, pero no tanto como para que, hace cinco años, pudiera darle un sí rotundo cuando Wilhelm me preguntó si le daba mi permiso para establecerse como mi vecino en el Valle.

—¡No le creáis! —El relato sosegado de Elisabet se vio interrumpido repentinamente por una exclamación totalmente histérica. Margit Holt se había dado la vuelta en la silla con tal rapidez que las llamas de las velas vacilaron—. Miente. Fue ella quien lo persuadió para que se mudara aquí, para…

—Añoraba el pueblo —dijo el coronel con aspereza—. A pesar de todo, es lo que suele pasar cuando has nacido en Skoga, pero eso es algo que nunca llegarás a comprender. Y cuando más tarde, el mismo año en que me jubilé, se puso en venta mi hogar natal no pude resistirme. Pero fue una estupidez, naturalmente.

Christer permanecía tan inmóvil que parecía haberse fundido con la jamba en la que estaba apoyado.

—Dime —preguntó, meditabundo—, ¿cuánto tiempo hace que Margit sabe todo esto?

Margit parecía no haberlo oído, y fue Wilhelm quien respondió por ella.

—Creo que siempre lo sospechó. Me refiero a lo de Tommy, claro. Se mostraba absolutamente injusta con el pobre niño, y un buen día le confesé que era mi hijo. Fui tan ingenuo como para creer que eso mejoraría su situación en casa. Supongo que no supo quién era su madre hasta hace unos días.

Lanzó una mirada vacilante a su ausente esposa. Tuve la sensación de que esperaba algún tipo de explicación. Sin embargo, los ojos de Christer se habían vuelto a posar en Elisabet.

—¿Te importaría seguir? ¿Y contarnos lo de la carta, y lo del testamento?

—No hay mucho más que contar. Hace un par de semanas recibí una carta de Sara Britt en la que me contaba que Tommy se había puesto en contacto con ella en Estocolmo. A ella le pareció sobre todo divertido, y el muchacho le había parecido muy agradable y atractivo. Me senté inmediatamente a escribirle una carta de respuesta, y puesto que Sara Britt sigue siendo la misma despistada crónica que siempre ha sido y la dejó sobre una mesa, Tommy la cogió. Y por lo visto no le hizo falta ser un gran detective para interpretar el contenido de la carta. Escribí, entre otras cosas, que esperaba que Tommy no le causara demasiadas molestias. «En tal caso, será mejor que me lo remitas a mí. Después de todo es mi hijo, y tal vez ya vaya siendo hora que asuma un poco de responsabilidad por su vida. La verdad es que ya has hecho bastante por mí, protegiéndome con tu nombre». O algo así, y como de costumbre firmé con mi nombre entero. Fue así como Tommy decidió venir hasta aquí con la carta. Es evidente que sus pensamientos giraban alrededor de mi gran fortuna, pero en su honor debo decir que no fue el único motivo. Supongo que también ansiaba conocer a la madre con la que había soñado tantas veces, y estaba firmemente decidido a que no saliera nada a la luz que pudiera perjudicar mi reputación. Por eso se mantuvo cuidadosamente oculto en el Valle. En cuanto a lo que a mí concierne, el muchacho siempre me cayó bien, y había empezado a preguntarme, cada vez más, si no debería pasarle parte de mi dinero. A fin de cuentas, no existía ningún documento que acreditara que él fuera hijo mío y, por lo tanto, no podía heredar de mí sin que hubiera un testamento previo. De hecho fui yo quien propuso redactar uno a su favor, pero por consideración a Wilhelm puse como condición que no volviera a aparecer por Skoga. No obstante, le prometí que nos veríamos en Estocolmo. Estaba feliz y contento como un niño cuando abandonó mi casa a eso de las once de la noche del martes. Aunque seguía llevando la carta en el bolsillo de la americana. Me rogó que dejara que se la quedara.

Elisabet enmudeció, y en aquella estancia de techos bajos el aire pareció estancarse.

—Ésta es, pues, la respuesta a uno de los enigmas —dijo Christer suavemente—. Entonces pasemos al siguiente. ¡La desaparición de Elisabet!

Margit, que parecía haber despertado de sus cavilaciones ensimismadas, emitió un bufido ambiguo. Elisabet se retorció inquieta en la silla.

—Fue culpa mía. —Wilhelm Holt levantó su cabeza encanecida y miró a Christer—. Reconozco que estaba cerca del colapso nervioso. Todos los agobiantes interrogatorios de Löving y Leo Berggren me habían asustado, temía que, antes o después, Elisabet se hundiera y revelara la verdad de nuestro pasado, y sabía que entonces, si no antes, mi infierno conyugal se consumaría.

Dijo esto último con cruel énfasis, como si fuera un placer para él echárselo en cara a Margit. Pero prosiguió rápidamente:

—Le propuse que abandonara el lugar durante un par de días, y que se instalara en mi cabaña. Accedió, y ayer por la noche dejamos Skoga.

—Me enteré de que creíais que me había ahogado —deslizó Elisabet en tono grave—. Pero me había llevado un montón de comida y una máquina de escribir portátil. No entiendo…

—¿El apagón? —preguntó Christer, lacónico.

—¡Oh, verás! Es una antigua costumbre que tengo. Siempre cierro la luz cuando me voy de viaje a algún sitio.

—¿También forma parte de tus costumbres de viaje dejar todas las puertas sin cerrar?

—Fui yo —masculló el coronel, abochornado—. Volví para recoger una manta, y entonces se me ocurrió desconcertar un poco a la policía.

—Y con ese mismo propósito lanzaste incluso un chal de lana blanco al río. —Christer parecía bastante disgustado—. ¿Y luego te fuiste a Öskevik?

—Sí, primero traje a Elisabet hasta aquí, y luego, en el camino de vuelta, hice una escapada para visitar a Mogren. Llegué a su casa a las diez. Y me fui poco después de las doce. Lo sé. Esto solo significa que deberíamos dar por terminada esta farsa y empezar a hablar abiertamente de las cosas.

No cambió de actitud, su tono seguía siendo sereno y calmado, y sin embargo fue como si la atmósfera en la vieja cocina hubiera cambiado radicalmente. Wilhelm Holt cerró la mano que descansaba sobre la mesa con tal fuerza que sus nudillos se pusieron blancos. Margit manoseaba un pañuelo entre los dedos, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Elisabet había dejado decididamente de respirar.

—¿No sería mejor, Wilhelm, que hablaras claro? ¿Que confieses que no raptaste a Elisabet porque tuvieras miedo a que se fuera de la lengua, sino por un motivo muy distinto? Lo hiciste porque tenías buenas razones para creer que tu esposa la asesinaría, de la misma manera que asesinó a vuestro hijo, tuyo y de Elisabet.

Los dedos de Margit dejaron de moverse de golpe. Sus grandes ojos ya no parecían exaltados y feroces, sino tan solo tristes y cansados.

—Sí —murmuró ella—. Sí, pero me engañó…

Y al ver que nadie se movía ni decía nada, se volvió hacia Christer, casi desvalida:

—¿A qué estamos esperando? Ya he confesado una vez, ¿o qué? ¿Acaso no basta?

—Sí —contestó Christer con indulgencia—. Tenemos una confesión. Y no dudo de que cada detalle sea cierto. Pero faltan tantas otras cosas por saber. Todos los pensamientos, todos los sentimientos, las figuraciones, todo aquello que constituía el verdadero motivo para que Tommy recibiera un navajazo en el corazón.

Margit sacudió levemente la cabeza.

—Pero es que apenas lo sé yo misma. No sé si decidí asesinarlo cuando encontré el cuchillo sobre la mesa del porche. Es posible. Estuve esperando mucho rato, tuve tiempo de sobra para pensar. Pensar en todo lo que Tommy me había hecho. Era hijo de Wilhelm, el hijo que yo nunca pude darle. Y tenía el amor de Wilhelm. A pesar de todo, hiciera lo que hiciese y se comportara como se comportase, Wilhelm siempre lo amó más que a Agneta. Y luego, y luego también intentó quitarme a Agneta. A Agneta, que era lo único que tenía. Sí, ya sé que hace unas horas la chica os vino con el cuento de que no fue con Tommy sino con Sundin. ¡Anda ya!, con quien la sorprendí aquel día en el cenador. Pero eso es, desde luego, una tontería. Además, no importa, pues mientras estuve sentada en el porche no tenía ni idea del asunto. Yo misma vi con mis propios ojos que Agneta había salido en bote con Tommy en mitad de la noche. Y tal vez mi intención solo fuera asustarlo un poco. Tal vez no fuera hasta que me gritó aquello que comprendí que tenía que matarlo.

—¿Gritó? ¿Qué fue lo que gritó?

—¡Oh, veréis! Primero me dijo que yo le importaba un rábano, porque ahora por fin había encontrado a su verdadera madre, y ella desde luego era muy distinta a mí. Era humana y buena con él, y además era del todo normal, y eso era más de lo que se podía decir de mí. Y cuando yo me mofé de él y sostuve que lo que decía eran las mismas fantasías y mentiras de siempre, se volvió loco y me gritó que podía preguntárselo yo misma, porque era mi vecina. En ese momento todo se vino abajo. Vi a Elisabet y a Wilhelm, y entonces comprendí por qué había estado tan deseoso de volver aquí. Y se apoderó de mí tal angustia que estuve a punto de perder el sentido. Por primera vez en mi vida me di cuenta de lo mucho que Tommy se parecía a los Mattson, y cuando trastabilló y se cayó, y cuando le clavé el cuchillo, ya no estaba segura de a quién estaba matando: si a Tommy o a la mujer que hacía tanto tiempo odiaba, y a quien por fin podía ponerle rostro y nombre. El rostro de Tommy.

Hacía un calor asfixiante en la estancia. Las llamas, cuyas mechas empezaban a ser demasiado largas, vacilaban inquietas. En medio de este baile de luz Margit se miró las finas y blancas manos con extrañeza. Luego se las metió en los bolsillos del chubasquero con un gesto impetuoso.

—Ya sabéis cómo me asustó Tutmosis III, y aunque no creáis en cosas sobrenaturales, tenéis que admitir que fue un curioso capricho del destino que el único testigo del asesinato fuera un gato de tres mil años de antigüedad que también fue el amante de su hermanastra. Bueno, no quería decir eso exactamente, pero en cualquier caso me pareció que era demasiado molesto para que pudiera permitirle seguir vivo. Encontré la carta de Elisabet en el bolsillo de la americana, y cuanto más lo pensaba, más me daba cuenta de que, a pesar de todo, había matado a la persona equivocada. Y quise asegurarme de que ella dejara de existir para que no pudiera seguir tendiéndole trampas a mi Wilhelm.

La voz de Wilhelm estaba llena de desesperación cuando exclamó:

—¡Pero Margit!

Y entonces suspiró y añadió con gran nitidez, sobre todo para sí:

—No sé por qué he intentado protegerte. Eres… Desde luego no lo vales. Y sin embargo, no podía dejarte a merced de jueces y psicólogos. Incluso llegué a pensar que sería preferible que me encerraran a mí en tu lugar. Soy más fuerte que tú y lo soportaría mejor. Al fin y al cabo, sospeché desde un principio. Me di cuenta de que habías salido el martes por la noche, y también noté que algo andaba verdaderamente mal. Aunque no estuve del todo seguro hasta que encontré la americana de Tommy en el armario de las escobas, el viernes por la mañana. La carta de Elisabet seguía en el bolsillo, y como te conozco a ti y tus enfermizos celos, me asusté de verdad. Cuando luego desapareció una de mis pistolas de la pared no me atreví a retrasarlo por más tiempo. Persuadí a Elisabet para que se pusiera a salvo, y tengo que admitir que sentí una gran satisfacción cuando la policía y la prensa empezaron a insinuar que se había ahogado. Sin duda solo sería por poco tiempo, pero al menos eso me impediría cometer más actos precipitados.

—Sí —dijo Margit. Su voz se había tornado extrañamente tensa—. Conseguiste engañarme. Creí que estaba muerta y me fui directamente a Christer y confesé mi crimen. Pero no me metió en la cárcel enseguida, sino que me permitió volver a casa. Y luego llegó Agneta y me contó sus patrañas sobre Tommy y el mozo, y sin darte cuenta te traicionaste a ti mismo. «¡Tengo que contárselo a Elisabet!», murmuraste. Y cuando más tarde cogiste cantidades ingentes de velas y comida y te llevaste el coche, no me costó mucho adivinar el resto. Tuve la suerte de encontrar un coche con las llaves puestas, y aunque no hubiera sido así, habría llegado hasta aquí de todos modos. Porque todavía tengo un asunto muy importante que arreglar, y nadie me lo impedirá.

Se había levantado, y de pronto sacó la mano derecha del bolsillo del gabán con fría determinación. La negra boca de la pistola apuntaba firmemente hacia el rincón de la cocina y la mecedora.

Christer ni siquiera pestañeó. Supongo que confiaba, al igual que yo, en que se trataba del arma inservible.

Pero el coronel se inclinó hacia delante, y al instante siguiente su grito retumbó en la cabaña:

—¡Es la otra pistola! ¡Por el amor de Dios!

Christer y él se lanzaron hacia delante al mismo tiempo. Entrechocaron, pero Christer consiguió golpear el brazo de Margit, y desvió así el tiro. No mucho, aunque lo suficiente para salvarle la vida a Elisabet Mattson. Aunque no fue lo bastante rápido como para quitarle el arma.

La pistola volvió a relampaguear, y Margit Holt se desplomó en el suelo de la cocina como una pobre muñeca de trapo de color lavanda. El grito ahogado del coronel fue lo único que se oyó en medio del silencio.

Los ojos de Elisabet estaban llenos de lágrimas. Christer posó suavemente su mano sobre el hombro de su vecino, ya entrado en años.

—Créeme, Wilhelm, es mejor así. No te aflijas.

Se acercó a la puerta y la abrió de par en par. Casi nos sobresaltamos al descubrir lo límpido y fresco que soplaba el viento de la tarde, comparado con el aire viciado de la cabaña.