14

Sus grandes ojos se posaron con una mezcla de melancolía y ternura en Börje Sundin.

—Fuimos tan cobardes… Tan cobardes y tan egoístas. Dejamos sin más que Tommy se sacrificara por nosotros. Supongo que creí que lo confesaría todo más tarde, en cuanto él se hubiera marchado y mamá y papá se hubieran tranquilizado un poco. Pero luego, bueno, la verdad es que me resultó tan cómodo dejar las cosas como estaban…

Sundin se había enderezado y de pronto la miró a los ojos, ligeramente turbado.

—Quise aclararlo todo el tiempo —objetó él hoscamente—. Recuerda que siempre quise hacerlo.

—Sí, es verdad. No pienso culparte a ti por ello. Fui yo la cobarde. Pero tú no sabes cómo pueden llegar a ser a veces. Ninguno de vosotros lo sabe.

Pero no parecía temerosa al decirlo, más bien rebelde y obstinada.

—¡Oh! —prosiguió con vehemencia—. Ojalá pudiera describiros cómo nos sentíamos Tommy y yo. Papá, arisco, taciturno, duro y tan iracundo que más de una vez llegué a creer que mataría a Tommy en un ataque de rabia. Y luego mamá, que en cambio es dulce, indulgente y triste, y que a la mínima te llena de reproches. En cierto modo creo que es incluso peor que mi padre. Resulta difícil soportar siempre esos ojos acusadores y saber que está echada elucubrando y atormentándose por todo lo que haces. Entonces… ¡Entonces es preferible mentirle! Por cierto, estoy segura de que papá también lo hace de vez en cuando para librarse un rato de sus celos y de su preocupación.

Las mejillas de Agneta se habían teñido favorecedoramente de rubor y de su voz había desaparecido cualquier atisbo de sumisión y timidez. Por primera vez caí en la cuenta de que no solo era hija de Margit sino también, y en la misma medida, de Wilhelm Holt.

—Creo —dijo, pensativa— que mamá, en toda su soledad, se creó dos imágenes ficticias de nosotros. Tommy no le gustaba y por lo tanto lo convirtió en una persona repugnante y tenebrosa, mucho más tenebrosa de lo que realmente era, mientras que a mí me irrogó de toda clase de virtudes. Yo era buena, yo era infantil, yo estaba muy apegada a ella, y en cuanto al sexo contrario yo era inocente y no sentía ningún interés por él. Pero lo más trágico de todo fue que dejé de satisfacer sus ideales.

De pronto esbozó una luminosa sonrisa.

—Me enamoré de Börje en cuanto llegamos a Skoga. Pero entonces solo tenía quince años, y él no me veía de la misma manera, aunque solía venir a casa cada día para ayudar con la caldera o en el jardín. Durante dos largos años lo deseé en silencio y tuve que conformarme con soñar con él por las noches, hasta que finalmente hubo un pequeño, un pequeñísimo acercamiento.

A pesar de su evidente turbación Börje no pudo más que devolverle la sonrisa.

—¿Cómo iba a saber yo que una dulce y bonita muchacha se había… se había interesado por mí, por alguien como yo?

En su tono de voz había una humildad maravillada que estoy convencida de que conmovió a todos los presentes, sobre todo a los cuatro magníficos y exitosos caballeros. Su voz revelaba mejor que sus palabras lo consciente que era este tosco y torpe hombre de su fealdad y de su ineptitud; y lo feliz que era por el amor que Agneta Holt había introducido en su vida. Y aunque desde un principio el enamoramiento de la muchacha se había debido ante todo a su posición como único soltero de su entorno, su cariñosa y cálida sonrisa evidenciaba claramente que él a su vez había logrado proporcionarle satisfacción y felicidad. De pronto sentí que les deseaba de todo corazón todo lo que pudieran alcanzar en este sentido.

—Fue en la primavera de 1948 que nos… nos encontramos. —A partir de ese momento se dirigió cada vez más a Christer Wijk—. Tenía mucho miedo, por supuesto, a que mamá y papá descubrieran algo, pero se lo conté todo a Tommy, y él se mostró amable y leal como de costumbre. «Alguna vez tendrás que liberarte de tus ataduras con respecto a mamá», me dijo. Y «Börje Sundin es un tipo serio y de fiar. Podrías encontrarte con alguien mucho peor». Pero también me dijo que pensaba que era un poco demasiado joven para… para realmente vivir con un hombre, y le prometí que iría con cuidado. Pero entonces una cálida noche de verano nos olvidamos de todo, salvo de que éramos jóvenes y que estábamos muy enamorados. Y fue entonces cuando sucedió lo que nunca tenía que haber sucedido.

Agneta se había sonrojado aún más si cabe, pero por embarazoso que pudiera parecerle exponer su secretos más íntimos ante un gran y desconocido auditorio, no vaciló.

—Estábamos en el viejo cenador. Yo sabía que papá estaba fuera y mamá no acostumbraba a estar levantada a esas horas de la noche. Pero de repente apareció Tommy y nos dijo jadeante: «¡Mamá está a punto de llegar! He cogido un atajo a través del seto de frambuesas. ¡De prisa!». No le dio tiempo a más, cuando de pronto la oímos. Yo había saltado del sofá e intentaba desesperadamente atusarme el pelo y ordenarme la ropa. Tommy se colocó delante de la puerta para taparme, y entonces ella la abrió. Fue un momento espantoso, pero no duró mucho, porque sin mediar palabra mi madre fue y se desmayó. Empecé a berrear, pero Tommy le dijo a Börje que se marchara. «¡Rápido! Antes de que vuelva en sí. No vale la pena que te encuentre aquí. Solo empeoraría las cosas». Entonces Börje salió corriendo, y ella se despertó, y… y… Al principio no sabíamos qué quería decir, pero luego empezamos lentamente a comprender las terribles acusaciones que le echó en cara a Tommy… Ahora lo comprendéis, ¿verdad? ¡Tommy se había colocado de tal manera que tapaba a Börje cuando ella abrió la puerta! Y puesto que detestaba tanto a Tommy, estaba dispuesta a creer lo más fantasioso y repugnante de él. Tommy palideció, y cuando intenté gritarle que estaba completamente equivocada, él me dijo que me fuera y que quería hablar a solas con mamá. Más tarde, antes de que se fuera, vino a hablar conmigo un rato. Estaba triste entonces, pero sobre todo creo que estaba enfadado y furioso, tanto con mamá como con papá. «¡Déjalo como está, pequeña! —me dijo—. Después de lo que ha ocurrido hoy, no pienso quedarme aquí, aunque confieses cien veces. Y si pretendes aguantar aquí en casa necesitarás acudir a Börje. No te preocupes por mí, ya me abriré camino de una u otra manera. Y mantendré a Lou informada de mi dirección. ¡Escríbeme si las cosas se ponen demasiado feas!».

De nuevo la tristeza por la muerte de Tommy parecía apoderarse de ella, y enmudeció con la voz empañada de llanto. Christer la miró, compasivo.

—Y eso fue entonces lo que hiciste —señaló quedamente—. Le escribiste sobre ti y Börje, y sobre la situación en que te encontrabas en casa. De eso trataban las cuatro cartas, ¿no es así?

—Sí —reconoció ella, en un tono lastimoso—. Le pedí que las destruyera, pero fue tan tonto como para guardarlas y, cuando más tarde volvió, las trajo para devolvérmelas.

—¿Sabías que pretendió vendérselas a tu padre el martes por la noche?

—Papá lo provocó —contestó Agneta con toda sencillez—. Tommy era muy consciente de su error cuando se encontró conmigo, y mientras paseamos en el bote me lo contó todo. Me dijo que me había traicionado por el placer de darle a papá un susto. «Sabía lo mucho que le atormentaría saber que tenía unas cartas escritas por ti. Pero nunca pensé vendérselas realmente, lo sabes, ¿verdad? Simplemente pensé dejarle que me ofreciera sus tres mil coronas, para luego romper las cartas en sus narices y decirle que podía quedarse con su dinero. ¡Como una especie de desquite!». Pero Tommy se arrepintió enseguida y me dio las cartas. Las rompí en mil pedazos que luego mojé y eché al río. Pero estaba nerviosa y no me atreví a quedarme en el río, y entonces él me dejó en la orilla y yo volví a casa a toda prisa a las doce y pocos minutos.

—Dime, Agneta —preguntó Christer lentamente—, ¿crees que tu padre estaba realmente asustado?

—Sí, desde luego. Él estaba convencido de que contenían otros asuntos muy distintos a lo que realmente contenían.

—No, no puede ser del todo cierto. —Christer parecía mantener un debate consigo mismo—. Tuvo que haber otra carta… Una que era mucho más importante y de la que esperaba mucho más.

La tersa frente de Agneta se frunció levemente.

—Bueno, sí —dijo, titubeante—. Creo que sé de qué se trata. Se sacó mis cartas de la americana, y cuando luego me las dejó para que las sostuviera me pidió que fuera cuidadosa, porque tenía otra carta en el bolsillo que no quería perder.

Christer silbó agradecido y casi triunfante.

—¡Por fin un atisbo de luz en medio de esta maldita oscuridad! Mucho me equivocaría si esta carta no estuviera estrechamente relacionada con Elisabet y el testamento. ¡Qué pena que no llegaras a leerla! En cualquier caso te doy las gracias, Agneta, nos has ayudado en más de un sentido al hablarnos con toda franqueza.

Agneta se levantó con el semblante serio.

—Pienso volver a casa y contárselo todo a mamá y a papá. Siento que se lo debo a Tommy. Y si me echan de casa espero que Börje me acoja.

Su mirada abierta y entregada bastó como respuesta. Se fue con ella en silencio y no hubo nadie que aludiera a su confesión ni que se molestara en detenerlo. Christer salió corriendo detrás de ellos, pero me dio la impresión de que más bien quería intercambiar unas palabras con Agneta.

No hicimos ademán alguno de comentar los últimos acontecimientos hasta que hubiéramos recuperado las fuerzas gracias a la cena que Hulda nos había preparado. Sin embargo, cuando llegamos al melón y las frambuesas incluso el famélico Anders Löving se había recuperado lo suficiente para volver a considerar su sombría situación.

—¿Qué debo hacer? Queridos y fieles amigos, ¡decidme qué debo hacer! Tengo a cuatro personas que están deseando entrar en chirona porque todos dicen haber cometido el asesinato de Tommy Holt. ¿Debería complacerles a todos? ¿A los cuatro? ¿O debería salir a probar fortuna con nuevos interrogatorios cruzados? Christer, por el amor de Dios, échame una mano.

—Espera —dijo Christer, lacónico.

Y al ver la mueca de asombro del fiscal repitió:

—No creo que puedas hacer mucho más que esperar. Seguramente unos nuevos interrogatorios solo llevarían a que afloraran nuevas mentiras. Pero si te mantienes callado tal vez el asesino se ponga nervioso y cometa alguna tontería reveladora. Sí, ya sé que es un consejo exasperante, pero es lo único que puedo decirte por el momento.

—Pero —objetó Löving, preocupado— no me atrevo a arriesgarme a que el culpable huya de la ciudad. Al menos tendré que encargarme de que Leo Berggren emplace a un par de agentes para que vigilen el Valle.

Telefoneó a Berggren y luego abordamos un repaso sistemático de toda la historia, desde el principio hasta el final, día a día y palabra por palabra. Cuando terminamos eran las siete y media, y yo me sentía más ignorante y confusa que nunca.

¿De quién deberíamos sospechar realmente? A mi entender, solo había una persona del grupo a la que podíamos descartar irrecusablemente, y esa era Lou Mattson. En cualquier caso su exposición de los acontecimientos de la noche del martes había sido confirmada punto por punto por Börje Sundin y, además, en el momento del asesinato de Elisabet todavía seguía a buen recaudo en las dependencias de la policía. Personalmente también estaba convencida de que Agneta Holt había sido absolutamente sincera al decir que no sabía nada de la muerte de Tommy, y que por lo tanto podíamos descartarla. Las señoritas Petrén eran un par de extravagantes e imprevisibles factores, pero sus lazos con Tommy me parecían demasiado superficiales para motivar un acto tan terrible como el asesinato. Así pues, quedaban los cuatro individuos que habían confesado ser los autores del crimen.

Por lo tanto, uno de los cuatro había dicho la verdad. Uno de ellos había «confesado» realmente. ¿Quién? El celoso y avaro Yngve Mattson, el colérico coronel, la exaltada Margit, o el torpe y tosco Börje Sundin.

El destello de gran concentración en los ojos azules de Christer parecía indicar que seguía trabajando en algún tipo de teoría. A mis preguntas directas y curiosas respondió con un único y burlón:

—Compartiré todos mis secretos contigo si me ayudas con tres pequeños asuntos. ¡Encontrar a Elisabet! ¡Aclarar el misterio del testamento! ¡Intentar que Tutmosis III hable!

Sus provocaciones se vieron interrumpidas por el agente Svensson que, sin resuello e impaciente, entró en nuestro vestíbulo en tromba y nos comunicó que el coronel Holt acababa de abandonar su casa y había desaparecido en dirección a la carretera. Anders Löving y Einar salieron inmediatamente, seguidos por las sacudidas de cabeza de Christer y papá.

—¡Pobre hombre! —murmuró papá—. ¿Ni siquiera puede ir al pueblo sin que la policía le pise los talones?

Había dejado de llover y salí a la calle lentamente, un poco dolida porque ninguno de los dos cazadores había querido que los acompañara. El agente Svensson llegó corriendo desde la encrucijada para comunicarme que el coronel se había metido en su coche y se había dirigido al sur, en dirección a Örebro. Pero el fiscal y el doctor Bure lo habían seguido poco después en uno de los coches de la policía nacional, así que difícilmente escaparía.

Con un repentino estremecimiento debido a la tensión me pregunté si era esto lo que Christer había previsto cuando dijo que esperaba que el delincuente hiciera alguna estupidez o se precipitara. Inconscientemente aceleré el paso, pero cuando llegué a la carretera los dos coches habían desaparecido. Aparcado en el prado vi el elegante Dodge gris de Christer y, un poco más adelante, nuestro maltrecho Ford de color marrón oscuro. Bajé la manilla en un gesto mecánico y para mi sorpresa descubrí que Eje lo había dejado abierto. Por si fuera poco la llave estaba puesta. Era evidente que en un primer momento había tenido la intención de coger su propio coche, y que luego se había arrepentido y había salido corriendo hacia el coche de policía con tal prisa que se había olvidado tanto de las llaves como de las puertas. Bueno, en todo caso era muy poco probable que alguien se sintiera tentado a robar nuestra vieja cafetera.

Siguiendo un repentino impulso me metí en el coche y me acurruqué en el asiento de atrás. Tal vez fuera mi intuición la que me susurró que a través de este acto me introduciría directamente en el centro de los acontecimientos, tal vez no fuera más que un antojo, fruto de mi deseo de, por un rato, estar completamente sola y pensar.

Y al principio realmente pensé. Pero no en el extraño que por motivos desconocidos le había quitado la vida a Tommy Holt, sino en Tommy. Sabía que le debía una disculpa. ¡Había estado tan dispuesta, pero tan dispuesta a creer todas las increíbles y mezquinas acusaciones que se habían vertido sobre él! Lo había convertido en un absoluto monstruo. Y ahora la imagen volvía a modificarse. Seguía manteniendo la impresión de frivolidad e inconsistencia moral. Al fin y al cabo había entablado una relación bastante duradera con una mujer casada, y aun dejando de lado que estaba desesperado y furioso con su familia, le había robado tres mil coronas a su padre adoptivo. Pero con la única persona que le había mostrado confianza y afecto había sido bueno, considerado y abnegado. También había quedado claro que había tenido la mala suerte de acabar con unos padres adoptivos a todas luces inadecuados, que en lugar de ayudarle no habían hecho más que despertar su rebeldía.

Creo que fueron los últimos pensamientos coherentes que fui capaz de desarrollar aquella noche. Lo que pasó a partir de entonces fue tan increíble e inesperado que mi cerebro ya no pudo sacar más conclusiones, de ninguna índole.

Todo empezó cuando Margit Holt, envuelta en su chubasquero de color lavanda, apareció corriendo en dirección a la carretera. Una vez allí se detuvo con un gesto de desesperación y miró alrededor como si buscase a alguien. Titubeó, y por un segundo creí que volvería por donde había llegado. En lugar de eso se dirigió con repentina determinación hacia el Dodge de Christer y posó la mano en la manilla con impaciencia. El coche estaba cerrado.

En ese mismo instante, al ver que dirigía su mirada escudriñadora hacia nuestro Ford, me agaché instintivamente. Fue un puro movimiento reflejo condicionado por su extraño comportamiento, y ni mucho menos contaba con que se sentaría al volante y arrancaría el motor. La verdad es que jamás imaginé que una mujer tan frágil y exaltada como Margit supiera conducir. Sin embargo, sí sabía, aunque el arranque del para ella extraño vehículo pareció darle algunos problemas. Y antes de que hubiera decidido qué hacer nos pusimos en marcha.

Puesto que no dio media vuelta supuse que estábamos atravesando Skoga para coger la carretera en sentido norte. Pero de ser así íbamos en el sentido contrario del que habían tomado el coronel y el fiscal. ¿Adónde se dirigía? ¿Y si resultaba que estaba encerrada en el Ford con una asesina a la fuga?

Inquieta y desconcertada me atreví finalmente a asomar la cabeza lo suficiente como para situarme un poco. Estaba justo detrás de la conductora rubia, y el ruido del motor, junto con la atención que se vio obligada a prestar a las marchas, facilitó que, de momento, pudiera sentirme bastante segura de que no me descubriría. En cambio, el entorno empezaba a asustarme.

Cada vez había más distancia entre las granjas a lo largo de la carretera. Y en cambio, el bosque de abetos parecía cada vez más alto, oscuro y espeso. ¿Qué extraño motivo la habría llevado hasta aquí?

Más de una vez estuve a punto de inclinarme hacia delante y hablarle. Lo haría tranquilamente y con gran naturalidad. «Dime, Margit —le preguntaría—, ¿adónde nos dirigimos realmente? Espero que no sea demasiado lejos porque la verdad es que no llevo dinero encima». Pero desistí, sobre todo porque tenía miedo a que, con el susto, se saliera de la sinuosa carretera y chocáramos con uno de los innumerables y amenazantes árboles. Tal vez también temía, por alguna extraña e ilógica razón, la respuesta que pudiera darme.

Mi postura de rodillas era terriblemente incómoda, y me parecía que ya habíamos recorrido muchas millas cuando de pronto tomó un desvío de la carretera y se metió por un camino desierto y aterrador que atravesaba la arboleda. Lleno de baches y desigual, apenas era lo bastante ancho como para que el coche pudiera avanzar, y nos conducía inexorablemente hacia lo más profundo del bosque. El Ford gemía y bufaba. Margit pisaba el acelerador frenéticamente, y yo veía con creciente pánico cómo los árboles alargaban sus húmedas ramas como si fueran enormes manos de gigantes que quisieran retenernos.

Subimos traqueteando una nueva cuesta, y una vez superada Margit detuvo el coche de un brusco frenazo. Casi antes de que se hubiera parado saltó del coche y se alejó corriendo hacia la izquierda. Me incorporé descoyuntada y bajé la ventanilla para poder ver mejor.

Y lo que vi fue…

En lo alto de la pendiente había una vieja e increíblemente bella cabaña de muros rojos y con el tejado cubierto de hierba. En ese mismo instante, seguramente atraído por el ruido del Ford, salió el coronel Wilhelm Holt por la pequeña puerta.

Pero no estaba solo.

Detrás de él vislumbré a una mujer alta y delgada vestida de gris. Su oscura cabellera envolvía su cabeza en cortas y regulares ondas. En aquel traje ajustado y algo anticuado se parecía a una de las heroínas de sus novelas.

Durante unos interminables segundos me resistí a creer lo que estaban viendo mis ojos. Pero a la larga no pude seguir negando lo que bien a las claras era un hecho. Que la sorprendente criatura que se me había aparecido en medio del bosque, en carne y hueso, ilesa y en lo alto de la gastada escalera de una cabaña era, sin lugar a dudas, Elisabet Mattson.