Por un instante creí que iba a hacer lo mismo que Margit Holt: desmayarme. Las náuseas que experimenté fueron tan intensas que mis entrañas se revolvieron. Mi cerebro intentó intervenir para mitigar la conmoción recalcando, por un lado, que de hecho Agneta y Tommy no eran hermanos, por otro, algo que en rigor era un poco contradictorio, que las relaciones eróticas precisamente entre hermanos en ciertas culturas, por ejemplo en el antiguo Egipto, se consideraban sumamente saludables y dignas de imitar. Pero en el fondo ya no existía razonamiento teórico capaz de modificar mi opinión sobre Tomas Holt.
Recordé asqueada cómo hacía apenas unos días había estado a punto de rendirme incondicionalmente ante el bello rostro de Tommy en la foto que había visto. Había oído hablar de él a Einar y a Lou, y me había dado pena, y mi simpatía por él solo hizo que aumentar. Aniñado, encantador, veleidoso y profundamente infeliz: así era la imagen embellecida que me había formado del difunto. Y de pronto ahora se imponía la verdad, tan repugnante y brutal que prefería volver la cara y dejar de ver.
¡Un bribón depravado y sexualmente pervertido que no solo se había divertido poniéndole unos buenos cuernos al confiado y desprevenido Yngve Mattson, sino que al final había buscado satisfacer su enfermizo deseo de mayores estímulos acercándose a su propia hermanastra! Por fin el protagonista de nuestro drama había surgido de entre las tinieblas para mostrarnos su verdadero rostro.
Ya no me preguntaba por qué los habitantes de Skoga lo habían elegido precisamente a él como blanco de todas sus habladurías. De pronto me pareció absolutamente lógico que alguien se hubiera sentido obligado a atravesarle el corazón con un cuchillo egipcio. Al fin y al cabo ¿no se extermina a las alimañas? ¿Por qué entonces no se podía quitar de en medio a un miserable como Tommy Holt?
De repente el coronel, que llevaba un rato sin decir nada, empezó a hablar de nuevo.
—Llegué a casa una hora más tarde. Mientras tanto Tommy había aprovechado para forzar mi escritorio y hacerse con tres mil coronas que yo había sacado del banco para una compra de acciones. El muy tonto nos habría ahorrado una escena tan desagradable como embarazosa de haber seguido su primer impulso y largarse de la casa antes de mi vuelta.
Los ojos azules de Christer parecían pensativos.
—¿Hizo algún intento por disculparse?
—No le di la oportunidad de hacerlo. —La voz de Wilhelm Holt era al mismo tiempo severa e irónica—. En cualquier caso, alcanzó a decir algo a lo que posteriormente le he dado muchas vueltas. «Ahora estáis enojados —dijo—, solo porque haya olvidado por unos minutos que Agneta es mi hermana adoptiva, pero siempre os habéis esforzado muchísimo en hacerme comprender que no existe ningún tipo de parentesco entre vosotros y yo. Y ahora tendréis que asumir las consecuencias». Tal vez esto pueda echar un poco de luz sobre cómo veía él su terrible acto, únicamente como una consecuencia de nuestras relaciones.
—¿Y Agneta qué dijo?
—Lloró sin parar, y por lo demás permaneció tan muda como un pez. Y puesto que Tommy nos aseguró solemnemente que fue él quien la había inducido, empujado y seducido, pronto se convirtió en una especie de mártir a la que Margit compadecía y con la que a partir de entonces se mostró aún más condescendiente. Francamente, no puedo decir que estuviera absolutamente convencido de su ingenuidad e inocencia. Siempre tuve la sensación de que fingía y que, en cierto modo, nos mentía a los dos. Y a tenor de los acontecimientos de los últimos días, creo que estoy en disposición de decir que yo tenía razón. En primer lugar, es evidente que mantuvo cierta correspondencia con su hermano y amante a nuestras espaldas, y en segundo lugar, cuando éste volvió a Skoga, se mostró más que dispuesta a retomar sus escarceos amorosos.
La amargura con la que el coronel Holt pronunció estas últimas palabras tuvo un efecto corrosivo. Christer se lo quedó mirando pensativo mientras formulaba la siguiente pregunta:
—¿Qué hiciste el martes por la noche? ¿En ningún momento pensaste en comprarle las cartas a Tommy?
—No, no en comprarlas —respondió lentamente—. Aunque sí decidí bajar hasta La Ribera y encontrarme allí con él. Me pareció que todo aquel montaje era muy extraño y tremendamente sospechoso. Una reunión en mitad de la noche en una finca ajena solo podía indicar que temía ser descubierto en medio de sus turbios chantajes. ¿Y por qué no me concedió una prórroga hasta que abrieran los bancos? En el fondo parecía que no tenía intención de venderme las cartas. ¿Y tres mil coronas? Era una suma que había aparecido anteriormente en nuestras cuentas pendientes. En pocas palabras, yo estaba furioso por su manera de actuar y por su repentina aparición en el pueblo, pero también bastante desconcertado. Y en cuanto Margit se durmió salí a su encuentro.
—¿Estás seguro de que tu esposa estaba dormida?
—Por supuesto. Asomé la cabeza en su habitación para comprobarlo. ¿Espero que no te creyeras la historia que se inventó en tu honor?
—No lo sé —replicó Christer, arrastrando un poco las palabras—. ¿Por qué debería creerte más a ti que a ella? ¡Pero, por favor, sigue!
El rostro bronceado del coronel se había vuelto morado. Se acarició agitado el mostacho canoso y cuando finalmente se decidió a obedecer el mandato de Christer su voz todavía temblaba de rabia.
—Seré muy breve. Las campanas de la iglesia dieron las once y media justo cuando entré en La Ribera. Me pareció un poco desagradable porque había visto un coche en la bifurcación a primera hora de la noche, y deduje que habíais llegado. Pero crucé el jardín hasta la orilla del río, y una vez allí de pronto oí voces. Sí, ya sabéis que oí a Agneta y a Tommy, pero me pregunto si sois capaces de entender lo que sentí cuando los descubrí. Me puse tan furioso que de haberlos tenido a mi alcance seguramente los habría matado a los dos con mis propias manos. Supongo que en realidad estaba más furioso con Agneta, pero cuando poco después atracaron frente a la glorieta de lilas, decidí dejarla marchar. En aquel momento para mí era más importante ocuparme de Tommy, pensé que lo mejor sería quedarme a solas con él. Esperé hasta que hubo amarrado el bote y se dirigió directamente a la glorieta silbando alegremente. Entonces salí de mi escondite y le di tal bofetón que cayó redondo al suelo. Llevaba la americana colgada del brazo, y cuando perdió el equilibrio se le cayó algo de uno de los bolsillos. Centelleó bajo la luz de la luna, pero al instante siguiente Tommy tenía el objeto brillante en la mano, y comprendí que era un puñal o un cuchillo de algún tipo. Me abalancé sobre él y luchamos salvaje aunque brevemente, pues, a pesar del cuchillo y de mi edad, tenía ventaja sobre él gracias a mi fuerza y al entrenamiento recibido. No sé cómo le arrebaté el cuchillo ni cómo se lo clavé en el pecho. Supongo que puede decirse que fue la culminación del odio que había sentido en los últimos tres años, sobre todo en las últimas horas, pero si tengo que ser sincero, más bien creo que el desenlace obedeció a los instintos primitivos que habían despertado dentro de mí durante la violenta reyerta a navajazos. No estoy intentando excusarme, pero pienso, a pesar de todo, que fue homicidio imprudente y no asesinato premeditado. Aunque supongo que tendrá que ser el tribunal de justicia quien lo decida.
De pronto parecía estar completamente tranquilo, bastante más tranquilo que cualquiera de los tres que lo escuchábamos. Con el pulso disparado me esforcé por comprender lo increíble: que había tres personas que habían confesado, totalmente en serio y en apariencia de manera convincente, ser los autores de un mismo asesinato. Por una vez, papá parecía realmente estúpido, y Christer Wijk, como solía hacer en los momentos críticos, alargó la mano para coger su pipa.
—Para entonces no me quedaba demasiada presencia de ánimo —prosiguió el coronel—, pero en cualquier caso entendí que debía apoderarme de las desgraciadas cartas, así que revolví rápidamente los bolsillos de Tommy. Sin embargo, me interrumpió ese bicho blanco que de repente salió de entre los arbustos y empezó a lamerle la cara a Tommy. Eso fue demasiado para mis nervios crispados, y perseguí sin éxito a la bestia para arrojarla al río. Al final tuve que retirarme, y me llevé la americana para poder registrarla con tranquilidad.
—¿Con qué resultado?
—¡No había ninguna carta! Entonces estaba muy preocupado, naturalmente, pero hoy he hablado con Agneta que me ha contado que Tommy se las devolvió durante el paseo en el bote. Algo que solo confirma lo que ya suponía: que nunca tuvo la intención de chantajearme en serio. Anoche intenté deshacerme de la americana. Entré en la finca de Elisabet, que es oscura y apartada, y bajé hasta el lugar donde antes solíamos bañarnos. Entonces el gato volvió a cruzarse en mi camino. Esta vez tuve más suerte y lo atrapé, y… Bueno, ya conocéis el resto. Soy muy consciente de que fue una estupidez lo que hice. Un gato no puede hablar, y probablemente tampoco se molestaría en mostrarle su antipatía a una persona a la que ha visto cometer un asesinato. Pero aún así… De alguna manera, esa criatura blanca se había convertido en mi mala conciencia, y supongo que era más bien eso lo que pretendía borrar.
—¿Y Elisabet?
La pregunta fue clara y concisa. El coronel se miró sus fuertes manos.
—No sé nada de la muerte de Elisabet. A lo mejor se suicidó…
—En cualquier caso, esa parece ser la opinión general —masculló Christer agriamente—. Pero me gustaría hablar de otra cosa. Por ejemplo de Öskevik.
Wilhelm Holt alzó la vista rápidamente. Sus claros ojos azules parecían haber adquirido cierto brillo de cautela y reticencia.
—¿Qué quieres decir?
—Tutmosis fue arrojada al río en algún momento después de medianoche, más bien antes de las dos que después. Y el jurado Mogren dice que a esa hora tú seguías en Öskevik.
—¿Cuándo afirma que llegué allí?
—No antes de las diez. Y eso también es un poco raro. Porque hay varias personas que están dispuestas a certificar que tu Buick salió de la ciudad a eso de las ocho y media.
—El reloj de Mogren va mal. Siempre lo hace, todo el mundo lo sabe. Llegué allí a las nueve y me marché poco después de las once.
Sonaba tranquilo y contundente, y me pareció que había que creerle. Christer asintió imperceptiblemente con la cabeza. Luego dijo algo que demostró que le otorgaba más credibilidad a la confesión del coronel Holt que a las otras dos que le habían hecho anteriormente.
—Tendrás que esperar aquí hasta que llegue el fiscal, y repetirle tu declaración.
El silencio que se produjo después de esto fue absoluto y, a medida que pasaba el tiempo, manifiestamente opresivo. Envidiaba a Christer Wijk por su capacidad para encerrarse en su caparazón cuando hacía falta y, al menos en apariencia, desconectar de la desagradable realidad que lo envolvía. Papá y yo, que no poseíamos esta habilidad, optamos en su lugar por escabullirnos de allí por turnos y en la medida en la que nos lo permitía el decoro.
Busqué instintivamente a la sosegada y cotidiana Hulda. La encontré frente a la ventana de la cocina, refunfuñando irritada por culpa de la lluvia, Börje Sundin y un par de coles.
Mis sorpresivas preguntas lograron sonsacarle una explicación algo más detallada.
—Es Sundin. Verás, tiene un pequeño huerto justo allí, en un extremo de su terreno. Está muy bien, nos vende verduras y hortalizas a todos en el Valle. Me había prometido un par de hermosas coles para preparar rollitos de col. Me dijo que me las traería personalmente, pero son las tres y aquí estoy yo con mi relleno de carne, y él todavía no ha aparecido. Aunque, claro, ha llovido mucho, así que a lo mejor no ha podido salir al huerto. En cualquier caso no deja de ser un fastidio, no puedo hacer nada sin esas coles.
Me ofrecí voluntariamente para acercarme a investigar el asunto, y unos minutos más tarde, envuelta en plástico y goma de pies a cabeza, salí corriendo de casa en medio del diluvio. Al otro lado del seto me encontré a dos figuras aún más abrigadas que avanzaban fatigosamente entre los charcos de agua. Eran los dos rastreadores que volvían de vacío por la carretera, tras haber tenido que admitir que no tenía sentido seguir metidos en un bote en medio de este temporal. Tras mi confuso parte sobre las visitas de Margit y el coronel, el fiscal se apresuró a entrar en La Ribera. Eje, en cambio, metió su brazo debajo del mío y me acompañó.
—Nunca te veo —dijo en tono lastimero—. O bien duermes, o bien persigues a asesinos con Christer.
—¿Me permites que te pregunte de quién es la culpa? ¿Quién es el que a todas horas, llueva o truene, en coche o en barco, corretea por ahí con la policía y Anders Löving? ¿Y qué resultado habéis conseguido realmente? En muy pocas horas, Christer y yo nos hemos enterado de más cosas acerca de este misterio que vosotros en varios días.
Eje se rió y me dio un beso muy húmedo.
—¡Lo que naturalmente, hay que agradecerte a ti! Ahora en serio, creo que está bien que mantengamos varios frentes abiertos, así al menos conservamos la esperanza de poder acorralar poco a poco al delincuente.
Einar abrió la verja de la finca de Sundin justo cuando la lluvia, ya de por sí violenta, arreciaba y se convertía en un auténtico diluvio. Salimos corriendo a toda prisa hacia la cabaña y llamamos enérgicamente a la puerta que estaba resbaladiza por tanta lluvia. Y al no recibir más respuesta que el aullido del viento la abrimos cautelosamente. Es decir, pretendimos que fuera cautelosamente. Pero una ráfaga de viento y lluvia nos empujó contra la puerta, que se abrió de par en par y nos lanzó directamente hacia el interior de la cocina.
Todo fue tan rápido que no les dio tiempo a desengancharse cuando irrumpimos por sorpresa en la estancia. El hosco rostro de Börje Sundin expresaba sorpresa, cólera y preocupación; en la blanca cara de Agneta solo había temor ciego.
Pensé automáticamente que debió de ser justo éste su semblante cuando, tres años atrás, Margit la sorprendió en brazos de otro hombre. Y de pronto me asaltó una centelleante ira contra aquella taciturna muchacha de pelo rubio que había resultado ser tan distinta a la que todos creíamos que era.
—¡Sí, todo muy bonito! Pero ahora harás el favor de acompañarnos inmediatamente y le confesarás al fiscal todas tus turbias historias. Sin duda te resultará un poco difícil seguir haciéndote la inocente e ignorante palomita.
Intenté cogerla del brazo, pero me apartó con un grito ahogado y salió atropelladamente a la lluvia. Su vestido blanco desapareció a través del seto de abetos que limitaba con el terreno de la familia Holt, y en la pequeña cocina se produjo un silencio turbador.
Yo ya estaba bastante avergonzada de mi impetuoso estallido y murmuré torpemente algo acerca de un par de coles, y Börje Sundin me aseguró, ruborizado, que ahora mismo nos las traería. Eje y yo volvimos a La Ribera en silencio.
La sensación de malestar que me había invadido todavía no había desaparecido cuando un buen rato después nos sentamos en la biblioteca para contarles lo sucedido a Christer y a Anders Löving. Tras una hora de duro interrogatorio se le había dado permiso al coronel para retirarse, y el fiscal, agotado, impaciente y consternado, anunció que pronto no podría soportar más confesiones y revelaciones sorprendentes. De repente, con aquellos ojos azules llenos de inquietud y el pelo rubio favorecedoramente alborotado, me pareció bastante más joven y muy poco seguro de sí mismo.
—¡Todo esto es un enorme lío! Primero me mato a trabajar y, sin embargo, no logró dar con un solo sospechoso, y maldigo y me angustio por saber tan poco. Y luego, de golpe, me dicen que hay tres personas que se han declarado culpables de un mismo crimen, y que casi todos los demás me han mentido y engañado. Es el típico caso en que los árboles no te permiten ver el bosque. Me pregunto —dijo un poco más tranquilo, dirigiéndose a Christer— qué mosca les habrá picado. ¿Será tu llegada que les ha asustado?
—Más bien tus enérgicas indagaciones —replicó Christer con una sonrisa en los labios—. Acuden a mí porque están convencidos de que soy menos peligroso que tú. Y probablemente los acontecimientos de la noche inquietaron a todos los que no tenían la conciencia del todo tranquila. Sin duda, la muerte de Elisabet ha supuesto una mayor conmoción para los habitantes del Valle que la de Tommy.
—Debería estar agradecido, naturalmente, de que algo se esté moviendo —murmuró el fiscal—. Pero espero realmente que no aparezcan más asesinos hasta que haya podido comer algo.
Al instante siguiente, como respuesta a este inocente deseo, apareció Hulda en el hueco de la puerta. Sin embargo, para desesperación de Löving, no vino a anunciar que la cena estaba lista, sino a una nueva visita.
—Sundin está aquí fuera —dijo secamente—. Está empapado, pero afirma que tiene algo que debe decirles a los señores.
Y con una mirada de desaprobación a los zapatos y los pantalones mojados del mozo dejó que este pisara la moqueta de la biblioteca. Allí estaba, cambiando intranquilo el peso de un pie a otro, y a pesar de la insistencia de Einar se negó tercamente a tomar asiento.
Por medio de unas extrañas muecas Anders Löving parecía suplicarle a Christer que se hiciera cargo del interrogatorio, pero este puso cara de no entender nada. Entonces el fiscal suspiró hondo, se centró y preguntó de manera sorprendentemente amable:
—¿Qué desea, señor Sundin?
—He venido porque yo… hum… quería confesar…
—¡Confesar! —Casi sonó como un grito de socorro—. ¿Qué demonios es lo que quiere confesar, señor Sundin?
Los ojos claros de Börje Sundin le devolvieron la mirada sin pestañear. Pero su voz sonó extrañamente empañada cuando declaró:
—Que fui yo quien mató a Tommy Holt.
Todo aquello resultaba muy retorcido, grotesco e incomprensible, pero a pesar de ello no sentí ningunas ganas de reír. En mi cabeza daban vueltas dos ideas, dos ideas irrefutables y sencillas. Y en ellas parecían resumirse todas las demás: han confesado cuatro asesinos, pero solo puede haber sido uno de ellos.
La conmoción había hecho que el cansancio y la inseguridad abandonaran de golpe a Anders Löving.
—Entonces supongo que lo mejor será que confiese enseguida —dijo fríamente— que también fue usted quien empujó a Elisabet al río.
El fornido hombre que tenía enfrente suspiró pesadamente, pero no intentó en ningún momento escabullirse.
—Sí, fui yo, pero no la empujé. Ya estaba muerta cuando la tiré al río. La estrangulé en su casa.
—¿Por qué?
Las preguntas del fiscal cayeron muy seguidas y rápidas; en cambio, las respuestas de Börje Sundin, lentas y tras varios segundos de reflexión.
—Me vio clavarle el cuchillo a Tommy. Y entonces me amenazó con chivarse.
—¿Y cuál fue el motivo del primer asesinato?
Pareció titubear por un instante. Su rostro bronceado se encendió levemente cuando masculló:
—Fue… por Agneta. Es la única chica de la que he estado enamorado alguna vez. No… no me fiaba de él. Y luego tenía unas cartas, de Agneta, sobre nosotros dos.
—Pero ¿qué está diciendo? ¿Las cartas eran sobre ustedes dos?
—Sí, bueno, eso creo. En cualquier caso, ella quería recuperarlas. Me dijo que pensaba quedar con él aquí, pero nunca supe cuándo sería. Así que llegué demasiado tarde. Quiero decir, llegué cuando ella ya se había ido. Poco antes de las doce y media. Tommy estaba en la orilla del río, mirando alrededor como si esperara a alguien. Discutimos y entonces…, bueno, entonces lo maté.
Lo dijo con tal indiferencia y tranquilidad que se me heló la sangre. Sin embargo, Löving, implacable, prosiguió:
—¿De dónde sacó el cuchillo?
—Estaba entre la hierba. Justo a los pies de las escaleras del porche.
—Explíqueme cómo le clavó el arma. Descríbalo con un poco más de detalle.
—Bueno, nos peleamos. Simplemente lo apuñalé. Todo fue muy rápido.
—¿Estaba de pie cuando recibió el navajazo?
—Sí, creo que sí. No lo recuerdo muy bien.
—¿Y la americana? ¿La llevaba puesta?
—Sí, pero más tarde se la quité. Y luego la usé para ahogar al gato. Andaba por ahí dando la lata sin parar. No me gustaba nada.
—¿No vio ni oyó nada más?
—Pues sí. —Ahora hablaba con mayor soltura—. Fue después del… del asesinato. Entonces sucedieron un par de cosas extrañas. Primero divisé una figura en la parte superior del jardín, en algún lugar cerca de la casa. Me asusté, por supuesto, y me escondí entre unos arbustos. Allí me quedé un buen rato sin atreverme a salir.
—¿No vio de quién se trataba?
—No, pero estoy seguro de que era un hombre.
—¿Es decir, que no era Elisabet Mattson?
Pareció considerar la posibilidad. Sin embargo, al final negó con la cabeza.
—No, no era la señorita Mattson. Era un hombre alto.
—¿Y luego qué pasó?
—Bueno, verá, justo cuando estaba convencido de que se había marchado y pensaba salir de mi escondite entre los arbustos vi otra cosa. Cerca del río, justo donde el seto acaba, apareció una nueva figura, y esta vez no había duda de que era una mujer. Era la señora Mattson, y parecía tener mucha prisa, porque de hecho tropezó con Tommy que yacía entre la hierba, muerto y ensangrentado. La verdad es que esperaba que se pusiera a gritar como una loca, pero se quedó completamente inmóvil, mirándolo fijamente. Al final creo que fue el gato lo que la asustó, y entonces salió pitando como una descosida hacia su casa. Cuando llegué allí descubrí que el maldito animal estaba jugando con algo que había encontrado entre la hierba. Temí que pudiera tratarse de algo que se me había caído e intenté atraparlo. Pero salió corriendo en dirección a la casa, y al final escapó a través de la ventana de la carbonera. Luego me fui a casa. —Y añadió, casi disculpándose—: Es todo lo que puedo contarles.
Einar y yo intercambiamos miradas.
Todo parecía indicar que Börje Sundin realmente estuvo en La Ribera la noche del asesinato. Todo coincidía con la declaración de Lou: la hora, su manera de reaccionar, Tutmosis, la borla y, finalmente, lo de que había visto a alguien moverse entre los arbustos del jardín. Y la otra persona que Sundin creyó vislumbrar podía muy bien ser Yngve Mattson. Pero ¿qué cabía pensar del resto de su «confesión»? Pensé, ligeramente confundida, que si hubiera sido el primero en lugar del cuarto de la fila en presentarse para confesar su delito seguramente lo habría creído. Pero a estas alturas ya no sabía qué creer.
El fiscal parecía opinar lo mismo, pues tras una leve pausa le preguntó directamente:
—¿Realmente es verdad todo lo que ha confesado, señor Sundin? ¿No se habrá inventado una parte para ayudar y proteger a otra persona, como por ejemplo a la señorita Holt?
Era difícil determinar si el ruborizado Börje Sundin estaba sorprendido u ofendido, pues nunca llegó a formular una respuesta. Pues en ese mismo instante, aparentemente idóneo, hizo su entrada Agneta Holt.
Fue papá quien como de costumbre la guió hasta la biblioteca, y también fue papá quien la obligó a tomar asiento en el sillón color crema que Olivia había empapado aquel mismo día con su chubasquero. Allí estaba, pequeña y pálida, enfundada en su habitual vestido blanco, intentando mirarnos a la cara a todos nosotros que, maravillados, la mirábamos indisimuladamente. Su pelo rubio se había rizado con la humedad, y tuve que reconocer que en realidad era muy guapa. Se volvió hacia Christer con ademán suplicante, y para gran alivio del fiscal este cedió a su tímido ruego.
—Me alegra que hayas venido, Agneta. Quiero que me digas si te crees lo que Börje Sundin acaba de contarnos. Sostiene que fue él quien mató a tu hermano.
—No —susurró ella—. No, no puede ser cierto.
Pero sonó más como una súplica que como una afirmación.
—Dime, Agneta —dijo Christer suavemente—, ¿sabes algo de cómo se produjo el asesinato?
La muchacha negó lastimosamente con la cabeza.
—Entonces, ¿no fuiste tú quien lo hizo?
—¿Yo? ¡Por supuesto que no!
La exclamación fue tan espontánea y tan convincente que todos experimentamos un fuerte sentimiento de alivio. De pronto Börje Sundin se dejó caer con un suspiro en una silla y ocultó el rostro entre las manos. Agneta hizo el ademán de levantarse.
—Déjalo tranquilo un momento. Es mejor que le demos tiempo a recomponerse. Pero cuéntame por qué has venido hasta aquí.
Agneta soltó un profundo suspiro y luego respondió con una voz que se esforzaba por mantener firme:
—He venido para hablarles de la verdad.
—¿La verdad? ¿Respecto a qué?
—De Tommy y de mí, y de lo que sucedió en nuestro cenador una noche, hace ahora tres años.
—Tu padre ya nos ha informado del asunto —murmuró Christer.
—Lo sé —replicó ella serenamente—. Pero no fue así. Nada fue como él y mamá creen.