Las caras expectantes se diluyeron y fueron sustituidas por otras más o menos divertidas. Pero no me dejé abatir.
—¿No recordáis que Tommy le dijo a Agneta que había descubierto quién era su madre? ¡Oh, creo que es del todo evidente! Por eso se trasladó a Skoga, por eso le pudo reclamar a Elisabet que le dejara en herencia toda su fortuna, no solo dos terceras partes de ella. Y a juzgar por la conversación que Yngve nos comentó, a mí me parece que Elisabet dio su consentimiento de forma bastante voluntariosa.
—Solo hay un pequeño inconveniente —dijo Christer en tono burlón—. Un hijo hereda de su madre sin que exista testamento alguno.
—Pero había sido adoptado por el matrimonio Holt, ¿no es así?
—No importa. De todos modos siempre se hereda de los padres biológicos.
Y Anders Löving le dio el golpe de gracia a mi magnífica teoría.
—Además, de hecho sabemos quién era la madre de Tommy. El coronel Holt lo sabía muy bien, pues en su día la madre dio su consentimiento expreso a la adopción, aunque, al igual que tantos otros padres adoptivos, haya querido mantener su identidad en secreto. Se llama…
Revolvió celosamente su portafolio lleno a rebosar hasta que finalmente encontró los folios de escritura apretada que buscaba.
—Se llama Sara Britt Andersson y es diseñadora de moda en Estocolmo. Actualmente está muy bien situada, pero en 1927, cuando tuvo a Tommy, no parecía estar en la mejor de las situaciones. Estuvo en un «hogar privado para mujeres que querían pasar inadvertidas» a las afueras de Estocolmo, donde dio a luz al niño el 31 de marzo de 1927. A finales de aquel año lo entregó en el orfanato de Danderyd. Se negó, tanto en el orfanato como más tarde, a dar el nombre del padre. En mayo de 1932, tras un encuentro con el entonces coronel Holt, accedió a dar al niño en adopción. A partir de entonces parece ser que pasó largas temporadas en el extranjero, la última vez tres años en América. Uno de los agentes de la policía de Estocolmo ha estado en contacto con ella, y yo he hablado con ella personalmente por teléfono. Da la sensación de ser una mujer cultivada y agradable, aunque sostiene con cierta frialdad que con el paso del tiempo fue olvidándose de la existencia de su hijo. Sin embargo, cuando, hace unos meses, volvió a Estocolmo recibió la visita de Tommy. Por lo visto, el muchacho realizó unas cuantas indagaciones detectivescas por su cuenta y le siguió la pista a través del orfanato y diversos registros parroquiales. Bueno, parece ser que no se lo tomó nada mal, al contrario, me dio la sensación de que le había gustado encontrarse de pronto con su atractivo y adulto hijo. No creo que haya que poner en duda que la noticia de este asesinato fue un shock para ella. «Justo cuando nos estábamos conociendo…». No tenía ni idea de que se hubiera ido a Skoga.
Löving levantó la vista de sus papeles y sonrió un poco cohibido.
—Tengo que admitir que llegué a pensar lo mismo que Puck: que el origen de Tommy pudiera tener algo que ver con nuestros misterios. Y cuando me enteré de esto me concentré, naturalmente, en el misterioso y desconocido padre. Le pedí a mi persona de contacto en Estocolmo que la apretara un poco más en este punto, y consiguió finalmente que ella reconociera que el hombre era español, y que de hecho ni siquiera conocía su nombre completo. ¡Así que es evidente que también existía cierta relajación sexual en los años veinte! He comprobado sus datos, y es cierto que en el período entre abril y octubre de 1926 estuvo en España y Francia. Y ahora podéis burlaros de mí si queréis, pero pienso incluso reconocer que he echado un vistazo a los movimientos de cada hombre imaginable durante este espacio de tiempo, pero sin obtener resultados. Yngve Mattson tenía dieciséis años y pasó el verano tras el mostrador del negocio de su padre, Wilhelm Holt se prometió en el mes de mayo y celebró su boda en julio, y, además, ni siquiera tenía pasaporte. Así pues, todo esto no han sido más que maravillosas pistas falsas, y vamos a tener que intentar inventarnos otra explicación a la aparición de Tommy en Skoga y a su ascendiente sobre Elisabet.
Sin embargo, nuestra capacidad para conjeturar se había agotado por completo, y tras un rato de debate y especulaciones sin sentido nos rendimos, agotados. Mientras se calaba afligido su sueste y se ponía su impermeable, Löving intentó convencer a Eje y a Christer para que lo acompañaran a ver cuánto habían avanzado con los rastreos bajo la lluvia. Mi marido, que siempre está lleno de energía cuando se trata de cualquier otra cosa que no sea historia, se levantó de buena gana, pero Christer sonrió burlón.
—No, lo siento, tendrás que encargarte tú mismo de las tareas pesadas. Por fin me encuentro en la envidiable situación de que puedo hacer como Hércules Poirot, es decir, quedarme sentado pensando en lugar de correr de un lado a otro realizando un montón de tediosas investigaciones. Cuando vuelvas, Johannes, Puck y yo habremos acorralado y neutralizado al asesino por ti, simplemente utilizando nuestras mentes privilegiadas.
El fiscal dijo que era precisamente lo que esperaba de nosotros, y los dos se marcharon a través de la hierba empapada mientras Christer y yo nos dedicamos a leer el Skoga-Posten. Puesto que es un diario matutino de edición tardía, a mi amigo el redactor le había dado tiempo a incluir la mayoría de las novedades que se habían producido la noche anterior: la americana y el gato ahogado, el chal de lana y la desaparición de Elisabet. Papá, que no se atrevía a moverse porque Tutmosis se había quedado dormida en su regazo, comentó que a primera hora de la mañana, mientras yo dormía el sueño de los justos, La Ribera había estado asediada por una horda de periodistas, pero que Hulda, que ya el miércoles se había hecho respetar ante la prensa, había conseguido ahuyentarlos a todos. Algo que todos pensamos que era una extraordinaria y casi mítica gesta.
Pasamos un rato particularmente apacible y placentero, y fue con una ligera irritación que poco después dejamos que nos interrumpiera un discreto golpeteo en la puerta abierta del porche. Sin embargo, no pasaron muchos minutos cuando de pronto, completamente tiesos y con los ojos como platos, nos encontramos absortos en lo que tenía que contarnos nuestra recién llegada visita. También hay que decir que se trataba de asuntos extremadamente sensacionales. Ya la frase introductoria de la esposa del coronel Holt fue de lo más insólita.
—¡Uf, aquí está el gato, todavía! Ya leí en el diario que desgraciadamente no conseguí quitarle la vida.
Papá y yo, que recordábamos perfectamente cómo en la tarde de ayer le había hecho mimos y arrumacos a Tutmosis, nos quedamos estupefactos. Pero Margit Holt se levantó cuidadosamente el empapado chubasquero azul, se sentó en el borde de nuestro sofá azul y dijo, suavemente aunque algo apenada:
—Menos mal que Christer está aquí, así me ahorro tener que ir tan lejos. He venido para contarle que fui yo quien asesinó a Tommy.
Su estrecho rostro parecía consistir únicamente en sus ojos, unos ojos grandes, azules y exaltados.
—Yo… lo hice con ese cuchillo que estaba sobre la mesa, y… Pero ¿os apetecería oírlo todo desde un principio, conocer los detalles de cómo sucedió todo realmente? —Sonaba agitada pero al mismo tiempo displicente, como si estuviera revelando algo que en el fondo nada tenía que ver con ella. Y puesto que ninguno de nosotros fue capaz de centrarse y reaccionar para ofrecerle una respuesta adecuada a sus asombrosas preguntas, prosiguió lentamente—. No supe hasta el martes pasado que Tommy estaba en la ciudad. Wilhelm volvió a casa por la noche y estaba tan furioso que no pudo callarse lo que había pasado. Tommy le había dado alcance frente a la verja de las Petrén y le había dicho que estaba en posesión de unas cartas que nosotros… Bueno, que ninguno de nosotros querría que se extraviaran. Tommy le dijo en un tono burlón que si se las queríamos comprar Wilhelm tendría que presentarse en el jardín de La Ribera, a orillas del río, poco después de las doce y traerle tres mil coronas en billetes. De hecho fue una propuesta de lo más estúpida, pues a esas horas de la noche Wilhelm ya no podía conseguir tanto dinero, aunque en el fondo no importaba, porque Wilhelm le juró que en ningún caso cedería a sus pueriles intentos de chantaje. Y aunque yo estaba tremendamente preocupada y ansiosa por echarles mano a esas cartas, sabía que no vale la pena discutir con él cuando está de ese humor. Así que en su lugar decidimos irnos a dormir. Pero a mí me empezó a doler la cabeza y no pude pegar ojo.
»Justo cuando estaba retorciéndome en la cama me pareció oír a alguien que se movía en el piso de abajo. Puesto que estaba completamente despierta, me puse una bata y bajé al vestíbulo. Estaba todo tranquilo y en silencio, y entonces se me metió entre ceja y ceja dar una vuelta por el jardín. Había luna llena y hacía calor, y suele ayudarme tomar un poco de aire fresco cuando tengo estos dolores de cabeza. Fue cuando divisé a Agneta.
»¡Eran cerca de las once y media, y mi hija estaba a punto de salir por la verja de nuestro jardín! Solo la vi de refilón, cuando cruzó la calle a toda prisa y se metió en esta parcela, pero entonces yo también me despabilé y salí corriendo detrás de ella. Tommy había hablado precisamente de La Ribera, y empecé a comprender con quién pensaba encontrarse. Desgraciadamente no fui tan rápida como ella, y para cuando llegué a este lado de la casa, ellos ya se habían subido al bote y se alejaban de la orilla.
»Estuve dando vueltas durante más de media hora, esperando a que volvieran. Al final estaba tan cansada que subí al porche para sentarme. Y entonces fue cuando encontré el cuchillo.
»Estaba sobre la mesa y brillaba un poco a la luz de la luna, y me resultó muy tentador cogerlo. Entonces no sabía que era egipcio, pero me gustó mucho su peculiar forma y todas las preciosas incrustaciones del mango. Decidí utilizarlo para asustar un poco a Tommy.
»Por eso esperé en la glorieta a que Agneta se hubiera ido. Tommy ató el bote de remos, luego dio media vuelta y empezó a cruzar el césped. Ahí fue cuando me descubrió.
»Nos dijimos cosas terribles. Con una sonrisa burlona en los labios se negó en redondo a entregarme las cartas. Yo, mientras tanto, jugaba cada vez más con el cuchillo, y de pronto vi en sus ojos que estaba asustado. Dio unos pasos atrás, tropezó y cayó boca arriba en la hierba.
»Fue entonces cuando me abalancé sobre él y le clave el cuchillo en el corazón.
»Llevaba la americana colgada del brazo y la recogí para revisar sus bolsillos. Cuando me incorporé me encontré con un par de ojos candentes.
»Era Tutmosis III. Realmente es un nombre curioso, ¿no os parece? Y me llevé tal susto que salí corriendo hacia mi casa con la americana entre los brazos. La colgué en lo más hondo del escobero, y ni siquiera me atreví a deshacerme de ella hasta anoche, cuando sabía que Wilhelm estaría fuera. Desgraciadamente el río no pasa por nuestro terreno, y quería evitar por todos los medios salir a la calle, así que me colé en el patio de Elisabet. Se puede entrar por detrás a través de la arboleda que se extiende a lo largo de nuestras dos fincas. Bajé al río, y ¿quién estaba sentada allí con sus verdes y acusadores ojos, si no Tutmosis III? ¿Les extraña que soltara la americana y pensara en darme a la fuga? Pero entonces…
»Entonces el gato pisó la americana tranquilamente y se acomodó sobre ella. Y de pronto supe lo que debía hacer. Abotoné febrilmente todos los botones, y luego até las mangas en torno al bulto con un buen nudo. Y mientras tanto el estúpido y horroroso gato seguía ronroneando.
»Después arrojé el bulto al agua, y luego ya sabéis lo que ocurrió. Me asusté y corrí a casa, y cuando finalmente llegasteis al lugar yo ya estaba en la cama, “durmiendo”.
»No sé nada de la muerte de Elisabet. Tenéis que creerme en este punto, porque es absolutamente cierto.
»¿Hay algo más que queráis saber? ¿Algo que queráis preguntarme? Aunque realmente he intentado contarlo todo tal como fue.
La lluvia repiqueteaba en los canalones, Margit Holt cruzó nerviosa sus estrechas manos sobre las rodillas, Christer encendió su pipa con el mayor de los cuidados.
—Un par de preguntas —dijo entonces Christer fríamente—. En primer lugar y ante todo: ¿por qué? Bueno, sabemos, Margit, que Tommy nunca te gustó demasiado, pero…
—Si vosotros supierais —replicó ella con énfasis— cuánto daño nos ha hecho, esta pregunta no haría falta.
Su estrecha boca se cerró en una finísima raya, era evidente que no pensaba acceder a responder a preguntas más exhaustivas. Se oyó un silencioso suspiro desde la silla de Christer.
—¿Qué decían las cartas?
—Cometí un crimen —respondió ella tranquilamente— para que ese asunto nunca saliera a la luz.
Sus ojos azules contemplaron a Christer con gravedad.
—¿Y ahora qué? ¿Qué piensas hacer conmigo, Christer?
—Me temo, Margit, que te has dirigido a las personas equivocadas. Estoy aquí en calidad de vecino, y no puedo…
—¡No digas tonterías! He acudido a ti, Christer, porque consideré que sería más cómodo hablar con alguien a quien conozco, pero ahora tengo que pedirte que des parte de mi confesión a ese enérgico y preguntón hombre de Örebro. Me voy a casa, y allí estaré por si quiere arrestarme.
Esto último fue dicho con cierta dignidad discreta e incuestionable, aunque se tambaleó al dar los primeros pasos hacia la puerta. Papá se levantó rápidamente y dijo que la acompañaría a casa.
Y allí nos quedamos Christer y yo, mirándonos largamente y sin decir nada. Entonces empecé a reírme histéricamente.
—La asesina número dos acaba de confesar. Tu presencia parece tener la capacidad de despertar las conciencias que estaban dormidas y hacer que florezca el amor a la verdad. ¿No estás contento y satisfecho?
Christer mordió irritado la boquilla de su pipa.
—¿Por qué confiesa una persona voluntariamente un crimen tan horrible como el asesinato? En mi opinión puede haber tres motivos diferentes. A: puede estar un poco perturbada y querer utilizar el caso para regodearse por un instante con su propia maldad y atraer toda la atención. B: realmente ha cometido el asesinato y ya no soporta guardar el secreto por más tiempo. C: con su confesión pretende proteger a otra persona que, por razones más o menos convincentes, cree que es culpable. En el caso de Yngve Mattson podemos descartar sin más la primera posibilidad. Pero a Margit Holt, ¿dónde la colocamos? ¿En el tercer grupo? ¿Acaso es a Wilhelm Holt a quien, en resumidas cuentas, deberíamos echar un ojo?
Por unos segundos me vino otra y más terrible sospecha a la cabeza. ¿No sería tal vez más bien por Agneta y no por su esposo por quien la soñadora coronela se estaría sacrificando? No, no, eso era imposible, ni siquiera debería permitirme pensar de este modo.
—Pero estaba bien informada —retomó Christer sus especulaciones—. Lo de la americana y Tutmosis que fueron arrojadas al agua puede haberlo leído en el diario, por supuesto, y también es posible que Agneta le haya confesado su encuentro con Tommy, pero aún así. Si no es más que una patraña, desde luego es una patraña condenadamente bien concebida.
Seguíamos hablando de Margit cuando papá, pasado un rato, volvió con su alta frente fruncida de preocupación.
—Está absolutamente destrozada. Se lo conté todo al coronel, que se enfadó tremendamente, aunque también insinuó que había temido que se le ocurriera hacer algo así. Es evidente que la considera una mujer histérica y delirante.
—¿Tú qué dices, Johannes? —preguntó Christer de repente—. Al fin y al cabo has hablado mucho con ella. ¿Tienes la impresión de que tiene una gran imaginación?
Pensé objetar que una conversación que tan solo gira alrededor de tumbas egipcias difícilmente puede revelar algo sobre el carácter de una persona, pero resultó que estaba completamente equivocada.
—Tiene una imaginación extremadamente desarrollada —dijo papá con firmeza—. Por ejemplo, su interés por Egipto no es, ni mucho menos, intelectual o científico, sino que estriba en que hay muchos aspectos de la antigua cultura egipcia que le parecen misteriosos y estimulantes para sus fantasías. Pertenece a las personas —llegados a este punto la voz de mi padre se tiñó de cierto descontento— que sin duda buscarían explicaciones sobrenaturales y misteriosas a la construcción de la pirámide de Guiza, y sus conocimientos acerca de Tutmosis III, el verdadero, naturalmente, se limitan a que estuvo casado con su hermanastra Hatshepsut cuando de hecho el interés que tiene el hombre son sus magníficas gestas militares.
Para mi espanto caí en la cuenta de que se estaba convirtiendo en una pequeña conferencia, y como tantas otras veces, me pregunté qué es lo que tiene papá que hace que ni siquiera yo, con todo mi descaro e irreverencia, me atreva a interrumpirlo cuando toma la palabra. Sin embargo, en ese instante apareció Hulda, providencial, para comunicarnos precisamente en el momento adecuado que el almuerzo estaba servido.
Había dejado de llover, ahora era el diluvio universal, y nos divertimos desarrollando diversas teorías acerca del estado en que debían de encontrarse Einar y el fiscal metidos en un bote abierto en medio del río. La intención de Christer de volver a casa con su madre después del almuerzo se fue diluyendo a medida que la tempestad arreciaba, y en su lugar nos trasladamos a la biblioteca donde el señor comisario dobló sus largas piernas en una butaca baja pero deliciosamente cómoda y bonita mientras Tutmosis y yo nos acurrucábamos cada una en su esquina del sofá. Papá había desaparecido temporalmente.
De pronto se oyeron pasos en el vestíbulo, y una cabeza empapada por la lluvia asomó por el resquicio de la puerta.
—¡Vaya, aquí estáis! —pió Olivia Petrén, y todas sus curvas se bambolearon en sincero regocijo—. Me he enterado de que Christer estaba por aquí y he pensado que tenía que pasarme a saludar.
Christer se rió.
—Lo único que le pido a la señora Olivia es que no diga que ha venido a confesar el asesinato de Tommy Holt, porque entonces no respondo de mis actos.
Entró con sus chanclos y su chubasquero de hule chorreando, y tomó asiento alegremente en el único sillón claro y delicado de la estancia.
—¡Oh, no, desde luego que no! Yo lo habría hecho de una forma mucho más elegante. Con algún tipo de veneno, con curare o con cocaína, creo, o tal vez aún mejor, con estricnina. Tiene unos efectos extraordinariamente refinados y espeluznantes. Una vez leí un libro sobre la dulce y reservada hija de un maestro que asesinó a nueve personas con estricnina. ¡A nueve! ¿Qué me decís? Aunque tengo que decir, claro está, que me cuesta entender de dónde sacan todos estos asesinos sus dichosos venenos. Desde luego, aquí en Skoga sería imposible dar aunque fuera con un poco de arsénico, si algún día llegara a necesitarlo.
Eso me llevó a recordar algo a lo que hacía tiempo le andaba dando vueltas.
—Me parece que el miércoles por la mañana también estuvimos hablando de arsénico —dije inocentemente—. Papá y yo le contamos que había tenido lugar un asesinato en La Ribera, y entonces usted, señorita Petrén, supuso de inmediato que la víctima era Tommy. Dígame, ¿cómo es que lo sabía?
Apareció un astuto destello en sus ojos brillantes y vivaces.
—Oh, verás, esta anciana no es tan tonta como parece, y en cualquier caso es muy capaz de llegar a conclusiones tan sencillas como ésa. De repente se planta el joven Tommy en Skoga, hablando de una carta importante y misteriosa que pronto le hará rico. Y de la «moral intachable» de los habitantes de Skoga, que siempre le había producido náuseas, pero por la que no pagaría ni veinticinco céntimos. Y todo era tan misterioso que ni siquiera podíamos contarle a nadie dónde se hospedaba. Y luego se metió en el jardín de La Ribera a las once de la noche y ya nunca volvió. Aunque sí que oímos a través del seto cómo se citaba con Wilhelm Holt aquí, en La Ribera, y también vimos cómo se puso Wilhelm. Estaba tan furioso que creímos que lo golpearía en mitad de la calle cuando el muchacho empezó a hablar de Agneta. Y yo siempre le he dicho a Livia ¡ya lo verás!, llegará el día en que descubrirán a esa mojigata muchacha de los Holt, y entonces no será divertido para ella. Recuerdo muy bien el mal humor que gastaba Wilhelm ya cuando pasaba aquí los veranos como joven capitán y la familia pretendió prohibirle estar con…
En este punto la interrumpió el estridente timbre de la puerta. Creo que a todos nos sorprendió aquella manera solemne de presentarse en una casa en la que todos los amigos y conocidos solían entrar y salir alegremente y sin demasiadas ceremonias. Olivia se levantó inquieta de la silla y proclamó que ella no era de las que querían molestar cuando venían extraños, y acto seguido salió por la puerta del porche. Christer la siguió con la mirada, medio sonriendo, medio disgustado.
—¡Esas malditas viejas! Si hubieran ventilado todo lo que saben de Tommy y de sus vecinos del Valle desde un principio probablemente a estas alturas el caso ya estaría resuelto. Pero no tiene sentido someterlas a un interrogatorio policial normal y corriente. Solo hablan cuando ellas quieren, y de lo que ellas quieren. No me extraña que le provoquen cálculos biliares a Anders.
Oímos a papá hablar en el vestíbulo, y poco después apareció acompañado precisamente del hombre del que Olivia Petrén había estado hablando hacía un instante: Wilhelm Holt. A diferencia de la anterior visita, el coronel se había quitado la ropa de abrigo en el recibidor. Esta vez apareció con gran cautela en la puerta de la biblioteca y la cerró antes de tomar asiento frente a Christer Wijk en una silla de escritorio bastante incómoda.
—He sabido que mi esposa ha estado aquí y… y que les ha contado una extraña historia. —Su profunda voz sonó ligeramente más áspera que de costumbre. Sin embargo, a pesar de la desagradable situación, me dio la impresión de que estaba más tranquilo que la última vez que nos encontramos con él—. He hablado con el profesor Ekstedt y también con ella, y sentí que tenía que acudir a ti para averiguar qué piensas tú de todo esto.
Christer había adoptado su postura favorita: con la cabeza echada hacia atrás y la mirada fija en algún lugar del techo en busca de cualquier secreto oculto.
—Creo —empezó a decir Christer lentamente— que mucho de lo que ella nos contó es cierto. Pero no soy capaz de juzgar en qué medida es culpable o inocente, no hasta que tú, o algún otro miembro de tu familia, esté dispuesto a facilitarme cierta información que hasta ahora me habéis ocultado. Comprendo perfectamente que no se trata de asuntos de los que te resulte especialmente agradable hablar, pero tampoco los asesinatos y las investigaciones lo son.
Se hizo un silencio tan profundo que todos pudimos oír el apacible ronroneo de Tutmosis III. Al final el coronel preguntó en un tono desabrido:
—¿Qué es lo que quieres saber?
—¿Es cierto que el martes por la noche te encontraste con Tommy en la calle frente a la casa de las Petrén?
—Sí.
—¿A qué hora?
—A eso de las nueve y media, justo empezaba a anochecer. Volvía de dar un pequeño paseo por la ciudad. Fue en el camino de vuelta cuando me topé con él.
—¿Y qué quería?
—Eso ya te lo ha contado Margit. Se comportó de manera extremadamente desdeñosa e insolente, y cuando al final le pedí literalmente que se fuera al diablo me dijo en un tono amenazante que estaba en disposición de hacerme cambiar de actitud. Y luego afirmó que tenía unas cartas de Agneta en el bolsillo de su americana que sin duda no me gustaría nada que acabaran en manos de, por ejemplo, las señoritas Petrén o de cualquier otro habitante de Skoga.
—¿Realmente dijo «unas cartas»? ¿Es decir, en plural?
—Desde luego. Para ser exactos se trataba de cuatro cartas.
Comprendí que Christer estaba pensando en las persistentes insinuaciones de Olivia acerca de «La Importante y Misteriosa Carta», y compartí su asombro. Se produjo una nueva pausa y luego Christer preguntó en voz baja, casi compasiva:
—¿Te importaría hablarnos del contenido de las cartas?
Wilhelm Holt asintió levemente con la cabeza.
—Sí, lo intentaré. Pero no es fácil.
La turbada e infeliz mirada que durante unos instantes se posó en mí parecía suplicarme que me fuera. Pero yo me acomodé en mi esquina del sofá y pensé, un poco terca, que si toda esta gente elegía utilizar nuestra casa como lugar de encuentro y confesionario al menos debería poder disfrutar de la primera versión de sus confesiones.
Christer lo ayudó a arrancar con delicadeza.
—Supongo que todo tiene que ver con el suceso que hace tres años te llevó a echar a Tommy de casa, ¿no es así?
—Sí. Pero creo que debería empezar un poco antes, por mi extraña relación con mis dos hijos. En realidad ni siquiera sé explicarme por qué llegué a querer más al canalla de Tommy que a Agneta, que al fin y al cabo es de mi propia sangre. Pero la niña siempre fue muy callada y asustadiza, parecía tenerme siempre miedo. Y eso me llevó a su vez a mostrarme aún más hosco y severo con ella. El resultado fue, como era de esperar, que mientras Tommy estaba más apegado a mí, Agneta se refugió en Margit de una manera que seguramente no era saludable para ninguna de las dos. En cualquier caso, el amor desmedido y la atención angustiada de Margit produjo tal efecto en la niña que se volvió aún más dependiente y cerrada. La fragilidad de Margit también contribuyó a que siempre hiciera falta en casa, y al final, cuando nos mudamos a Skoga y dejó el colegio, en el que por cierto cada vez le costaba más defenderse, se quedó del todo aislada de la gente de su propia edad. Todo esto lo comprendí más tarde, y he empezado a entender poco a poco cómo puede ser que Tommy llegara a tener tanta influencia sobre ella. Al fin y al cabo era el único joven con el que podía hablar, y él fue, desde luego, lo suficientemente astuto para meterle cosas en la cabeza a espaldas tanto de mí como de Margit. No cabe la menor duda de que fue él quien le enseñó a mentirnos con desfachatez, y tampoco dudo de que la entretuviera con toda suerte de historias tentadoras y obscenas de carácter sexual. Pero eso entonces lo desconocíamos por completo.
»En el verano de 1948, cuando Tommy tenía veintiún años y Agneta diecisiete, la situación en casa se volvió absolutamente insostenible. Agneta admiraba cada vez más la altivez y la impertinencia de Tommy, Margit había llegado al punto de que no se atrevía a salir a la calle por miedo a todos los horribles chismorreos que corrían acerca de Tommy, y yo, por mi parte, estaba cada vez más cerca de perder la paciencia con él. Y a pesar de ello lo que sucedió nos pilló del todo desprevenidos.
»Desgraciadamente, fue Margit quien lo presenció. La noche del 31 de julio bajó por pura casualidad al viejo cenador que hay en el rincón más apartado de nuestro jardín, un vestigio de los tiempos de mis padres. Me parece recordar que estaba buscando un viejo sombrero de jardinero. Abrió la puerta, nunca la cerrábamos con llave, y entonces se desmayó.
»Según me contó más tarde, lo que presenció fue una escena impúdicamente íntima entre Tommy y su propia hermana.