Estaba completamente segura.
—Al fin y al cabo era de día cuando hablé con él en casa de las Petrén, y me fijé especialmente en su elegante traje. Iba muy estiloso, y en cierto modo parecía muy, ¿cómo lo diría?, acaudalado. Más tarde, cuando lo volví a ver por la noche, llevaba puesta la misma ropa, aunque se quitó la americana para remar, y mientras tanto yo se la sujeté en el regazo.
—¿Eso quiere decir que la reconocerías si la volvieras a ver?
—Claro que sí. ¿Sabéis qué ha sido de ella?
—Sí —respondió Christer, pensativo—, así es. Pero hay un montón de cosas que no sabemos.
No pude más que sumarme a su hondo suspiro. Sin lugar a dudas sabíamos mucho más gracias a Agneta, pero al mismo tiempo la nueva información suscitaba nuevos y extraños interrogantes.
¿Por qué el asesino le había quitado la americana a Tommy? ¿Por qué la había guardado durante varios días, en lugar de lanzarla al río inmediatamente? ¿Por qué, por qué había envuelto a Tutmosis en ella y había intentado acabar con su vida de esa manera tan extravagante?
Mis vanas reflexiones se vieron interrumpidas por Agneta, que llevada por un súbito terror saltó del sofá.
En el umbral de la puerta de la biblioteca había aparecido Margit Holt envuelta en una bata de color lavanda, con sus bellos ojos inquietantemente abiertos:
—¿Qué… qué hacen aquí? ¡Wilhelm! ¡Agneta! ¿Por qué estáis levantados y vestidos a estas horas de la noche?
El coronel, apesadumbrado, le respondió dócilmente, guiado por un sentimiento de culpa, como un colegial al que acaban de reprender:
—Ya sabes que estaba en Öskevik. Me retrasé un poco. No hay nada de lo que debas preocuparte, amor mío.
Sin embargo, la mirada de Margit no iba dirigida a él, sino a Agneta, que se había quedado paralizada. Fue entonces cuando por fin comprendí que la muchacha temía mucho más a su delicada y grácil madre que al escandaloso coronel. Y bendije a Christer cuando la salvó de que su madre la sometiera a un interrogatorio de tercer grado a través de una mentira descarada.
—Los grandes pecadores somos Puck y yo. Hemos sido tan desconsiderados como para entrar en la casa durante la ausencia del coronel, y Agneta, como la joven y valiente señorita que es, se levantó y se vistió para salir a ver qué era lo que estaba pasando. En realidad solo perseguíamos la sombra furtiva de un gato.
¿Alguno de los tres reaccionó de manera más desasosegada de lo que cabía esperar? En todo caso, fue imposible dilucidarlo. Margit Holt, a todas luces confusa, permitió que Agneta la acompañara hasta su dormitorio, y yo me pregunté cómo se las arreglaría más adelante en el papel recientemente adjudicado de vigilante de la casa. Christer y yo nos levantamos para despedirnos.
Ya estábamos saliendo de la biblioteca cuando me detuve frente a la pared con el sable y el máuser.
—Aquí falta algo —dije mecánicamente—. Algo que estaba aquí esta tarde… Ya sé: había una pistola.
El semblante de Wilhelm Holt se ensombreció.
—Yo también me he dado cuenta. Y no me gusta el alcance de este robo. En otras circunstancias no habría tenido ni la más mínima importancia. La pistola es un pequeño botín de guerra con el que es imposible disparar. El rifle es más peligroso.
Nos quedamos mirando fijamente el hueco que había dejado la pistola en la pared.
—¿Supongo que no estaría cargada? —preguntó Christer.
—No, por supuesto que no. Nunca tuve la munición adecuada para ella. Es una pistola rusa, un modelo llamativamente anticuado. Quien la haya cogido no debe de saber demasiado de armas. A no ser que se trate de una broma pesada.
Dejamos al coronel con la sensación de que, por diversos motivos, no podría dormir demasiado aquella noche.
Fuera había empezado a amanecer y de pronto me sentí decaída, ojerosa, destemplada y cansada. Puesto que sabía muy bien lo que Christer quería hacer en aquel momento, dije, muy a mi pesar:
—Acompáñame, prepararé un poco de café. Negro.
Me premió con una sonrisa agradecida y nos colamos en la cocina sin hacer ruido. Para nuestra sorpresa nos encontramos a Einar que en ese mismo instante estaba retirando la cafetera del fuego. Christer inspiró codicioso el estimulante aroma.
—¿Tan largo se hizo el viaje a Örebro? ¿O echas tanto de menos a tu dulce esposa que no puedes acostarte hasta tenerla a tu lado en la cama?
Los ojos pardos de mi marido estaban serios.
—Sí, se hizo bastante tarde. Pero la razón primordial por la que todavía esté levantado es que tengo visita. Lleva aquí algo más de hora y media, y creo que tú, Christer, eres el hombre adecuado para encargarse de él. Dice que tiene algo que confesar y se comporta de una manera tan rara que casi temo por su estado de salud mental.
Con estas misteriosas palabras Einar colocó otras dos tazas sobre la bandeja y se dirigió hacia el porche. Lo seguimos consternados, y a la débil luz del amanecer vislumbramos en el porche la tosca y robusta figura de Yngve Mattson.
Masculló algo como que se alegraba de ver a Christer, aunque sus desagradables y profundos ojos esquivaron su mirada. Tampoco hizo esfuerzo alguno por entablar una conversación con él. Así pues, nos tomamos el café en medio de un parloteo sin sentido sobre las terribles carreteras a Örebro, y fue Christer quien después de acabarse su quinta taza de café decidió que había llegado el momento de un ataque directo.
—¿Qué tal, Yngve? —preguntó amablemente—. ¿Hay algo que te preocupe especialmente?
Yngve Mattson se retorció nervioso en el sillón de mimbre, pero era fácil ver que en realidad ya se había decidido.
—Sí, verás. Supongo que hay unas cuantas cosas de las que debería hablarte. De hecho llevo aquí sentado un buen rato preguntándome si no debería acudir al fiscal en cuanto aparezca por aquí, mañana por la mañana. Pero evidentemente es mucho mejor poder decírtelo a ti. Quiero decir, tú me conoces desde hace tiempo, y tal vez puedas comprenderme sin necesidad de largas y enrevesadas explicaciones. Es decir, si es que hay algo que comprender. Yo… La verdad es que ni yo mismo me entiendo ya, y ni siquiera sé cómo las cosas han llegado tan lejos. Pero siento que tengo que contárselo a alguien si no quiero volverme loco.
Hablaba entre tartamudeos y vacilaciones, y no cabía la menor duda de que se encontraba en un estado de gran desasosiego y excitación. Durante unos segundos, sus oscuros y erráticos ojos azules se posaron casi suplicantes sobre Christer Wijk.
Christer dio un par de caladas a su pipa recién cargada y asintió con la cabeza, animándole a que hablara.
—¿Se trata de Lou y de Tommy?
Su oscuro rostro se transformó de tal manera que me llevó instintivamente a pegarme un poco más a Einar.
—Sí —exclamó con vehemencia—, se trata de mi mujer y de ese… de ese maldito efebo. ¡Oh, echo chispas solo de pensar en él! ¡Cada vez que pienso en él! Esa manzana podrida, ese Casanova de pacotilla, que ha estado implicado en varios casos de violación ya desde sus tiempos en la escuela, y que nunca ha sabido mantener las manos quietas, fuera quien fuese la mujer que se le pusiera a tiro. No ha dejado en paz a ninguna en este pueblo. ¡Y yo, pobre estúpido e ingenuo asno, me paseaba por allí escandalizándome por la moral de otras mujeres, incapaz de entender que se había colado en mi propia casa, en mi propia cama! Hasta que no se hubo ido no me enteré. Y entonces juré que le retorcería el pescuezo si alguna vez lo volvía a ver.
Fue como si la mayor parte del desasosiego lo hubiera abandonado en cuanto empezó a dar rienda suelta a sus pensamientos y ya solo quedara una intensidad casi incandescente.
—El jueves de la semana pasada —prosiguió abruptamente—, cogí el coche para ir a Dalarna por negocios. El martes recibí una carta anónima en el hotel de Falum en el que estaba hospedado, en la que se me comunicaba que Tommy Holt había vuelto a Skoga. No creo que tenga que derrochar más palabras para describir lo que sentí.
—¿Una carta anónima? —Christer, de pronto interesado, se había sacado la pipa de la boca—. ¿No la habrás guardado, por casualidad?
En lugar de contestar, Yngve sacó un papel arrugado de su cartera y lo arrojó sobre la mesa.
—Desgraciadamente no me quedé con el sobre. Pero estaba escrito a máquina y sellado el lunes aquí, en Skoga.
Miré con curiosidad y aversión el primer escrito anónimo que jamás había tenido en mis manos. El papel de carta era barato y amarilleaba ligeramente. Las letras parecían haber sido recortadas de un diario. Alguien las había pegado de forma bastante descuidada sobre la hoja en blanco. «Tommy Holt llegó a la ciudad ayer. Se aloja en algún lugar del Valle. Un amigo».
Yngve se encogió de hombros con impaciencia.
—La puede haber enviado cualquiera que conociera mi dirección. No creo que valga la pena darle más vueltas al asunto. Pero fuera quien fuese, el remitente desde luego logró su objetivo. En cuanto pude volví a casa, y os aseguro que durante ese viaje lo asesiné varias veces y de varias maneras, a cual más sangrienta. Y, sin embargo, si tengo que ser sincero, no creo que los celos, la vergüenza y el orgullo herido me hubieran llevado realmente a matarlo. Ni siquiera a un canalla como Tommy. Probablemente le hubiera dado una paliza y luego le hubiera dejado salir corriendo. Pero entonces ocurrió algo…
Fue el tono más que el significado oculto de las palabras lo que de pronto me hizo temblar. ¿Qué era lo que aquel hombre desquiciado que teníamos delante se proponía contarnos?
—Eran las diez y media cuando aparqué el coche en la carretera y me dirigí a toda prisa a casa. Lou estaba fuera y eso casi me volvió loco. Al fin y al cabo no podía saber que estaba en la fiesta de cumpleaños de una amiga. Esperé más de media hora, también empecé a deshacer la maleta para matar el tiempo, pero en mitad de todo aquello sentí que ya no podía soportar por más tiempo mis sospechas en soledad. Decidí ir a casa de mi hermana. Si resultaba que estaba despierta al menos tendría a alguien con quien hablar.
Hizo una breve pausa y luego prosiguió, no sin cierto brío:
—Estaba despierta. Había luz en su estudio, y puesto que las ventanas estaban abiertas de par en par también pude oír voces. Supongo que es muy humano que me quedara escuchando. Pues una de las primeras palabras que llegó a mis oídos fue «testamento», y quien la pronunció fue, sin lugar a dudas, Tommy Holt.
Tomó buena nota, no sin cierta satisfacción hosca, de nuestra manifiesta curiosidad.
—Lo que entonces escuché era evidentemente el final de una conversación. Y creo que seré capaz de reproducirla de forma bastante textual. Fue más o menos así:
Elisabet: —Te he dado mi palabra de que haré testamento, y lo mantengo. Pero vuelvo a repetir lo que ya te he dicho: no puedes quedártelo todo. Yngve siempre ha vivido en la creencia de que heredaría de mí, y no puedo dejarle de lado por completo.
Tommy: —¡Yngve! ¡Bah! A estas alturas ya es tan rico como Creso. Por cierto, ¿alguna vez ha hecho algo por ti?
Elisabet: —No hablemos más de este asunto. Te daré dos terceras partes de mi patrimonio, porque todavía te quiero, y porque confío en que luego desaparecerás de Skoga. Te prometo que todo estará arreglado mañana. Y ahora, Tommy, estoy cansada y necesito descansar.
Tommy: —Ahora mismo me iré. Por cierto, tengo una pequeña cita en La Ribera. Espero que no…
—Pero por entonces —dijo Yngve Mattson, adusto— yo ya había abandonado mi puesto de oyente. Vi a Tommy salir de la casa de Elisabet y dirigirse a la verja de las Petrén, pero luego lo perdí de vista en la oscuridad, y aunque me colé en vuestro jardín no conseguí encontrarlo. Pero sabía que había quedado en La Ribera, y comprendí que seguramente sería con Lou, así que estaba firmemente decidido a esperarle. Estuve dando vueltas incansablemente, y entonces de repente me pareció oír voces que provenían del interior de la casa. No sabía que Einar había vuelto a casa aquella tarde, así que me imaginé tontamente que se trataba de Tommy y de Lou que intercambiaban arrullos amorosos dentro de la casa. Entonces el infortunio quiso que tuviera una llave que encaja a la perfección con la cerradura de este porche. De hecho, he ayudado un par de veces a los Linder a entrar en su casa cuando se habían dejado las llaves dentro, y antes de que me hubiera dado tiempo a pensármelo dos veces abrí la puerta y entré. Encendí la luz del vestíbulo y fue entonces cuando me di cuenta, por el montón de ropa de abrigo y las maletas, de que habíais llegado. Pero también descubrí otra cosa. Sobre la mesita del vestíbulo había un cuchillo. Un cuchillo afilado, reluciente y tentador. Y en ese instante supe que lo mataría… Limpié el pomo de la puerta con mi pañuelo antes de irme. Pensé en Lou y en el testamento que me arrancaría todo aquello con lo que había soñado y con lo que había contado. Y entonces finalmente lo encontré. En la orilla del río. Fue mucho más fácil de lo que había sospechado. Mucho más fácil…
Enmudeció. Como si pensara que ya no había nada más que añadir.
Pero nuestro silencio contenido lo obligó a proseguir.
—Luego me metí en casa a hurtadillas. Pero justo cuando entré en el patio vislumbré a Lou que corría en dirección al río. Comprendí que tenía intención de pasar al jardín de La Ribera y sentí que no soportaría verla cuando… cuando volviera, y entonces di media vuelta y salí a la calle. Cuando finalmente volví a casa eran las dos y media, y para entonces Lou estaba dormida. Y pensé que me las había apañado bastante bien. Y ahora Lou está detenida por algo de lo que solo yo soy responsable, y yo no soy tan cerdo como para permitir que ella cargue con la culpa. Así que…
La pregunta de Christer fue del todo inesperada, tanto para nosotros como para Yngve.
—¿Cómo iba vestido Tommy?
—¿Cómo iba…? ¿Te refieres a… allí, en la orilla del río, cuando…? La verdad es que no lo sé. Llevaba una camisa blanca y, según creo recordar, sus pantalones eran de color gris claro, pero estaba todo muy oscuro, y…
—¿La americana también era gris?
—¿La americana? —De pronto ya no quedaba ni asomo de duda en su voz—. No llevaba americana.
Estuve a punto de jadear sonoramente. Habíamos estado tan seguros de que había sido el asesino quien se había encargado de la americana y quien hacía apenas unas horas había intentado ahogar a Tutmosis con ella, y de pronto parecía que aquellas magníficas conclusiones también eran del todo equivocadas. Miré impotente a Christer, que a su vez miraba pensativo a Yngve Mattson.
—¿Dónde estuviste esta noche, a eso de las doce?
Yngve le devolvió airado la mirada.
—¿Y ahora qué demonios quieres? ¿Qué tiene eso que ver con el asesinato de Tommy?
—Nada, por lo que yo sé. Tal vez tenga más que ver con el asesinato de Elisabet.
Fue un golpe que dio de pleno en el blanco. Su rostro oscuro y tosco palideció lentamente, y cuando finalmente habló no se oyó más que un ininteligible murmullo:
—No. ¡Oh, no! No creas que puedes engañarme, no… No diré nada que yo no quiera decir. Esta noche, oh, no…
—A propósito —dijo Christer cansinamente—, Lou sigue en prisión preventiva. Por lo tanto, difícilmente puede estar involucrada en los misterios que han venido desarrollándose esta noche. Y puesto que supongo que podemos dar por probado que los dos asesinatos fueron perpetrados por una misma persona, podemos decir que está limpia, incluso en el caso de Tommy. Será un golpe duro para ella descubrir que tú la sustituirás en la trena.
Yngve Mattson se había levantado impetuosamente. Todo su semblante irradiaba estupor, ira, confusión y rabia. Se quedó pensativo unos segundos antes de sacar lo que luchaba por salir en su interior.
—Entonces, ¿quieres decir que Lou quedaría libre de todas formas? ¿Que no habría tenido por qué…?
Acto seguido giró sobre sus talones entre improperios y desapareció escaleras abajo. Christer chupó su pipa tranquilamente.
—¿No crees —preguntó Eje, curioso— que, en realidad, su magnífica confesión es un farol? ¿Que simplemente la fabricó con el único propósito de apartar todas las sospechas de Lou?
—Jamás lo habría hecho de no haber sido por eso, es más que evidente. Pero eso no significa necesariamente que no sea verdad. Tengo que reconocer que no sé qué pensar. En cuanto al asesinato en sí, se mostró sorprendentemente vago e inconsistente, pero en todo lo demás me pareció convincente. Y si lo que dijo acerca del testamento es cierto, desde luego tenía una razón de peso para hacerlo.
—Mmm —estuvo de acuerdo Einar—, creo que has estado muy acertado al juzgar que sería más capaz de asesinar por dinero que por amor. Conozco a pocas personas tan codiciosas y desconsideradas cuando se trata de dinero como el acaudalado director Mattson.
—Pero —dije yo con extrañeza— de hecho el tipo ha reconocido al menos uno de los asesinatos. ¿Qué piensas hacer con él?
Christer intentó ocultar en vano un bostezo.
—Llamar a Örebro y al viejo Leo, y luego iré a casa de mi querida madre y me acostaré. Teniendo en cuenta que es mi primer día de vacaciones creo, desde luego, que ya he hecho más que suficiente. Me siento como si necesitara dormir durante cien días con sus noches. Y prometo que soñaré con cualquier cosa menos con testamentos, cuchillos, gatos blancos y chales de lana. Os recomiendo que hagáis lo mismo. Buenas noches.
A pesar de ello, la primera persona que me saludó cuando, bien entrada la mañana del sábado, asomé la cabeza por el porche fue un tremendamente vital y despierto Christer Wijk.
—Buenos días, Puck. Espero que no arrastres secuelas tras las peripecias de anoche. ¿Está permitido decirle a una mujer recién casada que ese suéter amarillo le sienta indecentemente bien?
Después de un saludo matutino tan alentador sentí que en el fondo no importaba que la lluvia volviera a chorrear por los canalones. Tampoco parecía importar que con semejante tiempo el porche sin paredes no resultara, ni de lejos, un lugar de reunión ideal, pues volvía a estar, como de costumbre, lleno a reventar de gente. Einar estaba empapado y tenía el pelo revuelto; papá, con su chaqueta de lino indescriptiblemente arrugada, sujetaba cariñosamente a la ronroneante Tutmosis III sobre sus rodillas; Christer echaba bocanadas de humo de su pipa, y Anders Löving iba vestido de forma casi humana, con ropa deportiva y botas de agua. Todos hablaban al mismo tiempo, con gran fervor. Era evidente que los acontecimientos de la noche anterior no solo habían dado lugar a teorías y discusiones, sino que habían conseguido reclutar definitivamente tanto a Christer como a papá en la resolución del misterioso caso que se desarrollaba alrededor de nosotros.
—Puedo entender —dijo papá, aunque su dulce y etérea mirada tras las gafas de pasta contradecía sus palabras por completo— que se asesine a una persona, incluso a dos, por celos, codicia, odio u otros sentimientos igualmente violentos, pero no consigo comprender por qué alguien iba a querer arrojar a Tutmosis III al río envuelta en una americana.
Einar sonrió levemente.
—Olvidas que, según parece, Tutmosis fue el único testigo presencial del asesinato de Tommy. Los testigos siempre resultan incómodos.
—¡Un testigo que no sabe decir más que miau, y que aunque pudiera no mostraría ni el más mínimo interés por nuestros estúpidos asuntos humanos! —papá resopló—. No, y si no sonara como un chiste malo de una mala comedia de colegio diría que precisamente en este caso hay gato encerrado.
—Yo creo en el suicidio —dijo Anders Löving con firmeza—. Tommy Holt le hacía chantaje, ella se vio obligada a prometerle que lo incluiría en su testamento, pero entonces todo aquello la superó y se metió en el río. Pero mientras no hayamos encontrado su cadáver no podremos probar nada.
Me contaron que llevaban rastreando la zona toda la mañana, pero que la lluvia y el nivel insólitamente alto del agua del río de Skoga estaban dificultando el trabajo. El río superaba incluso las grandes piedras frente al terreno de Elisabet, algo que solo acostumbraba suceder una vez cada diez años. Profundos baches, árboles arrancados de cuajo por el viento y toda suerte de broza demoraban y obstaculizaban las tareas de rastreo, aunque esperaban obtener algún resultado antes del anochecer.
Por lo visto, la policía había estado muy ocupada. La americana de Tommy había sido identificada tanto por Agneta como por Lou, que ya había vuelto a casa. El jurado de Öskevik había confirmado que el coronel Holt había pasado la noche en su casa y que había salido de allí después de las doce. Habían registrado la casa de Elisabet de arriba abajo sin encontrar ni una sola pista. El apagón se había producido sencillamente porque alguien había cortado la luz desconectando el interruptor principal. Sin embargo, no encontraron huellas más allá de las de la propia Elisabet. En la oficina de correos de Skoga habían investigado la procedencia de la misteriosa carta de la que había hablado Tommy, e incluso el informe de la autopsia, que por fin había llegado, resultaba decepcionante. No aportaba muchos más datos que los que ya conocíamos, es decir, que la muerte se produjo por apuñalamiento con un cuchillo afilado de «peculiar naturaleza» que había atravesado con gran fuerza el cuerpo por el lado izquierdo del esternón y, por lo tanto, penetrado el corazón directamente. Ciertas circunstancias parecían indicar que la víctima había recibido la puñalada en posición decúbito. La muerte, que se había producido unas tres horas después de que el difunto hubiera comido por última vez, había sido instantánea.
Christer asintió con la cabeza.
—Sabemos que estuvo en casa de las chicas Petrén a las nueve. A eso de las doce y diez se separó de Agneta, lo cual parece determinar que el asesinato se perpetró durante la siguiente media hora.
—Tal como dice Yngve Mattson. —El fiscal parecía abatido—. Afirma que debían de ser alrededor de las doce y media cuando apuñaló a Tommy. Y sin embargo, no sé si podemos creerle. Dice no haber visto ni la sombra de Agneta Holt, a pesar de que sostiene que estuvo aquí, en el jardín, durante más de una hora. Y se niega a declarar en cuanto a la desaparición de Elisabet. De hecho tengo la sensación de que no sabe nada del asunto.
—Eso concuerda con tu teoría de que puede tratarse de un suicidio —dijo Christer, meditabundo—. Pero ¿suicidio a causa de un chantaje? Bueno…
—¿Por qué no? —Ahora fue Einar quien se inclinó ansioso hacia delante—. Supongamos que Tommy dio con una carta que contenía algo relacionado con Elisabet. Una carta cuyo contenido ella quería mantener en secreto a toda costa. Se dirigió a Skoga con la carta en el bolsillo, fue a ver a Elisabet y la obligó a…
—No a pagarle cinco o diez mil coronas, que podría considerarse un precio razonable por un chantaje, sino a dejarle dos terceras partes de su gigantesca fortuna. —La voz irónica de Christer estaba llena de escepticismo—. Tuvo que ser un extraordinario secreto con el que el joven Tommy debió de tropezar…
Fue en ese mismo instante cuando concebí mi gran idea.
—¡Oh! —exclamé con tal entusiasmo que los cuatro caballeros dirigieron expectantes sus miradas hacia mí—. ¿Es que no lo entendéis? ¿No entendéis cuál es la explicación del testamento y de todo este lío?
Callé por un instante para acto seguido añadir con gran énfasis:
—¡Elisabet Mattson era la madre biológica de Tommy!