10

Me sorprendí a mí misma gimoteando, monótona y mecánicamente como un disco de vinilo rayado:

—¡Oh, oh, Elisabet! ¡Oh, oh, Elisabet!

Tutmosis se agarraba a mí, calada hasta los huesos y excitada, y sentí que sus garras se hundían en mi brazo a través del jersey y me atravesaban la piel, pero dejé que lo hiciera casi con deleite. Me faltaba muy poco para sufrir un auténtico ataque de histeria.

Sin embargo, no entraba en los cálculos de Christer que me diera tiempo a entregarme a algo así. Se apresuró a remar hacia la orilla y una vez allí me ordenó en un tono de voz bajo y sosegado:

—¡Intenta desembarcar con el gato! Puedes apoyarte en mí, así. Ahora suéltala, saldrá corriendo hacia vuestra casa en cuanto la dejes en el suelo, y no tienes nada que temer, nadie volverá a meterse con ella esta noche. Seguramente hemos asustado a la persona que está detrás de este atentado, y a base de bien, créeme.

Obedecí, y Tutmosis desapareció como un rayo entre los arbustos. Pero la calma voz prosiguió:

—¿Y ahora podrías sujetar esta cuerda de manera que el bote se mantenga estable incluso al moverme? Así está bien. Me gustaría echarle un vistazo a este lugar.

«Este lugar» era a todas luces el sitio donde había estado el chal blanco. Ayudándose de un remo examinó el fondo del riachuelo en un círculo tan amplio como le fue posible, pero lo único que sacó del agua negruzca fue una rama retorcida cuyas ramitas salientes probablemente fueron la garra que había atrapado y evitado que se hundiera el chal de lana.

Christer sacudió la cabeza, abatido.

—No vale la pena seguir buscando antes de que amanezca.

Recogió la americana y el chal empapados, y a pesar de la oscuridad sentí cómo sus agudos ojos azules se volvían inquisitivos hacia mí.

—¿Estás completamente segura de que pertenece a Elisabet Mattson?

—Sí, estoy segura. Lo llevaba hace unas horas por la calle. Precisamente me detuve a admirar sus complicados encajes. ¡Oh, Christer, no puede ser verdad! ¡Dime que no lo es! ¡Dímelo, por el amor de Dios!

—Lo peor es —contestó Christer, y creo que lo dijo en un tono de voz un poco brusco a propósito— que la corriente puede haberla arrastrado muy lejos. Será complicado dar con ella.

Muy lejos. Eso significaba que hacía apenas un rato habíamos pasado por su lado, enfrascados alegremente en nuestra conversación. A lo mejor habíamos pasado justo por encima de ella. Justo por encima de lo que hasta aquella misma tarde había sido Elisabet Mattson.

Sentí unas tremendas ganas de hacer como Lou y gritar:

—¡No, no, no! ¡Estas cosas no pueden suceder!

Solo con que Christer me hubiera tocado o me hubiera dirigido una palabra amable me habría derrumbado por completo, pero estaba ocupado amarrando el bote. Cuando hubo terminado dijo sencillamente:

—¡Ven!

Y mientras le seguía a través de la maleza y por la cuesta que subía desde la ribera del riachuelo empecé de nuevo a pensar y a sentir de manera más o menos normal. La histeria se desinfló hasta hundirse en el fondo de mi alma y en su lugar emergió una ira irracional y salvaje. En ese mismo instante comprendí intuitivamente que este mismo sentimiento movía a Christer y lo llevaba a avanzar resuelto a través de la noche, sin pararse a pensar ni por un segundo en todos sus sueños egoístas de descanso y vacaciones. Tenía tanta prisa que me costaba seguirle el paso.

Vislumbré un seto de abetos a la derecha y al principio no logré orientarme. Intenté calcular cuánto tiempo habíamos navegado por el río desde que pasamos por delante de La Ribera. Primero pasamos por el jardín abierto de los Mattson que dejaba ver la casa que había estado completamente a oscuras. Luego bordeamos una punta y una playa con maleza densa y arbustos al fondo, lo que debía de delimitar el otro lado del mismo terreno. ¿Y después? Entonces fue cuando se oyeron crujidos entre los arbustos y chapoteos en el agua, y probablemente alguien huyó justo en la misma dirección en la que nos movíamos nosotros ahora. Yo había creído medio conscientemente que mientras todo esto tenía lugar nosotros nos encontrábamos al pie del terreno de Yngve, pero de pronto caí en la cuenta de que durante nuestro paseo en barca habíamos remontado el río bastante más de lo que pensaba, incluso más allá del camino que después de cruzar el Valle desembocaba en el bosque a orillas del río. La persona que había arrojado a Tutmosis al agua a sangre fría no había estado en la parcela de Yngve ni en el estrecho sendero entre las casas, sino en el jardín de Elisabet Mattson. Por lo tanto, el oscuro cuadrado que de repente se vislumbraba a la izquierda era la casa de Elisabet, y empecé a comprender lo que el ansioso hombre que iba delante de mí tenía en mente.

Si todo esto era cierto y el espejismo del que creíamos haber sido testigos recientemente resultaba no ser más que un espejismo, a estas horas de la noche la propietaria del chal debería estar acostada tranquilamente en su cama. Si…

Los dos aceleramos el paso cuando la luna iluminó durante unos minutos el patio con sus múltiples senderos y arriates de rosas. Yo nunca había estado allí antes, pero Christer, que en su día había vivido en Skoga, parecía conocer bien la finca. Dobló a toda prisa una esquina de la casa que parecía haber sido construida en una especie de ángulo y encontró la entrada que se hallaba en lo más hondo de la esquina, y cuando lo alcancé, él ya estaba intentando bajar el pomo de la puerta principal.

La puerta se abrió lentamente…

Atónitos y desazonados miramos hacia el resquicio cada vez más amplio. Intenté convencerme a mí misma de que pertenecía a las idílicas costumbres de este pequeño pueblo echarse a dormir con las puertas sin cerrar con llave, pero sabía en lo más profundo de mi corazón que ninguna persona normal tendría nervios para hacer algo así mientras anduviera suelto por el vecindario un asesino sin identificar. Agarré ávidamente la mano que Christer me ofreció antes de dar el primer paso hacia el interior del oscuro recibidor.

Su mano derecha buscó a tientas el interruptor, lo encontró y lo bajó. La casa seguía estando a oscuras. Como una tumba, pensé, pero cambié de idea inmediatamente. Como en un saco. O dentro de una americana. Tutmosis había estado atrapada en una americana. Pero al fin y al cabo se dice que los gatos ven en la oscuridad. En tal caso Christer Wijk era un gato, porque se las apañó para no dar traspiés, tropezar ni apoyarse en nada al cruzar el recibidor y abrir una nueva puerta sin hacer ruido.

Me reconcentré y di un suspiro de alivio. La luz de la luna inundó la enorme estancia que teníamos delante, lo que facilitó que esta vez Christer encontrara el interruptor. ¡Pero tampoco! O bien había saltado un fusible o bien…

O bien alguien se había empleado a fondo para dejar a oscuras la casa de Elisabet Mattson.

Guiados por la luz de la luna, que por suerte ahora parecía brillar con algo más de insistencia, avanzamos vacilantes por la silenciosa residencia. El dormitorio estaba vacío y la cama sin deshacer, pero en la cocina todavía había una taza de café y una fuente con pastelitos sobre la mesa. En una pequeña pero sin duda bonita estancia de altos ventanales que daban al jardín encontramos un escritorio cubierto de papeles. En la máquina de escribir había un folio a medio llenar y con la luz de la luna más la del encendedor de Christer leí en voz baja:

—¡Jon, amor mío, escúchame! A pesar de todo tengo miedo. Miedo de tu familia y miedo de los años que nos separan. No me atrevo a creer que esta felicidad…

Christer volvía mecánicamente las hojas de un manuscrito.

—«Pobre amor nuestro. Novela de Elsbet Matts». Vaya. —Volvió a dejar la portada escrita a mano sobre el montón—. Parece haberse detenido en mitad de una frase. Me pregunto quién o qué la llevó a abandonar la casa. Y sobre todo me pregunto por qué fue necesario liarse con la luz.

—No parece tener sentido —asentí—. Apagar las luces de la casa para poder ahogarla en el río. Es absurdo.

Christer volvió a decir «vaya» y luego alargó la mano inesperadamente para descolgar el teléfono.

Por lo visto en la central telefónica estaban durmiendo porque Christer tuvo que esperar un buen rato hasta que pudo pedir un número, a estas alturas, muy familiar.

—Trece.

En cambio, en la comisaría contestaron de inmediato, y Christer lo contó todo. Luego se volvió hacia mí, y las sombras de un árbol frente a la ventana formaron extraños dibujos que revolotearon por su grave rostro.

—Desgraciadamente, Leo Berggren ha salido para apaciguar a un par de borrachos, pero el agente Svensson volverá enseguida. No me gustaría dejar la villa sin vigilancia. Al fin y al cabo es posible que la hayan asesinado en la casa. Sea como sea, eso explicaría que la hayan dejado a oscuras.

Es posible que después de este nuevo enfoque del asunto sospechara que aquel acogedor estudio había dejado de parecerme un lugar realmente agradable. En cualquier caso, Christer propuso que saliéramos al patio y esperáramos allí al agente de policía.

Estuve a punto de tropezar con algo mojado y blando en las escaleras.

—Cuidado, querida, dejé la americana y el chal de lana aquí, pero creo que será mejor que los deje en la cocina. Creo que sería interesante echarles un vistazo, al menos a la americana.

Apenas le había dado tiempo a volver cuando el agente Svensson apareció montado en su bicicleta. Le pusimos al día y estuvo de acuerdo con Christer en que lo mejor sería que de momento se apostara frente a la puerta principal. En cuanto a nosotros, Christer parecía claramente tener otros planes.

—Ven —me animó, y me cogió del brazo amigablemente—. Tengo ganas de salir a descubrir los secretos del Valle durmiente.

—¿Sí? —dije, dispuesta a seguirle aunque sin saber muy bien por qué, y temblé un poco cuando noté lo empapado que estaba su brazo derecho.

—Verás, en cuanto al asesinato de Elisabet, si es que se trata de un asesinato, puede haber tenido lugar en cualquier momento a lo largo de la noche. Pero fue un nuevo intento de asesinato el que se desarrolló ante nuestros ojos. La persona que arrojó a Tutmosis III al agua estaba apenas a unos metros de nosotros, y si no hubiéramos encontrado el chal y en su lugar hubiéramos salido detrás de ella inmediatamente, casi habríamos podido pillarlo con las manos en la masa. Ahora sin duda nos lleva una considerable ventaja, aunque creo que vale la pena dar un pequeño paseo nocturno por el vecindario. ¿Quién sabe? A lo mejor sus nervios no están precisamente para volver a casa y acostarse sin antes averiguar qué hemos visto y descubierto.

Habíamos salido por la verja de Elisabet y ahora nos encontrábamos frente a la casa de Yngve Mattson. Miré la hora. Era la una y un par de minutos. A pesar de la luna, la oscuridad era enervante.

—Pero si hay una farola justo después de la casa de las Petrén —gimoteé—. ¿Por qué no está encendida con esta oscuridad? ¿Acaso alguien ha saboteado el alumbrado de todo el Valle?

—Pues eso parece realmente. Aunque más bien creo que es la central eléctrica de Skoga, que considera que todavía es verano y de este modo pretende ahorrar en alumbrado público. Y la verdad es que ahora mismo nos viene muy bien.

Abrió la elegante verja y me condujo en silencio hacia la casa de Yngve. De nuevo posó la mano en el pomo de la puerta, pero ésta se resistió. Sin embargo, su despierta mirada pronto descubrió una ventana entreabierta, y antes de que me diera tiempo a reaccionar él ya estaba dentro.

Me hizo una señal para que me quedara vigilando, y pasados unos minutos descubrí que era una tarea para la que estaba muy poco dotada. Veía figuras en cada rincón y oía pasos en todas direcciones, y de no haber sido porque Christer volvió rápidamente, con seguridad habría gritado, me habría desmayado o habría desertado vergonzosamente.

Christer estaba al mismo tiempo eufórico y malhumorado.

—Es maravilloso poder ser por una vez una persona de a pie —dijo infantilmente—. Porque espero que no creas que me comportaría de esta manera si estuviera de servicio, ¿verdad?

—Entiendo que te diviertas, pero te pido que la próxima vez que te metas por una ventana me lleves contigo para que podamos compartir la diversión. Bueno, dime, ¿qué has encontrado?

—Ante todo a una joven señorita durmiendo con el salto de cama más liviano que haya visto jamás. Realmente me ha servido sobremanera la linterna que me ha prestado Svensson.

Recordé la pequeña y bien proporcionada criada de Lou y dije, francamente indignada:

—¡Christer, eres terrible! Deberían denunciarte por allanamiento de morada, o por cosas aún más horribles…

Christer soltó una risa traviesa, pero cuando un instante más tarde retomó su relato no quedaba ni rastro de jocosidad en su voz.

—A excepción de la habitación de la criada, la casa estaba vacía. Al parecer Yngve se acostó en su cama, pero debió de volver a vestirse y salió.

Nos miramos sin saber muy bien qué pensar. Las suposiciones y las sospechas se agolpaban en nuestras cabezas. Yo ya había abierto la boca para dar rienda suelta a algunas de ellas cuando Christer me dio a entender con una leve sacudida de la cabeza que este no era ni el momento ni el lugar para interminables especulaciones. En su lugar me condujo en silencio de vuelta a la calle y hacia la verja de los Holt. Yo temblaba ligeramente de frío, pero también de cansancio y de excitación.

El estrecho haz de luz de la linterna nos guió a través del oscuro jardín. Más que nunca, aquella casa me recordó a un fuerte inexpugnable. Parecía impensable que fuera a dejar entrar a extraños. Incluso Christer se detuvo, un poco inseguro. Me pregunté si en el fondo sabría qué era lo que andaba buscando, o si simplemente se habría dejado llevar por un repentino instinto de sabueso y, en tal caso, qué pensaba hacer cuando le detuvieran las puertas y ventanas cerradas. ¿Tal vez despertar a sus habitantes y preguntarles si alguno de ellos echaba de menos un chal o una americana de caballero?

Pero para mi inmensa sorpresa la pesada puerta se abrió sin oponer resistencia, dejándonos así libre acceso a la casa del coronel Holt. Eso me resultó al tiempo amedrentador e increíble, y de no haber sido porque Christer había entrado sin más preámbulos y había encendido la luz del techo del gran vestíbulo, probablemente nunca habría conseguido cruzar el umbral. Sin embargo, pronto fui presa de la fascinación por la misteriosa búsqueda.

Una cautelosa expedición a través de la planta baja reveló dos circunstancias sumamente interesantes: el pestillo de la puerta de la cocina tampoco estaba echado y en la habitación que al parecer ocupaba Agneta no había nadie a la una y media de la mañana.

Cada vez más desconcertados, seguimos avanzando por las escaleras que conducían a la primera planta. Dos puertas cerradas a cada lado del recibidor parecían corresponder a las habitaciones del matrimonio Holt. Tras un leve titubeo Christer bajó la manija de una de las puertas y dejó que el haz de luz de la linterna lo guiara en la oscuridad del interior de la habitación. Luego abrió la puerta de par en par y me hizo una señal para que me asomara a mirar.

Sí, éste era sin lugar a dudas el dormitorio de Wilhelm Holt. La ancha cama y las grandes y cómodas zapatillas a su lado así lo atestiguaban, al igual que la mesita de fumar y el intenso olor a tabaco. Pero ¿dónde estaba el coronel? Empezaba a tener una profunda sensación de irrealidad. Primero la casa vacía de Elisabet, luego Agneta, ¡y ahora Wilhelm! Creo que Christer se sentía igual. En cualquier caso, su falta de prudencia al abordar la otra puerta parecía indicar que esperaba encontrar otra habitación vacía. Pero los dos retrocedimos cuando oímos la voz de Margit Holt, nítida y un poco asustada:

—¿Eres tú, Wilhelm? ¿O quién… quién es?

Christer había apagado la linterna a toda prisa y había vuelto a cerrar la puerta, y entonces me susurró al oído:

—¡Corre! Baja las escaleras y sal. ¡Pero ya!

Hice lo que me ordenó y pronto fui alcanzada por un Christer que se reía a carcajadas:

—Me temo que le hemos dado un susto de muerte. Es evidente que estaba tan asustada que ni siquiera se atrevió a salir para ver quién merodeaba por su casa. Dicho sea de paso, nuestra pequeña incursión de reconocimiento ha dado sus frutos. Solo me pregunto qué será lo que tiene entre manos nuestro querido coronel.

—¿Has dicho el coronel? Creo que deberías preguntarte dónde está la tímida y bondadosa Agneta en mitad de la noche. A mí me parece que, ahora mismo, ése es el verdadero misterio.

—Es increíble —filosofó Christer— la cantidad de datos picantes sobre la vida de nuestro prójimo que se pueden llegar a descubrir de una sola tacada. Aquí va uno creyendo que los habitantes de Skoga se acuestan en cuanto el sol se pone, y luego resulta que, al contrario, han salido todos a corretear por ahí. Será mejor que sigamos hasta la casa de Börje Sundin, ahora me he picado. ¡No, espera! Tiene que haber un atajo desde el jardín de los Holt a la cabaña del jardinero. Ahora solo tenemos que encontrarlo en medio de esta oscuridad.

Resultó que nos encontrábamos en medio del estrecho sendero, y poco después nos escurrimos sin demasiados problemas por una abertura en el denso seto de abetos y nos acercamos a la casita de Sundin. Era realmente pequeña, como mucho una habitación y una cocina, y apenas pasaron unos segundos cuando constatamos que tanto la puerta como la ventana estaban cerradas a cal y canto.

—Me da pena la gente que le teme al aire fresco —dijo Christer en tono lastimero, pero al instante siguiente me agarró del brazo.

—¡Silencio! ¿Qué es eso?

En medio del silencio compacto se oyeron pasos en el sendero de grava. Eran pesados y medidos, y cada vez estaban más cerca. Cuando por fin pasaron por delante de la verja, Christer soltó mi brazo.

—Era Wilhelm Holt. —Christer sonó al mismo tiempo meditativo y disgustado—. Le daremos un par de minutos, y luego creo que deberíamos hacerle una pequeña visita. Después de todo está despierto.

Llegamos justo cuando el coronel abría la puerta. Si se sorprendió al vernos desde luego no lo demostró.

—¡Vaya, Christer, has vuelto a casa! Supongo que de vacaciones. Tu madre debe de estar encantada.

—Disculpa que te molestemos en mitad de la noche, pero hace apenas un instante te vimos volver a casa y nos gustaría hablar contigo. El caso es que hemos encontrado un par de cosas muy extrañas. Aquí, en el río. En primer lugar, una americana de caballero casi nueva.

Fue entonces cuando caí en la cuenta de lo cansado que parecía Wilhelm Holt. Su rostro había adquirido un tono amarillento grisáceo, y su mano, que había cerrado alrededor de una de sus queridas pipas, temblaba nerviosa.

—¿Una americana?

—Eso es. ¿Por casualidad no echarás de menos una en tu ropero?

—Nnno. No que yo sepa. En cualquier caso, ninguna que sea nueva.

Miente, pensé medio asustada. Es posible que la americana no sea suya, pero no cabe duda de que sabe algo.

—El segundo objeto —dijo Christer lentamente—, nos inquietó aún más. Se trata de un chal de lana blanco. Puck afirma que pertenece a Elisabet Mattson.

Se produjo un profundo silencio. Los ojos de Wilhelm Holt parecían evitar los de Christer. Cuando finalmente habló, su voz no acababa de obedecerle:

—¿No estaréis insinuando que Elisabet…?

Con un repentino arranque de su habitual, activo y enérgico yo exclamó impaciente:

—Pero ¿supongo que habréis registrado su casa? ¿Que os habréis ocupado de averiguar si está durmiendo en su cama?

Christer se reclinó perezosamente en el sillón de piel de color marrón oscuro.

—Su casa está vacía.

Al ver que el coronel apenas reaccionaba con una mirada muda, Christer prosiguió, arrastrando las palabras:

—Pero tal vez no debamos precipitarnos con las conclusiones. Hay más camas en el Valle aparte de la de Elisabet que están vacías esta noche. Por ejemplo, la tuya…

—¿La mía? Sí, claro, naturalmente. He estado en Öskevik, en casa del jurado Mogren. Tenemos algunos negocios conjuntos. Se hizo tarde, como de costumbre, y luego el coche empezó a andar mal en el camino de vuelta, hasta el punto de que llegué a pensar que tendría que volver a casa a pie.

¿No estaba un tanto ansioso por informarnos de sus idas y venidas? Christer no lo había acusado de nada, y en cualquier caso no tenía ninguna obligación de rendir cuentas ante nosotros. Christer lo contempló inexpresivo.

—¿Y tu hija? ¿A lo mejor te la llevaste contigo?

Esta pregunta, aparentemente inocente, desencadenó una serie de acontecimientos inesperados. Empezó con las tupidas cejas del coronel, que se fruncieron amenazadoras sobre dos rayos azules.

—¡Mi hija! ¿Te refieres a Agneta? ¿Qué demonios tiene ella que ver con todo esto? Está durmiendo en su habitación.

—¡Oh! —Christer sonó sinceramente apenado—. Pues la verdad es que tenía la impresión de que también había salido. Pero es evidente que me equivoco.

Pero para entonces el coronel ya había abandonado la estancia con unas zancadas que no presagiaban nada bueno. Antes de que me diera siquiera tiempo a reprender a Christer por haber abandonado a Agneta a su suerte de aquella manera vergonzosa, la muchacha apareció, empujada brutalmente por su exasperado padre.

—Pues resulta, Christer, que tenías razón. La he pillado con las manos en la masa cuando intentaba colarse por la puerta de la cocina. ¿Dónde demonios estabas a estas horas de la noche?

Temblorosa y lívida, pero con los labios apretados formando una estrecha y terca línea, Agneta Holt dejó que el coronel descargara su atronadora cólera sobre ella. Llevaba un fino abrigo negro sobre su vestido blanco, el pelo suelto y enredado, lo que hacía que volviera a parecer una quinceañera indefensa. La cogí del brazo en un gesto espontáneo y la obligué a sentarse a mi lado en el sofá de cuero.

Pero le tocaba a Christer acabar con el acceso de rabia paternal.

—Lo único que conseguirás poniéndote así es asustarla —dijo sosegadamente—. Hace tiempo que en la policía aprendimos que no hay que utilizar este tipo de métodos si quieres sacarle información a la gente. Deja que yo lo intente en tu lugar.

El coronel se calló atónito, y Agneta lanzó una mirada tímida, incrédula y agradecida al audaz recién llegado. Christer le dispensó una de sus cálidas sonrisas.

—Escúchame, Agneta. Esta noche se han producido unos extraños y tal vez también aterradores acontecimientos, y debemos intentar esclarecerlos mientras todavía son relativamente recientes. Por eso es muy importante que sepa qué ha estado haciendo cada uno de los habitantes del Valle durante las últimas horas. Tú me ayudarás contándome dónde has estado, ¿verdad?

Había adoptado precisamente el tono correcto, tranquilizador y convincente, y noté cómo el cuerpo tenso de la muchacha se relajaba y cómo sus ojos azules, confiados pero todavía tristes, miraban directamente a los abiertos y amables de Christer.

—Me gustaría mucho hacerlo —susurró la muchacha—, pero no puedo. ¡Oh, no, no puedo!

Subyacía tal desesperación tras aquella voz atormentada que era evidente que a Christer le costaría proseguir.

—Dime, Agneta —preguntó finalmente—. Tú querías muchísimo a Tommy, ¿verdad?

—¡Oh, sí!

Sonó como un profundo y fervoroso suspiro. El coronel se movió intranquilo. Pero Christer no le dio la oportunidad de intervenir.

—Entonces, ¿no quieres que quien lo haya asesinado reciba su castigo? ¿No quieres hacer todo lo que esté en tus manos por vengar a Tommy?

Las pálidas mejillas de Agneta habían adquirido cierto color. Abría y cerraba las manos con manifiesto nerviosismo.

—Sí, por supuesto que sí. Pero juro que lo de esta noche no tiene nada que ver con Tommy. —Nos lanzó una mirada suplicante a los dos—. ¿Si os cuento todo lo que sé de Tommy me creeréis?

Cuando Christer asintió brevemente con la cabeza, Agneta pareció interpretarlo como la promesa que le había solicitado, porque de repente se enderezó y dijo con una voz inesperadamente clara y firme:

—Me encontré con Tommy el martes por la noche. Salimos a remar al río hasta pasadas las doce.

El coronel saltó de la silla como si le hubiera picado una serpiente. Su rostro se tornó escarlata, y por un segundo llegué a creer que le daría un síncope. Pero las palabras de Agneta sonaron frías y rebeldes cuando confesó lacónicamente:

—Sabía que Tommy estaba aquí, porque Lou me lo había contado. Así que el martes acudí a la casa de las Petrén con un patrón que me habían prestado, y entonces se acercó Tommy a saludarme. Me preguntó si podíamos vernos un poco más tarde, y yo le dije que sí, naturalmente. Pero sabía que mamá y papá se pondrían furiosos si se enteraban, así que decidimos que me escaparía en algún momento después de las once, en cuanto se hubieran dormido. No me atreví a salir hasta eso de las once y media, pero en cualquier caso Tommy me esperó en La Ribera. Sí, solíamos coger prestado el bote de remos, y pensamos que también podríamos hacerlo esta vez… Dimos un paseo por el río y aprovechamos para charlar, y luego acordamos que nos volveríamos a ver a la noche siguiente. Llegué a casa a las doce y cuarto. La última vez que lo vi estaba amarrando el bote en el embarcadero. Entonces no podía saber que…

De pronto la voz fría se quebró, y la muchacha se calló con la misma brusquedad con la que había empezado a hablar.

—Eso explica por qué las Petrén vieron a Tommy salir a eso de las once —constató Christer, pensativo—. Pero por otro lado le deja un margen de tiempo muy limitado al asesino. A las doce y cuarto, o digamos mejor que a las doce y diez, Agneta y Tommy se despidieron, y media hora más tarde Lou lo encontró muerto.

Se volvió hacia Agneta de nuevo.

—¿No viste a nadie de camino a casa?

—No, pero la verdad es que tenía mucha prisa.

—¿Te pareció que Tommy era el mismo de siempre? ¿No estaba especialmente agitado ni enfadado?

—No, en absoluto. Estuvo muy hablador y animado, y me dijo que estaba muy a gusto en Estocolmo. Y luego dijo —ahí su voz adoptó un tono ardiente— que había encontrado a su verdadera madre, y que estaba muy contento por ello.

—¿De veras? ¿Te contó cómo se llamaba?

—No, no que yo recuerde.

—¿Sabes por qué volvió a Skoga?

—No, pero supongo que fue para ver a Lou, ¿no es así?

—Es posible —murmuró Christer, vacilante—. Es posible, sí.

Y con esto el interrogatorio nocturno pareció tocar a su fin. Fue Agneta misma quien finalmente, y más bien por azar, ofreció el dato más valioso de todos. Miró a Christer con los ojos muy abiertos y dijo titubeante:

—Hay otro asunto que me ha extrañado mucho. Cuando vi el cadáver de Tommy echado en el césped el miércoles por la mañana me fijé en que solo llevaba puestos los pantalones y la camisa. Pero cuando nos despedimos por la noche a la orilla del río llevaba puesta una americana nueva y elegante.