La tarde se arrastró sin que llegara ninguna novedad, de uno o de otro bando. Seguía lloviendo a cántaros, papá y Einar jugaban al ajedrez, Tutmosis seguía lavándose y yo intentaba con escaso éxito leer la última novela de Elsbet Matts que había encontrado en uno de los estantes de Ingrid. Todo era extraordinariamente triste.
Tuvimos que esperar hasta el café del desayuno del viernes para recibir la sensacional noticia que por entonces ya llevaba horas en boca de todos los habitantes de Skoga. Hulda salió al porche, se alisó el delantal meticulosamente y anunció ceñuda:
—Dicen en el pueblo que han detenido a Lou Mattson. Por el asesinato de Tommy Holt, claro está.
Si Einar recibió el mensaje con recelo y papá con pena, yo reaccioné con auténtica rabia. A fin de acallarme y librarse de mis exabruptos contra Löving, mi esposo decidió contrastar la información y se apresuró a llamar a Leo Berggren. Sin embargo, volvió al porche con el semblante abatido:
—Dice Leo que ayer por la noche Anders ordenó la detención de Lou. Naturalmente, todavía no está en prisión preventiva, pero la gente no sabe distinguir entre una cosa y otra, y además no importa demasiado, porque parecía dispuesto a solicitar prisión preventiva para ella de inmediato.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé indignada—. ¿Cómo es posible que haya llegado a ser fiscal cuando tiene las habilidades psicológicas de un bisonte? Si Lou no decía la verdad en cada detalle, ya puede enviarme a la cárcel con ella. ¿No se da cuenta de que es a Yngve Mattson a quien debería arrestar si realmente cree necesario buscar un chivo expiatorio en esa familia? Que averigüe qué hizo entre las diez y media y las dos y media de la noche, que averigüe a quién vio Lou entre los arbustos de nuestro jardín, que averigüe…
—¿No se te ha ocurrido por casualidad —dijo papá en ese tono de voz tranquilo que siempre me lleva a avergonzarme de mis accesos— que nuestra querida señora Mattson tal vez no haya sido tan sincera con el fiscal como contigo? Es posible que se haya dejado ciertos datos, y que por lo tanto esté completamente justificado que la policía no quiera perderla de vista por un tiempo.
Sin duda, el intento de papá de mostrarse comprensivo incluso con el cuerpo de policía que detestaba tan cordialmente me conmovió, pero no me rendí tan fácilmente. En realidad, Einar y yo seguimos defendiendo y maldiciendo alternativamente a Anders Löving hasta la extenuación. Y al final subí enfurruñada al piso de arriba para lamerme las heridas en soledad.
Por la tarde llamó el coronel Holt para invitarnos a un café en su casa.
—Toma nota de que estos días el mercado de reuniones de café en Skoga está en auge —señaló Einar en tono cáustico, aunque se puso su mejor americana sin rechistar. Sin embargo, como yo estaba de muy mal humor me negué a cambiarme. Así pues, tendrían que conformarse con mis pantalones verdes y mi suéter, sobre todo porque el cielo seguía gris y hacía bastante frío.
En el patio se nos unió una Tutmosis que volvía a ser blanca.
—Deja que nos acompañe —dije—. Después de todo forma parte de la familia.
Sin embargo, se escapó en cuanto llegamos al frondoso jardín de los Holt y de este modo pudimos hacer una entrada correcta y sin gato en el salón del coronel.
Margit Holt fue a nuestro encuentro con gran cordialidad. Era delgada, y su fragilidad saltaba aún más a la vista ahora que cuando la vi echada en su tumbona. Todavía vestía de azul lavanda, y daba la impresión de estar más despierta que la última vez. A su lado el coronel parecía llamativamente recio y fuerte.
Agneta sirvió el café en unas preciosas tazas de las Indias Orientales, y hablamos de Lou, naturalmente.
—Tienen que haber cometido un terrible error —dijo el coronel, preocupado—. Lou es sin duda una pequeña rebelde, y no estoy del todo seguro de que su código moral concuerde con el nuestro en todos los aspectos, pero me niego a creer que haya asesinado a Tommy.
Los finos labios de Margit se fruncieron en una fea mueca.
—Lou no me agrada especialmente, por mucho que seamos familia. Verán, Yngve y Wilhelm son primos, y lo que más miedo me ha dado siempre es el ascendiente que pueda tener sobre nuestra pequeña Agneta, aunque nunca hubiera imaginado… ¿Es cierto que estuvo allí, en el escenario del crimen, el martes por la noche? Pero ¿realmente no vio nada que pueda ser útil para el esclarecimiento del crimen?
Nos apresuramos a contarles que había visto una silueta entre los arbustos, y a nuestra Tutmosis III, que estaba sentada al lado del muerto como una especie de guardia de cuerpo con un aspecto de lo más sobrenatural. Agneta parecía muy afectada por el tema de conversación, pero Margit aprovechó la ocasión rápidamente para conducir la charla hacia lo que probablemente era el motivo, después de todo, de que nos hubieran invitado a su casa.
—¡Qué nombre tan curioso! ¡Tutmosis III! Estuvo casado con Hatshepsut, ¿verdad? La primera mujer célebre de la historia. He visto un retrato de ella en algún lado. Pero supongo que el profesor Ekstedt habrá visto los relieves originales, ¿no es así?
—Mi esposa es una apasionada de la historia, sobre todo de la historia de Egipto —deslizó el coronel con una sonrisa—. Le daría una gran alegría, señor profesor, si fuera tan amable de hablarle, aunque sea solo un poco, acerca de su trabajo allí.
Si hay algo que no hace falta pedirle a papá dos veces es que «hable de su trabajo». De pronto había encontrado en aquella señora de provincias de mediana edad y ojos azules y soñadores a una oyente mucho más entregada y entusiasta que lo que jamás llegarían a ser sus estudiantes en Upsala, y apenas diez minutos más tarde él y Margit Holt eran las personas más felices del mundo. Empezaron por las salas hipóstilas y los obeliscos de Karnak —por lo que pude deducir, estos últimos tenían algo que ver con la extraordinaria Hatshepsut—. Siguieron con el templo funerario de Dier el-Bahri, y cuando hubieron apurado el café y se dejaron caer cada uno en su rincón del mullido sofá se enfrascaron definitivamente en las tumbas. Había tumbas neolíticas con cadáveres encogidos como fetos; había tumbas rupestres y mastabas y pirámides escalonadas. Estaba la pirámide de Keops, que papá desechó con desprecio pues no contenía inscripciones; había momias y sarcófagos; y, finalmente, incluso libros funerarios y vasijas de alabastro: los primeros contenían fórmulas mágicas para ayudar a las almas de los difuntos, las otras siempre estaban llenas de vísceras envueltas en pulcros paquetitos. Pero para entonces hacía tiempo que los demás nos habíamos rendido.
Einar y Wilhelm Holt se habían retirado a la esquina opuesta del salón, y allí mantuvieron, desde mi punto de vista, un debate igualmente aburrido sobre la Asociación de Tiro de Skoga y luego sobre la Nueva Revista Militar, excelente publicación para la que el coronel estaba escribiendo una serie de artículos sobre armamento de infantería. Estoy segura de que nadie se fijó en que aprovechara mi pequeño y apático repaso de los cuadros y los antiguos retratos familiares para abandonar el salón y meterme en la biblioteca contigua.
Era una estancia de carácter marcadamente masculino, con un sólido escritorio y una mesita de fumar negra sobre la que reposaba un imponente juego de pipas largas y cortas. En un estante había una gigantesca copa de plata, y a juzgar por la inscripción, se trataba de un regalo de despedida del cuerpo de oficiales de Gävle. En la pared frente a la ventana colgaban un sable, una pistola y un máuser.
Vislumbré a Agneta en el vestíbulo, y puesto que me parecía que ya era hora de que dejara de correr de un lado a otro sirviendo café, refrescos y frutas, le propuse que saliéramos al jardín. Miró de reojo al interior del salón con manifiesta inseguridad.
—No sé si habrá algo que mamá quiera que haga.
—Me temo que ahora mismo tu madre está en el Valle de los Reyes, o en algún otro lugar más rico en tumbas. No tiene tiempo para darte órdenes. ¡Venga, vamos!
Nos detuvimos bajo los tilos. Nunca, en toda mi vida, me había resultado tan difícil conversar con una persona como entonces.
Sin embargo, conseguí sacarle que había asistido cinco años a un colegio femenino. Cuando más tarde sus padres se trasladaron a Skoga quedó absolutamente claro que interrumpiría su escolarización para seguirlos. Pero si siempre había dado sus respuestas de una manera tan inaudible y monosilábica, más bien podía considerarse un milagro que hubiera llegado tan lejos como a quinto de primaria.
—¿Qué tal estás aquí en el pueblo? ¿Te gusta? ¿No te parece un poco solitario?
—Sí, claro. Pero tengo muchas cosas que hacer, ya sabes.
Miré sus toscas manos y recordé que durante la última hora Margit Holt la había tratado bastante peor que a una criada de tiempos pasados, y no dudé ni un instante de sus palabras.
—Bueno, pero supongo que también disfrutas de la compañía de tu madre, ¿verdad? —dije con la boca muy pequeña.
Agneta asintió gravemente con la cabeza, pero a todas luces con total sinceridad.
—Sí, es una persona extraordinariamente buena. Solo que está muy delicada.
Intenté ponerme en el lugar de esta veinteañera, aislada en aquella sombría casa junto a un padre severo y una madre cansada y enfermiza, y por lo que pude entender, sin amigos de su edad. ¿Era, pues, de extrañar que se hubiera vuelto tan introvertida y taciturna?
—Debes de echar bastante de menos a Tommy —exclamé impulsivamente.
—¡Oh, sí! —susurró, y cuando su mirada se cruzó excepcionalmente con la mía descubrí que la sola mención del nombre de su hermano había colmado sus ojos de lágrimas.
Tras una breve pausa prosiguió, de motu proprio:
—Era la persona más buena y encantadora del mundo. Sí, ya sé que mamá y papá hablan mal de él, ¡pero están equivocados! Ellos no lo conocían, solo yo lo conocía.
La verdad es que al ver encendidas aquellas mejillas, habitualmente tan pálidas, y aquel brillo desafiante en sus ojos me pareció realmente guapa. Desde luego le sentaba mucho mejor que mostrarse taciturna y sumisa.
—Y pensar —dijo de repente— que ha sido Lou. Porque fue Lou, ¿verdad?
—Eso piensa el fiscal, y él debería saberlo —contesté secamente.
Pero Agneta pasó completamente por alto el matiz áspero de mis palabras.
—Me alegro. He tenido tanto miedo.
¿Tanto miedo? ¿A qué? Nunca llegué a enterarme, pues se cortó asustada al ver a Börje Sundin que en aquel mismo instante cruzaba el césped y se evaporaba rápidamente, probablemente en dirección a las escaleras de la cocina.
—¡Ese maldito gato! —La ancha jeta de Sundin irradiaba una total aversión—. Caza pájaros.
—Desde luego que no —repliqué, herida—. Tenemos un gran jardín en Upsala, y Tut jamás ha llegado siquiera a tocar a un pájaro. Ratas a lo mejor sí, está acostumbrada a ellas, pero en cuanto a las aves de corral no se rebaja, a no ser que se trate de flamencos e ibis.
Sundin parecía un poco confuso, pero de ningún modo convencido.
—En cualquier caso está al acecho allí, entre los arbustos, y si tuviera una escopeta acabaría con él, que lo sepa.
Furiosa fui a buscar a Tutmosis de entre la maleza y me la llevé al salón donde la dejé en el suelo bruscamente y sin miramientos, interrumpiendo así tanto la discusión militar como la que versaba de egiptología.
El coronel, que estaba pálido y parecía cansado, hizo un gesto de disgusto con el que dio a entender, a la manera habitual de los hombres, que no le gustaban los gatos y desde luego aún menos sobre la elegante alfombra de su salón. En cambio, Margit Holt estaba hasta tal punto fascinada, que le hablaba como si fuera una niña pequeña.
—¡Oh, qué guapa eres! ¡Pero si es tan pequeña y delgada como una cachorrita! ¿Cuánto tiempo tiene?
—Tutmosis III es divina y por lo tanto intemporal. —Los ojos de papá brillaron infantiles tras los cristales de sus gafas—. De hecho, la encontré en una tumba real de más de tres mil años de antigüedad, y tanto yo como mis ayudantes estamos en disposición de jurar que la cámara estuvo herméticamente sellada hasta el minuto en que nos introdujimos en ella.
Margit dijo «¡Oh!» y «¡Uy!», pero cuando intentó, con los ojos brillantes, sonsacarle a mi padre más datos acerca de esta excavación en concreto me levanté bruscamente y me despedí. Mi mal humor de la mañana había ido en aumento y estaba, con o sin razón, profundamente irritada: con el tiempo, con Skoga, con la atmósfera estática en la que no parecía pasar nada, excepción hecha de las clases de egiptología de papá, con Tutmosis que acechaba a los pajaritos y porque la persona equivocada había sido acusada de asesinato. Algo iba mal, no solo con mis nervios, sino con toda la situación en la que nos encontrábamos. Y yo no veía la manera de salir de ella.
El coronel tenía que bajar al pueblo para recoger el coche y nos acompañó cuando nos fuimos. Tuve la impresión de que bendecía mi marcha. También parecía nervioso y tenso, y a todas luces era un alivio para él poder moverse un poco.
Justo cuando atravesábamos la alta y hostil verja de hierro, Elisabet Mattson salió de la finca de su hermano y nos detuvimos para intercambiar unas palabras. Estaba terriblemente pálida, y a pesar de que llevaba un delicioso chal blanco de pura lana virgen sobre los hombros tiritaba de frío.
—He estado en casa de Yngve —dijo en tono desvalido—. Está totalmente fuera de sí. No sé qué hacer con él.
—¿No hay noticias de Lou?
—No. Es cierto que el fiscal me hizo una visita esta mañana, pero se negó a decirme nada acerca de la detención.
—¿Cómo? ¿Löving ha estado en tu casa? —El coronel frunció malhumorado sus cejas canas—. ¿Qué quería?
—Oh, verás, esencialmente quería saberlo todo. Cuándo nací, la fecha de mi bautizo, cuándo me vacunaron y cuándo me confirmé, qué ingresos tengo, por qué no me he casado, qué opino de mis amigos y vecinos…
El coronel resopló sonoramente y a mí me entraron unas tremendas ganas de imitarlo. Pero Elisabet añadió con su cálida y grave voz:
—Respondí a todas sus preguntas con mucho gusto, naturalmente, por si le podía servir de ayuda a Lou.
Seguimos hacia La Ribera, y Einar me acusó de haberme mostrado demasiado malhumorada y descortés. Cuando Hulda nos anunció a través de la ventana de la cocina que teníamos invitados a cenar le aseguré a mi señor esposo que sería aún más descortés si resultaba que el misterioso comensal llevaba una sortija de sello y una camisa de seda cruda, y con la frase de Einar «¡Sé razonable, Puck!» resonando en mis oídos salí airada al porche.
Una vez allí toda mi irritación y mal humor se evaporaron como la niebla con los rayos del sol. Porque en medio de nuestro césped había una figura, una figura larga y ágil que vestía un traje de grandes cuadros, de frente alta y unos ojos de un intenso color azul. Chupaba meditabundo una pipa negra, y cuando lo llamé por su nombre me cogió en brazos y me besó, de buena gana, cordial y enérgicamente.
Mis gritos de júbilo se mezclaron con los de Einar. Tan solo mi padre adoptó una postura algo más crítica. Christer Wijk y él habían coincidido en un par de ocasiones, la última vez en mi boda con Eje, pero desgraciadamente no se había producido un acercamiento entre los dos caballeros: papá era en este punto, como él mismo solía expresarlo, «de ideas preconcebidas». Sin embargo, tal como estaba la situación, esta circunstancia no pudo atenuar de manera apreciable mi alegría por la inesperada visita.
—¡Oh, Christer! —suspiré feliz—. ¡Qué bien que hayas venido! Aquí está todo irremediablemente embarullado. Pero ahora te ocuparás de que suelten a Lou, ¿verdad? Y de que detengan al verdadero asesino, para que así nos libremos de esta terrible tensión que se respira aquí.
Christer instaló su larguirucho cuerpo en un sillón de mimbre y sonrió, medio quejumbroso, medio burlón:
—Estoy profundamente conmovido por tu fe en mis escasas facultades, y siento mucho, sinceramente, tener que frustrar las esperanzas que tienes depositadas en mí, pero verás, esta vez no habrá ninguna caza del asesino, al menos para mí.
Hizo un gesto de rechazo con la pipa y se apresuró a seguir:
—Hay un par de asuntitos que quiero que recordéis. En primer lugar, trabajo en el Grupo de Homicidios de Estocolmo, y este asunto lo lleva la Brigada de Investigación Criminal de la provincia de Örebro. En segundo lugar, estoy de vacaciones de precisamente ese grupo, puesto que hace poco me vi envuelto en un caso extraordinariamente siniestro que ha puesto a prueba mi paciencia, y dado que mi madre me lo ha pedido, he venido a Skoga para pasar aquí una semana antes de escaparme a Inglaterra. ¡Y no pienso trabajar durante mis vacaciones! No más asesinatos para mí ahora mismo. No me interesa, estoy cansado y harto.
Estas palabras desalentadoras llegaron sin duda directas al corazón de mi padre y lo llevaron a considerar al hasta entonces para él bastante antipático criminalista con nuevos y más benevolentes ojos.
—Señor comisario, tiene usted todo mi apoyo y comprensión. Con una profesión como la que usted tiene, debe realmente necesitar desconectar algunas semanas al año.
¡De nada sirvió que Einar y yo le rogáramos, nos quejáramos y lo tentáramos! Christer se mostró, a su habitual manera irónicamente amable, del todo implacable en su negativa, y él y papá se lanzaron a hablar con inequívoco entusiasmo de jugar al ajedrez y de salir a remar juntos. Pero Einar, que conocía muy bien a Christer desde la infancia, se negó a resignarse.
—Si después de todo piensas pasar un rato con nosotros —dijo finalmente—, no podrás evitar oír hablar del misterio Tomas Holt. Porque te advierto que ninguno de nosotros, a excepción de Johannes, habla de otra cosa.
Christer se rió.
—Todavía no llevo ni veinticuatro horas en Skoga, y ya me han iluminado con varias versiones del caso Tommy: en casa de mamá, en la barbería, en la gasolinera, en el estanco y en la iglesia. Así que no comprendo por qué iba a negarme a escuchar el único relato auténtico de los hechos, especialmente sabiendo como sé desde hace tiempo que Puck es una narradora muy entretenida.
Así pues, le contamos lo que sabíamos y Christer escuchó atentamente, aunque sin hacer preguntas ni comentar nada. Fuimos sobre todo Einar y yo quienes hablamos, aunque de vez en cuando incluso papá deslizó algún que otro comentario lacónico. Nos dio tiempo a dar buena cuenta de la copiosa cena que nos había preparado Hulda y a volver a instalarnos en el porche antes de llegar al final de nuestras observaciones y vivencias. Y aún así, después de este repaso pormenorizado me di cuenta, más que nunca, de lo poco que realmente sabíamos.
—¿No te parece extraño? —dije, desalentada—. Que sea posible para alguien meterse en un jardín privado en medio de una urbanización densamente poblada y asesinar a una persona sin dejar el más mínimo rastro. Y luego pasearse por aquí durante varios días y tratar con los vecinos sin decir ni hacer nada que pueda parecer sospechoso o poco común.
—Pues resulta que le imputan el delito a Lou Mattson —señaló Christer tranquilamente—. Pero ¿tú no crees que haya sido ella?
—La verdad es que no creo que haya nadie que lo crea realmente —se oyó decir a una voz cansada que provenía del vano de la puerta—. Ni siquiera yo lo creo ya.
El semblante de Anders Löving era un estudio de la tenebrosidad. Pero también fue un estudio ver cómo se iluminaba y se transformaba cuando descubrió quién era el fumador en pipa del traje a cuadros.
—¡Christer Wijk! ¿Eres un sueño que se ha materializado, o qué destino propicio te ha traído precisamente hasta aquí cuando más te necesito?
Christer inició mansamente una repetición de su pequeño discurso sobre Estocolmo y Örebro, pero el fiscal lo rechazó con un impaciente:
—¡Tonterías! Realmente no tenía intención de pedirte que te hicieras cargo de la investigación oficial. Ya me encargaré yo de los interrogatorios rutinarios y del papeleo. Pero necesito tus consejos y tus ideas y tu ayuda para tratar con todos los habitantes de Skoga tercos e insubordinados que parecen haberse empeñado en que su obligación como ciudadanos consiste en contrariar a la policía, cuanto más mejor. O bien no me contestan —lanzó una mirada huraña hacia el vestíbulo—, como esa irascible vieja de la cocina, o bien me mienten directamente a la cara, como las hermanas Petrén y Lou Mattson.
—Lou se quedaría asombrada si te oyera caracterizarla como una típica habitante de Skoga —deslizó Einar, encantado.
Incluso Christer sonrió.
—Somos así por aquí —dijo para consolarle—. Es como si nunca hubiéramos aceptado a los agentes de policía curiosos. Pero ¿qué me decías de Lou?
Resultó que sobre todo en un aspecto había dado información sumamente vaga, y fue precisamente en lo tocante a la vuelta a casa de Yngve, así como a la hora en que ella misma se acercó al escenario del crimen. Se había saltado estos datos, que yo conocía a través de la conversación que mantuve con ella, hasta el tercer interrogatorio.
Asentí con la cabeza.
—Intenta proteger a Yngve, y si quieres saber mi opinión, parece que lo necesita.
Christer miró pensativo al preocupado fiscal y seguidamente decidió mostrarse un poco más amable e interesado. Se sirvió su tercera taza de café y murmuró:
—Veamos si lo he entendido bien. O sea, Tommy Holt llegó el domingo por la noche y se instaló en casa de las chicas Petrén. Por cierto, ¿de dónde venía? ¿A qué se dedicaba en su vida cotidiana?
Löving se apresuró a sacar sus notas de un elegante portafolio en piel de cerdo.
—Era profesor en una autoescuela de Estocolmo. Allí parecía comportarse bien y tenía buenos ingresos. El sábado solicitó un permiso de unos días, pero nadie en la empresa supo decirme qué pensaba hacer. Lo mismo en el caso de la señora de la pensión en que se hospedaba: no sabía nada, salvo que estaba de viaje.
Con un gesto meditativo Christer se pasó una mano por su pelo negro y liso.
—Les insinuó algo a las Petrén acerca de «una carta que cambiaría su vida». ¿Una carta que le habían enviado desde Skoga? Tal vez el viernes o el sábado. Podríais preguntar en la oficina de Correos de aquí, es posible que la recuerden, al fin y al cabo Tommy era un personaje que despertaba mucha curiosidad en el pueblo. ¿Supongo que habréis examinado sus pertenencias en casa de las Petrén?
—Sí, pero no encontramos nada, aparte de un abrigo, un pijama y unos cuantos utensilios de higiene personal.
—El lunes y el martes visitó a Lou Mattson varias veces, al menos si hay que fiarse de su información, y de momento es lo que, en cualquier caso, tendremos que hacer. ¿Tienes los horarios de las visitas?
—El lunes estuvo allí desde las doce hasta las ocho y media de la tarde. —Anders Löving sonaba animado y entusiasta—. Luego volvió a las doce de la noche y se quedó hasta el amanecer. Finalmente estuvo allí entre la una y las seis del martes.
—Parece bastante intenso, teniendo en cuenta que no estaba enamorada del muchacho —comentó Einar en un tono irónico—. Porque ella sostiene que a quien quiere es a Yngve, ¿verdad?
—Pueden haber hecho otras cosas juntos además de acostarse —repliqué, y me llevé una mirada de desaprobación de mi padre, que nunca había aprendido a apreciar realmente la franqueza del moderno mundo académico.
Christer había echado la cabeza hacia atrás y paseaba la mirada por las masas de nubes, ahora algo enralecidas.
—A las nueve de la noche del martes estuvo en la cocina de las Petrén —dijo, retomando así su reflexión—. Y desde allí se dirigió… Puck, ¿cuándo dices que la señora Livia dijo que Olivia quiso salir para espiarle?
—A eso de las once, o eso creo al menos.
—Pero si había quedado con Lou a las doce y media, ¿por qué salió a las once?
—Para encontrarse con alguien —susurré a media voz—. Pero ¿con quién?
Sin embargo, hasta entonces nadie había sido capaz de responder a ello. Christer hizo un par de preguntas más, pero de pronto parecía poco interesado y distraído.
—¿No hay huellas dactilares?
—Ninguna que nos sirva.
—¿Y el resultado de la autopsia?
—Todavía no está listo. —Löving se levantó, indeciso—. Eso me recuerda que tengo que volver a Örebro esta noche, y desgraciadamente he dejado que el coche se fuera sin mí.
No sé si esperaba que Christer le ofreciera llevarlo y alargar así la charla, pero en tal caso se llevó una decepción. El caballero en cuestión ya estaba inmerso en una conversación muy animada sobre el juego del ajedrez con el profesor Ekstedt, y en su lugar fueron Eje y el Ford quienes, un poco a regañadientes, se pusieron a su disposición.
Los que todavía quedábamos en el porche disfrutamos de una velada de lo más placentera. Antes de retirarse a su habitación papá había dejado a un lado las formalidades y se tuteaba con alguien tan odioso como un comisario de la brigada de investigación criminal.
Christer lo siguió sonriente con la mirada.
—¡Es sumamente encantador! Pero al fin y al cabo también es tu padre. Bueno, supongo que debería despedirme por esta noche y acostarme. Aquí en Skoga nos vamos a dormir temprano, ya sabes. Pero me parece que la noche es demasiado bonita para eso. ¿Qué me dices? ¿Salimos a remar un poco mientras esperamos a que vuelva Eje?
Tras el gris y tenebroso día, la velada había sido sorprendentemente agradable. El aire era cálido y estaba lleno de todos los aromas saturados de finales de verano, y de vez en cuando las nubes en el oscuro cielo se separaban y dejaban entrever durante unos minutos una hermosa y escarlata luna llena.
Caminamos en silencio hasta el riachuelo, y Christer no quiso saber siquiera dónde habían encontrado el cadáver de Tommy. Me ayudó a tomar asiento en la bancada de popa, y aunque en realidad era demasiado largo y grande para una embarcación tan pequeña, se movía con agilidad y familiaridad en ella.
—Hasta donde yo recuerdo, aquí en La Ribera siempre ha habido un bote de remos sin candar —dijo alegremente, y nos condujo con unos golpes de remo hasta el medio de la corriente—. Pero por lo que yo sé, no hay nadie más que mantenga un bote en esta parte del río.
Nos deslizamos silenciosamente por delante de La Ribera, dejamos atrás la casa de las Petrén y seguimos avanzando a lo largo de la orilla bordeada de alisos. En cuanto abandonamos el Valle, a ambos lados se extendieron los desiertos campos sembrados y los pastizales. Me sorprendió ver los complicados meandros que describía el río; raras veces se apreciaban más de treinta metros en línea recta de su brillante superficie negra, pues de pronto volvía a desviarse en un brusco y siempre imprevisible recodo. La noche era apacible y cautivadora, y yo disfruté cada uno de sus matices: las nubes que iban y venían; las oscuras y misteriosas siluetas de los árboles; el sonido del agua que goteaba de los remos levantados; y la sensación de compenetración absoluta con el silencioso remero. Al final se abrió el riachuelo y nos arrastró hasta un lago negro y aterciopelado que pronto volvió a estar iluminado por la luna.
Para nuestra gran sorpresa descubrimos poco después que eran casi las once y media, y Christer empezó a regañadientes a remar de vuelta a casa. La corriente no era fuerte, pero aun así fue evidente que tuvo que emplearse más a fondo que en el camino de ida. Hablamos muy poco, y cuando lo hicimos bajamos inconscientemente la voz, en armonía con el ambiente adormecido que nos envolvía.
—¿Hasta dónde es navegable? —pregunté, cuando media hora más tarde doblamos el último recodo y nos acercamos a La Ribera.
—Solo un poco más después de la casa de los Mattson. Tal vez hasta el camino que baja entre su terreno y el de Elisabet. Luego hay demasiadas piedras, al menos cuando el nivel de agua está bajo.
Christer demostró lo que acababa de decir dejando atrás la oscura casa de los Mattson y torciendo por el siguiente meandro; fue entonces cuando por fin descubrí que, de hecho, el río rodeaba la finca de Yngve y Lou por dos de sus costados. De pronto Christer se detuvo en seco, con los dos remos hundidos en el agua para frenar el bote.
En medio del silencio absoluto se oyó un sonido desagradable y peculiar. No fue un grito, apenas un gemido. Sonó débil y, sin embargo, penetrante, inhumano y antinatural. Luego le siguió un fuerte chapoteo, y me pareció que los arbustos en la orilla se separaban.
Un segundo más tarde emergió algo del agua, justo a un costado del bote. Con un movimiento que a punto estuvo de hacernos zozobrar Christer se abalanzó hacia delante y agarró un bulto, y entonces grité despavorida.
El fardo informe que Christer había lanzado a mis pies dentro del bote se movía. No cabía la menor duda de que en su interior había algo vivo que pataleaba, gemía e intentaba salir.
Christer hizo todo lo que pudo por deshacer el peculiar fardo mientras el bote se deslizaba en dirección al siguiente meandro. La luna escarlata arrojó por un instante su caprichosa luz sobre el escenario fantasmagórico.
Entonces, de pronto…
Una atemorizada y lastimera gatita blanca que arañaba y bufaba a su salvador. Tutmosis III.
Me costó entenderlo.
Alguien había intentado quitarle la vida a un animal mudo e inocente. Alguien había intentado ahogar a nuestra Tutmosis.
¿Por qué? ¿Cómo podía alguien ser tan diabólico?
Christer lanzó una mirada atónita a la empapada cabeza del gato y luego a la tela aún más mojada que sostenía en la mano. Y entonces yo también descubrí lo que había aprisionado a Tutmosis.
Una americana. ¡Una americana de caballero cuidadosamente abrochada y anudada!
Mientras los pensamientos se agolpaban en mi cabeza dando vueltas y más vueltas y me esforzaba por tranquilizar a la despavorida y temblorosa Tutmosis, Christer agarró los remos con repentina determinación y condujo el bote de vuelta al punto donde hacía apenas un momento había dejado de remar. Su aguda vista parecía buscar algo entre los arbustos de la ribera.
Sin embargo, fue en el agua donde hicimos nuestro descubrimiento. A un par de metros de la orilla brillaba algo en el oscuro fondo. Tenía un aspecto extrañamente blanco y fantasmagórico, y ondeaba de un lado a otro en la débil corriente.
Christer metió el brazo en el agua sin decir nada. Tiró una y otra vez de él y al final consiguió soltarlo del fondo.
Tiró de su captura de la misma manera que un pescador hala su red llena. Pero la red que él había recogido era un chal blanco de encaje de lana, y fuera a quien fuese que hubiera rodeado, ahora estaba aterradoramente vacío.