Eran las diez cuando desperté el jueves por la mañana, y mi esposo había desaparecido sin dejar más rastro que una libreta con las siguientes líneas:
«Hablas en sueños, ¿lo sabías, amor mío? Puesto que no haces más que hablar de Tommy, y puesto que empiezo a estar ansioso por dar por terminado el caso he salido con Anders Löving para atrapar al ASESINO. Estaremos de vuelta con tiempo para almorzar».
El cielo encapotado lucía un gris de lo más triste. Me puse una bata y bajé en busca de Hulda, que me preparó una taza de chocolate y unos panecillos en un abrir y cerrar de ojos. Mientras Hulda desenvainaba guisantes en tales cantidades que parecían alcanzar para todo el cuerpo de policía, yo le hablé de todos los sucesos del día anterior. Los comentarios de Hulda fueron monosilábicos, pero parecía interesada, y de vez en cuando sacudía pensativa la cabeza. Cuando finalmente revelé que Tommy se había ocultado en casa de las señoritas Petrén ella replicó secamente:
—Casi me lo podía imaginar, no era normal este correteo de un lado a otro de la finca.
Mis ojos adquirieron el tamaño de los platos que tenía delante.
—Hulda, ¿está usted diciendo que… que usted sabía que Tommy estaba aquí, que lo vio cruzar La Ribera?
—Sí, claro. Lo vi tanto el lunes como el martes por la mañana.
—Pero ¿por qué no le dijo nada a la pol…?
Anders Löving habría cambiado de profesión y se habría hecho director de departamento de haber visto la mirada con la que Hulda recibió mi objeción.
—¡La policía! Supongo que también tendrán que resolver algo por su propia cuenta, con lo seguros y curiosos que parecen. Además, no quiero que se diga de mí que he estado espiando a la gente y metiéndome en sus asuntos.
Tras este mensaje inequívoco se produjo una pausa, durante la cual consideré lo que acababa de decir. Luego tanteé el terreno cautelosamente:
—Entonces, ¿ese correteo significa que Tommy tenía cosas que hacer en la casa de los Mattson?
—Eso parece, sí.
—Pero no había nadie en casa, salvo Lou.
Sin embargo, llegados a este punto de la conversación Hulda se cerró en banda. Se negó a decir ni una sola palabra más, y puesto que era evidente que se arrepentía de lo que ya había dicho, por poco me echa de la cocina. Volví meditabunda al piso de arriba para vestirme.
Por supuesto. Todas eran insidiosas insinuaciones acerca de las pequeñas visitas de Tommy «al vecindario» y de lo que le había traído al Valle. Pero Lou me había dicho que estaba muy enamorada de su marido. ¿Cuál sería la verdad? ¿Y qué tenía que ver la muerte de Tommy en todo esto?
Mi cabeza estaba llena de pensamientos acerca de Lou Mattson, y por eso me pareció de lo más normal que, media hora más tarde, ella llamara para preguntar si le haríamos el favor de asistir a un pequeño convite que había organizado para esa misma mañana.
—Ya sé que no parece demasiado decente organizar una fiesta tan pronto, después de una muerte, pero por un lado hoy es mi cumpleaños, y por otro, pienso que es preferible que nos veamos todos y hablemos del desgraciado suceso, a que cada uno de nosotros le dé vueltas al asunto por su cuenta.
Ni papá ni Einar, que por fin había aparecido sin el jefe de policía y sin el criminal, parecían tener nada que objetar, así que a eso de las dos nos vestimos para una fiesta en el jardín, yo con mi vestido blanco con bordados a mano y los caballeros correctamente trajeados con americana y pajarita bien anudada. Y Eje señaló que, en cualquier caso, Lou no parecía tener miedo a mirarnos a los ojos después del numerito del desvanecimiento del día anterior.
—Pero claro, tampoco podíamos esperar que Lou reaccionara como los demás. Realmente resulta difícil comprenderla.
Eje nos dejó salir cortesmente por la verja y luego salió detrás de nosotros al camino de grava entre los setos de abeto. De pronto soltó un alegre grito de reconocimiento:
—¡Elisabet, hola! ¿Tú también vas a casa de Lou? ¡No sabes cuánto me alegro de verte!
La alta y esbelta mujer que se volvió hacia nosotros con una sonrisa en los labios vestía de blanco y entre los brazos sostenía algo igualmente blanco.
—Mirad —dijo con una voz cálida y grave—, ¿alguna vez habíais visto algo más suave y dulce? Se acercó a mí y se frotó contra mi pierna pidiéndome que lo cogiera en brazos. Y ahora ronronea. ¡Escuchad! Me pregunto de quién será.
Poco a poco se esclareció quiénes éramos nosotros y quién era Tutmosis III, y mientras esto ocurría tuve sobrada ocasión para examinar a la escritora favorita de mi adolescencia. Sin duda su cabello oscuro, ligeramente entrecano, y sus ojos azules recordaban al director Mattson, pero por lo demás su famosa hermana, tal como me había anunciado Einar, parecía mucho más simpática. De alguna manera indefinible daba la impresión de pertenecer a tiempos pasados. Supongo que era una impresión que tenía que ver tanto con el corte del vestido como con las ondas regulares de su corta melena. Pero también impregnaba el aire de cierta serenidad discreta y nostálgica, de una armonía que se percibía al instante y producía un efecto inmediato sobre los que la rodeaban.
Dejó a Tutmosis en el suelo a regañadientes y todos entramos por la suntuosa verja de los Mattson. Nos comunicó en tono grave que se había tomado la noticia de la muerte de Tommy muy a pecho.
—A pesar de todo, le tenía mucho cariño.
Yngve Mattson nos recibió incluso más ceñudo que el día anterior y nos guió a través de la casa hasta la terraza revestida de piedra. Allí nos esperaban una sonriente y extraordinariamente bien maquillada Lou, además de Agneta Holt, que en ese mismo instante estaba excusando a sus padres, a su manera farfulladora, que no habían podido, ¿o querido?, asistir. Las dos vestían de blanco y yo pensé, medio histérica, que era evidente que todas las damas habían adoptado alguna especie de duelo inverso. Fue un alivio cuando, minutos más tarde, las chicas Petrén aparecieron en la terraza envueltas en un par de vestidos de fiesta muy vistosos y de grandes estampados. Vi que papá intentaba esconderse en un rincón, pero Olivia lo descubrió enseguida y le tendió sus regordetas y ensortijadas manos con desarmante alegría.
—¡Vaya, pero si aquí tenemos a nuestro querido profesor! Ahora mismo me dirá quién es el asesino.
Su chiflada réplica causó mayor revuelo de lo que cabía esperar. Yngve Mattson se sobresaltó con tal ímpetu que derramó la mitad del contenido de las copas que en aquel momento estaba distribuyendo; el alegre semblante de anfitriona de Lou perdió su expresión y su color por completo; Agneta soltó un graznido asustado; e incluso Elisabet Mattson pareció perder la calma por unos segundos, en cualquier caso la mano que sostenía el cigarrillo tembló ostensiblemente. Sin embargo, Olivia, felizmente ignorante de lo que sucedía alrededor, prosiguió:
—¿No me diga, señor profesor, que no ha echado un vistazo al final? ¡Pero si ésa es toda la gracia de los cuatro cadáveres desfigurados!
En ese mismo instante, todos empezaron a hablar febrilmente sobre asuntos del todo baladíes, papá consiguió de alguna manera sosegar a Olivia, el director se fue por nuevas copas a toda prisa, y los demás nos esforzamos por parecer naturales e impasibles. La que mejor lo logró fue sin duda Lou. Sonrió con su ancha boca pintada de rojo a Einar, y sus ojos pardos volvieron a brillar con la misma despreocupación de una niña. Ésa había sido precisamente su actitud ayer mientras estábamos sentadas almorzando en la terraza; sin embargo, cada vez estaba más convencida de que ya entonces ocultaba algo. ¡Sí, la verdad es que Lou Mattson era un enigma para mí!
Su cuñada estaba sentada a mi lado y no me pude resistir a las ganas que tenía de contarle con qué admiración entusiasta había engullido estantes enteros de novelas suyas.
Elsbet Matts esbozó una liberadora sonrisa irónica.
—Supongo que debería decir que, naturalmente, solo escribo por dinero y que no malgasto ni una pizca de mi alma en todas esas novelitas de tres al cuarto. Pero no sé por qué tendría que mentirle solo porque resulta que es historiadora de la literatura, porque lo es, ¿verdad? En cambio reconozco que soy muy romántica, y que sobre todo cuando era un poco más joven me entregaba con fruición a las ensoñaciones más banales acerca del tema predilecto de la mujer: el amor. Y sigo disfrutando muchísimo, ahondando en el relato sobre el joven y apuesto héroe que se presenta, de manera completamente inesperada, en la triste vida cotidiana de la pobre heroína solitaria y la convierte en una brillante fiesta de romanticismo y felicidad.
—¿Cómo empezó a escribir?
—¡Oh, verá! Al principio quise ser periodista, pero entonces descubrí que me resultaba más fácil componer fantasiosos cuentos y folletines que dedicarme a los reportajes agudos y realistas. Luego apareció un hábil editor que se hizo cargo de mí, y ahora parece que todo va sobre ruedas.
Yngve Mattson, que había captado esto último, añadió entre risas:
—Solo hay que ver que Elisabet gana más tejiendo pequeñas fruslerías de amor sobre mujeres chifladas que yo dedicándome a un trabajo duro y honrado. Es injusto, ¿no te parece, Puck?
Seguramente pretendía bromear, pero yo solo percibí la envidia en su voz. Además no me gustó nada su ocurrencia de llamarme sin más por mi nombre, Puck. Decidí apartarlo rápidamente de mi lado, pero nunca llegó a ser necesario, pues en aquel mismo instante empezaron a caer unas frías gotas de lluvia que obligaron a los presentes a buscar refugio en el interior de la casa.
Sin embargo, ni el café ni la tarta pudieron encubrir el hecho de que el cumpleaños de Lou era un festejo imposible y malogrado. Nadie, ni siquiera las chicas Petrén, habló de lo que todos pensábamos. Y de no haber sido porque papá intervino amablemente contando algunas anécdotas curiosas acerca de sus excavaciones en Egipto, sin duda el estado de ánimo general habría decaído hasta niveles insospechados. Cuando nos levantamos de la mesa le pedí encarecidamente a Lou que cantara para nosotros, y todos nos dirigimos a la amplia sala de música, contentos de poder librarnos, aunque solo fuera por un breve espacio de tiempo, de tener que conversar entre nosotros.
—¿Qué queréis que os cante? —preguntó Lou, y hojeé sus partituras hasta que encontré un aria que al menos a mí me encantaba y que también entendí que se adaptaría bien a su profunda voz de mezzosoprano: Oh, Eurídice de la ópera Orfeo de Gluck. Tomó asiento frente al piano de cola, se pasó la mano por su melena recta y egipcia un par de veces y empezó a tocar. Pronto manaron las notas, redondas y suaves, y por segunda vez contuve la respiración ante la belleza de su voz.
Pero cuanto más escuchaba los vivos lamentos de Orfeo por la muerte de su amada, más incómoda me sentía. Siempre y cuando realmente hubiera alguno de los presentes que llorara la muerte de Tommy Holt, era inimaginable una elección más inapropiada y desgarradora que aquella canción de luto y de despedida. Paseé la mirada por los congregados. Elisabet Mattson estaba lívida, en cambio Agneta Holt se había puesto roja como una amapola.
Entonces sucedió.
En lugar de seguir tocando pulsó dos acordes insoportablemente estridentes y de pronto gritó a la silenciosa estancia:
—¡No, no, no! No quiero… ¡Oh, Tommy, Tommy!
Acto seguido se desplomó sobre el teclado y echó a llorar.
Pero como si su ataque de histeria no hubiera sido más que el desencadenante de algo que era aún más fuerte, aún más explosivo, Yngve Mattson dio dos o tres pasos hacia ella y aulló:
—No vuelvas a mencionar su nombre, ¡en mi casa, no! ¡Y hazme el favor de no montar esta clase de escenas!
Lou se levantó rápidamente y salió corriendo de la estancia, llorando a lágrima viva, y después de un segundo de vacilación me precipité tras ella. La encontré en el dormitorio, deshecha, en un acceso de llanto tan violento que llegué a asustarme. No valía la pena siquiera intentar hablar con ella, así que me limité a ofrecerle un par de pastillas y la cubrí con una manta. Me puse a ordenar mecánicamente un montón de ropa interior esparcida de cualquier manera por el suelo, moví un par de chinelas de seda de color azul claro y finalmente corrí las cortinas. Luego, con el corazón oprimido, salí de puntillas de la casa y volví a La Ribera en medio de la lluvia.
En nuestra oscura pero acogedora biblioteca Einar estaba poniendo al día a Anders Löving de lo sucedido. También incluyó en su repaso los cotilleos que circulaban acerca de Tommy, sobre todo los detalles relativos a Lou y a Tommy y su relación, algo que deslealmente me había ocultado durante su repaso nocturno del tema.
—¡Esos malditos Mattson! ¡Yo los haré hablar, aunque sea lo último que haga! —Löving parecía más exasperado de lo que jamás habría podido imaginar que pudiera estar, y daba la impresión de estar a punto de salir corriendo hacia la casa vecina, dispuesto a poner en marcha un interrogatorio de tercer grado. Sin embargo, le advertí que Lou no estaba en condiciones de responder a preguntas, y cuando Einar también logró contenerle comentándole que Yngve Mattson, tras su acceso de rabia, había abandonado a sus invitados y todo lo demás sin que nadie supiera adónde había ido, el bueno del fiscal se quedó sentado totalmente abatido en su butaca, y con la ayuda de Einar se puso a repasar de nuevo los pocos hechos de los que disponían en el caso.
Interrumpí su raciocinio con algo del todo ajeno al caso que les ocupaba.
—¡Pero Tut, por Dios, qué pinta tienes! ¡Eje, está completamente negra! ¿Dónde demonios se habrá metido?
—Probablemente en la carbonera —respondió Einar con una sonrisa en los labios—. Me parece recordar que Hulda me comentó haberla visto salir de allí ayer por la mañana. Seguramente le parece un lugar caluroso y agradable.
Tutmosis se acercó con paso digno por la alfombra y de pronto chillé fuera de mí:
—¡Tiene algo en la boca! ¡Uf! ¡Es una rata!
Con una expresión ofendida en sus ojos de vetas amarillas dejó su presa ante mis pies y luego se retiró a una esquina de la habitación para ocuparse de su aseo personal, a todas vistas necesario. Los caballeros constataron con una sonrisa altanera y burlona que la «rata» no era más que una especie de volante muy negro y muy despeinado, y los dos retomaron enérgicamente sus especulaciones.
Recogí el juguete de Tutmosis a regañadientes para tirarlo. Era una borla de color azul claro, de las que suelen llevar las chinelas elegantes, y de pronto recordé la escena en el dormitorio de Lou. Pero ¿dónde la habría encontrado Tutmosis?
Había estado en la carbonera, era evidente, pues estaba tiesa y negra por el hollín.
Hollín, sí, pero no solo por el hollín. Al fin, con una sensación helada en la boca del estómago, comprendí. Comprendí que la pasta negruzca y rígida que ahora mismo componía la mitad de la borla no era otra cosa que una plasta de sangre coagulada.
Todavía hoy sigo sin comprender por qué no le confié inmediatamente el espantoso objeto al fiscal Löving. Supongo que fue el recuerdo de la patética y profundamente desesperada figura de Lou Mattson, echada en la cama de una habitación desordenada y sucia, lo que me hizo desistir y me llevó a hacer lo que hice.
Envolví con mucho cuidado la borla en un pañuelo y la metí en el bolsillo de mi chubasquero. Luego conseguí de alguna manera superar la cena.
Seguía lloviendo cuando dirigí mis pasos por segunda vez en un mismo día hacia la elegante villa de los Mattson. La puerta principal no estaba cerrada con llave y recorrí el camino hasta el dormitorio con determinación sonámbula.
Lou despertó cuando descorrí las cortinas y se incorporó en la cama con un conmovedor intento de sonrisa.
—¡Oh! —dijo—. ¿Eres tú? Creo que me quedé dormida.
El agua goteaba de mi chubasquero sobre la mullida alfombra. Mi voz sonó extrañamente apagada en medio del silencio.
—Quería hablar contigo. Lou, he…
Aquí no cabían los circunloquios. De un rápido tirón saqué el pañuelo del bolsillo y lo sacudí para dejar su contenido sobre la manta.
Sus ojos se agrandaron de forma inaudita, y tuve miedo de que volviera a desmayarse, tal como había hecho el día anterior en nuestro porche. Pero de pronto se llevó las manos a la cara y empezó a sollozar.
Me senté en el borde de la cama.
—Cuéntame, Lou —le pedí—. Cuéntamelo todo de ti y de Tommy. Y de Yngve.
Lou se estremeció levemente. Entonces susurró sin moverse de su sitio:
—¡Quita eso, por favor! Gracias.
Tardó un buen rato en cambiar de postura. Y hasta que no se hubo adentrado considerablemente en su relato no volvió a mirarme a los ojos.
No sé por qué, a pesar de todo, la creí.
—¿Qué puedo hacer para que lo entiendas? ¿Qué tengo que hacer para que alguna vez alguien lo entienda? Si ni siquiera yo sé cómo he llegado hasta aquí. Pero tal vez sea sencillamente culpa de este maldito pueblucho de mala muerte. No encajo aquí, y nunca debería haber venido. Así habría evitado estos terribles líos, tanto para mí como para los demás. Verás, yo me crié en un ambiente muy heterogéneo y complicado, y me temo que me ha influido un poco demasiado, supongo que me he vuelto igual. Mi madre se llamaba Louella Lander, y si tuvieras unos cuantos años más seguramente la recordarías. Era cantante de variedades, y cuando estaba en lo más alto alcanzó la fama internacional. En cuanto acabé la escuela dejó que la acompañara en sus giras: estuvimos en París, Londres, Berlín, Budapest. ¡Oh, era una vida fantástica! Entonces estalló la guerra y tuvimos que quedarnos en Estocolmo, pero también fue maravilloso. Todo era maravilloso cuando mamá estaba cerca. Yo misma debería haberme convertido en artista de variedades, creo que me habría sentido muy cómoda con ello, pero en aquel momento mi madre me dijo que no. Mi voz era demasiado potente y al mismo tiempo demasiado delicada para el vodevil, en su lugar debería, y ahora no te rías, intentarlo en la Ópera.
—No veo por qué debería reírme. Hay gente que tiene una voz considerablemente peor que la tuya y canta en esa plaza.
—Bueno, pues nos gastamos cantidades ingentes de dinero en mi formación, pero sea como fuere mis profesores nunca consideraron que estuviera lista para La Gran Prueba. Y entonces, de pronto, todo cambió. Mamá murió y no me dejó gran cosa. Incluso cuando se hubo mitigado el dolor seguía sintiéndome terriblemente desamparada y confusa, y tampoco me sentía con fuerzas para ponerme a hacer nada. Un viejo amigo de mamá que sentía lástima por mí se ofreció a pagarme un viaje a la costa oeste, y así fue como acabé en Tylösand. Fue en agosto de 1944.
Se quedó callada tanto tiempo que empecé a sospechar que no pensaba continuar.
—Fue allí donde conociste a Yngve, ¿verdad? —dije, en un intento de retomar la charla.
Con aquel gesto tan característico de ella se volvió a pasar la mano por su brillante cabellera.
—Sí, fue donde conocí a Yngve. No sé si sabré explicar qué fue lo que me pasó. No basta con decir que me enamoré de él tanto como él de mí. De haber estado en mis cabales seguramente el asunto habría terminado simplemente invitándole a que viniera a Estocolmo cada vez que le asaltaran la lascivia y el deseo. Mi sabia madre nunca me había prevenido contra el amor, pero sí a menudo contra el matrimonio, pero por aquel entonces estaba destrozada, apenada y desarraigada, y en cierto modo Yngve representaba todo lo contrario: el arraigo, la certeza y la estabilidad. Me habló muy bien de la tranquilidad y el ambiente idílico de Skoga, me mostró fotos de esta suntuosa villa que en aquel momento estaba construyendo en la antigua finca de sus padres. Nunca ocultó que era rico y que lo sería aún más cuando se muriera su hermana, y sobre todo: era un amante que literalmente me dejaba sin aliento y sin voluntad con su ardor y su pasión. Y entonces nos casamos.
—Y os mudasteis a Skoga —dije, rompiendo de nuevo el silencio que se había instalado entre nosotras.
Se volvió hacia mí implorante.
—¡Sí! Ahora sí que lo entiendes, ¿verdad? Entiendes que no encajaba para nada en Skoga, que sigo sin encajar aquí, con mis modales desaliñados de revista y mis ansias de vida, de movimiento y de libertad. Yngve es igual que entonces, es exactamente como era aquel primer verano en Tylösand. Y es precisamente eso lo que lo hace todo tan complicado. ¡Porque realmente lo amo!
Sus ojos pardos se encontraron con los míos de una manera casi desafiante.
—Es decir, amo todo lo que hay en él, que sea todo hombría y autenticidad, pero detesto el lado que muestra a Skoga: el convencional, el tradicional, el mojigato y decente de un pequeñoburgués. La intachable y moralizante sobriedad de Yngve y de todos los demás habitantes de Skoga me crispa los nervios, me entran ganas de desnudarme en mitad de la plaza del pueblo, de hacerme puta, ¡de hacer cualquier cosa con tal de acabar con este idilio burgués! Y —añadió, algo más tranquila—, supongo que fue por eso que inicié una relación con Tommy Holt.
—Si lo he entendido bien —dije en voz baja—, él debió de sentirse más o menos igual.
Lou asintió vivamente con la cabeza.
—Tommy estaba mucho peor naturalmente. Era más joven que yo, cinco años, tenía un carácter mucho más fuerte si cabe, y estaba muy a disgusto en su casa, hasta el punto de languidecer. Sobre todo aborrecía a Margit. Ella le repetía una y otra vez que era adoptado, mientras que Agneta…
—¿O sea, que sabía que no era su hijo?
—Eso. Una de sus ocupaciones preferidas era fantasear acerca de sus verdaderos padres, y le gustaba fingir que yo era su «mamaíta» que lo acariciaba y lo consolaba. —Lou soltó un suspiro, y acto seguido retomó el hilo del relato a tal velocidad que casi se comió las palabras—: Es evidente que todo en su conjunto fue una locura. No que nos hiciéramos amigos, no quiero decir eso, pues creo que era de esperar, y los dos lo disfrutamos y nos beneficiamos mucho de ello. Ni tampoco que nos besáramos y bromeáramos cuando sabíamos que Yngve no estaba cerca, sino que yo accediera a entregarme a él a pesar de que, en realidad, Yngve me proporcionaba toda la satisfacción sexual que pudiera desear. Eso sí que fue una locura. Porque después de la primera vez llegaron muchas más. En cierto modo creo que Tommy me necesitaba, y de hecho, para mí se convirtió en una especie de válvula de escape, una protesta secreta contra todo lo asfixiante que me rodeaba y me decía que «una esposa decente y para colmo feliz no hace estas cosas». Tommy se convirtió en la fruta prohibida, en todo lo pecaminoso y tentador.
—Pero —dije yo, pues a pesar de mi aversión hacia el director Mattson me sentía incómoda hablando de estos asuntos en su propia casa—, ¿cómo pudisteis…? Quiero decir, ¿cómo podíais veros sin que Yngve u otros cientos de personas atentas se dieran cuenta?
—Yngve sale de viaje de negocios bastante a menudo —contestó Lou en un tono ligeramente amargo—. Por aquel entonces no teníamos criada, y creíamos que estábamos a salvo en casa. Pero luego resultó que todas las cotorras lo sabían prácticamente todo acerca de nuestros encuentros, y poco después de que Tommy abandonara el pueblo hubo algún individuo complaciente que se encargó de informar a Yngve. Eso dio lugar a una cadena de terribles escenas. No tenía ni idea de que fuera tan celoso. Bueno, tú misma viste cómo se comportó hoy.
Por alguna razón recordé las palabras de papá, según las cuales era obsceno andar por ahí intentando resolver asesinatos, pero ni siquiera eso me impidió preguntar:
—¿Y por supuesto sabes por qué Tommy se marchó de aquí de manera tan precipitada?
Lou negó con la cabeza con tal determinación que su media melena revoloteó en el aire.
—No. No te voy a negar que lo volviera a ver un par de veces posteriormente, en Estocolmo, pero nunca me dijo nada. Y la verdad es que no era propio de Tommy mostrar tanto secretismo, así que me pregunto…
Pero fuera lo que fuese lo que se preguntara se lo guardó para sí. En su lugar añadió de pronto, con cierta vehemencia:
—Tampoco sé por qué volvió a Skoga. Naturalmente, me dijo que lo hizo por mí, pero la verdad, no lo creo. No, tenía otros planes. ¡Además, difícilmente podía saber que Yngve estaba fuera! ¿O tal vez sí? En cualquier caso estuvo aquí, en mi casa, toda la noche del lunes y la mayor parte del martes. Por la noche yo tenía una fiesta de cumpleaños, y sabía que volvería tarde a casa. Pero acordamos que Tommy entraría a escondidas a eso de las doce y media, porque yo no creía que Yngve fuera a volver de su viaje hasta el día siguiente.
Era evidente que Lou empezaba a estar nerviosa, y sin embargo, yo no acababa de entender el porqué. En cualquier caso tuve la firme sensación de que, a grandes rasgos, se atuvo a la verdad en su relato.
—Eran poco más de las doce y media cuando volví a casa. Lo primero que hice fue acercarme al riachuelo para ver si veía a Tommy. Siempre utilizaba el atajo que pasa por La Ribera para que no lo vieran demasiado en el Valle, y al fin y al cabo tampoco sabíamos que ya habíais llegado. Al ver que no aparecía entré en casa, pero allí me llevé un buen susto. En el dormitorio me encontré con las maletas de Yngve, ¡a medio deshacer! Afortunadamente había vuelto a salir, probablemente para buscarme. Salí corriendo para avisar a Tommy, pero en el camino me quité los zapatos de tacón de una patada y me puse las chinelas con las que resultaba más fácil correr. Pasé por el seto que da al riachuelo y entonces… ¡Y entonces tropecé con Tommy! ¿Lo entiendes? Estaba allí, tirado entre la hierba a la luz de la luna, y me miraba con los ojos como platos. Y a su lado estaba sentado ese horrible gato blanco, completamente inmóvil y con los ojos verdes, que parecía ser la mismísima Muerte. Fue tan repugnante y al mismo tiempo tan increíble que ni siquiera llegué a asustarme. No hasta que de pronto vi a alguien moviéndose entre los arbusto del jardín. ¡Entonces sí me llevé un susto de muerte! No tengo ni idea de cómo conseguí volver a nuestro lado del seto, pero supongo que fue entonces cuando perdí la borla. Estuve buscándola ayer por la mañana.
—A esas alturas se encontraba en nuestra carbonera —señalé enigmáticamente—. E Yngve, ¿cuándo volvió a casa?
Lou entrelazó los dedos, nerviosa.
—A eso de las dos y media. Pero sé… —en ese momento me agarró fuertemente del brazo—, ¡sé que no tiene nada que ver con la muerte de Tommy! Supongo que me creerás, ¿verdad?
No, la verdad es que no puedo afirmar que la creyera en ese aspecto. En general, su comportamiento del día anterior, su miedo a siquiera mencionar el asesinato, el susto que se llevó cuando Yngve tuvo que dar cuenta de sus idas y venidas en la noche del asesinato, todo ello dejaba bien a las claras que ni siquiera ella lo creía.
Sin embargo, pude ahorrarme tener que decírselo, pues en ese mismo instante sonó el timbre de la puerta, estridente y con insistencia.
—Es el fiscal —le susurré, y cogí sus manos entre las mías.
—¡El fiscal! —exclamó con la mirada vacilante y perpleja, al tiempo que sus mejillas se encendían y se apagaban alternativamente—. ¿Qué quiere? ¿Qué debo…?
—Tienes que contárselo todo —dije con firmeza—. Tienes que decirle la verdad. Puede ayudar a esclarecer el enigma. ¡Es lo único que puedes hacer, Lou!
Fue un consejo cándido e íntegro que demostraba que era leal a la sociedad y a las fuerzas del orden. Pero de haber sabido cómo reaccionaría Anders Löving seguramente no se lo habría dado.