7

En medio del silencio que se produjo después de la revelación de Börje Sundin, las palabras parecieron crecer hasta adquirir un significado cada vez más ineludible.

—O sea, que estuvo cenando en la cocina de las señoritas Petrén.

Me sentía excitada y a la vez exultante, solo un poquito. ¿Qué había dicho yo? ¿Acaso no predije que precisamente el mozo del Valle, que gracias a su trabajo podía moverse libremente de un jardín a otro, debía de ser un filón en cuanto a observaciones y datos? Esbocé una sonrisa radiante y me preparé para plantear un torrente de interrogantes, pero se me adelantó mi marido con su tranquila y lacónica pregunta:

—¿Qué hacía usted allí, señor Sundin?

—Yo… yo…

—Tendrá que disculparme, pero me preguntaba qué hacía usted en la cocina de las Petrén ayer, a las nueve de la noche. Supongo que a esa hora del día no suele trabajar.

—Oh, sí, a veces incluso hasta más tarde. Los días no parecen alcanzar para todo lo que uno tiene que hacer. Por cierto —sus ojos claros buscaron esperanzados los marrones de Einar—, nunca estuve en la cocina. Simplemente lo vi a través de la ventana, al pasar.

Y al ver que esta circunstancia atenuante no parecía satisfacer al severo juez sentado en la barandilla del porche, prosiguió, a regañadientes y dubitativo:

—Resulta que había cortado leña para las señoritas el día antes, es decir, el lunes. Y ayer por la noche pasé por allí para trasladar la madera al sótano, por si se ponía a llover. Ya había oscurecido cuando acabé, y al pasar por delante de la cocina tenían las luces encendidas. Tommy Holt estaba sentado a la mesa tomando sopa junto con las dos señoritas. Lo vi claramente, como lo veo a usted ahora, señor Bure, así que no me cabe la menor duda de que era él.

—¿Y aún así, señor Sundin, no le dijo nada a la policía?

Volví a tener la sensación de que estaba sudando.

—No, pensé que… No quería, sabe… Pero mañana mismo iré a ver al jefe de policía, si el señor Bure realmente cree que le gustaría saberlo.

El señor Bure estaba absolutamente convencido, y Sundin se volvió aliviado, dispuesto a irse cuando de pronto se detuvo con un grito ahogado de consternación y espanto. Seguí su mirada, pero no vi nada que pudiera hacer que un hombre tan grande y fuerte temblara de aquella manera. Estábamos completamente solos en la finca, frente a nosotros se extendía un pacífico y bien cuidado césped, y en medio del césped estaba Tutmosis III lamiéndose meticulosamente el pelaje blanco. Sus ojos, que hacía unos segundos se habían posado en la fachada lateral de la casa tras la cual Börje Sundin se había replegado entre murmullos apenas audibles, brillaban indiferentes y amarillos como la arena del desierto.

—¿Alguien más que le tenga miedo a Tutmosis? —dije, incrédula—. Me pregunto…

—Ni la mitad que yo. —Einar se estremeció, incómodo—. ¿Sabes lo que pienso proponer?

—¿Que vayamos directamente a casa de las Petrén y les preguntemos a quién invitaron a sopa anoche, a las nueve?

—No, que demos un pequeño paseo, y que nos comprometamos a hablar de cualquier cosa menos de Tommy Holt.

Me di cuenta enseguida de que era una buena propuesta. Después de abrigarnos un poco y vestirnos con ropa algo más decente, salimos por la verja de La Ribera con una sensación casi bochornosa de alivio, y nuestra charla fue de lo más incoherente, banal y felizmente absurda. Pasamos a toda prisa por delante de la verja adornada con corazones que custodiaba el castillo de madera de las Petrén, y pronto llegamos a la ancha carretera. Una vez allí teníamos que tomar una decisión.

—Vamos al bosque —dijo Eje.

—Vamos al pueblo —dije yo.

Fui yo quien se salió con la suya, y no puedo decir que fuera demasiado acertado. En realidad echó a perder nuestro relajado paseíto.

Al principio todo fue muy agradable y simpático. Admiramos la torre de la iglesia, cuya imponente cruz brillaba aún más dorada por arte de los últimos rayos de sol del día, subimos alegremente por la pequeña cuesta que conducía a la calle principal de Skoga, y Einar me contó que de niño había robado manzanas a capazos en el gran jardín de la izquierda. Mi incredulidad por las molestias que se había tomado, sobre todo teniendo en cuenta que sin duda en La Ribera había manzanas mucho más sabrosas, dio lugar a un cántico sostenido al maravilloso encanto del robo de manzanas que se prolongó hasta el final de la calle Prästgatan. Fue allí donde de repente fuimos conscientes de que todo el mundo nos miraba.

Los pocos paseantes que nos encontramos por el camino, el gran número de ociosos hombres y muchachos que se reunían a la manera pueblerina en pequeños y aburridos grupos por las esquinas, los rostros anónimos tras las macetas de pelargonios: todos nos miraban precisamente a nosotros. Las conversaciones que mantenían se detenían al acercarnos, algún que otro apartaba la mirada, un poco cohibido, cuando pasábamos por su lado, pero la mayoría ni siquiera hacía el ademán de intentar ocultar su interés y su curiosidad. Nos comían literalmente con los ojos. Yo me sentí desnudada, atosigada, abandonada a merced de estos ojos mudos y voraces que nos miraban fijamente.

—Eje —dije a media voz y aterrorizada, y su brazo se cerró en torno a mí con mayor firmeza.

—Deja que miren, amor mío. No se tiene ocasión de vivir un asesinato de primera mano en Skoga todos los días. Y para los que no podrán ver el cadáver, nosotros somos el mejor sucedáneo. Además, estás de muy buen ver.

Pero por el tono de su voz supe que él tampoco se sentía cómodo con este inesperado desafío. A mí lo que más me apetecía en ese momento era salir corriendo por la primera calle vacía que encontrara. Sin embargo, Einar, que tiene otra mentalidad, se decidió por la táctica opuesta. De pronto me condujo al otro lado de la estrecha calle en dirección a uno de los grupos que nos miraba descaradamente y en cuyo centro había descubierto a un conocido. Como de costumbre, resultó que un ataque era la mejor defensa. Los jóvenes se retiraron cortados pero sonrientes, y medio minuto más tarde nos quedamos a solas con aquel conocido en la esquina de la calle.

El joven rubio se presentó y resultó ser un antiguo compañero de colegio de Einar que actualmente llevaba una empresa de pinturas en el pueblo. Ventilamos la gran sensación del día, y Eje le contó brevemente lo que sabía y le preguntó:

—Tú conocías bien a Tommy, ¿verdad?

—Pasamos mucho tiempo juntos mientras vivió aquí en el pueblo. Era un tipo simpático y listo, siempre estaba a la última, al tanto de todo lo que era divertido. Tal vez un poco salvaje, eso sí, pero absolutamente honrado en todos los sentidos. Es horrible pensar que…

—¿Tuviste noticias suyas desde que abandonó Skoga?

—Ni una sola palabra. Pero supongo que no era de los que se dedican a escribir cartas.

—¿Tienes alguna idea de dónde pudo quedarse durante estos días?

—No. Es todo muy raro, ¿no te parece? —El rubio nos miró a Eje y a mí con ojos vacilantes y llenos de preocupación—. Pero creo que hay una cosa que sí puedo asegurarte. Si no hubiera tenido la intención de acudir a alguien en concreto en el Valle y hubiera querido alojarse en el pueblo habría acudido a mí.

—¿Quién crees tú que lo alojó? ¿Sus padres?

—¡Oh, no, no en casa del coronel! Pero supongo que habría alguien más en el Valle que…

Y tras esta pequeña insinuación el maestro pintor se evaporó y le dejó su puesto en la acera a un cansado y sudoroso Leo Berggren. Dimos media vuelta y volvimos paseando por Prästgatan en compañía del jefe de policía. Supongo que seguíamos siendo el punto de mira de todos los curiosos, pero para entonces yo ya estaba más interesada en lo que Berggren tenía que contarnos.

—Todo es un maldito embrollo, hijos míos, no veo cómo saldremos de ésta. Hace diez horas que encontramos al pobre Tommy apuñalado en vuestro jardín, ¿y qué hemos conseguido descubrir realmente? Nada, prácticamente nada. Sabemos que el muchacho llegó aquí con el tren de las nueve y media el domingo por la noche, y sabemos que un cuarto de hora más tarde desapareció por la carretera transversal que conduce al Valle. ¡Pero a partir de ese momento nadie lo volvió a ver! He interrogado a cada uno de los habitantes del Valle y a la mitad de la población del pueblo, pero lo único que he sacado de todo ello han sido sacudidas de cabeza y semblantes indiferentes. ¡Y sin embargo, tiene que haber estado en algún lugar!

Nos apresuramos a darle la gran noticia de que hacía más o menos un día había estado cenando en la cocina de las Petrén, y un ceñudo Leo Berggren tomó rápidamente el camino en dirección al Valle.

—¡Se las verán conmigo, esas malditas cotorras presumidas! Además me fío muy poco de la gente de ese barrio. Bueno, discúlpame, Einar, naturalmente, no me refiero a ti y a tu familia. Pero todos los demás… Me juego lo que sea a que todos ocultan algo. Tampoco tienen una coartada decente, ninguno de ellos. Todos «estaban durmiendo» a pierna suelta mientras alguien asesinaba a Tommy, pero a todos y cada uno de ellos les va a costar un poco probarlo. Elisabet Mattson vive sola en su casa, al igual que Börje Sundin. En la casa de los Holt son tres, es cierto, pero a la muchacha la tienen aparcada en la planta de abajo, y el coronel y su esposa duermen en habitaciones separadas. Es imposible sacarles un solo dato sensato a Livia y Olivia Petrén, y en cuanto a los señores Mattson ya sabéis que hacen todo lo posible por contradecir la versión el uno del otro. ¡Maldito lío!

—Pero Lou Mattson estuvo en casa de una amiga —señaló Einar en un intento de animarlo—. Ella debería poder certificar cuándo se fue Lou de su casa.

—Debería, sí —concedió el jefe de policía amargamente—. Solo que se fue de vacaciones a Copenhague esta mañana.

Parecía innegable que Leo Berggren tenía motivos bien fundados para mostrarse pesimista. Y su mirada era casi suplicante cuando nos preguntó si podíamos acompañarle a la casa de las señoritas Petrén.

—A lo mejor nos las apañamos mejor si somos tres.

Esta vez tuvimos que buscar un buen rato hasta encontrar a las habitantes del particular castillo de madera. Todas las puertas estaban abiertas, y entramos y salimos a nuestro aire en la cocina, en el porche, en un curioso vestíbulo octogonal, y finalmente atravesamos una larga hilera de pequeñas y divertidas habitaciones, hasta que por fin encontramos a la señorita Livia en un desteñido salón abarrotado de cosas, con una mesa de caoba, un secreter y un sinfín de antimacasares. Nos invitó a tomar asiento y puso cara larga durante un minuto cuando rechazamos una taza de café. Luego dirigió sus astutos ojos hacia el jefe de policía.

—Bueno, Leo, ¿qué tal van tus pesquisas? Se dicen las cosas más terribles en el pueblo: que interrogaste y torturaste a Lou Mattson hasta que perdió el conocimiento de puro agotamiento, aunque si quieres saber mi opinión tuvo lo que se merecía, esa pedazo de arrogante. También dicen que Agneta Holt ha sufrido un ataque de histeria y que ha reconocido que fue ella quien apuñaló a su hermano con un cuchillo de trinchar, y que el famoso profesor vino aquí desde Egipto con el único propósito de vengarse de Tommy que le había robado tres mil coronas, y…

—¡Dios mío! —exclamó Einar, entre la risa y la furia—. ¿De dónde han sacado todo esto?

—De los servicios secretos de inteligencia de Skoga. —Berggren sonaba cansado y sarcástico al mismo tiempo—. Trabajan rápido, pero no siempre son de fiar. Y ahora, mi querida Livia, me gustaría hablar contigo de un asunto que yo he oído por ahí. Dicen que tú también tienes cosas que ocultar en el caso Tommy Holt, y que sabes más de lo que le has contado a la policía.

De pronto los ojos de ardilla de Livia se tornaron cautelosos, circunspectos. Frunció la boca y declaró:

—Leo, a tu edad realmente deberías haber aprendido a no hacer caso de los cotilleos. Te aseguro que te he dicho todo lo que sé.

Pero llegados a este punto Olivia, que acababa de entrar en el salón entre resuellos, la interrumpió y se quedó mirando al jefe de policía con infantil deleite.

—¡Ha descubierto nuestro secreto! ¡Lo sabía! Sabía que no tardaría en estar sobre la pista. Nuestro estimado Leo es como el inspector French, y French siempre es tremendamente eficaz y habilidoso. Pero me parece muy feo por tu parte que no me dejaras ver ni el más mínimo vislumbre del cadáver, tú, que sabes perfectamente lo mucho que me gustan los cadáveres.

Leo Berggren gimió levemente, pero Einar dio una palmadita cómplice a la mano regordeta de Olivia y le dijo en un tono de voz reconfortante:

—En cambio ahora, doña Olivia, tiene usted la oportunidad de colaborar con la policía en el esclarecimiento del crimen. ¡Eso es emocionantísimo! Pero antes que nada, cuéntenos cuándo apareció Tommy por aquí.

—¿Cuándo? Pues el domingo por la noche. Llegó en el tren de las nueve y media, y…

—Entonces, ¿ustedes sabían que vendría?

—Por supuesto que lo sabíamos. Nos había escrito para preguntarnos si podía quedarse aquí. Pero tuvimos que prometerle que no se lo diríamos a nadie.

—Y a pesar de ello —le reprendió Livia—, aquí estás tú cascándolo ante nada menos que tres personas.

—Pero… —empezó a decir Olivia, infeliz, y Einar acudió rápidamente en su ayuda.

—Tommy ha muerto, y por lo tanto todo ha cambiado. Fue asesinado aquí en el Valle, y estamos intentando averiguar quién lo hizo.

Se produjo una pausa durante la cual Leo Berggren carraspeó, Livia resopló, y Olivia, apurada, se pasó un dedo por las rayas de su vestido amarillo a cuadros.

Einar siguió hablando, cauteloso, como si se dirigiera a una criatura asustada y caprichosa.

—Es decir, que estuvo alojado aquí todo el tiempo. Y eran las únicas que sabían que estaba aquí.

Olivia cayó confiada y apasionada en la trampa.

—No, por supuesto que no. Estuvo fuera haciendo alguna que otra pequeña visita en… en algún lugar del vecindario.

Había puesto cara de pícara, pero el rostro flaco de su hermana transmitía una creciente y clara desaprobación, y Eje presumió que lo mejor sería pasar a la siguiente pregunta:

—Entonces, ¿tal vez fuera ése el motivo que lo llevó a Skoga? Esas pequeñas visitas.

—¡No, desde luego que no! —Olivia meneó enérgicamente sus canosos rizos—. Tenía otro cometido, algo secreto e importante. Era algo con una carta que cambiaría su vida.

Pero a estas alturas Livia ya había tenido bastante. Se levantó con un gesto ostensivo, y sus labios eran como una fina línea cuando se volvió hacia la parlanchina Olivia.

—Ahora me temo que tendrás que reconocer que te estás dejando llevar por la imaginación. Ni tú ni yo hemos visto una carta, y fuera cual fuese el propósito de Tommy con esta desgraciada excursión a Skoga nosotras lo desconocemos. Sentíamos debilidad por el chico, y lo recibimos lo mejor que pudimos, y además lo dejamos a su aire. Es lo único que podemos decir. Y ahora creo que ha llegado la hora de que nos vayamos a la cama.

Todos nos pusimos en pie, aunque Leo Berggren se demoró un poco más.

—Por cierto, bueno… ¿Supongo que comparten dormitorio?

Su respuesta fue abrumadora en toda su frialdad.

—Esta noche ocupamos cada una su habitación, si se refiere a eso.

—¿Esta noche? ¡Hum! ¿Quiere eso decir…?

—Quiere decir —dijo Livia con dignidad—, que solemos compartir el antiguo dormitorio de nuestros padres. Pero de vez en cuando, cuando estamos un poco menos de acuerdo en algo, nos separamos.

Por las comisuras de sus labios vi que a Eje le costaba mantenerse convenientemente serio.

—¿Puedo preguntarle qué fue lo que causó la desavenencia ayer noche?

Por raro que pueda parecer, contestó en seguida a la pregunta indiscreta:

—Fue Olivia quien se empeñó en espiar a Tommy. Volvió a casa a eso de las once, y más tarde vimos a través de la ventana que se escurría a través del hueco en el seto que linda con La Ribera. Y yo dije: «¿Cómo se atreve cuando sabe que los Bure han llegado hoy?», pero Olivia dijo que no podíamos saber si él sabía que habían llegado, y además a Tommy siempre le encantaron el jardín y el bote de remos de La Ribera, ¿y no podíamos seguirlo para ver con quién pensaba reunirse? Pero a mí me pareció que sería poco digno por nuestra parte meternos en esta clase de asuntos. —De repente su voz se tornó vieja y triste—. Ahora siento no haberlo hecho. ¿Quién sabe? A lo mejor hubiéramos podido salvarle la vida a Tommy.

Volvimos en silencio a través de las pequeñas y acogedoras salitas. De pronto me detuve con un grito.

—¿Esa enorme fotografía? ¿Ése es Tommy Holt?

Es difícil decir por qué me conmocionó tanto. Pero nunca había visto a Tommy tal como era cuando todavía estaba vivo, nunca lo había visto de otra manera que no fuera cuando la muerte ya había deformado sus facciones y las había congelado en una mueca irreal y grotesca. Solo entonces, al verle reír desde uno de los innumerables secreteres de las señoritas Petrén, su figura se volvió extrañamente real para mí. Solo entonces caí en la cuenta, con un intenso sentimiento de compasión, de que había estado muy vivo. Sus oscuros ojos y su sonrisa ligeramente arrogante dejaban entrever unas inmensas ganas de vivir y una tremenda presunción. Su rostro era estrecho y bastante tierno, toda su actitud transmitía encanto y flojera a partes iguales. Era lo suficientemente atractivo para captar el interés de cualquier joven corazón femenino y suficientemente aniñado para despertar el instinto maternal del resto de las mujeres. En cuanto a mi propio corazón, mutó en el acto hacia un sentimiento favorable a Tommy Holt.

La fotografía estaba fechada en 1948, y en la parte inferior ponía, con una letra sorprendentemente apretada e insegura, «No olviden a Tommy».

Pronto descubrí que la petición, al menos para mí, resultaba innecesaria. Incluso cuando nos acostamos aquella noche, su sonrisa seguía persiguiéndome, y dije, pensativa:

—Cuéntame si Tommy…

Pero Eje, que acababa de apagar la luz y se había metido en la cama junto a mí, se resistió.

—¿Acaso crees que estoy dispuesto, en mi propia cama de matrimonio…?

—Es de Ingrid.

—¿Disculpa?

—He dicho que es la cama de Ingrid.

—¿… a entretenerte con historias de otros hombres, por muertos que estén? Además, estoy harto de asesinatos y cadáveres y demás escabrosidades. Tengo una fuerte necesidad de sentir que al menos yo estoy vivo y que tú también lo estás.

Sin embargo, por primera vez durante nuestro corto matrimonio lo aparté de mí y me incorporé impaciente en la cama.

—No me importa ni lo más mínimo el difunto Tommy Holt. Lo que quiero saber es cómo era mientras estaba vivo. Eje, mi amor, ¿no lo comprendes? Hoy he conocido a un montón de gente, de hecho he conocido a todos los que viven en el Valle, salvo a Elisabet Mattson. Uno de ellos probablemente sea el asesino. Pero el único que realmente me interesa es Tommy. Tenemos que empezar por él. Quiero conocerlo, aunque no sé cómo hacerlo. Tienes que ayudarme.

Eje soltó un suspiro.

—Si te echas para que no tenga que hablarle a tu espalda, por muy maravillosa que me parezca, veré qué puedo hacer. Pero te advierto que es muy poco lo que puedo contarte, pues verás, en realidad yo no conocía a Tommy Holt. Aunque el coronel pertenece a una antigua familia de Skoga y sus padres frecuentaban mucho a nuestra familia, después de 1927, cuando el juez Holt murió, Wilhelm dejó de tener un motivo para visitar el pueblo. Luego volvió a comprar la casa familiar después de jubilarse y se instaló aquí, en el Valle. Creo recordar que fue por las Navidades de 1946. Vi a Tommy por primera vez el verano después. Entonces él tenía veinte años y yo veintisiete, y recuerdo que lo encontré demasiado guapo y por lo demás bastante pesado. Empezamos a jugar al tenis juntos, asistíamos a alguna que otra fiesta de Lou y salíamos a navegar en su nueva lancha motora de la que estaba tremendamente orgulloso. Si tuviera que establecer una especie de diagnóstico psicológico, y tengo entendido que es precisamente lo que andas buscando, creo que diría que buscaba afecto y seguridad. En cierto modo parecía desarraigado; ora demasiado seguro de sí mismo, ora demasiado inseguro. Creo que no se sentía especialmente cómodo en su casa, me imagino que Wilhelm era demasiado severo y Margit demasiado permisiva. Siempre se mostró amable y atento con Agneta, y de hecho él era el único que soportaba su torpeza y timidez. Y es evidente que ella lo admiraba inmensamente. Por lo que tengo entendido, su apetito sexual no solo despertó tempranamente sino que era muy fuerte, aunque no solíamos hablar de esta clase de cosas demasiado a menudo, pues a pesar de que yo era mayor que él, también era por naturaleza más vergonzoso y frío.

—¡Ejem!

—¿Decías algo?

—No, en absoluto, simplemente me he atragantado.

—No te pongas irónica ahora. Quiero recalcar que todo eso fue en un tiempo en que tú todavía no habías despertado mis instintos. Pero estábamos hablando de la vida sexual de Tommy, no de la mía. Supongo que debo revelarte que fue obligado a abandonar el instituto en primero de bachillerato, al verse envuelto en un espeluznante caso de violación. Él mismo me lo contó, y luego me dijo, en un tono resignado al tiempo que amargo: «Si una vez te han tachado de manzana podrida siempre te darán la culpa de todo lo que suceda, por muy inocente que seas. Pero qué más da…». Bueno, no sé si tengo mucho más que añadir. En el verano de 1948 solo nos volvimos a encontrar fugazmente, pero por entonces todo el pueblo parecía un hervidero de escandalizados chismorreos acerca de sus escapadas. Eran chismes sobre alcohol, mujeres y comportamiento indecente. No me gustaba escucharlos, pero tuve que admitir que Tommy parecía muy cambiado. Más desgastado, pero también más duro y fuerte. Tal vez también fuera más feliz, así que… En realidad sabemos tan poco…

Se hizo el silencio en nuestro dormitorio. Fuera susurraban las ramas del alto guindo. Los labios de Einar acariciaron mi mejilla.

—Pobre Tommy —dije en voz baja—. Es evidente que no era fácil para él, ni vivir ni morir.

Recordé la fotografía con su sonrisa desafiante y alegre, pero también recordé el aspecto que tenía echado entre la hierba, con la boca abierta y el bello rostro desencajado por el miedo a morir y el dolor. Bajo la palma de mi mano latía el corazón de Einar, con fuerza y rítmicamente, y volví a susurrar a la oscura noche de agosto:

—Pobre Tommy.