Tras los primeros minutos de asombro consternado comprendí que andaba buscando algo. Se arrastraba nerviosa y a empellones de un lado a otro del césped, de un lado al otro del lugar donde recientemente había yacido el frío e inmóvil cuerpo de un ser humano. Examinaba intensamente cada brizna de hierba, palpaba la superficie con las manos, casi olfateaba, pero todo en vano. Fuera lo que fuese lo que andaba buscando era evidente que ya no estaba allí. Con un ademán de impaciencia se puso en pie, y por fin pude formarme una idea del aspecto de la inesperada intrusa.
Lo que tenía delante era innegablemente una aparición digna de ver. Debía de tener entre veinticinco y treinta años, su figura era absolutamente perfecta, y puesto que no llevaba nada más aparte de unos pantalones cortos de tenis y un top blanco tuve ocasión más que suficiente para constatar que tenía la piel lisa y delicadamente bronceada. Sin embargo, pongo en duda que un hombre fuera a dirigir gran parte de su atención a sus piernas bronceadas o a las caderas bien torneadas después de haber visto su rostro. No porque en realidad su rostro fuera bello. Su frente era demasiado baja y ancha, su boca demasiado grande y demasiado pintada, sus pómulos demasiado prominentes. Pero su melena castaña y brillante, que estaba cortada formando un flequillo tieso sobre la frente, enmarcaba su rostro de manera espectacular. Tenía ojos oscuros y una mirada intensa, y su boca encarnada resplandecía de una manera tan provocativa y casi vulgarmente ávida de vivir que resultaba fascinante. Iba descalza, y no importaba que el esmalte rojo de las uñas de sus pies desentonara con el violento color de sus labios. Muy al contrario, pues le sentaba bien.
En cambio, su persona encajaba muy mal en este entorno. En París o en Copenhague no habría llamado la atención, probablemente tampoco en ciertos círculos de Estocolmo. Pero esto al fin y al cabo no era París ni Estocolmo, sino uno de los barrios residenciales más tranquilos y discretos que se podía encontrar entre los pueblos suecos. Sin que nadie tuviera que decírmelo, me di cuenta de que esta mujer no pintaba nada en Skoga, que no había nacido ni se había criado aquí, que no representaba ninguna de las ideas y reglas no escritas relativas a la vestimenta, el peinado y el comportamiento, sino todo lo contrario: toda ella era una protesta contra estos conceptos. No estaba segura de que fuera a caerme bien, pero tenía muchísimas ganas de conocerla más de cerca.
Me había quedado completamente quieta, medio oculta tras las frondosas hojas de las lilas, y ella no había reparado en mí a pesar de que en varias ocasiones había estado a apenas un par de metros de distancia de la glorieta. Consideré la posibilidad de dar los dos pasos que me separaban de la luz del sol y sorprender a la intrigante figura en el césped, pero no me dio tiempo a decidirme, pues para entonces ella ya había dispuesto un cambio de escenario.
Miró una última vez alrededor, puso morritos ligeramente decepcionada y luego se volvió. Salió corriendo, silenciosa y veloz, con sus pies descalzos en dirección al riachuelo, se subió a una de las piedras rugosas y desapareció tras los abetos. La seguí con la mirada mientras mis ideas empezaban poco a poco a ordenarse en mi cerebro.
Sabía que tres de las seis casas del Valle estaban ubicadas a lo largo del riachuelo. Una de ellas, la que estaba más cerca del pueblo, pertenecía a las chicas Petrén, la segunda era La Ribera, a la tercera la llamaban comúnmente la de los Mattson. El alegre y simpático reportero me había animado elocuentemente a «no perder de vista a los señores Mattson», y decidí hacerle caso.
El pequeño camino tras el seto de abetos era más difícil de seguir de lo que había imaginado. Resbalé en las piedras y me arañé con las ramas de los abetos, y a punto estuve de caerme al riachuelo. Y me di cuenta, mientras maldecía mis resbaladizas sandalias, de que era una gran ventaja ir descalza en excursiones de este tipo. Sin embargo, conseguí pasar al terreno vecino, y una vez a salvo descubrí que en rigor no tenía ni idea de lo que estaba haciendo allí.
De manera inconsciente, había dado por supuesto que el jardín de los Mattson tendría el mismo aspecto que el nuestro, el de las Petrén y el de los Holt. Y que por lo tanto me ofrecería un sinfín de arbustos y cenadores donde poder esconderme y descansar convenientemente mientras ideaba un plan de ataque. Sin embargo, era evidente que aquí regían un concepto y una arquitectura más modernos. Los pocos árboles que había estaban confinados a la parte entre la casa y la calle. El vasto jardín que se extendía frente al riachuelo estaba ocupado por un césped bien cuidado, gigantesco y poco natural. Había también jardines de rocas artísticamente dispuestas y arriates, y, apenas podía creer mis propios ojos, una piscina bastante profunda y ancha. Teniendo en cuenta el riachuelo que discurría a unos diez metros de allí, en un primer momento me pareció que la piscina sumergida en el césped era sencillamente ridícula, pero entonces vi el agua densa y turbia del riachuelo y luego el agua sin duda marrón pero cristalina de la piscina, e intuí que tal vez fuera una forma de lujo de lo más atractiva. La casa era relativamente nueva. Era de una sola planta y funcional, con solárium y enormes puertas de cristal que daban al jardín; en realidad era bastante bonita y seguramente práctica y agradable.
Me acerqué indecisa. Las dos puertas de cristal estaban abiertas, y de pronto salió un chorro de música enturbiando así el silencio matinal. Era la gran aria de Sansón y Dalila:
—Dulce como el cáliz de las flores…
El acompañamiento era un poco torpe y chapucero, pero la sonora y ligeramente ronca mezzosoprano superaba de forma brillante todos los pasajes complicados, y esperé con la respiración contenida que alcanzara su punto álgido en el grandioso final, cuando de pronto enmudeció abruptamente casi en mitad de una nota.
Decepcionada me acerqué a la puerta y miré hacia el interior. En una silla frente al gran piano de cola estaba sentada la mujer misteriosa de mi jardín. Seguía vistiendo la escasa ropa de antes, y el pie bronceado que descansaba sobre el pedal todavía estaba descalzo. Había dejado caer las manos sobre las rodillas y toda su figura parecía tan inmóvil y pensativa como la de un ídolo egipcio.
Di un paso adelante y pisé la mullida moqueta de color verde musgo.
—¡Oh, por favor, siga! Me encanta. Ha sido hermoso.
Giró sobre el taburete del piano y sus oscuros ojos se me quedaron mirando largo rato, desafiantes y ligeramente inquisitivos. ¿Acaso me había visto, después de todo, allí abajo entre las lilas?
Entonces sacudió la cabeza con pesar.
—Desgraciadamente es demasiado difícil, al menos para mí.
Tenía una voz profunda, aún más profunda de lo que me había parecido hacía un momento en el aria de Saint-Saëns. Me apoyé contra el piano de cola y dije, solo por decir algo:
—Soy Puck Bure.
—Lo sé. —La mujer se pasó una mano morena por el pelo liso y brillante y de corte casi geométrico—. Me llamo Lou, Lou Mattson.
Vaya, o sea que sabía quién era yo. Entonces también debería arder de curiosidad por saber lo que había tenido lugar en La Ribera durante las últimas horas. Decidí dejar que fuera ella quien sacara el tema a colación.
Pero de momento prefirió seguir hablando de música.
—¿Lo dices en serio? ¡Sé sincera! ¿Canto bien? ¿O solo lo has dicho para adularme?
Le aseguré, absolutamente de acuerdo con la verdad, que me parecía que tenía una voz maravillosa: tanto rica como preciosa y evidentemente muy educada.
Soltó una risotada ligeramente amarga.
—Si tú supieras el montón de dinero que me he dejado para educarla sin duda te quedarías pasmada. Verás, de hecho hubo un tiempo en que realmente soñaba con que llegaríamos lejos, mi voz y yo. Pero eso fue antes de convertirme en una señora burguesa y acomodada de Skoga.
Se levantó y de pronto me preguntó:
—¿Has almorzado? Ahora mismo pensaba comer. ¿Me acompañas?
Supuse que Hulda, a pesar del revuelo, se habría ocupado de mi padre, y puesto que de todas maneras Einar había desaparecido, le respondí que con mucho gusto.
Fue un almuerzo de lo más agradable en un rincón a la sombra, sobre la terraza. Lou había sustituido el top por un vestido de lino blanco y se comportó como la perfecta anfitriona. De hecho lo manejó todo de manera tan hábil que cuando llegamos al café y al cigarrillo todavía no habíamos agotado los temas de conversación impersonales como la música, el teatro y la literatura. A esas alturas me había enterado de que estaba dotada de un temperamento voluble y áspero, que guardaba unas antipatías y simpatías muy vehementes, y que estaba más versada en música que en la buena literatura. También me enteré de que su marido, que por lo visto era comerciante en el pueblo, se llamaba Yngve, que no tenían hijos y que ella lamentaba que no vivieran en Estocolmo en lugar de Skoga. Sin embargo, solía escaparse a la capital un par de veces al año para acudir a la ópera y al Konserthuset, el auditorio de música, y para hacerle una visita a su antiguo profesor de canto.
—No tiene sentido dejar que mi voz se oxide del todo. Y además es un buen pretexto para salir de aquí y airearme un poco.
—Me parece que no te sientes a gusto en el pueblo.
Lou hizo una mueca por demás elocuente.
—Si tú hubieras pasado un invierno en Skoga desde luego no te sorprendería tanto. Es un lugar de lo más aburrido y tedioso. Aquí nunca pasa nada, más allá de una sucesión interminable de aniversarios y reuniones de mujeres, después de las nueve y media de la noche todo el pueblo está sumido en el sueño más profundo. La verdad es que a veces me siento como una verdadera Bella Durmiente, aunque sin la esperanza de que alguna vez vaya a aparecer el apuesto príncipe para despertarme.
Había hablado con gran vehemencia, y la expresión de su ancho rostro que transmitía unas enormes ansias de vivir daba muestras de desasosiego y agitación. Objeté cautelosamente:
—Pero tienes a tu marido…
Su oscura mirada pareció vacilar y ceder, pero solo por un breve instante. Entonces asintió tranquilamente con la cabeza:
—Es un buen hombre. Y creo que estoy tan enamorada de él como cuando nos casamos, hace siete años. Y sin embargo…, si estuviera soltera, fuese libre y pudiera volver atrás no sé si elegiría esto, la verdad.
El vago gesto comprendía todo el idilio en su conjunto: el césped bien cuidado, las flores, la lujosa piscina, el riachuelo y el seto de abetos. Pensé patéticamente que yo sería feliz con Eje aunque viviéramos solos en un iglú en la Antártida, y mientras contemplaba su esbelta figura, su brillante flequillo y sus labios carnosos, ahora con el pintalabios medio comido, se apoderaron de mí unas tremendas ganas de ser cruel, de reventar todo aquel apacible mundo cotidiano que ella afirmaba despreciar.
Apagué impaciente el cigarrillo que acababa de encender y dije:
—Bueno, yo todavía no llevo ni un día aquí, pero desde luego no me puedo quejar en cuanto a emociones. Un cadáver al día me sobra y me basta, francamente.
Ella se sobresaltó, y el rubor inundó su rostro como largas lenguas que le subían por el cuello, aunque nunca llegué a saber qué era lo que se disponía a decirme. Pues justo en aquel mismo instante la pequeña criada que nos había servido el almuerzo me comunicó que el doctor Bure estaba al teléfono y que quería hablar conmigo.
—¿Conmigo? ¿Cómo sabe que estoy aquí?
—Es la telegrafía inalámbrica de Skoga, querida. Dejas de preguntarte estas cosas cuando llevas un tiempo aquí.
El tono de Lou era irónico, pero sus ojos reflejaban temor. Sin embargo, este pronto se transformó en determinación cuando volví y le dije que tenía que volver a casa, pues todo el mundo en La Ribera, incluido el fiscal Löving, que se había sumado al resto, parecía echarme mucho de menos. Lou volvió a aplicarse descuidadamente una nueva capa de pintalabios, se pasó un peine por su espesa y lisa melena y anunció que quería acompañarme.
—Hace tanto tiempo que no veo a Einar. Además empiezo a sentir curiosidad por lo que tenéis montado allí dentro.
Sofoqué un primer impulso de señalar que hasta entonces había conseguido ocultar su curiosidad de una forma casi anormal, y mientras recorrimos el camino a casa a través de una suntuosa entrada de vehículos de madera barnizada de color marrón y entrábamos por la sencilla verja pintada de blanco de La Ribera, no tuve más remedio que reconocer abatida que no me había enterado de nada de interés. Por ejemplo, de lo que había andado buscando con tanto ahínco en nuestro jardín. Y por qué había fingido durante toda nuestra conversación que desconocía un asunto que para entonces ya debía de ser la comidilla, no solo en el Valle, sino en todo el pueblo de Skoga.
Me arrepentía de no haber sido más incisiva planteándole preguntas más directas, y esperaba profundamente que Anders Löving le apretara las tuercas cuanto antes.
En aquel momento no había nadie más en el porche aparte de papá y Tutmosis III. Sin embargo, el comportamiento de ambos era un poco extraño.
Papá se había puesto educadamente de pie. Pero su manera de mirar a Lou a través de las gafas de moldura de carey no era desde luego ni educada ni discreta, y advertí que ella empezaba a sentirse molesta. De pronto papá esbozó su desarmante y distraída sonrisa, y murmuró:
—Disculpe, el parecido es tan sorprendente… El cabello, los ojos y, bueno, todo. Casi llegué a asustarme. Pero supongo que no debe de saber a quién me refiero. Se llamaba Nofrit y era una princesa egipcia…
Recordé una imagen elocuente de la joven hija de faraón, con su rígida peluca y sus sensuales labios, y me volví hacia Lou intentando disculparme, pero a punto de estallar de risa, y dije:
—Debes tomártelo como un magnífico cumplido. Aunque la mujer a quien le recuerdas a papá tenga más de cuatro mil años.
—Cuatro mil ochocientos, para ser exactos.
—Pero todos los egiptólogos la consideran una de esas bellezas que embelesan. Por cierto, ¡parece que también a Tutmosis le resultas atractiva!
La dama en cuestión llevaba un buen rato sumida en una especie de expresión amorosa, y de pronto dio un grácil salto hasta el hombro izquierdo de Lou. Allí permaneció con gran habilidad mientras introducía cariñosamente su rosada naricita por debajo de la melena recta de Lou para lamerle la oreja.
Pero Lou sufrió algo parecido a un ataque de histeria.
—¡Uf, quítamelo! —exclamó—. Detesto los gatos. ¡Quítamelo, ahora mismo!
Se produjeron unos minutos de revuelo. Yo apartaba y tranquilizaba a Tutmosis mientras Einar, que acababa de aparecer, tranquilizaba a Lou. Anders Löving, teniendo en cuenta las circunstancias, se mostró bastante correcto y amable. Se sentó expectante en el rincón del sofá más alejado, y cuando poco a poco fuimos dejando de hablar todos al mismo tiempo, él preguntó mansamente si podía aprovechar la ocasión para hacerle algunas preguntas a la señora Mattson, ya que estaba allí. Y puesto que de todos modos tenía que interrogar a los vecinos sobre unos cuantos asuntos…
Lou dejó que Einar le encendiera un cigarrillo mientras esperaba inexpresiva.
—Tengo entendido que el director y usted, señora Mattson, viven en la casa de al lado. ¿Llevan mucho tiempo allí?
—Mi marido se crió aquí. Aunque cuando sus padres fallecieron hizo derribar la antigua casa y construyó una nueva. Llevo viviendo en ella desde que nos casamos.
—¿Y eso fue…?
—En el otoño de 1944 —respondió con cierta irritación.
—¿No nació en Skoga?
—No, soy de Estocolmo.
—No obstante, lleva siete años viviendo aquí. Así pues, debería estar en situación de contarme cómo son las relaciones entre las familias que viven aquí, en el Valle. ¿Se frecuentan?
Lou lo miró sorprendida y ligeramente vacilante. Saltaba a la vista que no se esperaba esa clase de interrogatorio.
—Sí y no. Mi esposo y yo nos vemos bastante con Kai e Ingrid Linder, y también, naturalmente, con mi cuñada, que vive enfrente, al otro lado de la calle. El coronel está emparentado con la familia, pero Margit Holt está demasiado delicada, y últimamente viven bastante aislados, y las chicas Petrén son demasiado agarradas para permitirse el lujo de relacionarse con alguien. Aunque, por supuesto, pasamos de uno a otro jardín, al menos en verano, para admirar flores y comparar fresones. Afortunadamente, no nos llevamos mal.
—¿Considera usted probable que una persona pueda mantenerse oculta en una de las casas de la zona, digamos durante tres días, sin que los vecinos se enteren?
Los párpados le temblaron levemente, aunque respondió muy calmada:
—¿Por qué no? Por mucho que nos visitemos no inspeccionamos las casas de los demás.
—El servicio suele verlo y oírlo prácticamente todo —comentó Anders Löving suavemente.
—Sí —dijo, y me pareció que titubeaba—. Al menos mi pequeña criada es como una revista de cotilleos, pero desgraciadamente ha estado fuera, de vacaciones, durante tres semanas. Volvió esta misma mañana. Y las demás familias no tienen servicio. Porque no creo que se le pueda considerar a Hulda como tal.
La pálida sonrisa del fiscal dejaba entrever que ya había descubierto el escaso valor de Hulda como fuente de información. Su voz se endureció ligeramente cuando prosiguió:
—¿Conocía usted a Tomas Holt?
—Por supuesto. Todos lo conocíamos aquí en el Valle.
—¿Sabía usted que había vuelto?
—No.
—¿Cuándo se enteró?
—Esta mañana. Maj-Britt, mi criada, me contó que lo habían… que lo habían asesinado en La Ribera.
Su tono de voz era apagado, y evitaba mirarnos.
—Holt llegó a Skoga el domingo por la noche —señaló Löving—. Fue visto por última vez adentrándose en el camino que conduce al Valle. Desde entonces nadie parece haberlo visto. ¿Tiene idea de dónde puede haberse quedado estos días?
La mirada de Lou volvió a tornarse tan evasiva como antes.
—No. ¿Cómo iba a saberlo?
Löving suspiró abatido.
—Como sin duda entenderá, tengo que preguntárselo. Siempre cabe la esperanza de que a alguien, al final, se le ocurra algo. Para terminar, ¿sería tan amable de contarme que hizo usted la noche pasada?
—Estuve en la fiesta de cumpleaños de una amiga. Vive en el extremo opuesto del pueblo, y se hizo tarde. Me parece que llegué a casa a eso de la una.
—¿Vio u oyó algo sospechoso en la calle?
—Nada en absoluto. La luna brillaba y había bastante luz, pero por lo que pude observar el Valle estaba desierto y en silencio. Me fui directamente a la cama, pero apenas me quedé dormida me despertó mi esposo que volvía de un viaje de negocios. Eran las dos y media.
En ese momento Lou Mattson parecía más que nada una bachiller que acaba de superar un examen oral de manera satisfactoria y se deja caer en el banco con alivio apenas disimulado y dice: «¡Ha ido mejor de lo que cabía esperar!». Sin embargo, su marcada alegría pronto se convirtió en desconcierto y espanto.
Todos habíamos oído los pasos enérgicos en el vestíbulo, y cinco pares de ojos se volvieron al unísono hacia el hueco de la puerta.
La persona que simplemente con sus pasos había ahuyentado todo color de las mejillas de Lou Mattson era un hombre alto y fornido de unos cuarenta años. Su rostro, de facciones toscas, era oscuro y duro. Sus ojos hundidos me parecieron fríos y pronunciadamente huraños. Con gran aversión vi cómo Einar le estrechaba cordialmente la mano e incluso afirmaba que se alegraba de verle. Era el marido de Lou, el director y comerciante Yngve Mattson.
Maj-Britt le había contado que Lou había ido a nuestra casa, y entonces él había decidido hacer lo mismo para enterarse de cómo estábamos todos después del terrible susto. Era muy extraño que Tommy hubiera sido asesinado precisamente en la apacible Ribera. Y además, ¿qué hacía el muchacho en Skoga? No, el director Mattson no sabía ni entendía nada, pero con mucho gusto les aclararía lo que él había hecho la noche anterior. Y sin hacer caso de las desesperadas señales que le lanzaba Lou con la mirada contó:
—Salí de casa el jueves con motivo de un viaje de negocios a Dalarna, y volví ayer por la noche. Dejé el coche en la calzada: tengo el garaje en el pueblo y considero que esta carretera transversal es demasiado estrecha para aparcarlo aquí. —¡Realmente consiguió que el elegante Anders Löving pareciera un colegial que está recibiendo una reprimenda!—. Lou estaba despierta, esperándome con un té, y después de charlar un rato nos acostamos. ¿A qué hora? Bueno, cuando entré en el vestíbulo de casa serían las diez y media…
El semblante de Anders Löving bien valía un estudio a fondo.
—Señor director, ¿mantiene su declaración? ¿De veras? ¿Aunque la señora Mattson nos haya contado algo muy distinto?
—Lamento tener que admitirlo —dijo Yngve Mattson sin inmutarse—, pero a veces la manera que tiene mi esposa de ver la realidad puede resultar algo dudosa.
Anders Löving, que al igual que yo parecía haber tomado partido contra el director, señaló en un tono tan caballeroso como despectivo que Lou le había procurado varios datos de gran valor. En medio del tenso silencio que se instaló entre los reunidos, recordé que, a pesar de todo, había un dato que Lou nunca había dado.
Me moví intranquila en la silla. Era obvio que no había más remedio que mostrarse leal con una mujer que tenía por marido a un tipo tan particularmente antipático. Era obvio que no había que complicar una situación que ya de por sí era embrollada y tensa a más no poder, pero por otro lado, ¿por qué tenía que proteger a una persona manifiestamente mentirosa y enigmática, y desistir de arrojar luz sobre un episodio que, por lo que yo sabía, tenía necesariamente que ver con el asesinato? ¿Por qué no debía ayudar al pobre Löving y al mismo tiempo satisfacer mi cada vez más terca curiosidad?
Cogí aire y dije, un poco insegura:
—Ahora que hablamos de datos, hay algo que me gustaría que Lou me explicara. ¿Qué andabas buscando hace un par de horas en nuestro jardín, allí abajo, entre la hierba, detrás de la glorieta?
No sé qué efecto había esperado que tuvieran mis palabras. Sin embargo, tenía todos los motivos del mundo para estar satisfecha con lo que entonces sucedió.
Los ojos de Lou Mattson se abrieron de una manera casi anormal. Se levantó vacilante de la silla y se alejó lentamente de mí mientras me miraba fijamente, como si hubiera visto un fantasma.
Luego, de pronto, su mirada se apagó como cuando baja el telón, y se desmayó. Cayó de bruces al suelo del porche.