Medio minuto más tarde el profesor Ekstedt y las señoritas Petrén hablaban al mismo tiempo y atropelladamente, y presentí que mi siempre delicado y discreto padre quería ayudar a cualquier precio a Olivia a borrar su sensacional metedura de pata. Probablemente también pretendía evitar que su hija, algo menos delicada, jugara a los detectives privados y la agobiara con preguntas desagradables. Lo intentó hasta tal punto que empezó a mostrar un gran e inesperado interés por dos libros leídos una y otra vez con espeluznantes portadas y prometedores títulos:
—Gracias, gracias, estimada señorita. Creo que, de momento, me llevaré Los cuatro cadáveres del lago de Lindare. Me alcanza de sobra con uno, le aseguro que necesitaré varios días para terminarlo. Y ahora, Puck, creo que ya es hora de que nos despidamos y volvamos a casa.
Cuando alguna vez le dan sus ataques de autoritarismo, papá también suele salirse con la suya. Hasta que no hubimos franqueado la puerta de La Ribera no logré recuperarme lo suficiente para expresar mi tremendo descontento:
—¡Lo has estropeado todo! Si hubiéramos procedido de forma un poco más inteligente sin duda nos habríamos enterado de…
—¡A estas alturas ya sabemos más de la cuenta acerca de este asunto, hija mía! Es un trabajo de lo más obsceno ir por ahí averiguando por qué la gente se saca las tripas los unos a los otros, y no quiero que te metas en este estercolero, deja que la policía indague por su cuenta. Por cierto, me temo que empiezas a estar igual que Olivia Petrén: lees demasiadas novelas policíacas.
Y acto seguido mi padre dejó Los cuatro cadáveres sobre la mesa del porche, lo que suscitó que Einar, que estaba sentado en el sofá detrás de la mesa, adoptara el mutismo del pasmado, una circunstancia que a su vez ocasionó que el hombre rubio y mal peinado que estaba sentado a su lado tuviera que encargarse personalmente de las presentaciones.
—Fiscal Löving.
Yo seguía enfurruñada y lo encontré irritante y demasiado correcto, demasiado atildado y formal. Si bien es cierto que solo tenía una idea somera de lo que en realidad hacía un fiscal de condado, no me imaginaba que tal individuo pudiera tener el aspecto de un director de departamento ligeramente afeminado del sur de Östermalm. Camisa de seda y sortija de sello de oro, ¡madre mía! Además, la mirada de admiración que le dedicó a mi diminuta persona solo consiguió incrementar mi buena disposición de forma harto insignificante.
Sin embargo, Einar había conseguido, no sin cierto esfuerzo, apartar su atención del sanguinario lago de Lindare, y me explicó rápidamente que Anders Löving, al que acababan de nombrar nuevo fiscal de la audiencia provincial de Örebro, era un hombre muy importante. No solo era a todas luces muy inteligente, sino que era quien dirigiría la investigación de «nuestro» enigmático asesinato, y sobre todo que había colaborado en varios casos, nada menos que con Christer Wijk. Este último dato explicaba sobradamente por qué él y Einar a estas alturas ya parecían hermanos de leche, y eso me llevó a mirarle con buenos ojos. Papá, que empezaba a sentirse acorralado por tantos policías odiosos, buscó refugio en la relativa paz de la segunda planta.
En el jardín vislumbré a los hombres de la policía estatal y comprendí que estaban enfrascados en el registro de todo lo que había por registrar: los fotógrafos sacaban fotos despiadadas y relevadoras del pobre Tommy; medían distancias y examinaban cada brizna de hierba y cada arbusto, dispuestos incluso a obligar a cualquier objeto a hablar, por mudo que éste fuera. Por lo visto, Löving tenía la intención de ordenar la autopsia del cadáver, pero para entonces el doctor Axelsson ya había ofrecido algunas observaciones interesantes.
—Parece ser —dijo el fiscal, y su acento lo ubicaba definitivamente al este de Estocolmo—, que la peculiar arma asesina nos da bastante más información que la que nos hubiera dado un cuchillo normal y corriente. Ambos han visto el cuchillo, ¿no es así? Bien, entonces también sabrán que no es recto sino ligeramente curvo en su extremo, más o menos como una luna creciente enderezada…
—¿Y por qué no como un plátano? —sugerí, servicial.
Esbozó una breve y contagiosa sonrisa.
—¡En ese caso, sería un plátano bidimensional! No me atrevería a decir que he entendido todo lo que el viejo doctor dijo acerca de costillas, musculatura pectoral, etcétera. Pero creo que esencialmente se resume de la siguiente manera: si Tomas Holt hubiera intentado clavarse el cuchillo en el corazón, habría penetrado desde otro ángulo y habría desgarrado tejidos diferentes a los que parece haber roto en este caso. Por lo tanto, según el doctor, el suicidio queda descartado. Tal como están las cosas, el arma alcanzó el corazón como una garra gigantesca, tras entrar por el lado izquierdo del esternón, un poco por encima del corazón, para luego abrirse paso oblicuamente y hacia dentro. Naturalmente, todo esto habrá que confirmarlo en una autopsia, pero si es así nos lleva a la conclusión de que la persona que manejó el arma no era de estatura pequeña. En todo caso debía de ser más o menos de la altura del propio Holt, es decir, alrededor de un metro ochenta.
Cerré los ojos e intenté imaginarme la escena. Tommy Holt, un joven moreno y esbelto en pantalones grises de gabardina, y casi tan alto como mi esposo se encuentra en nuestro jardín con una persona que lleva un cuchillo egipcio en la mano… Pero en ese momento me detuve porque me di cuenta de que tenía muy pocos datos, y que la imagen que me esforzaba por evocar era inconsistente y carecía de sentido. ¿Por qué demonios iban a encontrarse precisamente aquí, en La Ribera? ¿Dónde había encontrado el desconocido el abrecartas? Y lo más importante: ¿cómo sería esa figura sombría que según Anders Löving había clavado el arma afilada en el pecho de Tommy, «un poco por encima del corazón»? Desde arriba, en sentido oblicuo… El coronel era, sin duda, alto, probablemente unos diez centímetros más alto que su hijo adoptivo. Pero ninguna de las mujeres que había conocido aquel mismo día era especialmente alta: Margit Holt había estado estirada en su tumbona durante mi visita, pero tenía la impresión de que era bastante pequeña. Y puesto que sentía la poderosa necesidad de ponerle cara a mi agresor, de momento me decidí por colocar a la enjuta Livia Petrén de ojos vivaces en ese papel. ¡Veamos! Con el cuchillo oculto detrás de la espalda se acerca a Tommy, veo que levanta el brazo llevada por la ira y…
Abrí los ojos con un grito y miré agitada al tipo rubio.
—¡Así debió de suceder! —exclamé—. Si levantas el brazo con el arma por encima de la cabeza para imprimirle más fuerza a la estocada, el cuchillo alcanza el esternón desde arriba, aunque seas mucho más baja que la víctima. ¡Un momento, se lo voy a demostrar!
Y después de obligar rápidamente al sorprendido fiscal a levantarse, la emprendí contra él con unas tijeras de bordar, hasta que él me aseguró jadeante que tenía razón, y que había sido un estúpido al no darse cuenta de ello desde un principio. Mientras se arreglaba ansioso su pajarita azul constató abatido que de momento no habían descubierto nada que se pudiera considerar una posible pista.
—¿No hay huellas dactilares en el mango?
—Desgraciadamente, parece que no. Hay demasiadas incrustaciones e irregularidades en la superficie. Además, cierta señorita Holt parece haberse afanado lo suyo para que así fuera…
Los cálidos ojos pardos de Einar buscaron los fríos y azules de Anders Löving.
—¿Crees que fue a propósito? ¿Que sencillamente montó la escena para borrar las huellas que pudiera haber en el mango?
—Ni hablar —repuse con determinación—. Agneta Holt no es una actriz. Estaba realmente desesperada, es posible que muy asustada también. Y en lo que a mí respecta, estoy convencida de que apenas sabía lo que hacía.
Sumidos en un profundo silencio vimos al doctor Axelsson y a dos tipos pasar por delante del porche en dirección al riachuelo. Los hombres transportaban entre ambos una camilla vacía. Avanzaban por el mullido césped sin hacer ruido. De pronto, se oyó a Einar decir:
—Ojalá Johannes fuera capaz de recordar si ayer por la noche se llevó el cuchillo o si se lo dejó en el porche.
—Estaba leyendo la disertación sobre Homero. ¿Dónde estaba el libro esta mañana?
—Sobre la mesita revistero de la entrada. Y creo que fue donde él mismo lo dejó.
—Y tú dices —deslizó Löving— que cerraste la puerta del porche con llave poco antes de las once. Vuestra ama de llaves asegura que la puerta principal estaba cerrada, y no había ni una sola ventana abierta en la planta baja.
—Solo la ventanita cuadrada que da al vestíbulo, en la que Tutmosis III ya había reparado y que por lo tanto dejamos abierta para que saliera por la noche. Pero como comprobarás, es tan pequeña que apenas puede entrar una criaturita como ella.
—Nuestros técnicos forenses le echarán un vistazo en cuanto acaben en el jardín. Pero lo más probable es que el profesor se dejara el cuchillo aquí, sobre la mesa. Y entonces lo encontró alguien que estuvo de visita nocturna…
Suspiré enfáticamente.
—Desde luego, los habitantes de Skoga parecen tener unas costumbres de lo más extrañas. No solo utilizan nuestro acogedor y absolutamente privado jardín como una especie de lugar público de paseo, sino que invaden nuestro porche y se hacen con nuestras pertenencias.
—Puede haber sido un vagabundo —propuso Einar sin realmente creerse lo que estaba diciendo—. O un ladrón que se asustó al ser sorprendido y prefirió silenciar a su descubridor. Pero en ese caso lo más probable habría sido que la pelea tuviera lugar cerca de la casa. Porque no creo que Tommy se haya podido desplazar demasiado lejos con la hoja del cuchillo hundida en el pecho, ¿verdad?
—Debió de desplomarse al momento. Además es imposible saber, desgraciadamente, si realmente hubo una pelea. La verdad es que un césped no revela gran cosa, al menos no medio día después.
Eso me llevó a recordar que todavía nadie había respondido a mi pregunta fundamental:
—¿Cuándo tuvo lugar el crimen? ¿Qué dijo el doctor al respecto?
—No está del todo claro, por supuesto. El rigor mortis es difícilmente calculable y puede traicionar al médico más experimentado. Pero considera probable que la muerte se produjera poco después de medianoche. —El fiscal frunció el ceño—. ¿Cómo era? Vuestro dormitorio está en el lado oeste de la casa, ¿verdad?
Einar respondió que, en efecto, lo estaba, pero señaló que el lugar del crimen se hallaba en el suroeste, en una esquina del jardín, imposible de apreciar desde nuestra habitación de la segunda planta.
—¿No dormís con la ventana abierta?
Asentimos con la cabeza, y empecé a darle vueltas frenéticamente a mi alianza.
—Me imagino —prosiguió Löving, implacable— que debe de reinar un profundo silencio en un entorno como este entre las once de la noche y la una de la mañana. Un grito, una llamada, incluso el sonido de voces susurrantes deberían percibirse de un extremo de la parcela a la otra. Pero ¿es probable que tengáis el sueño muy profundo?
Recordé un reloj que dio la una, y medio cohibida, pero conteniendo la risa, miré de soslayo a mi marido. Estaba moreno y guapo, y se le había rizado el cabello a causa del calor y la excitación. Su camisa blanca estaba abierta en el cuello y dejaba al descubierto una vena que palpitaba deprisa, y durante unos segundos su bello y delgado rostro reflejó una larga serie de sentimientos cambiantes. Entonces se cruzaron nuestras miradas, y me pregunté si alguna vez mi corazón dejaría de dar volteretas ante esta visión.
Einar se apresuró a coger su pipa, y habiendo así ocupado tanto sus ojos y sus manos, contestó finalmente a la pregunta planteada.
—¡Maldita sea, Anders! Solo llevamos casados dos meses…
Y por mucho que pueda sonar macabro decir que estábamos ocupados con nuestros juegos amatorios mientras el pobre Tommy era apuñalado a escasa distancia de donde nos hallábamos, me temo que ésa es la verdad.
Entonces fue el fiscal quien se sonrojó. Sin embargo, nunca llegó a producirse una pausa embarazosa, pues en aquel mismo instante apareció frente al porche Leo Berggren acompañado de un agente de la policía estatal. El primero solicitó la presencia de Anders Löving en el jardín, el segundo requirió con semblante sepulcral nuestras huellas dactilares. Las tomó antes de que nos diera tiempo a comprender cómo lo había hecho, y acto seguido pidió, igualmente serio, que le indicáramos dónde se encontraban Hulda y el profesor.
Algo suave rozó mis piernas, y dediqué una sonrisa al experto dactilar.
—¿No quiere aprovechar para tomarle las huellas a Tutmosis III? —propuse—. Sin duda sería un aporte importante a su colección.
Hasta Einar pareció desaprobar mi broma, y me dejaron en el porche con Tutmosis en el regazo y las puntas de los dedos manchadas de tinta. El sol brillaba y una suave brisa movía las ramas del viejo peral produciendo un susurro placentero. Podría haber sido un día maravilloso…
En lugar de ello, sin embargo, unos pesados pies pasaron por delante de la escalera del porche cargando con una camilla que ya no estaba vacía. Me pregunté vagamente si el coronel Holt pensaba encargarse del funeral, pero entonces recordé que todavía no podían enterrar al muerto. Antes tendrían que llevárselo a algún lugar, ¿tal vez a Örebro?, ¿o a Estocolmo? Para realizarle la autopsia.
Ahora, muerto digno de plañido,
Céfiro te brindará
su último tributo; tu amistad lo merece.
Alto sonará tu amargo destino
en mis notas
cuando la luna despunte, cuando el sol todo lo dore…
Era La isla de la felicidad, ¿o tal vez otra obra de Atterbom? Parecía que algunos de los agentes de policía se disponían a marcharse. Tutmosis me lamió los dedos, y yo intenté quedarme sentada, impertérrita, sin pensar.
—¡Qué agradable sombra hay aquí en el porche! Allí abajo, a orillas del riachuelo, se podrían asar arenques. ¿Me disculpa?
Un pecoso joven de cabello entre rubio y pelirrojo con una cámara colgada del cuello saltó rápidamente por encima de la barandilla del porche, despreciando manifiestamente los tres peldaños de la escalera. Después de soltar una risotada alegre y sentarse en la silla floreada me contó que era periodista del Skoga-Posten, el periódico local, y que aquella bella mañana de agosto tenía los sentimientos tremendamente encontrados.
—Verá, por un lado estoy loco de contento, y no sé por qué razón tendría que ocultarlo. Desde luego no pasa todos los días que uno tenga oportunidad de cubrir un apasionante asesinato en este agujero de mala muerte. La mayoría de las veces tengo que contentarme con las necrológicas y los festejos con motivo de la celebración del aniversario de algún septuagenario. Después de todo, no era lo que soñaba hacer cuando en su día decidí dedicarme al periodismo. Pero al mismo tiempo, bueno, verá, al mismo tiempo me resulta condenadamente difícil. Apenas hace un par de días hablé con Tommy. Entonces parecía contento, animado…
—¿Dice que lo vio? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—El domingo por la noche. Venía de Örebro, y me lo encontré en el tren.
—Entonces, ¿ya lo conocía?
—¿Si lo conocía? Por supuesto. Aquí en el pueblo todo el mundo se conoce. Aunque, claro, hacía un tiempo que no rondaba por aquí.
—¿Qué impresión le dio? ¿Era el mismo de siempre? ¿Le dijo a qué había venido?
—Es usted muy hábil haciendo preguntas. —Su cara pecosa se partió en una amplia sonrisa—. Cualquiera diría que es usted la reportera. Pues la verdad es que me pareció el de siempre: simpático, alegre y locuaz, como de costumbre. Pero la verdad, pensándolo bien, no me dijo gran cosa, ni cómo estaba ni qué hacía ni nada. Tampoco me dijo directamente a quién había venido a ver en Skoga, aunque sí me comentó en un par de ocasiones que tenía ganas de volver a casa, así que di por descontado que realmente iría a casa de sus padres. Y ahora me entero, para mi asombro, que eran sus padres adoptivos. No tenía ni idea. Bueno, no había nadie esperándole, así que abandonamos la estación juntos, y la última vez que lo vi fue cuando se metió por la calle que conduce al Valle. Sigo pensando que se dirigía a la casa de los Holt.
—El coronel Holt negó haberlo visto —dije, pensativa—. O bien miente…
—O bien he sacado conclusiones precipitadas. Al fin y al cabo hay varias casas en la zona. ¡Aunque habría sido bastante osado! Incluso para Tommy Holt hubiera resultado muy osado…
Se levantó lentamente de la silla y se quedó unos segundos toqueteando su cámara, distraído.
Mis pupilas debieron de dilatarse de curiosidad, y cuando oí unas voces que se acercaban estaba a punto de sacarle más información. Pero de pronto un señor del departamento de criminalística invadió la terraza y empezó a examinar la ventanita del vestíbulo de Tutmosis, y mi simpático redactor me preguntó rápidamente dónde podía encontrar al profesor Ekstedt y dijo que le gustaría entrevistarlo acerca del cuchillo. Me pareció que no podía dejarle ir sin una palabra de advertencia, pero él afirmó que siempre había deseado asistir a una clase magistral de egiptología, y dicho esto se fue.
Aunque no antes de susurrarme al oído:
—Échele un ojo a los señores Mattson. Creo que merece la pena.
Miré airadamente al tipo que andaba a gatas alrededor de los marcos de las ventanas y salí al jardín. En aquel momento parecía absolutamente desierto. Por lo visto Löving y sus hombres habían trasladado sus investigaciones a otro lugar. Pero ¿dónde estaba Einar? Estuve husmeando sin rumbo entre los frambuesos, di media vuelta y seguí por la ribera, acercándome al lugar que en realidad no quería ver. Aunque por entonces ya estaba vacío y, por lo tanto, no había nada que temer.
El bote de remo verde claro estaba allí, invitándome a baños y excursiones. Recordé cómo hacía apenas un día habíamos hecho planes para nuestros días de vacaciones en Skoga. Era un programa muy atractivo que comprendía tanto excursiones en coche como en barco, visitas a antiguas fundiciones y minas, festivas cenas de cangrejos y tranquilas noches de lectura en el porche, y comprendí con un suspiro que la realidad se desarrollaría de una manera muy diferente. ¿Acaso Einar no estaba ya inmerso en un mundo distinto, bastante más brutal? ¿Acaso papá, a estas alturas, no estaba encerrado en su habitación, añorando profundamente la paz y la ociosidad de la sala de investigación de la Academia Carolina de la Universidad de Upsala? ¿Y acaso no era yo una persona extraordinariamente egoísta y mezquina que se sentía ultrajada porque sus planes de vacaciones se iban al garete porque un joven de mi edad, precisamente aquí, en el mismo lugar en el que me encontraba en aquel mismo momento, había visto truncados todos sus planes y esperanzas para siempre?
De pronto sentí frío en medio del calor estival, y comprendí que ya no valía la pena seguir manteniendo la actitud de indiferencia indolente que había intentado adoptar hasta entonces. Si bien es cierto que hasta hacía pocas horas el hombre que había muerto en nuestro jardín había sido un completo desconocido para mí, y que el destino de Tommy Holt y de las personas que habían estado involucradas en su destino nunca habían tenido nada que ver conmigo, ¡a partir de aquella mañana sí lo tenían! El cómo no importaba demasiado. Probablemente no fuera más que una casualidad que Tommy hubiera sido asesinado la misma noche en que llegamos a Skoga, tal vez solo obedeciera a un desafortunado capricho del destino que hubiera ocurrido en nuestra parcela y con un abrecartas egipcio que nos pertenecía; sin embargo, de lo que no cabía duda y era realmente importante es que Tommy Holt había muerto y que precisamente a través de su muerte había entrado a formar parte de nuestras vidas, convirtiéndose en el centro de nuestras emociones y de nuestros pensamientos.
¿Quién era? ¿Qué había pensado, sentido y esperado? ¿Por qué había vuelto a Skoga de manera tan inesperada? ¿A quién buscaba? ¿Y con quién se había encontrado entre la ribera y las frondosas lilas en algún momento de la pasada noche?
El agua gorgoteaba silenciosamente contra el fondo del bote, la alta glorieta, medio invadida por la vegetación, delimitaba aquel rincón del jardín, convirtiéndolo en un pequeño mundo aparte, un mundo herboso, aislado y mudo que no revelaba nada de lo que yo quería saber. Suspiré y me dispuse lentamente a volver a la casa.
Entonces se quebró una ramita en algún lugar cercano a mí. No parecía que el sonido proviniera de la glorieta de lilas sino de algún lugar justo a mis espaldas. Sorprendida, me di la vuelta y miré hacia el césped desierto, el riachuelo y el bote pintado de verde, hacia el tupido seto que separaba nuestro jardín de la parcela vecina. De nuevo se oyó el ligero chasquido y seguidamente el hueco sonido de una piedra que rompía la superficie del agua. De pronto me pareció que las ramas de los abetos más próximos al riachuelo se movían.
Con el corazón desbocado me metí en la vieja glorieta. Allí la hierba crecía alta y fresca, y descubrí que la sombreada enramada podía muy bien constituir un eficaz escondite para alguien que quisiera esperar a una persona sin ser visto. La entrada de la glorieta daba al riachuelo y al bote. Sin embargo, para ver el seto de abetos tenía que acercarme a la abertura. Lo hice y me quedé perpleja.
A mí me había parecido que la hilera de abetos recortados llegaba hasta el riachuelo. De pronto descubrí que estaba equivocada. Detrás del último y espeso abeto había una pequeña y estrecha playa de apenas veinte centímetros de ancho, pero que con un par de grandes piedras en el agua permitiría a una persona muy ágil y en buena forma pasar de una parcela a la otra.
Y la persona que acababa de meterse en el terreno de La Ribera verdaderamente parecía poseer la misma agilidad y el mismo sentido del equilibrio de Tutmosis III.
Además, también se parecía a Tutmosis III, pero en otro sentido. En cuanto se hubo introducido en nuestro lado del seto, la mujer se puso a cuatro patas y empezó a arrastrarse por la hierba con gran empeño.