Nadie se atrevió a dudar de la autenticidad del dolor de la joven, y sin embargo, aquella aparición inesperada me resultó hasta tal punto irreal y fantástica que no pude por menos que asociarla con el único contexto en el que había sido testigo de una escena parecida: los finales operísticos. Era Isolda expresando a voz en cuello su fervor amoroso sobre el cuerpo inmóvil de Tristán; era Tosca abrazando el cuerpo sin vida de Cavaradossi; era Julieta besando a su Romeo… Pero esta vez la trágica despedida se desarrollaba sobre una hierba de verdad, bajo un cielo real, y uno de los dos amantes estaba definitivamente muerto. Mi espíritu, que según afirma mi padre siempre es susceptible a toda clase de romanticismo o erotismo, despertó y se colmó de una conmiseración infinita. Y justo cuando me encontraba considerando si no debería adoptar el papel de la consoladora Brangäne, el coronel Holt intervino de una manera un tanto brusca: agarró con fuerza del brazo a la delgada plañidera y la levantó de un fuerte tirón.
—¡Haz el favor de marcharte de aquí inmediatamente! —rugió, y por un segundo creí que tenía intención de golpearla. Entonces se serenó, y su penetrante mirada pareció buscar una salida menos drástica. Tal vez leyó algo en mis ojos, tal vez sencillamente se dio cuenta de que había otra mujer presente; en cualquier caso se volvió hacia mí y dijo:
—Me haría un gran favor, señora Bure, si fuera tan amable de acompañar a mi histérica hija. Vivimos en la casa de enfrente, al otro lado de la calle.
Por mucho que una petición de Wilhelm Holt siempre sonaba a una orden, estaba más que dispuesta a liberar a la asustada muchacha tanto de la dura mano del coronel como de todas las miradas que en ese momento estaban fijas en ella. Rodeé sus estrechos hombros con mi brazo y me la llevé a toda prisa lejos de las lilas. Y de pronto caí en la cuenta de lo que había dicho el coronel.
«Mi hija…».
¡De modo que no se trataba de la heroína de una tragedia de amor sino, simple y llanamente, de la hermana de Tommy Holt! No sé si me fastidió el haberme dejado llevar una vez más por mi imaginación, pero de lo que no cabe duda es que desde esta nueva perspectiva la escena parecía delirante y de mal gusto.
La aparté un poco de mí para observarla mejor. Era delgada, huesuda y de baja estatura; de hecho, era más menuda que yo. El pelo rubio le llegaba por debajo de los hombros y el vestido blanco y demasiado corto hacía que pareciese más niña de lo que era. Aun así, en aquel momento le habría dado unos dieciséis o diecisiete años como mucho. Seguía llorando desconsoladamente y se enjugaba las lágrimas con ademanes torpes, con unas manos sorprendentemente rojas y ásperas a causa del trabajo manual.
Le dije: «Querida niña, ¡tranquilízate!» y «Las cosas no mejorarán porque sigas llorando». Y luego, en un desafortunado intento de mostrarme un poco más íntima:
—¿Estabas muy unida a tu hermano?
Lo único que recibí como respuesta fue un raudal de lágrimas cada vez más violento. De modo que me apresuré a llevármela de allí, cruzamos la calle y franqueamos una fea verja de hierro en el seto de abetos de enfrente. Una vez dentro, sin embargo, se soltó de mí y salió corriendo, casi berreando, por el sendero de piedra del jardín.
Me sentí burlada, irritada e impotente. No obstante, no podía dejarla de esa manera sin saber si había alguien para hacerse cargo de ella. Dubitativa, paseé la mirada por el extraño y sombrío jardín.
En una superficie de tierra tan grande como la nuestra se apretujaban como mínimo el triple de árboles y arbustos. Había perales nudosos y viejos y altos tilos, había avellaneros, lilas y olmos y añosos abetos que habrían resultado ideales como árbol de Navidad en la plaza, delante de la iglesia de Skoga. Pero en medio del verdor estival aquellos árboles resultaban fríos y oscuramente inhóspitos. El cálido y dorado sol de agosto que en nuestro lado de la calle habría resultado demasiado molesto e inoportuno, no tenía nada que hacer contra los frondosos tilos que flanqueaban el sendero de piedra, y me estremecí de frío en mi ligero vestido rojo. Me acerqué a la gris mansión pensando que todo en aquella casa y en aquel jardín parecía tan hosco e inaccesible como el propio coronel.
La pesada puerta estaba cerrada a cal y canto, y no pude evitar sentirme como una intrusa en terreno enemigo. Acababa de decidir que abandonaría a la desconsolada muchacha a su suerte cuando se abrió una ventana en la planta superior y una dulce voz dijo:
—¡Suba, por favor!
La sombra de los tilos era tan profunda que a duras penas logré distinguir a la persona que me llamaba. Sin embargo, supuse que debía de tratarse de la esposa del coronel. Su calmado tono de voz me llevó a sospechar que aún no conocía el trágico suceso, y fue con lástima y malestar a partes iguales que me preparé para ser yo quien le transmitiera la infausta noticia. Crucé un oscuro vestíbulo y subí por unas escaleras todavía más lúgubres hasta que, tras titubear por un instante, encontré el camino hasta un exquisito y bello salón. Y entré lentamente.
La esposa del coronel Holt me pareció más delgada y delicada que su hija, y la tumbona de ingenioso diseño en que estaba medio echada hacía que se viese aún más frágil. Por lo demás, el parentesco era inconfundible: la misma cabellera rubia y los mismos labios finos, los mismos ojos azules, aunque los que ahora tenía delante se veían, por algún extraño efecto del vestido color lavanda, artificialmente profundos y grandes. Solo las finas arrugas en torno a los ojos y las comisuras de los labios sugerían que ya no era tan joven.
Tendió la mano implorante, como para persuadirme de que me acercase a ella.
—¡Gracias por hacerse cargo de Agneta en nuestro lugar! Ha sido… una tremenda conmoción para ella.
Tomé asiento a su lado en un taburete diminuto y me sentí inexplicablemente agradecida por que estuviera enterada de todo.
—También debió de ser un duro golpe para usted. ¿Quién le ha dicho que…?
—Agneta, hace un momento. No tenía ni idea… —Estaba pálida y evidentemente muy cansada, pero sus grandes ojos, que me miraban inexorables, no daban muestras de que hubiese llorado—. Por lo que tengo entendido, es usted la esposa de Einar Bure, ¿verdad? Lamento que haya tenido que ocurrir esto en su primer día de vacaciones.
La frase volvió a recordarme mis propias preocupaciones, y murmuré maquinalmente:
—Lo lamento sobre todo por mi padre. Después de tantas exhumaciones necesitaba un par de semanas de tranquilidad.
El semblante de la señora Holt reveló su extraordinario asombro.
—Momias —me apresuré a decir—. Sepulturas reales. Mi padre es egiptólogo.
—No será Johannes Ekstedt, ¿verdad? —La confusión que transmitía su rostro dio paso a un repentino arrebato de fascinación—. He leído todo lo que ha aparecido en los periódicos acerca de su expedición. Lo encuentro todo tan fascinante. Dígame, ¿cree que tal vez podría conocerle?
Asentí con la cabeza, pero ahora me tocaba a mí mostrar mi asombro. Desde luego, para ser una dulce y cariñosa dama de mediana edad que acababa de perder a su único hijo se comportaba de una manera un tanto extraña.
Si bien es cierto que nunca se puede saber de antemano cómo reaccionarán las personas cuando se ven expuestas a una terrible conmoción, la suya me sorprendió sobremanera.
Debió de advertirlo, porque posó suavemente sobre mi brazo moreno una mano fina y blanca y susurró:
—Piensa que soy una madre poco normal, ¿verdad? Bueno, tal vez lo sea. Verá, Tommy nos ha causado mucho dolor. Y además… —bajó la voz aún más— no era nuestro hijo. Lo acogimos cuando tenía cinco años. Siempre intenté quererlo sinceramente, de la misma manera que a Agneta, pero nunca lo conseguí. Por cierto, él tampoco se esforzó demasiado por echarme una mano… —Volvió a mirarme directamente a los ojos y añadió tranquilamente—: No me gusta fingir un dolor que no siento. Es distinto en el caso de Agneta. Los dos se han criado juntos y él era su hermano mayor, al que siempre admiró.
—¡Oh! —exclamé, sinceramente sorprendida. Luego pregunté, sin pensarlo—: ¿Cuántos años tenía?
—Agneta tiene veinte años. Tommy le llevaba cuatro.
De pronto, la Agneta que en aquel mismo instante entró en el saloncito parecía tener unos cuantos años más que los dieciséis que aparentaba. Se había recogido la melena rubia en un moño en la nuca y su rostro, estrecho y pálido, así como sus ojos, hinchados y enrojecidos por el llanto, transmitían un dolor y una pena profundos. Me saludó tímidamente y se tornó aún más huraña cuando la Coronela propuso amablemente que nos tuteáramos. Yo dudaba que Agneta se dirigiera a mí de la forma que fuese, pero como tenía un asunto que quería consultarle, aproveché el momento en cuanto Tommy volvió a salir a colación.
—Dime, Agneta, ¿cómo te enteraste de lo que había sucedido? ¿Fue el agente Svensson quien te lo contó?
La muchacha se retorcía nerviosamente las enrojecidas manos.
—Le oí decirle a papá que fuera a vuestra casa porque había «sucedido algo». Entonces lo seguí y me encontré con Hulda. Ella…, ella me lo contó.
Hablaba en voz tan baja que resultaba difícil entenderle. Se la veía insegura y asustada, y me pregunté cuánto se debía a su carácter y cuánto a los acontecimientos del día. Fue entonces, en aquel saloncito acogedor, junto a las dos mujeres rubias y pálidas, cuando por fin comprendí lo que en realidad había ocurrido. No se trataba de una muerte normal, de la clase que suscita dolor y nostalgia entre los familiares y compasión entre los extraños. Estábamos ante un asesinato. Un asesinato inesperado e inexplicable que traería consigo una investigación policial, la revelación de lo que suele considerarse que corresponde a la esfera privada de la gente, desconfianza, sospechas… ¿Acaso a estas alturas no estaba ya pendiente de cada comentario o movimiento de Margit y Agneta Holt, desconfiando de todo lo que veía o creía ver? Me dije a mí misma que era execrable, sabía que muy pocas veces había conocido a una persona tan simpática como la esposa del coronel Holt, y sin embargo… ¿No había algo sumamente extraño en su comportamiento tranquilo, aparentemente exento de toda aflicción y en la manera en que su hija se entregaba al dolor? Y dicho sea de paso, empezaba a irritarme cada vez más la renuencia de Agneta a mirarme a los ojos.
De pronto se oyeron voces en el jardín, y Agneta abandonó rápidamente la estancia. Era el coronel Holt, que después de besar a su esposa en la frente le preguntó si se sentía con ánimo para recibir al jefe de policía Berggren.
Los ojos de Margit Holt se engrandecieron aún más, y su fina boca se torció en una mueca de incredulidad.
—Pero Wilhelm ¿qué puede querer de mí?
—Solo desea hacerte unas preguntas formales. Pensé que lo mejor sería que me acompañara a casa y hablara con los dos a la vez.
Entonces entró Leo Berggren, y su orondo cuerpo y la recia figura del coronel parecieron llenar la pequeña estancia. Margit Holt se aferraba a mi mano con fuerza, y Berggren asintió con la cabeza, distraído, y no me echó, por lo que permanecí sentada en el taburete como un testigo mudo y escuché… y me sorprendí…
El jefe de policía explicó que solo pretendía recoger los testimonios básicos en relación con el difunto Tomas Holt. Sin duda el fiscal jefe del condado tendría bastantes más cosas que preguntar en cuanto llegara.
Los datos preliminares revelaron que el coronel Holt había nacido en Skoga en 1886, su esposa en Västerås en 1903; por lo tanto, tenían sesenta y cinco y cincuenta y ocho años respectivamente. Se casaron veinticinco años atrás, y después de cinco años de matrimonio tuvieron una hija, Agneta.
Fue Wilhelm Holt quien siguió contando. Estaba apoyado contra un secreter de caoba, y sus palabras cayeron entrecortadas y ásperas en medio de un silencio absoluto.
—Nos comunicaron que Margit ya no podría volver a dar a luz. Siempre quise tener hijos, y fue un duro golpe para los dos. Cuando Agneta tenía un año pensamos que tampoco sería bueno para ella ser hija única, y entonces empezamos a hablar de acoger a un niño. Conseguí algunos nombres de orfanatos, y en uno de estos centros a las afueras de Estocolmo encontré a Tomas. No se sabía nada de los padres, pero la directora me aseguró que era un niño maravilloso. Entonces tenía cinco años, era una criatura precoz e innegablemente irresistible. Acordamos que nos lo quedaríamos a prueba unos meses, pero creo que Margit se decidió en cuanto lo vio.
Margit Holt asintió con la cabeza.
—Tendrían que haberlo visto —dijo—. Ojos oscuros y rizos negros, y mimoso como un gatito. Para colmo convirtió a Wilhelm en un hombre guasón y risueño. Lo adoptamos prácticamente al instante. Pero en realidad era, cómo no, demasiado encantador.
—Margit tiene razón. Todo el mundo lo mimaba. Sí, también yo. Siento tener que admitir que desperdicié la mayor parte de mi amor en él, en lugar de prestar más atención a Agneta. Tommy era un niño alegre, abierto y descarado, mientras que la niña era callada y tímida; y preferí cerrar los ojos a sus desmanes, que crecían al mismo ritmo que su cuerpo. Se convirtió en la típica historia de debilidad e ineptitud paternales, y Tommy tardó muy poco en desarrollar todas las cualidades que suelen caracterizar a los golfos consentidos y maleducados: deshonestidad, inconstancia, falsedad, holgazanería y mala conducta en el colegio; contacto demasiado prematuro tanto con el alcohol como con las mujeres. —Su voz adquirió un tono amargo y compungido.
El siempre impasible e imparcial Berggren sacudió la cabeza en señal de desaprobación y dijo:
—Si me permite darle mi opinión, creo que las cosas habrían salido igual por muy severa que hubiese sido su educación. Seguramente tiene usted menos culpa en este caso que los desconocidos padres.
Desde la gran tumbona se oyó un suspiro resignado.
—¿Cuántas veces cree usted que se lo he dicho? Pero se hace el sordo. Por lo demás, exagera respecto de la mezquindad de Tommy, naturalmente. No era una manzana podrida, y…
—¡Maldita sea! —la interrumpió el coronel—. Dejemos ya de darle más vueltas en público. Supongo que el jefe de policía estará más interesado en lo que sucedió hace tres años y que me llevó a echar al chico de esta casa para siempre.
—¡Wilhelm! ¿No estarás pensando en…? —Margit se había incorporado en la silla, y en sus pálidas mejillas apareció de pronto un vivo rubor. Pero entonces su marido explotó:
—Desde luego que sí. Será maravilloso hablar por fin sin rodeos.
—Si lo haces —dijo Margit en voz muy baja y clara—, no tendré más remedio que revelar otro asunto. Y ese otro asunto, me temo, pondrá en el disparadero a una persona que sé que intentarás proteger como sea.
Fue entonces cuando vi el semblante de miedo e incredulidad de Wilhelm Holt, que palideció al instante, y comprendí entonces cuán afilado era el dardo que su esposa acababa de arrojarle. En cierto modo, me pareció tan inaudito como a él que ella, la frágil y dulce Margit, se hubiera atrevido a plantarle cara. Y advertí que contenía la respiración mientras esperaba que ocurriera cualquier cosa.
El coronel parecía haber perdido el habla, y quien tomó la palabra en su lugar fue Leo Berggren.
—Tal vez debería recordarles… —empezó en un tono más amable que imperioso, pero ya eso fue más que suficiente para el hombretón excitado que tenía delante.
—¡Sí, sí, sí! Soy muy consciente de que esto es un interrogatorio policial y que tengo la obligación de desenterrar todos los chismorreos y secretos, y si vosotros dos dejarais de interrumpirme constantemente tal vez conseguirá llegar en algún momento a hablar del incidente. Fue hace tres años. Tommy había vuelto a casa en Skoga después de prestar el servicio militar, y estaba más caprichoso e imposible que nunca. Le di una paga más bien escasa, pues pensé que era hora de que intentara ganarse la vida por su cuenta, pero de pronto, una noche… Bueno, tendrán que disculparme si en deferencia a mi esposa me salto algunos detalles. Bien, pues una noche descubrí que había extraído tres mil coronas de mi escritorio. Debo subrayar que las tres mil coronas no fueron más que la gota que colmó el vaso, que para entonces ya estaba demasiado lleno. Nos dijimos una sarta de lindezas, y después ni siquiera hizo falta que le instara a desaparecer de mi vista: lo hizo por voluntad propia. Fue en julio de 1948, y también fue la última vez que lo vimos… vivo.
La mirada del coronel buscó por un instante la de su esposa, que volvió a reclinarse sobre los cojines. ¿Respiró aliviada? Me pregunté si Berggren insistiría en conocer los detalles omitidos, pero se limitó a garabatear algo en su libreta de notas y preguntó:
—¿No sabían que había vuelto al pueblo?
—No, de ningún modo.
—¿Tienen idea de a quién pudo venir a ver?
—No. —La voz del coronel adoptó un tono irónico—. Pero seguramente habrá alguien en el pueblo que lo sepa. Por cierto, pregúnteselo a las chicas Petrén, suelen estar al corriente de novedades mucho menos sensacionalistas que ésta.
Leo Berggren cerró su libreta y se levantó entre suspiros.
—Supongo que no hay nadie entre ustedes que pueda explicarme por qué se encontraba precisamente en La Ribera cuando lo asesinaron.
El matrimonio Holt estimó que se trataba de una pregunta más bien retórica, como en efecto era el caso, y se limitaron a decir «adiós» y «vuelvan pronto». Cuando bajábamos juntos las escaleras, Berggren me dijo que suponía que esto último solo iba dirigido a mí. Se mantuvo pensativo y taciturno mientras recorríamos el sendero sombrío del jardín, pero en cuanto llegamos a la calle pareció volver a animarse y casi entró corriendo en nuestra propiedad. Supuse que el motivo inmediato de estas repentinas prisas eran los dos enormes vehículos oscuros estacionados frente a nuestro seto, y también supuse, en cuanto descubrí que uno de ellos era, sin lugar a dudas, un coche patrulla, que eso significaba que había llegado la policía estatal. Sin embargo, un poco más allá, detrás de los coches, vislumbré a una figura conocida que llevaba una americana de lino arrugada, y eché a correr a toda prisa hacia él.
—Hola, papi, ¿pensabas dar un paseo hasta el pueblo?
—Simplemente pensé que estábamos un poco apretados en casa. Y entonces me pareció que a lo mejor habría menos profusión de policías en cualquier otro lugar.
Lo tomé del brazo y empezamos a caminar lentamente a lo largo del cuidado seto de abetos a la izquierda de La Ribera mientras le contaba que era un hombre famoso incluso en Skoga, y que al otro lado de la calle tenía una admiradora de ojos de color lavanda. El sol brillaba y papá esbozó una leve sonrisa, y justo cuando pasábamos por delante de una verja con corazones rojos nos detuvieron unos cuantos «pst, pst» y varios «hola». Nos volvimos sorprendidos y vimos que la verja se abría invitadora y que cuatro manos serviciales prácticamente nos arrastraban hacia el interior de un desconocido y soleado jardín. Allí, dos ancianas damas comenzaron a hablar atropelladamente y con gran excitación.
—Amigos míos, qué suerte que por fin hemos encontrado a alguien en situación de contarnos qué está pasando. Leo Berggren, el agente de policía Svensson, el viejo doctor y dos coches de Örebro…
—¡Quién se lo iba a imaginar! En un pueblo tan pequeño como Skoga. ¡Y aquí al lado mismo! Pero Hulda no da su brazo a torcer: esa testaruda no quiere contarnos nada. Pero dígannos…
Eran nuestras dos vecinas de la izquierda, las señoritas Olivia y Livia Petrén. Sabía de oídas que eran muy ricas y peculiares, y no pude evitar mirarlas con franca curiosidad.
Las dos «chicas» debían de rondar los sesenta años. Una, más tarde supe que Olivia, tenía un físico orondo y su vestido de algodón a cuadros amarillos no contribuía precisamente a disimular su temblorosa exuberancia. Tenía una cabellera color castaño, rizada y salpicada de canas, y en el dulce rostro unos ojos pardos y vivaces como los de una ardilla. La otra, Livia, era seca, angulosa y delgada. Era como si su hermana se hubiera quedado con toda la gordura, toda la suavidad y no hubiera dejado nada para ella. Sus ojos, en cambio, eran igual de pardos y vivaces, y su lengua apenas un poco más lenta que la de su hermana. Iba ataviada con un espantoso y abollado panamá y un desteñido guardapolvo salpicado de verde. Me dejé empujar sin oponer resistencia hasta un sofá de varillas que había debajo de un manzano, mientras un torrente de palabras zumbaba en mis oídos.
—En cuanto vi a Berggren le dije a Olivia que ¡uy, uy, uy!, ha pasado algo en La Ribera. ¡Y los Linder no están en casa! Pero sabíamos que Einar y su pequeña esposa habían llegado. Y esta mañana, en la lechería, nos contaron que los acompañaba un erudito y distinguido profesor. Supongo que Hulda debió de estar allí presumiendo, claro, aunque suele ser tremendamente inaccesible. Y luego vimos todos los coches, y me pregunté si alguna vez nos enteraríamos de qué era lo que estaba pasando.
—Un asesinato —dije, he de admitir que en cierto modo con ganas de darle un buen susto ya que tanto le gustaban las sensaciones fuertes—. Hay un tipo muerto en nuestro jardín.
Livia apenas si pareció sorprenderse, pero Olivia juntó las regordetas manos y gritó, casi extasiada:
—¿Lo has oído, Livia? Es tal como pensé. Un asesinato. ¡Un verdadero asesinato! ¡Imagínate si nos dejaran participar en algo así, presenciarlo!
Sentí que las cosas se estaban saliendo de madre y que mis nervios no lo soportarían por mucho más tiempo. Primero aquella desagradable e inesperada experiencia de la mañana, luego una muchacha histérica y deshecha en lágrimas de ojos asustados, además de una enferma demasiado dulce que no quería que revolviéramos el pasado. Y ahora una persona que hablaba de verdaderos y palpables asesinatos, y que encima lo hacía con indisimulado deleite. La aguda Livia se dio cuenta de lo que estaba pasando debajo de mis rizos negros y exclamó a modo de explicación:
—Olivia lee demasiadas novelas policíacas. Le he advertido que no es bueno para su salud con la edad y la imaginación que tiene, pero es incorregible. Le diré, señora Bure —bajó la voz misteriosamente y se me acercó tanto que su sombrero rozó mi flequillo—, que esto se ha convertido en un verdadero vicio para nuestra querida Olivia. A ver, no tengo nada en contra —aquí volvió a levantar la voz— de un lord Peter por aquí y un Hércules Poirot por allá, pero considero que…
—¡Oh, desde luego! —exclamó su hermana, entusiasmada al advertir que su tema preferido estaba sobre el tapete—. Lord Peter es fascinante. Pero en realidad me gustan más los libros en los que hay más asesinatos. ¿No es cierto, profesor? Tiene que haber al menos cinco o seis cadáveres, y luego un par de suicidios. ¿Sabe, profesor?, tengo un par de libros estupendos que puedo prestarle. ¡Sígame hasta la biblioteca, por favor!
Papá me lanzó una mirada propia de un náufrago cuando una firme y decidida Olivia lo secuestró para hacer su selección de libros sobre asesinatos, y salí corriendo detrás de él con determinación mientras escuchaba educadamente las explicaciones de Livia Petrén sobre la cantidad de novelas policíacas malas. Al mismo tiempo, aproveché para echarle un primer vistazo al original caserón de las «chicas» Petrén. O tal vez debería decir caserones, pues con el paso del tiempo estas dos damas muy particulares habían ido añadiendo a la casa de dos plantas, originariamente muy corriente, cada vez más ampliaciones y anexos curiosos. El resultado, que sobre todo recordaba a una fantasía de Disney, estaba coronado por una torre de madera de estilo medieval, por si acaso pintada de un verde más claro que el resto de la construcción. Debía de haber un sinfín de entradas a esta «casa de las maravillas». En cualquier caso, su interior parecía contener un sinnúmero de escaleras, pasillos y sinuosidades varias.
Al final llegamos jadeantes a la estancia de la torre que albergaba la biblioteca. Me había imaginado que desde aquella altura se podría ver nuestro jardín, pero descubrí que, efectivamente, un imponente tilo impedía de manera eficaz cualquier vista desde la ventana oeste. En cambio, las vistas al sur, sobre el riachuelo y las montañas de Svartbergen, eran magníficas.
Sin embargo, volví de nuevo la mirada hacia las dos damas. Por el momento parecían haber olvidado por completo el motivo inicial de nuestra presencia. Olivia se había arrodillado en el suelo y buscaba impaciente entre un montón de libros en rústica, mientras que Livia se había abalanzado sobre un antiguo matamoscas e intentaba darle a un enorme y zumbador moscardón que volaba cerca de la araña del techo. ¿Estaban tan chifladas como parecían? Olivia, tal vez, pero no lo tenía tan claro en el caso de Livia. Allí afuera, en el jardín, había interceptado una mirada despierta y al mismo tiempo de intranquilidad en sus ojos pardos de ardilla. Y además, un cierto grado de locura no garantizaba, ni mucho menos, que no pudieran estar implicadas en un caso de asesinato «vivo».
Intenté transmitirle con la mirada parte de mis razonamientos a papá, y cuando quedó claro que esto no funcionaba me incliné con aire conspiratorio sobre la vieja butaca de piel en la que, agotado, había tomado asiento y le susurré elocuentemente:
—Arsénico por compasión…
Pero había pasado por alto que su ignorancia en estos asuntos era tan grande que ni siquiera conocía la existencia de las dos hermanas medio chaladas y sanguinarias de la obra de teatro de Kesselring. Se limitó a parpadear tras las gafas y repitió, para mi desesperación, en un tono de voz claro y nítido que dejaba bien a las claras que no entendía nada:
—Arsénico por… ¿qué has dicho?
Tras lo cual Olivia Petrén dejó caer un libro polvoriento al suelo y gritó:
—¿Qué es lo que dice? ¿Le administraron arsénico al pobre Tommy?
Se hizo el silencio. Livia se había detenido con el matamoscas en alto. Olivia, extasiada, se llevó una mano a la boca.
Todo el mundo sabía que los demás sabían que durante la conversación precedente ni papá ni yo habíamos mencionado una sola palabra, ni mucho menos revelado el nombre ni la identidad de la víctima del asesinato.