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Ya no cabía la posibilidad de cerrar los ojos ante la evidencia y confiar en que las excavaciones de momias egipcias, algo menos conservadas, hubieran llevado a papá a tener visiones en una preciosa mañana de agosto en un idílico pueblecito de Suecia. Realmente había un cadáver en nuestro jardín, y los pájaros daban inquietos saltitos alrededor de él, al tiempo que parecían extrañarse de la prolongada inmovilidad de un ser humano.

Estaba echado boca arriba, con los ojos abiertos de par en par mirando hacia el cielo azul. Tenía la boca abierta y el rostro desencajado, como a causa del dolor. Era un hombre joven, de veintipocos años, y pensé que debió de tener un aspecto magnífico en vida, con su pelo liso y negro y sus finas cejas. Sus pantalones de tela de gabardina eran elegantes, al igual que sus zapatillas deportivas y su camisa.

Yo llevaba un buen rato intentando no posar la mirada en la camisa, pero de pronto no pude evitar reparar en la desagradable mancha de color rojo oscuro en el pecho del difunto. Unas moscas gordas y repulsivas zumbaban ávidas sobre la pegajosa masa sanguinolenta, y allí, un poco por encima del punto donde presentía que debía de hallarse el corazón, sobresalía algo.

El mango de un cuchillo. Un bello mango hábilmente trabajado en marfil y oro.

Un instante después, vomité. Di los escasos pasos que me separaban del riachuelo y lo solté todo en el agua parda y casi opaca. Cuando hube terminado, Einar me cogió en brazos y me llevó hasta la casa, mientras yo lloraba sobre su hombro.

Papá seguía sentado en el porche con la mirada melancólicamente fija en su taza de té sin tocar. Pero Einar sacó, como por arte de magia, el mejor coñac de Kaj Linder y nos obligó a trasegar una considerable cantidad. No me pronunciaré sobre si fue o no lo más adecuado para mi estómago revuelto, pero lo que sí está claro es que era precisamente lo que mis nervios necesitaban. Me incorporé en el sofá, y después de asegurarme de que los arbustos y los árboles tapaban convenientemente la terrible escena de la orilla del riachuelo, pregunté, temblorosa:

—¿Quién…, quién es? ¿Has podido reconocerlo?

En el rostro afilado de Eje leí estupefacción y perplejidad cuando respondió:

—Sí, pero no entiendo… No entiendo nada. A lo mejor llevo demasiado tiempo fuera de Skoga. —Se alejó apesadumbrado. Le oí hablar por teléfono en el vestíbulo con voz chillona, y luego pedir un número—: ¡El trece!

Fue muy escueto y me pareció tremendamente inquietante.

—¿Es el jefe de policía Berggren? Buenos días, Leo. Aquí Einar Bure…

—Disculpa, papá, ¿qué decías?

Dejé de prestar atención, no sin cierta dificultad, a la conversación que estaba teniendo lugar en el vestíbulo y me volví. ¡Pobre papaíto, a quien no le gustan nada la policía ni los asesinatos misteriosos, y que tanto necesitaba unas vacaciones tranquilas! Negó haber pronunciado palabra, y siguió pareciendo tan triste que busqué desesperadamente algo que nos sirviera de consuelo, no importaba el qué, y que nos convenciera de que la vida pronto volvería a la normalidad, que lo que había sucedido nada tenía que ver con nosotros.

—A lo mejor —dije con voz ligeramente chillona—, ni siquiera se trata de un asesinato. A lo mejor estaba harto de la vida y él mismo se hundió el cuchillo en el corazón. Ha ocurrido antes. Romeo… ¿O fue Julieta? En cualquier caso, uno de ellos murió envenenado, y el otro cogió el puñal del primero… ¿No lo recuerdas? «¡Oigo ruido! Entonces tendré que darme prisa. ¡Puñal afortunado! Voy a envainarte. Oxídate en mí y deja que muera».

—No se dejen llevar por la histeria —me interrumpió Hulda, insensible—. Tomen un poco de café caliente y coman un cruasán. Y el señor Einar debería hacer lo mismo. Estas cosas siempre parecen peores con el estómago vacío.

Obedecimos como dos niños sumisos. La figura majestuosa de Hulda irradiaba una profunda desaprobación.

—Es tan típico de Tommy Holt —masculló—. Siempre ha creado problemas y caos, y los problemas lo han perseguido hasta la muerte.

Einar engulló distraído otro cruasán, la miró y dijo con tono de curiosidad:

—Ni siquiera sabía que Tommy había vuelto al pueblo. ¡Vaya sorpresa!

—Es muy posible que haya alguien más, aparte de Einar, que se sienta sorprendido. Aunque no todo el mundo. No, desde luego que no.

Hulda asentía como si fuese un oráculo, pero pronto se le pasó el inusitado ataque de locuacidad y evitó rápidamente ulteriores preguntas retirándose a la cocina.

Sin embargo, poco después se oyeron voces y pasos en la parte delantera de la casa. Eje corrió a abrir la puerta y poco después estrechamos la mano de manera casi cordial a dos sudorosos y jadeantes representantes de las fuerzas del orden público de Skoga. El jefe de policía, Leo Berggren, estaba igual que siempre: rollizo, afable y cordial, a pesar de todo el jaleo. Tanto él como el agente de cabello rizado que lo acompañaba parecían alterados, y lo parecieron mucho más cuando al cabo de un rato volvieron del lugar donde yacía el muerto. Berggren se enjugó impaciente el rostro con un enorme pañuelo y casi se dejó caer entre lamentos en la silla más amplia del porche. El agente Svensson permaneció de pie en actitud respetuosa.

—Es un asunto condenadamente desagradable. —Berggren miró alrededor con expresión suplicante y cayó en la cuenta de que todos estábamos más que dispuestos a darle la razón—. No crean que pienso que un asesinato puede ser algo menos que desagradable. Pero, en cierto modo, podríamos decir que existen diferentes grados de horror.

Einar y el jefe de policía intercambiaron una mirada de aterrado entendimiento, y Berggren parecía algo infeliz y desconcertado cuando añadió en voz baja:

—Y el fiscal jefe del condado está con fiebre. ¿Qué demonios puedo hacer? En cualquier caso, no creo que pueda dirigirme a uno de los ciudadanos más respetados del pueblo y acusarlo del asesinato de su propio hijo, ¿verdad? No al coronel Holt…

Incluso papá pareció despertar de sus tristes cavilaciones para mostrar curiosidad y hasta interés. En cuanto a mí, tanto el espanto como el desconcierto inicial parecieron ceder a un sentimiento de creciente enojo.

—Si alguien no se da prisa en explicarme de qué va todo esto, empezaré a pegar gritos. ¿Quién es ese tal Tommy Holt? Y ¿por qué alguien le ha clavado un cuchillo entre las costillas, precisamente en nuestro jardín?

—Me gustaría añadir una tercera pregunta. —La voz grave y tranquila de papá dejó bien a las claras que yo seguía hablando en un tono demasiado alto—. ¿Qué tiene que ver mi abrecartas egipcio con todo esto?

—Me temo que solo podré contestarle a la primera pregunta —repuso Berggren en tono de resignación—. Tomas Holt es hijo del coronel Wilhelm Holt, el vecino de la gran casa que se alza al otro lado de la calle. El coronel pertenece a una antigua familia de Skoga. En tiempos su padre fue juez de primera instancia en la ciudad, y cuando él mismo se jubiló, hace cinco años, volvió al pueblo con su esposa y sus dos hijos. Entonces Tommy tenía…, veamos, creo que diecinueve años. Asistió a diversos colegios, pero nunca llegó a sacarse el bachillerato, y se habló mucho en el pueblo de lo incontrolado y lo difícil que fue en su infancia. Yo siempre he pensado que más de una vez se ha merecido una buena zurra, pero mi hija, que entonces tenía dieciséis años, lo encuentra fascinante. Por cierto, tú, Einar, debías de conocerlo mucho mejor que yo…

—La verdad es que aquellos dos veranos no estuve mucho por casa. Pero sí jugamos unas cuantas veces al tenis, y también dimos algún que otro paseo por el lago en su lancha motora. Era un muchacho raro, encantador y al mismo tiempo insoportable en algunos aspectos. Creo que puedo entender a tu hija. Pero creo también que comprendo aún mejor a Wilhelm Holt.

—¿Sabes exactamente qué pasó, entonces? —preguntó Berggren, dirigiendo a Einar una mirada de expectación.

—No creo que lo sepa nadie más allá de los setos de enfrente. Aunque todo el pueblo parece estar al corriente de que hace tres años Wilhelm, tras una terrible discusión, puso a su díscolo hijo de patitas en la calle.

—Pero esas cosas solo suceden en las novelas —objeté en tono de incredulidad—. ¡Nadie le hace algo así a la carne de su carne! Es evidente que tuvo que ocurrir algo terrible…

—Mmm —gruñó Leo Berggren, ceñudo—, y hoy ha sucedido algo todavía más terrible. Me temo que el coronel Holt, por más respetado y honorable que sea, tiene muchas cosas que explicarnos. —Se levantó, no sin cierta dificultad, y con un último movimiento del gigantesco pañuelo pareció limpiarse del rostro cualquier resto de indignación e indecisión. Con gran tranquilidad y eficacia puso en marcha a través de sus palabras la gran maquinaria de la sociedad que, tarde o temprano, resultaría en la detención y la neutralización de un asesino—. No entiendo por qué no se presenta el doctor. Pero supongo que no podrá constatar nada, más allá de lo que ya hemos establecido nosotros: que el muchacho recibió una cuchillada en el corazón o cerca de él. Agente Svensson, haga el favor de llamar a Örebro. Éste es un caso para el jefe de distrito y la policía estatal, y no creo que debamos trasladar al pobre Tommy hasta que lleguen sus fotógrafos y expertos. También deberá traerme a Hulda de la cocina, y cuando lo haya hecho se acercará a la casa de los Holt y le pedirá al coronel que venga de inmediato también. No hace falta que le explique el motivo.

Leo Berggren se trasladó a la silla más sombría del porche y paseó su mirada, amable pero perspicaz, de Eje a mí, para finalmente detenerse en papá.

—Fue usted, profesor Ekstedt, quien descubrió el cadáver, ¿verdad?

Papá se pasó una mano por la canosa cabellera.

—Sí, bueno, para ser más exactos fue más bien Tutmosis III.

—¿Quién?

Tutmosis —deslicé a modo de aclaración—. Es un gato blanco sagrado de Egipto. En su día fue un dios, o tal vez más bien una diosa, y es más lista que todos nosotros juntos.

Tutmosis, que había oído pronunciar su nombre, demostró su sabiduría restregándose coquetamente contra una de las perneras de Leo Berggren. El sorprendido jefe de policía le rascó con una enorme mano debajo de la barbilla, y papá retomó su declaración:

—Me desperté poco antes de las siete y me pareció que hacía demasiado buen tiempo para seguir durmiendo, de modo que me vestí y bajé al porche. Allí me encontré a Tutmosis, que se estaba lavando. Habíamos dejado la ventanita que hay encima de la mesa del vestíbulo abierta, para que pudiera salir cuando quisiera. Está acostumbrada a moverse libremente y no acaba de gustarle pasar toda la noche encerrada. Bueno, estábamos los dos holgazaneando cada uno en su silla, cuando de pronto ella se levantó de golpe y salió corriendo hacia el jardín. Temí que hubiera descubierto la presencia de un pájaro y la seguí hasta la orilla del riachuelo. Una vez allí desapareció en una glorieta de lilas, claramente asilvestrada. Rodeé los arbustos para ver si la obligaba a salir de allí y encontré al desgraciado joven, muerto y con un cuchillo atravesándole el pecho.

—Pero, Johannes, ¿a qué hora de la mañana fue eso? —Eje sonaba verdaderamente sorprendido.

—Diría que alrededor de las siete y media.

—Y Puck y yo no bajamos hasta eso de las nueve. ¿Por qué no nos despertaste inmediatamente?

—¿O por qué no llamó a la policía? —le secundó Leo Berggren.

—Oh, verá —dijo papá con toda tranquilidad—, no me pareció que fuera necesario darse prisa. Al fin y al cabo el muchacho no podía salir corriendo.

Berggren lo miró desconcertado, y yo desistí con un suspiro de explicarle que uno se vuelve así cuando está acostumbrado a moverse entre cadáveres de más de mil años de antigüedad. Sin embargo, pronto descubrí que no hacía falta ser egiptólogo para tomarse la muerte del pobre Tomas Holt con sosegada frialdad.

Con la cabeza bien alta y semblante adusto, Hulda dijo con sequedad:

—El profesor me lo contó todo y bajamos a echar un vistazo. Pero pensé que ya habría tiempo para informar de tan desagradable asunto, de modo que dejé que los señores siguieran durmiendo.

El jefe de policía resopló sutilmente, y Tutmosis saltó a su regazo para consolarlo. Por fortuna para su futura relación con papá, el representante de la ley no la empujó para que se bajara, sino que le acarició distraídamente el lomo a contrapelo.

—Dígame, profesor, cuando esta gata salió corriendo de pronto en dirección a las lilas, ¿cree usted que vio u oyó a alguien moviéndose por allí?

—No sabría decírselo. Yo no advertí nada, pero, por otro lado, el jardín tiene muchos árboles y arbustos y la glorieta está a cierta distancia de aquí. En cualquier caso, no puede haber sido el joven Holt: para cuando lo encontré seguro que llevaba un buen rato muerto.

—¿Cuánto? ¿Es posible que lleve allí desde ayer por la noche y nadie lo viera? Al fin y al cabo, tal como dice el profesor, se halla en un lugar bastante alejado de la casa, casi en la linde del terreno.

—No —lo interrumpió Einar—, eso lo sé con toda seguridad. Hacia las once di un pequeño paseo por el jardín antes de cerrar la casa para la noche. Me acerqué hasta el seto de los Petrén y examiné nuestros frambuesos, y luego seguí por la ribera del riachuelo hasta el lado que da al terreno de los Mattson. Por cierto, me detuve a apenas un par de metros de la glorieta para comprobar si la barca de remos de mi cuñado seguía en su sitio. Cuando más tarde crucé el césped en dirección al porche tuve que pasar prácticamente por el lugar donde ahora yace Tommy.

—¿Y ninguno de ustedes oyó nada durante la noche? Tuvo que haber al menos una persona más en el jardín. ¿Tal vez voces, gritos?

Todos negamos con la cabeza.

—¿Cuántos de ustedes duermen en habitaciones cuyas ventanas dan al jardín?

Hulda, Einar y yo. Hulda, que ocupa una habitación en la planta de abajo, duerme con las ventanas cerradas, Eje y yo habíamos dejado abiertas las nuestras en la habitación debajo del hastial, pero…

Leo Berggren rascó apenado a Tutmosis detrás de la oreja y pasó a interrogar a papá acerca del cuchillo. ¿De qué material era? ¿Era afilado? ¿Dónde lo habían fabricado?

No tenía ni idea de las compuertas que acababa de abrir con estas inocentes preguntas. El pobre jefe de la policía local pronto lo supo todo, literalmente, acerca de los cuchillos de sílex del período predinástico de Egipto, de sus hojas, afiladas como navajas de afeitar, y sus mangos bellamente ornamentados. También se enteró de dónde habían sido hallados, conoció su valor histórico-cultural y, finalmente, fue informado del equivalente actual de las antiguas fábricas de armas egipcias que con gran habilidad fabricaban suvenires muy apreciados y solicitados con el mismo aspecto noble de los antiguos, pero de materiales considerablemente más modernos. Berggren empezaba a parecerse cada vez más a mí durante mi primera clase magistral en lenguas nórdicas; Eje, el historiador, prestaba realmente atención a sus palabras; Hulda, que para entonces ya había acogido al frágil profesor de canas plateadas en su corazón maternal, lo miraba fascinada y con los ojos como platos; Tutmosis III ronroneaba. Nadie sabría decir cuánto tiempo más podía haberse prolongado el idilio académico de no habernos interrumpido el agente de policía Svensson. Entró en el porche sin antes anunciarse, sonrojado y sudoroso de excitación, para anunciar con gran énfasis:

—¡Ya viene!

Tutmosis III cayó entre maullidos del regazo de Leo Berggren cuando éste se levantó bruscamente. Y sin necesidad de ulteriores explicaciones muy pronto comprendí por qué le había resultado especialmente desagradable tener que acusar al coronel Wilhelm Holt de asesinato.

Es difícil determinar qué era exactamente lo que resultaba tan imponente y abrumador en aquel alto y encanecido hombre. Tal vez su potente figura y sus relampagueantes ojos azules; quizá la presencia de un oficial acostumbrado a mandar y a ser obedecido; pero probablemente fuera su personalidad dominante y fogosa en general. Sentí que nadie le llegaba, ni física ni espiritualmente, a la suela de los zapatos, y cuando a pesar de su turbación me tendió educadamente la mano tuve que controlarme para no hacerle una reverencia.

En ese momento admiré el temple de Berggren, pues no tartamudeó ni una sola vez.

—Desgraciadamente, tenemos malas noticas para el señor coronel. Su hijo Tomas ha muerto.

El moreno rostro del militar se crispó, pero no palideció. Tras unos segundos de silencio, preguntó con una voz profunda y levemente áspera:

—¿Qué ha sucedido? ¿Un accidente?

—Me temo que es peor que eso. Parece ser que se trata de un asesinato.

Esta vez el coronel se tambaleó como si hubiera recibido un golpe. Einar le acercó respetuosamente una silla de mimbre y tomó asiento, distraído. Tuve la impresión de que durante los siguientes minutos Holt se esforzó terriblemente por controlar los músculos de su cara.

Berggren no esperó más de lo que exige el decoro.

—Si el coronel me lo permite, me gustaría formularle un par de preguntas.

No se puede decir que hubiera un permiso previo, pero por lo visto Berggren interpretó el silencio de Wilhelm Holt como un consentimiento.

—¿Cuándo estuvo su hijo en Skoga por última vez?

—Hace tres años —respondió el coronel con tranquilidad y sin dudar ni un instante.

—¿No considera que en un hijo único es mucho tiempo para estar fuera de casa?

Los ojos del coronel lanzaron destellos azules, al tiempo que su labio superior, cubierto por un mostacho, se torció en algo parecido a una sonrisa irónica.

—Estimado jefe de policía, no tiene por qué hacer teatro. No pretenda que alguien que ha nacido en Skoga se crea que todo el pueblo, incluidas las fuerzas del orden, no está al corriente de que hace tres años eché a Tommy de casa y le prohibí que volviera a presentarse en ella.

Leo Berggren se sonrojó ligeramente, pero replicó, impasible:

—Por desgracia, no estamos al corriente del motivo de tan comentado suceso…

—¿El motivo? ¡El muchacho era un golfo!

Y con estas palabras categóricas el coronel Holt dio el asunto por concluido. De momento, incluso Berggren tuvo a bien pasar a otro tema.

—En cualquier caso volvió. ¿Cuánto tiempo llevaba aquí?

—¿A qué se refiere? ¿Está diciendo que Tommy volvió? ¿Aquí?

Su tono de voz era de estupefacción e incredulidad, ¿o quizá se trataba más bien de preocupación?

—Todo parece indicar que volvió —contestó Berggren en tono algo brusco—. Pues resulta que lo han asesinado, esta noche, en este jardín.

El coronel respiró hondo. Luego se hizo el silencio. Me pareció que pasaba una eternidad hasta que se levantó y musitó:

—¿Dónde…, dónde está? ¿Puedo verlo?

Casi en el mismo instante en que pronunció su deseo el médico del condado llegó entre jadeos y disculpas. Una operación, nada serio, pero como ya la habían iniciado, había tenido que terminarla por mucho que la policía requiriese su presencia…

Sin realmente quererlo seguí a los caballeros hasta la orilla del riachuelo. A pesar del médico y la policía parecíamos un pequeño séquito fúnebre. Vimos al coronel Holt acercarse en silencio a la patética figura que yacía entre la hierba. Un pájaro trinó, en la orilla chapoteó un pez.

Un instante después la oímos a nuestras espaldas. Llegó corriendo por el césped con la rubia cabellera al viento. Era una criatura joven y conmovedora con el rostro bañado en lágrimas. Empujó al médico y soltando un espantoso grito se arrojó sobre el frío cadáver de Tomas Holt.

Agarró el mango del cuchillo con ambas manos y empezó a sacudir y tirar de él. Pero el cuchillo estaba bien sujeto al corazón de Tommy y la muchacha se dejó caer a un costado de este entre gemidos.