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De acuerdo, iré. Pero con una condición: ¡basta de asesinatos! Ya tengo suficiente con los que ha habido hasta el momento.

Eso fue lo que nos dijo el catedrático de Egiptología de la Universidad de Upsala Johannes M. Ekstedt a Einar y a mí, con lo que suspiramos aliviados. No cabía duda de que mi querido padre necesitaba descansar; había adelgazado de una manera casi aterradora durante las fatigosas excavaciones del último invierno entre las dunas del desierto; y además, desde su vuelta a casa había estado muy ocupado catalogando y preparando el material que habían reunido para exponerlo en la muestra «Mitteilungen der Vorderasiatisch-ägyptischen Gesellsachaft» o algún otro título igualmente pomposo e ilegible. Ya que Einar y en cierta medida yo misma acabábamos de decidir que pasaríamos las dos semanas restantes de las vacaciones de verano en Skoga, y puesto que Skoga es uno de los pueblos más tranquilos e idóneos para el descanso de todo Suecia, nos pareció lo más natural del mundo que intentáramos convencer a mi padre de que nos acompañara. El hecho de que al fin hubiera accedido a soltar su inefable y querida ciencia por primera vez en quince años fue una sorprendente y grata noticia, y nos apresuramos a aceptar cualquier condición que quisiera poner.

Sin embargo, lo de los asesinatos no era, ni mucho menos, una simple broma. Por lo que tengo entendido, mi padre está tremendamente satisfecho con el yerno que he elegido para él, y solo tiene reservas en un punto: el interés, demasiado acusado, que este muestra por los asuntos de índole criminal. La capacidad que tenemos Einar y yo para vernos envueltos en extraños casos de asesinato, nuestra amistad con Christer Wijk, sumado a la pasión de Einar por las novelas policíacas, todo eso en conjunto irrita sobremanera a mi padre, quien es de la opinión, por otro lado tremendamente inmodesta, de que un cadáver debe tener al menos tres mil años de antigüedad para resultar interesante. Sin embargo, el infortunio había querido que en los últimos días los diarios cedieran gran parte de sus portadas a un asesinato particularmente espeluznante perpetrado en Estocolmo, y que fuera precisamente Christer quien se ocupara del caso. Einar devoraba con gran entusiasmo cada boletín o periódico que caía en sus manos, y así mi padre y yo desayunábamos, almorzábamos y cenábamos con hechos teñidos de sangre y plomizas teorías, hasta que finalmente mi padre perdió la paciencia y anunció que solo se iría de vacaciones con nosotros a condición de que:

—Basta de asesinatos, del tipo que sean…

Le aseguramos que Skoga solo invitaba a pensamientos y actividades de carácter inofensivo y ocioso, y acto seguido Einar arrojó con decisión los periódicos vespertinos a medio leer a la papelera. Pronto los tres estuvimos enfrascados en un diálogo en el que intentamos convencernos mutuamente de lo innecesario que era cargar con demasiada ropa, libros y chubasqueros cuando, al fin y al cabo, solo estaríamos fuera un par de semanas. Pero como cabía esperar, cada uno de nosotros metió en su bolsa de viaje o mochila precisamente los objetos en cuestión, y luego nos fuimos a dormir agotados, tranquilos y llenos de expectación, tal como debe ser la noche antes de un viaje de vacaciones.

Era martes, 14 de agosto, ocho de la mañana, y el día prometía. Sentí que mi humor estaba completamente en consonancia con el tiempo que hacía, y contemplé el escenario que me esperaba con una mirada feliz y enamorada.

Para celebrar su reciente doctorado en filosofía, Einar se había comprado un Ford de segunda mano de edad y color indeterminados, y estaba intentando apilar en el asiento trasero un sinfín de mantas, almohadas, libros y máquinas de escribir, de manera que las cosas no se derrumbaran desde el principio y enterraran a papá y a Tutmosis III.

—La verdad —dije alegremente mientras intentaba acomodarme un enorme sombrero español de paja sobre mis demasiado cortos y negros rizos— es que parecemos una troupe circense.

Tras cinco semanas salvajes, irresponsables y devastadoras con el Ford por el sur de Europa, mi piel había adquirido el color de una gitana, y en cuanto a Einar todo era negro y bronceado: su pelo, sus ojos, su piel, sus pantalones, todo salvo su camisa y sus dientes que, en cambio, brillaron, blanquísimos, cuando se apeó para decirme con una sonrisa:

—Es posible, amor mío, que a ti y a mí nos confundan con vagabundos y charlatanes, pero dudo que ese sea el caso de Johannes. Por otra parte, él parece exactamente lo que es: un profesor muy erudito y afamado de Upsala, que se ha apartado momentáneamente de su entorno habitual y se dispone a pasar las vacaciones de rigor en la zona de Bergslag.

El susodicho profesor embutió entre reniegos su cuerpo larguirucho en el limitado espacio que había quedado para él en el asiento de atrás, y cuando vi su cabello casi plateado, su mirada traviesa tras las gafas de concha y su desaliñada aunque favorecedora americana de tweed, pensé que Einar tenía razón y que lo único sobre lo que tal vez se podía dudar era la denominación de origen. Podía muy bien haber sido Cambridge o Upsala, indistintamente…

Tutmosis III había tomado asiento majestuosamente en lo alto de la pila de libros y máquinas de escribir, y desde allí su lengua rosada se afanaba en dejar su pelaje suave y blanco aún más limpio. Hacía falta una conmoción más importante que un simple viaje en coche para que Tutmosis III perdiera la serenidad. Lo que había tenido que pasar aquella gata antes del día en que, en una tumba real egipcia recién abierta, acercó suplicante su naricita rosada a un sorprendido científico sueco nadie lo sabrá nunca, pero desde ese momento se había visto expuesta a toda clase de viajes en barco y avión que había sobrellevado con la tranquilidad sublime y casi despectiva que la caracterizaba. Por alguna razón misteriosa parecía seguir llevando consigo cierta aureola sagrada que en su tiempo la envolvió en su país natal, adorador de gatos. El porqué de que a un animal que según la voluntad de la naturaleza fue creado como una graciosa gatita de largas y finas extremidades le hubieran puesto el nombre del gran faraón guerrero Tutmosis III era otro misterio cuya explicación sin duda habría que buscar en los escasos conocimientos de biología de Johannes M. Ekstedt. De pronto la gata bufó altanera por el estruendo infernal que produjeron Einar y el Ford, y en medio del resplandor del mes de agosto un animado grupo se alejó traqueteando de Kåbo y de Upsala…

Varias horas más tarde subíamos algo adormilados por la tortuosa cuesta de Bergslag. Unos enormes abetos bordeaban la carretera cual centinelas, el sol quemaba, y en la cuneta nos tentaban las rojas y maduras fresas silvestres entre las piedras sombreadas por la hierba. Hacía varios kilómetros que no veíamos una cabaña, y el espeso bosque parecía no tener fin. Pero Einar, que conocía la región mejor que yo, se enderezó tras el volante.

—¡Abrid bien los ojos! —nos animó, y a continuación salimos del bosque y Einar detuvo el coche en lo alto de una larga pendiente.

Extasiada ante tanta belleza, respiré hondo. En el valle, rodeado de boscosas colinas, espejeaba un lago, y a lo largo de la orilla se extendía nada más y nada menos que un perfecto e increíblemente pequeño pueblo de juguete. Cada casita amarilla o blanca estaba envuelta por un apacible y soñoliento verdor. Una torre de agua redonda y de ladrillo rojo, que despuntaba, intrépida, por encima de los tejados de las casas y la iglesia blanca, y que podía haber sido perfectamente de azúcar hilado, parecía haber tomado todo el pueblo de Skoga y a sus habitantes bajo su protección. En el agua azul oscura volvía a repetirse todo, tanto la forma como el contorno. Por un instante llegué a preguntarme cuál de los pueblos sería el real, el de la profundidad del lago o el de la orilla. ¿O tal vez ninguno de ellos?

Papá dijo exactamente lo mismo que habían dicho cientos de turistas antes que él:

—¡Qué lugar tan idílico y maravilloso! Cuesta creer que todavía exista algo así en este mundo.

Yo dije:

—¡Oh, Eje![1]

Y Tutmosis III maulló. Tal vez su instinto fuera más fiable que el nuestro, tal vez sencillamente se había hartado del coche; sea como fuere, maulló en protesta y advertencia cuando Einar espoleó de nuevo el Ford y nos llevó lentamente hacia el interior de aquel seductor e idílico lugar.

Los padres de Einar habían muerto hacía años, pero su hermana Ingrid todavía vive en Skoga. Junto con su esposo ocupa la bella y antigua casa a orillas del riachuelo donde ella y Eje nacieron y se criaron. Sin embargo, aquel verano los Linder estaban de vacaciones en Italia y así pudimos disponer libremente de la villa llamada La Ribera y de todos sus enseres.

La Ribera conforma junto con otras cinco casas una zona reservada y exclusiva, retirada del casco urbano y conocida popularmente como El Valle. El estrecho camino de grava que discurre desde la carretera a través del Valle hasta desembocar finalmente en algún punto del sinuoso y omnipresente riachuelo de Skoga, apenas está transitado, y pudimos aparcar el coche a pie de calle y empezar a descargar y trasladar a la casa nuestro caótico equipaje. A los lados del camino de grava vislumbramos las viviendas, tres a la derecha y otras tantas a la izquierda, todas ellas rodeadas de frondosos jardines y delimitadas entre sí y del camino por unos cuidados setos de abeto.

—¿No os parece un poco sombrío con tanto abeto? —preguntó papá en un tono de ligera preocupación cuando avanzamos entre los altos e impenetrables setos. Sin embargo, cambió de opinión en cuanto franqueó la verja de «nuestra» villa. Precisamente el hecho de que nadie pudiera observarnos, ni desde la calle ni desde las demás casas, hacía que nos sintiéramos como los soberanos de un paraíso, un paraíso con un magnífico césped, viejos árboles frutales y un riachuelo que al final de la cuesta discurría como una parda y serpenteante cinta de seda.

Hulda, la antigua niñera de Eje y el más importante de todos los enseres de La Ribera, nos recibió con los brazos abiertos y un extraordinario banquete. Es una mujer de unos sesenta años, de porte muy digno e imponente, cuya cabellera sigue siendo negra como el azabache. Me alegraba que hubiera accedido a quedarse para cuidar de nosotros, pues así me liberaba durante nuestras vacaciones de cualquier preocupación de carácter doméstico. Hulda no es de las que hablan mucho, pero en aquel momento se deshizo en elocuentes letanías, todas ellas sobre un mismo tema: lo delgado que seguía estando el señor Einar, lo pequeña y raquítica que era la señora y, sobre todo, lo terriblemente demacrado y desnutrido que parecía el profesor. ¡Pero ella, Hulda, se encargaría de cebarnos! Desde luego, ninguno de nosotros lo puso en duda cuando nos levantamos, no sin gran esfuerzo, de la mesa.

Tutmosis III, que se había zampado una lata de sardinas y su buen cuarto de litro de nata espesa, tuvo a pesar de ello el ánimo suficiente para iniciar una minuciosa exploración de la casa y el jardín. Avanzada la tarde, volvió manifiestamente satisfecha con lo que había visto. Nos encontró en el amplio porche abierto que los Linder habían construido en la parte trasera de la casa, respetando el estilo original de ésta. Las vistas sobre el mullido césped y el riachuelo de aguas pardas que corrían tranquilas transmitían bienestar y placidez, sensaciones que también se habían instalado entre quienes nos encontrábamos en el porche. Einar, que había emprendido con decisión la ardua tarea de contestar una pila de cartas que se habían ido acumulando a lo largo de los meses, chupaba pensativo una pipa mientras pulsaba sin cesar las teclas de su máquina de escribir, afortunadamente silenciosa. Papá parecía tomarse con calma la separación de los jeroglíficos y los pedazos de vasijas de barro y leía, cómodamente echado en una tumbona floreada, una disertación recién publicada sobre «Armas y fíbulas como pistas para la datación de los poemas homéricos» (¡ésa es su idea de unas vacaciones!). Yo, por mi parte, intentaba confeccionar una bolsa de baño a rayas amarillas de la misma tela que el vestido que llevaba puesto, pero al rato me harté y llamé a Tutmosis, que no acababa de decidir si se echaba sobre las rodillas de alguien o a mi lado, en el sofá de mimbre, sobre un cojín azul algo más cómodo.

—¡Tut, amor mío! Ven aquí y échate.

Papá abandonó a Homero y volvió hacia mí sus ojos azules, llenos de reproches.

—Me parece increíble que mi única hija todavía no haya aprendido ni las nociones más elementales de la ciencia a la que he dedicado toda mi vida. Es una enorme estupidez llamar Tut a un gato. Tut es el dios de la luna, escriba y juez con cabeza de ibis.

—Ya lo sé. Es el que en el reino de los muertos pesa los corazones de los difuntos, y en el otro platillo de la balanza pone una pluma de avestruz que representa la verdad… ¿Qué es lo que tienes en la mano, papaíto?

—Un abrecartas.

—¿Un abrecartas? ¿Tan grande?

—Sí —repuso él, me tendió el cuchillo, del tamaño de un plátano, y observé que tenía una bella empuñadura de marfil y oro.

Sorprendida por su singularidad, me mostré muy reverente:

—Parece tremendamente antiguo.

—Mucho —dijo el egiptólogo sin inflexión alguna en la voz—. Unos cinco mil años.

Einar se había sacado la pipa de la boca y admiraba incrédulo el precioso objeto.

—Entonces es del período predinástico de Egipto. ¿Puedo echarle un vistazo? ¡Oh, eres un viejo bromista! ¡Es de acero!

Papá sonrió.

—Es una copia muy buena de un cuchillo de sílex prehistórico. Tengo a un orfebre nativo allí en El Cairo que de vez en cuando se divierte con esta clase de trabajos. Puck siempre se deja engañar.

Me levanté ofendida y me fui a la cocina con Hulda. Estuvimos hablando un rato de comida y métodos de conservación.

—Cuéntame —le pedí entonces—, ¿qué ha pasado en Skoga desde la última vez?

—¿Aquí? Aquí nunca pasa nada.

Sí, pensé, probablemente sea verdad. Tal vez en un pueblo tan pequeño como éste la vida pasara sin pena ni gloria, sin grandes emociones. Sin embargo, sabía que aunque el pueblo bullera de acontecimientos turbadores Hulda difícilmente me contaría algo. Si en algún momento llegué a confiar en que me entretendría con cotilleos desde luego me había equivocado de persona.

Eran las diez. Asomé la cabeza por el para entonces oscuro porche y anuncié que pensaba acostarme. Eje y yo habíamos ocupado el dormitorio del matrimonio Linder, en la planta de arriba, y pronto me pude estirar con gran deleite en la maravillosa y ancha cama de Ingrid mientras me preguntaba adormilada si papá y Einar se quedarían cual búhos charlando toda la noche. Bueno, hubo un tiempo en que me parecía bien dormir sola.

Esa noche, sin embargo, vino mi esposo, y no parecía dispuesto a que me quedara sola ni durmiera durante las próximas horas. Antes de sumirme en un sueño profundo me dio tiempo a oír un reloj que daba la una.

El sol brillaba y los pájaros cantaban en el gran guindo que había frente a nuestra ventana. Einar silbaba Oh, what a beautiful morning mientras se afeitaba, yo dudaba entre el vestido de rayas amarillas y uno de color rojo que dejaba al descubierto diez centímetros de la cintura, y finalmente me decidí por este último, a pesar de que sabía que a Hulda no le gustaría nada. De camino llamamos a la puerta de papá, y al no obtener respuesta bajamos cantando las escaleras y salimos al porche. Allí estaba él, enfundado en su vieja americana de lino y con una enorme taza de té delante. En su alta frente asomaban tres pequeñas arrugas de preocupación. Tutmosis III hacía equilibrios sobre la estrecha barandilla del porche con su magnífica cola en alto. Le di un beso a papá y pregunté:

—¿Qué tal? ¿No has dormido bien?

—Gracias, he dormido como un tronco. Supongo que debería añadir: desgraciadamente.

Habíamos tomado asiento en el sofá de mimbre tapizado de azul y tardamos un rato en caer en la cuenta del comentario final.

—¿Qué quieres decir con «desgraciadamente»?

Papá se quitó las gruesas gafas de concha; sus ojos, de un azul profundo, parecían cansados y pensativos cuando dijo lentamente:

—Me temo que tendré que contároslo. Supongo que habrá que hacer algo al respecto. —Hizo una breve pausa y prosiguió, en el mismo tono quejumbroso de un estudiante que acaba de suspender un examen—: No me gusta nada. Pero la verdad es que hay un cadáver en nuestro jardín.

Lo único que conseguí fue balbucear tontamente:

—¿Un cadáver? ¿En nuestro jardín?

—Me encanta que Johannes tenga ánimos para bromear tan temprano por la mañana —dijo Einar con una sonrisa.

Sin embargo, sentí que se me ponían los pelos de punta cuando papá, con gran solemnidad, alzó un dedo y señaló en dirección a la ribera del riachuelo.

—Está allí abajo, detrás de las lilas. Y al parecer se encuentra muy bien conservado.