Mi madre me escribió varias cartas en el tiempo que siguió a todo aquello, en 1960 y 1961. En una decía: «Intenta no pensar en tu vida como si fuera diferente de las de los demás chicos, Joe. Ello te ayudará». En otra decía: «Quizá pienses que yo soy la poco convencional en esto, pero tu padre es muy poco convencional. Y yo no tanto». Y en otra: «Me pregunto si mis padres vieron alguna vez el mundo como yo lo veo ahora. Estamos siempre buscando absolutos sin encontrarlos. Tenemos un enorme anhelo de lo auténtico, y nosotros no somos auténticos. El amor, al menos, parece algo muy permanente en mí».

Esto fue en una época —creo— en que mi madre vivía en Portland, Oregón, y esperaba encontrar trabajo. Sus cartas tenían el membrete del Hotel Davenport, aunque por alguna razón que no sabría explicar no creí que se alojara allí. En aquel tiempo no supe mucho de ella, y de hecho creí que la habíamos perdido para siempre.

Es posible, y lo he pensado muchas veces desde entonces, que mi padre sintiera que todo movimiento de progreso en su vida había llegado a su fin aquella noche en casa de Warren Miller, y que Warren Miller tenía razón, que mi padre deseaba que Warren Miller saliera de casa y le pegara un tiro allí mismo. Y por eso no huyó. Cuando las cosas se vuelven contra uno en la vida y lo hacen de improviso, como en el caso de mi padre, se experimenta seguramente un intenso deseo de acabar, de abdicar de la vida y de dejar que otra gente más fuerte —gente como Warren Miller— tome las riendas y la dirija allá donde el destino quiera que vaya. O al menos el deseo de volverse una parte minúscula de un organismo más grande, algo que te tome a su cargo como si fueras un niño. Mi madre también debió de sentirse así.

En los días que siguieron a los hechos, cuando mi madre se mudó a un apartamento del edificio Helen, y luego lo dejó precipitadamente y se marchó de Great Falls, me pregunté si volvería a ver el mundo como lo había visto antes de todo aquello, cuando ni siquiera sabía que lo estaba viendo. O si uno simplemente se acostumbra a tener que desligarse de las cosas, y cuando uno es joven le lleva menos tiempo desligarse de ellas; o si en realidad ninguno de aquellos pensamientos tenía la más mínima importancia, y las cosas seguían siendo las mismas pese a los pequeños cambios, de forma que cuando uno se enfrentaba a lo peor y lo peor pasaba uno descubría que lo que había después era la nada. La nada es mala también, sí, pero no dura para siempre. Y lo que casi toda experiencia humana nos enseña es que los propios intereses no suelen prevalecer cuando en las cosas hay implicadas otras personas —a veces hasta la gente que te ama—, y que está bien que así sea. Es algo soportable.

El fuego por el que mi padre se marchó de casa no se extinguió fácilmente, sino que siguió durante mucho tiempo (no es como la gente piensa normalmente: que el fuego es sencillamente algo que se puede sofocar). No amenazó ciudades, pero siguió ardiendo sin llama durante todo el invierno, y cuando llegó la primavera volvió a inflamarse —aunque en menor escala—, y el aire se llenó de un humo que se metía en los ojos. Pero mi padre, esta vez, no se fue a combatirlo a la montaña.

En la primavera, cuando volví al colegio, intenté el lanzamiento de jabalina, pero no era bueno y no lograba lanzarla lejos. No lo bastante. Así que lo dejé. Mi padre dijo que volveríamos a jugar al golf cuando el tiempo mejorara, y eso hicimos, y en general llegué a sentir que mi vida era como la del resto de mis compañeros. No tenía amigos. Conocí a una chica que me gustaba, pero en mi trato con ella no sabía qué hacer ni cómo comportarme; no conocía ningún lugar adonde llevarla, ni tenía coche para salir con ella. La verdad es que no tenía vida social, sólo la vida que llevaba en casa con mi padre. Pero eso no me parecía nada anormal entonces, ni incluso ahora.

A primeros de marzo murió Warren Miller. Lo leí en el periódico. El suelto decía que a causa de una «larga enfermedad», y no se extendía al respecto, salvo que reseñaba que había muerto en casa. Caí en la cuenta de que debía de saber que estaba muriéndose cuando conoció a mi madre. Y me pregunté si ella lo supo, o si volvió a verlo alguna vez después de aquella noche en nuestra casa. Y pensé que sí, que quizá en Portland, donde ella estaba, o en cualquier otra ciudad. Traté de imaginar de qué habrían hablado, y me dije que sencillamente de lo que ya sabíamos todos nosotros. Creo que lo amaba. Ella dijo que lo amaba, y creo que también amaba a mi padre. Hay un viejo dicho que afirma que cuando tienes a dos en realidad no tienes a ninguno. Y eso es lo que finalmente pensé que le había sucedido a mi madre, estuviera donde estuviere, en cualquier ciudad, haciendo en soledad lo que estuviera haciendo. No tenía a ninguno, y me daba lástima que le pasara lo que le estaba pasando.

Mi padre, por su parte, no me parecía infeliz. No creo que tuviera noticias de mi madre, pese a las cartas que yo recibía en casa. Pienso que creía que ella no estaba comenzando una nueva vida, sino siguiendo con la que tenía hacia adelante, y que él debía hacer lo mismo. Encontró trabajo y vendió seguros durante un tiempo en el invierno, y cuando vio que no le iba demasiado bien se empleó en una tienda de artículos deportivos del centro de Great Falls, y vendió palos de golf y raquetas de tenis y guantes de béisbol. En la primavera, durante un tiempo, tuvo dos jaulas de alambre en la parte de atrás de la casa; las había hecho él mismo, y tenía en ellas un conejo y un faisán y una pequeña perdiz manchada que había encontrado en plena calle. Y la vida discurrió para nosotros en una dimensión distinta de la que antes habíamos conocido. Una dimensión humana menor. No hay duda de eso. Pero la vida seguía. Sobrevivimos.

Y un día, a finales de marzo de 1961, justo cuando empezaba a despuntar la primavera, mi madre volvió a casa. Y al cabo de un tiempo ella y mi padre consiguieron resolver los problemas que los habían distanciado. Y aunque ambos quizá sintieron que algo había muerto entre ellos, algo de lo que tal vez ni fueron conscientes hasta que desapareció de sus vidas para siempre, debieron de sentir —también ambos— que había algo de sí mismos, algo importante, que no podía vivir de otra forma que estando el uno con el otro, juntos, de un modo muy similar al del pasado. No sé exactamente qué era ese algo. Pero así es como se reanudó nuestra vida familiar durante el poco tiempo que aún permanecí en casa. Y perduró muchos años después. Vivieron juntos —era su vida— y solos. Aunque bien sabe Dios que yo, su único hijo, no podría afirmar que entiendo cabalmente muchas de las cosas que ocurrieron entonces entre ellos.