Bajamos en coche hacia Central Avenue, hacia una zona de bares y cafés en donde yo aún podría comer algo. Seguían cayendo diminutos copos de nieve que se arremolinaban ante los faros, pero para cuando llegamos al centro de Great Falls la nieve empezaba a hacerse lluvia y el asfalto estaba ya mojado y brillante, de forma que más parecía una primavera del este de Washington que el comienzo de un invierno en Montana.
Mi padre, en el trayecto, se comportó como si la situación no fuera tan mala. Dijo que me llevaría al cine si me apetecía, o que podíamos pasar la noche en un hotel. The Rainbow, había oído, era muy bueno. Dijo que los Yankees estaban jugando bien la liga profesional hasta el momento, pero que esperaba que ganara el Pittsburgh. Y dijo también que en la vida sucedían cosas malas y que los adultos lo sabían, pero que al final todas pasaban, y que yo no debía pensar que los humanos éramos una mera acumulación de los peores errores de la especie, porque todos éramos mejores de lo que pensábamos, y que él amaba a mi madre y que mi madre lo amaba, y que él también había cometido errores, y que los tres merecíamos mejor suerte. Y al oírle comprendí que creía que lograría arreglar las cosas entre ellos.
—Hay cosas capaces de sorprenderte. Lo tengo muy presente —dijo mientras avanzábamos por Central Avenue en el frío coche—. Cuando estuve en Choteau vi un alce, por increíble que te parezca. Allí, en medio de la ciudad. El fuego lo había arrastrado lejos de donde solía vagar normalmente. Todo el mundo estaba asombrado.
—¿Y qué le sucedió?
—¡Ah!, no lo sé —dijo—. Había gente que quería matarlo a tiros, pero otros se negaban. No volví a oír nada al respecto. A lo mejor se salvó.
Llegamos hasta el final de Central y aparcamos frente a un bar que mi padre dijo conocer. Era un local muy iluminado, de paredes pintadas de blanco y altísimos techos. Se llamaba The Presidential, y a través de los ventanales, desde la calle, vi que había hombres jugando a las cartas en dos mesas de la trastienda, pero no vi a nadie bebiendo en la barra. En mis paseos por la ciudad había echado alguna ojeada al interior desde la acera, y siempre pensé que, dada la proximidad de la estación y de los hoteles del ferrocarril, sería un local frecuentado por ferroviarios.
—Este sitio está bien —dijo mi padre—. Tienen buena comida y hay una tranquilidad que te permite oír hasta tus propios pensamientos.
Era un local largo y estrecho, con retratos enmarcados de varios presidentes: Roosevelt, Lincoln… Nos sentamos a la barra, y yo pedí sopa de judías y empanada de carne. Mi padre pidió un whisky y una cerveza. Yo no había comido nada desde la mañana, y estaba hambriento, pero mientras me hallaba allí, sentado con mi padre, no podía evitar preguntarme qué estaría haciendo mi madre. ¿Estaba preparando su maleta? ¿Estaba hablando por teléfono con Warren Miller, o con otra persona? ¿Lloraba sentada en su cama? Ninguna de aquellas posibilidades parecía ser cabalmente acertada. Y decidí que cuando terminara de cenar le pediría a mi padre que me llevara a casa. Él —estaba seguro— entendería que quisiera hacerlo: era mi madre, y atravesaba un mal momento.
—Gran parte de lo que se ha quemado era sotobosque. —Tenía la mano sobre el vaso de whisky, y se miraba la piel surcada de pequeñas cicatrices del dorso—. Podrás ir allá arriba en primavera. Pronto vivirás en una de esas casas de madera. ¿Sabes? Un incendio no es siempre una cosa tan mala.
Me miró y sonrió.
—¿Tuviste miedo allá arriba? —pregunté. Había empezado a comer la empanada.
—Sí, pasé miedo. Nosotros sólo cavábamos zanjas, pero pasé miedo. Allí puede pasar cualquier cosa. Si tuvieras un enemigo, podría matarte sin que se enterara nadie. Una vez tuve que detener a un hombre que se iba derecho hacia las llamas. Tuve que agarrarlo y tirarlo al suelo. —Tomó un sorbo de cerveza y se pasó una mano por el dorso de la otra—. Mira mis manos —dijo—. Cuando jugaba al golf las tenía suaves. —Se frotó la mano con más fuerza—. ¿Estás orgulloso de mí ahora?
—Sí —dije. Y era verdad. Le había dicho a mi madre que lo estaba, y lo estaba de verdad.
Oí el sonido de unas fichas de póquer en la trastienda del local, y el chirrido de una silla. Alguien se había levantado.
—No puedes dejarlo ahora. Estoy ganando —dijo uno de los jugadores. Y rieron todos.
—Me gustaría vivir en lo alto de la cara este —dijo mi padre—. Sería una vida mucho mejor que la que llevamos aquí abajo. Largarse de Great Falls…
Ahora su mente divagaba, y decía cuanto pasaba por su cabeza. Era una noche extraña en su vida.
—A mí también me gustaría vivir allá arriba —dije, aunque nunca había estado más cerca de la cara este que cuando fui con mi madre en coche dos días atrás, y vimos toda la zona en llamas.
—¿Crees que tu madre aceptará correr el albur? —dijo.
—Es posible —dije.
Mi padre asintió con la cabeza, y supe que estaba pensando en la cara este, un lugar para el que probablemente no estaba preparado y al que mi madre tampoco podría amoldarse. Habían vivido en casas y en ciudades toda su vida y se habían desenvuelto bien en ese medio. Mi padre no hacía ahora sino huir mentalmente de las cosas que no le gustaban y no podía evitar.
Pidió otro whisky, pero no otra cerveza. Yo pedí un vaso de leche y un trozo de tarta. Mi padre se volvió en su taburete y miró hacia los hombres que jugaban en la trastienda. No había nadie más en el bar. Eran las siete de la tarde, y los clientes no empezarían a llegar hasta más tarde, después del cambio de turno.
—Supongo que debería haber sabido lo que estaba pasando —dijo, mirando hacia el fondo del local—. Siempre sale una tercera persona por alguna parte. Aunque sólo sea en tu mente. Uno no puede controlar la mente. Lo sé. Y seguramente no debería ni intentarlo. —Yo seguía callado, porque imaginaba lo que estaba a punto de preguntarme, y no quería responder—. ¿Sucede desde hace tiempo? —preguntó.
—No lo sé —dije.
—Cuando te ves metido en estas cosas, te parecen tu vida entera —dijo—. No ves salida. Estoy empezando a comprenderlo.
—No sé —repetí.
—Es el dinero —dijo—. Ésa es la causa primera. Así es como se rompen las familias. No teniendo el dinero suficiente. Aunque me sorprende lo de ese Miller, la verdad —dijo—. He jugado al golf con él. Tiene una especie de cojera. Creo que le gané algo de dinero una vez.
—Eso dijo —dije.
—¿Le conoces?
Me miró.
—Sí —dije—. Lo he visto una vez.
—¿No está casado él también? —dijo él—. Pensaba que sí.
—No —dije—. No está casado. Lo estuvo.
—¿Y cuándo lo has conocido?
Entonces, repentinamente, sentí miedo. Miedo de mi padre, y de lo que yo iba a decir. Porque intuía que, si decía lo que no debía, algo se vendría abajo en mí y ya nunca volvería a ser lo mismo. Sentí ganas de levantarme y marcharme en aquel mismo momento. Pero no podía hacerlo. Estaba allí con mi padre, y no había lugar lo bastante lejos adonde yo pudiera huir. Y decidí que lo que la gente creyera —que no sabía nada sobre mi madre y Warren Miller, por ejemplo— no era tan importante como la verdad. Y decidí que, si tenía que decir algo y lo sabía, diría la verdad, sin importarme nada de lo que hubiera podido pensar antes de encontrarme con ello cara a cara.
Aunque creo que fue una opción equivocada, y que mi padre habría opinado lo mismo si hubiera tenido la posibilidad de elegir. Pero no la tenía. Sólo yo la tenía. Fue una elección exclusivamente mía.
Mi padre se volvió en el taburete y me miró. Con ojos pequeños y penetrantes. Quería la verdad. Y yo lo sabía. Pero él no sabía cuál era esa verdad.
—Lo conocí en casa —dije.
—¿Cuándo? —preguntó él.
—Ayer —dije—. Hace dos días.
—¿Y qué pasó? ¿Qué pasó entonces?
—Nada —dije.
—¿Y no lo has vuelto a ver?
—También lo vi en su casa —dije.
—¿A qué fuiste a su casa? —Seguía mirándome con mirada inquisitiva. Quizá tenía la esperanza de que le estuviera mintiendo, y de que acabaría descubriéndome; tal vez imaginaba que le mentía para hacer a mi madre más culpable a sus ojos, para ayudarle, para hacer que se sintiera mejor al ver que me ponía de su lado—. ¿Fuiste a su casa solo?
—No —dije—. Fui con mamá. Cenamos allí.
—¿Sí? —dijo—. ¿Y os quedasteis a pasar la noche?
—No —dije—. No nos quedamos. Nos fuimos a casa.
—¿Y eso es todo?
—Entonces sí —dije.
—¿Pero viste a tu madre hacer algo que no querrías tener que contarme? —dijo—. Sé que tiene que resultarte muy extraño saber este tipo de cosas. Seguramente todo es culpa mía. Lo siento.
Me miraba intensamente. Pienso que no quería que le dijera nada más, pero que al mismo tiempo quería saber la verdad, y el papel que había tenido yo en todo aquello, y cómo había actuado mi madre, y qué había de justificable o injustificable en el asunto. Y yo callaba porque, aunque podía ver de nuevo en mi mente todo lo acontecido en los tres días pasados, no creía saberlo todo y no quería hacer como si lo supiera, ni pretender que lo que había visto fuera la verdad.
—Quizá lo que pregunto no requiera una respuesta —dijo luego. Miró hacia los hombres que jugaban al póquer en el recinto del fondo—. ¿Te ha contado tu madre algo? —dijo—. Me refiero a si te dijo algo que puedas recordar. No sobre lo que haya podido hacer. Sobre cualquier cosa. Me gustaría saber lo que tenía en la cabeza últimamente.
—Me dijo que no estaba loca —dije—. Y que es difícil decirse no a uno mismo.
—Las dos cosas son ciertas —dijo mi padre mientras miraba a los hombres que jugaban al póquer—. También yo las he sentido. ¿Eso es todo?
—Dijo que todo el mundo tiene que renunciar a cosas.
—¿Sí? —dijo—. Bueno es saberlo. Me pregunto a qué ha renunciado ella.
—No lo sé —dije.
—Puede que haya renunciado a nosotros. O sólo a mí. Será eso, seguramente.
El camarero trajo mi trozo de tarta y el vaso de leche y un tenedor. Dejó el whisky de mi padre sobre la barra, pero mi padre miraba hacia otra parte. Estaba pensando, y se quedó así, sentado en su taburete sin hablar y mirando hacia la trastienda, durante varios minutos, mientras yo seguía a su lado sin tocar mi ración de tarta y sin hacer nada salvo esperar.
—No he estado allí más que tres días, pero me ha parecido tanto tiempo… —dijo al cabo—. Puedo identificarme de veras con la gente.
—Sí —dije. Toqué el tenedor con los dedos.
Pero mi padre se volvió y me miró de nuevo.
—Creo que has debido ver a tu madre con Miller, ¿no es cierto? No únicamente en esa cena, me refiero.
Su voz era muy calma, así que dije:
—Sí, la he visto.
—¿Dónde estaban? —dijo él, mirándome de frente.
—En casa —dije.
—¿En nuestra casa?
—Sí —dije. Y no sé por qué lo hice. Él no me había hecho decirlo. Pero lo dije. Debió de parecerme lo natural en aquel momento.
—Bien, lo siento, Joe —dijo él—. Sé que no es lo que tú esperabas.
—No importa —dije.
—No digas eso —dijo—. Sí importa. Pero tendrá que dejar de importarte de un modo u otro.
Se volvió y dejó de mirarme, y cogió el vaso de whisky.
—No tendría que beber, pero en este momento quiero hacerlo —dijo. Bebió un pequeño sorbo y dejó el vaso en la barra—. Cuando termines la tarta —dijo—, iremos a dar una vuelta.
Me puse a comer, y mi padre se levantó y fue a los servicios. Luego, al salir, hizo una llamada telefónica al otro extremo de la barra. Lo miré, pero no podía oír lo que decía ni saber con quién hablaba. Pensé que quizá hablaba con mi madre de lo que yo acababa de contarle; quizá le estaba diciendo que no me llevaría a casa aquella noche, o que se fuera ella de casa, o cuánto le había decepcionado. Pensé que le decía de hecho todas estas cosas. Aunque no habló mucho tiempo. Cuando volvió llevaba en la mano un billete de cinco dólares, que dejó encima de la barra, y me dijo:
—Vamos a despejarnos la cabeza.
Salimos a la calle, donde nevaba de nuevo tenuemente. En la acera había gente haciendo cola para entrar en el Auditorium. Pero mi padre no reparó en ella, y subimos al coche y nos alejamos del centro de Great Falls.
Subimos por Central en dirección a la calle Quince. No hablamos mucho. Paramos en una gasolinera y mi padre bajó del coche, y yo me quedé sentado escuchando lo que hablaba con el hombre que llenaba el depósito. Hablaron de la nieve, y el empleado dijo que pronto cambiaría a lluvia y luego a hielo; hablaron también del fuego en Alien Creek, y mi padre dijo que había estado en las brigadas de extinción hasta aquella misma tarde, y ambos coincidieron en que no tardaría en apagarse. El hombre comprobó el aceite y las ruedas, y luego abrió el maletero e hizo algo que no pude ver. Le dijo algo a mi padre sobre la conveniencia de cambiar un piloto trasero, y mi padre le pagó y montó en el coche y salimos de nuevo a la calzada.
Volvimos por Central Avenue en dirección al centro de Great Falls, y pasamos por las estaciones del ferrocarril y el parque municipal y el río —por donde había paseado yo aquella tarde— y los Apartamentos Helen, adonde mi madre iba a mudarse. Mi padre no pareció reparar en ellos; no parecía reparar mucho en nada. Simplemente conducía —pensé— sin ningún destino concreto mientras su mente se ocupaba de los pensamientos dictados por su situación: mi madre, yo, qué iba a ser de los tres. Avanzábamos hacia el este, y vislumbré las luces del estadio de fútbol en el cielo poblado de nieve fina. Era la noche del viernes, y se jugaba un partido de fútbol americano: Great Falls contra Billings. Me alegraba estar lejos del encuentro, no tener nada que ver con él.
—Antes dije que un fuego puede resultar benéfico —dijo mi padre—. La mayoría de la gente no lo creería. —Al volante, parecía de mejor ánimo, como si después de pensar en algo se sintiera mucho mejor—. Es asombroso lo deprisa que el mundo puede volverse del revés, ¿no te parece?
—Sí —dije—. Es cierto.
—Tres días, si no me equivoco —dijo—. Quizá las cosas no eran tan sólidas como yo pensaba. Supongo que es evidente.
—No lo sé —dije.
—¡Oh, claro! —dijo—. Es evidente. —Me miró, y sonreía. Me puso una mano sobre el hombro, y lo apretó—. Joe —dijo—, en cuanto te enfrentas con ello, lo peor queda atrás. Y las cosas empiezan a mejorar. El hecho de irme a esos incendios tuvo un efecto negativo en tu madre. Eso es todo.
—¿Te ha gustado estar allí? —pregunté. Era algo que quería saber.
—Bueno —dijo—. Mi actitud ha cambiado. Al principio tenía misterio. Luego me pareció emocionante. Y luego me sentí impotente. Antes de ir me sentía como aprisionado —dijo—. Ahora ya no me siento así.
—¿Has tenido alguna amiga allí? —pregunté, porque eso era lo que había dicho mi madre dos noches atrás.
—No, ninguna —dijo él—. Había mujeres. De hecho vi cómo se peleaban entre ellas. Igual que hombres.
La idea se me antojó muy extraña: dos mujeres peleando. Aunque era sugestiva. Y entonces caí en la cuenta de lo insólito que era el hablar con mi padre de aquel modo, el hecho de saber los dos lo que sabíamos de mi madre y sin embargo sentirnos como nos sentíamos, no tan pésimamente como cabría imaginar. Para mí era una sensación temeraria, una sensación estimulante, y me gustaba.
—¿El amigo de tu madre vive en Black Eagle, en Prospect Street? —dijo mi padre luego. A lo lejos se veía el puente que cruzaba a Black Eagle, y más allá los blancos silos de Warren Miller, iluminados en un cielo empañado por la nieve—. Me has dicho que estuviste en su casa, ¿no es eso?
—Sí —dije.
—¿Y sabes dónde es?
—Sí —dije—. Donde tú has dicho.
—Bien —dijo—. Pasemos por allí.
Torció y enfilamos el puente de la calle Quince y cruzamos el río Missouri y nos adentramos en Black Eagle, donde se divisaban tan sólo las luces de las casas sobre las escarpadas colinas y tras ellas, como una cortina, la noche tapizada de nieve fina.
A mitad de camino de la colina giramos hacia la derecha. Eran las ocho, y muchas de las casas por las que pasábamos tenían la luz del porche encendida, e iluminado el interior. Mi padre parecía saber adonde se dirigía, porque sólo de cuando en cuando miraba los números de las casas. Hacia el fondo de la calle vi las luces azules del restaurante italiano. No vi gente a la altura de la entrada, ni coches aparcados, y si no hubiera sido viernes habría pensado que estaba cerrado.
—Una calle sin demasiado encanto, ¿no crees? —dijo mi padre.
—Tienes razón —dije, mirando las casas.
—Es curioso —dijo él—. Supongo que nadie entiende a los ricos. —Luego calló durante un instante, mientras circulábamos despacio por la calle de Warren Miller—. Me gustaría poder lograr que tu madre se echara atrás en este asunto.
—También a mí —dije.
—No es un asunto que le convenga —dijo—. Yo no lo creo, al menos.
Detuvo el coche en la acera opuesta a la casa de Warren Miller, en el mismo sitio donde mi madre había aparcado la noche anterior. Empecé a pensar lo que había estado pensando cuando esperaba allí junto a mi madre: que no tenía otra alternativa que entrar con ella en la casa; y que luego había entrado. Pero después dejé de pensarlo porque ahora era diferente; era algo que nada tenía que ver con lo sucedido la noche pasada, o cualquier otra noche. Ahora estaba con mi padre, y todo era diferente.
Había luz en la casa, pero el porche estaba oscuro. El Oldsmobile estaba aparcado en la empinada rampa, junto a la motora, como la noche anterior. Mi padre paró el motor, abrió la ventanilla y miró hacia la casa. Me llegó una música de piano. Pensé que venía de la casa de Warren Miller, y que probablemente era él quien tocaba el piano mientras nosotros mirábamos hacia la casa en la oscuridad.
—Me gustaría echar un vistazo —dijo mi padre. Se volvió y me miró—. ¿Qué te parece?
—De acuerdo —dije.
Miré hacia la casa: no se veía a nadie en el ventanal; sólo la lámpara antigua sobre la mesa.
—Vuelvo en seguida, Joe.
—Bien —dije.
Bajó del coche, cerró la puerta, cruzó la calle y empezó a subir por la escalera de hormigón. Oí el sonido del piano en medio de la noche, y creí oír que alguien cantaba al son de la melodía. Un hombre.
Pensé que nadie advertiría la presencia de mi padre a menos que él se hiciera notar o tocara el timbre o golpeara la puerta con los nudillos, y no creía que tuviera intención de hacerlo. Me pregunté a quién habría llamado mi padre desde The Presidential. ¿A mi madre? ¿A Warren Miller, para saber si estaba en casa? ¿A otra persona totalmente diferente?
Mi padre subió los últimos escalones y llegó al porche. Se volvió y miró hacia el coche y luego, por encima de él, hacia la ciudad iluminada, más allá de la calle y las casas y el río. Después fue hasta el ventanal, se inclinó un poco sobre el cristal y miró hacia el interior de la casa. No se ocultaba: estaba de pie ante el ventanal, mirando, de forma que cualquiera que hubiera mirado hacia la ventana desde dentro lo habría visto al instante.
No se quedó mucho tiempo mirando: sólo el tiempo necesario para echar un vistazo a la sala, y a lo que pudiera verse a través de ella: los otros cuartos, la cocina. Luego se volvió y bajó las escaleras, cruzó la calle y llegó al coche, donde yo le estaba esperando. No montó en él; se quedó apoyado contra la ventanilla.
—¿Cómo te sientes, hijo?
Se inclinó hacia el interior del coche y me miró.
—Estoy bien —dije, aunque no era exactamente cierto: estaba nervioso, y quería que nos fuéramos.
—¿Tienes frío? —dijo. Hablaba en voz baja.
—No —dije. Seguían tocando el piano en la casa. Pero sí tenía frío. Tenía mucho frío en los brazos.
Mi padre volvió la cabeza y miró hacia el fondo de la calle. No había nadie, nada a la vista. Ni el más mínimo movimiento.
—Tal vez ya no pueda estar enamorado —dijo, y espiró el aire con fuerza—. Aunque me encantaría hacer que las cosas fueran mejores, ¿sabes?
—Sí —dije.
Entonces vi a Warren Miller. Se había acercado al ventanal por el que había estado mirando mi padre. Se detuvo un momento y miró hacia el exterior, hacia nuestro coche —me pareció—, y se retiró del ventanal. Llevaba una camisa blanca, como la noche anterior. Me pregunté si mi madre estaría con él en la casa, si era eso lo que mi padre había visto instantes antes, si era ésa la razón por la que mi padre había dicho lo que acababa de decir. Y decidí que no, que mi madre no estaba en aquella casa, y que seguía en la nuestra, donde la habíamos dejado y donde la encontraríamos si volvíamos en aquel mismo momento.
—Va a suceder algo —dijo mi padre, y empezó a dar golpecitos con ambas manos contra la moldura metálica de la ventanilla. Miró la calle con expresión pensativa—. Me gustaría no sentirme así.
Yo callé unos instantes, y luego dije:
—A mí también.
Mi padre volvió a suspirar.
—Ya lo sé, hijo —dijo—. Ya lo sé. —Se quedó en silencio unos segundos, mirando el asfalto—. Me pregunto —dijo— qué tendría que suceder para que yo un día llegara a dejar a tu madre. —Alzó los ojos y me miró.
—Quizá nada podría hacer que la dejaras —dije.
—Nada que yo pueda imaginar. Es cierto. —Asintió con la cabeza—. Las cosas tienen que ser capaces de sorprenderte —dijo—. Este es un día extraño, ¿no crees? —dijo—. Un día importante.
—Supongo que sí —dije.
—Me siento agotado —dijo—. Exhausto.
También yo me sentía así y él debía de saberlo.
—Quizá deberíamos volver a casa —le dije con voz queda.
—Deberíamos, sí. Ciertamente —dijo—. Lo haremos en seguida.
Se enderezó y fue hasta la trasera del coche y abrió el maletero. Miré hacia atrás, pero no pude ver qué hacía, ni oír nada. Tampoco le oí decir nada. Cerró el maletero, e instantes después, cuando miré por una de las ventanillas laterales, lo vi: subía deprisa por las escaleras hacia la casa blanca de Warren Miller, que seguía iluminada y en la que aún se oía la música del piano. Llevaba algo en las manos; no pude ver lo que era, pero debía de ser algo que había sacado del maletero. Lo llevaba asido con ambas manos. Y entonces experimenté esa sensación que más tarde oiría decir que acompaña a todos los desastres, la sensación de ver las cosas desde una enorme lejanía, como si se miraran a través de un catalejo invertido; la sensación de que, pese a tenerlas a un palmo de los ojos, uno se queda inmovilizado y sumido en la impotencia. Una sensación que primero te hace sentir frío, y luego calor, como si lo que temes no va a suceder finalmente, si bien después sucede y te sorprende aún menos preparado para presenciarlo y para aceptar que te suceda.
Vi a mi padre llegando a lo alto de las escaleras y andando por el porche —una pequeña galería de acceso que ocupaba sólo en parte la fachada— y dirigiéndose hasta un extremo, justo enfrente del ventanal que daba a la sala. Oí sus pasos sobre el piso de tablas. Oí el débil salpicar que produce un líquido al ser vertido sobre una superficie. Y entonces supe lo que mi padre estaba haciendo, o intentaba hacer. La música, en el interior de la casa de Warren Miller, cesó. Y se oyó sólo el apagado ruido del líquido vertido de una garrafa de cinco litros, que era lo que mi padre tenía en las manos. Rociaba con él —con gasolina o queroseno o fuera lo que fuere lo que había comprado en la estación de servicio— el pie de la casa, donde las tablas del porche se unían con la pared de la fachada. Y quise detenerlo, pero se movía con rapidez, y yo no pude moverme lo bastante deprisa dentro del coche, no lograba manejar con celeridad las manos ni hacer un ruido capaz de llamar su atención para decirle que dejara inmediatamente de hacer lo que estaba haciendo. Vi a contraluz su silueta, que cruzaba de un lado a otro el ventanal. Y entonces se encendió la luz del porche, y Warren Miller abrió la puerta en el preciso instante en que mi padre llegaba ante ella. Warren Miller salió al porche iluminado, y vi su cojera. Y él y mi padre se encontraron frente a frente, mi padre con la garrafa de cristal en las manos y Warren Miller con las manos vacías. Fue algo en verdad extraño de presenciar. Y, por espacio de un instante, pensé que todo iba a arreglarse, que Warren Miller tomaría las riendas de la situación —yo sabía que podía hacerlo— y que mi padre renunciaría a sus propósitos de prender fuego a la casa de Warren Miller y arruinar su propia vida y la mía y la de mi madre, como si no importaran nada y fueran algo de lo que alegremente se pudiera abdicar.
—¿Qué está pasando aquí, Jerry? —dijo Warren Miller, sin alzar la voz.
Avanzó un paso hacia mi padre, como si quisiera ver mejor lo que estaba sucediendo. Y debió de oler la gasolina, porque se echó hacia atrás. Mi padre —imaginé— había rociado ya con ella la mayor parte del porche.
Ahora, muy erguido, decía algo que no pude oír bien, pero que sonaba algo así como «mira esto, mira esto», y que repitió dos veces. Y acto seguido se agachó rápidamente hasta ponerse en cuclillas delante de Warren Miller, como si se dispusiera a atarle los cordones de sus botas. Pero lo que hizo fue encender una cerilla. Y oí que Warren Miller decía:
—Pero ¿qué diablos…?
Y el porche, entonces, se incendió. La garrafa que mi padre sostenía estaba en llamas tanto por dentro como por fuera; las tablas del piso ardían. Una llameante franja azul y amarilla se desplazaba casi con indolencia hacia la pared de la casa y luego por el porche hacia un extremo, y empezó a trepar por la madera de la pared que mi padre había rociado en un principio. La casa, entonces, me pareció toda ella en llamas, o cuando menos la fachada. Empecé a salir precipitadamente del coche, porque las botas y los bajos del pantalón de mi padre ardían, y él trataba de sofocar el fuego golpeándose con ambas manos, mientras se agitaba frenéticamente y daba saltos.
Warren Miller se había esfumado. No lo vi entrar en la casa, pero desapareció en cuanto se alzaron las llamas. Supuse que estaba llamando por teléfono para pedir ayuda. Y mi padre se quedó solo en el porche, pugnando por librarse del fuego que él mismo había provocado en un acto de celos o ira o mera locura, algo que de repente había pasado a pertenecer a un pasado remoto y a ser absolutamente nimio frente a la magnitud de lo que estaba sucediendo.
—Estoy ardiendo, Joe —oí gritar a mi padre en el porche mientras yo corría hacia él escaleras arriba.
—Lo sé —grité.
—Lo siento —le oí decir—. No quería hacerlo. No quería. Parecía a un tiempo excitado y en calma, pese a ver una de sus botas presa de las llamas. Había logrado apagar la otra bota y el bajo del pantalón con las manos. Y se había desplazado desde la zona del fuego hasta el borde del porche, donde se había sentado con una pierna colgando y la otra, la de la bota en llamas, junto a él, y se golpeaba con la mano desnuda la bota y el bajo, no violenta ni atropelladamente sino tratando de sofocar de modo eficaz las llamas. Tras él, el porche seguía ardiendo. Me llegaba el olor a humo y a quemado. Y vi la fachada de madera incendiada, y sentí el calor en el aire.
Al llegar junto a mi padre me quité la chaqueta y la eché sobre la bota que se estaba quemando, y la mantuve contra ella con fuerza, con los brazos en torno para ahogar las llamas.
—Creo que no me entiendo a mí mismo en este momento —dijo mi padre—. Y está bien. —Ya no parecía nervioso. Tenía la cara muy pálida, y las dos manos negruzcas, como quemadas. Se las puso en el regazo, y pensé que quizá no era consciente de lo que había hecho, o de que se había quemado y no sentía el dolor—. Tu madre no está ahí dentro —me dijo en tono sosegado—. No te preocupes. Me cercioré de que no estaba.
Una nieve liviana iba posándose sobre nosotros.
—¿Por qué has prendido fuego a la casa? —pregunté, sujetándole el pie.
—Para volver a encauzar las cosas, supongo —dijo, mirándose las manos. Las levantó un poco, y volvió a dejarlas sobre los muslos. Se oyó el sonido de una sirena a lo lejos. Alguien había llamado a los bomberos—. No me duelen las manos —dijo.
—Perfecto —dije. Solté su pie y retiré de encima la chaqueta. Tenía un aspecto aceptable. No parecía que hubiera estado envuelto en llamas, pese al olor del cuero quemado y de la gasolina que había empapado la bota—. ¿Quieres venir al coche? —pregunté, porque era lo que yo quería que hiciera.
—No —dijo—. Ahora no sería lo correcto. —Se volvió y miró la casa a su espalda. Seguía habiendo llamas en el porche y en la madera de la fachada. La garrafa estaba rota en el suelo. Pero el fuego iba apagándose en la madera húmeda; humeaba más que ardía, y no me pareció que el fuego fuera a progresar y acabar destruyendo la casa como había pensado en un principio—. Todo ha sido innecesario —dijo mi padre cuando volvió a mirarme—. Inútil. Tu madre no confía en mí. Eso es todo. Todo este asunto no ha sido sino una cuestión de confianza.
Sacudió la cabeza, y se puso a mover todos los dedos de las manos, sobre los muslos, como si se esforzara por sentirlos y no lo consiguiera, y ello le ponía nervioso, y le hacía desear hacer cualquier cosa para volver a sentirlos. Los relacionaba mentalmente con algo muy importante en su vida.
Warren Miller salió entonces de la casa apresuradamente. Se había puesto la chaqueta del traje, y lo acompañaba una mujer: alta, delgada, de cara alargada y pálida, con un abrigo de lana de hombre y zapatos plateados de tacón alto. Eran los zapatos que había visto en el armario de Warren Miller, que ahora, cojeando ostensiblemente, urgía a la mujer para que bajara deprisa los escalones del porche, donde mi padre y yo estábamos. Siguieron rampa abajo y se alejaron de la casa, que él probablemente —e infundadamente— creía ya condenada a ser pasto de las llamas. Caminaba pegado a la mujer, con una mano en el centro de su espalda, y al llegar a la acera, al pie de la rampa de entrada, se volvió y nos miró, y miró la casa, en la que aún se veían algunas vacilantes llamas azules y humeantes en las paredes de madera de la fachada. El fuego, con todo, iba gradualmente remitiendo. La gente de la calle salía de las casas a los jardines, y reconocí a la pareja de ancianos de la casa contigua, que habían cruzado la calle para presenciar el espectáculo desde el jardín de enfrente. Oí que alguien —una mujer— gritaba: «¡Venid a ver esto! ¡No vais a creerlo! ¡Oh, santo Dios!». Y se empezaron a oír sirenas cada vez más cerca, y los motores del coche de bomberos que cruzaba el puente haciendo sonar la campana. Y yo seguí allí al lado de mi padre, a la espera de los acontecimientos.
—Esto terminará mejor de lo que parece —dijo mi padre.
Miraba a su alrededor. Parecía asombrado de lo que había hecho, de todo aquel gentío que nos estaba mirando.
—Todo irá bien —dije—. No ha sido tan grave.
—Me gustaría que todo se arreglara de una vez —dijo él—. Me gustaría mucho.
Warren Miller le dijo algo a la mujer alta del abrigo de hombre. Supuse que el abrigo era de Miller, pero no era el que le había prestado a mi madre. La mujer, a su vez, dijo algo; luego miró hacia nosotros y sacudió la cabeza. Warren Miller, entonces, empezó a cojear en dirección a la casa; entró en su jardín y avanzó por el césped hollando la nieve que ya empezaba a derretirse. Nosotros lo esperábamos a él —supongo—, y esperábamos asimismo lo que nos tuviera que llegar: la policía o el cuerpo de bomberos o cualquier diligencia oficial. Mi padre había decidido permanecer donde estaba y afrontar lo que viniera. No tenía adonde ir. Y aquél debió de parecerle un lugar tan bueno como cualquier otro.
—Eres un maldito borracho, ¿no es eso? —dijo Warren Miller antes incluso de llegar hasta nosotros, mientras atravesaba cojeando su jardín. Estaba furioso. Lo veía en su cara. Su voz me pareció más grave que la que recordaba de la noche anterior. Tenía la cara pálida y húmeda—. Maldita sea, Jerry —dijo—. Estás como una cuba, y has destrozado mi casa.
Mi padre no dijo nada. No se me ocurre qué podría haber dicho. Pero cuando Warren Miller llegó hasta donde estábamos —mi padre sentado en el borde del porche, y yo a su lado— agarró a mi padre por la pechera de la camisa (la asió con una mano, simplemente) y le golpeó en la cara con el puño; y el golpe fue tan fuerte que cabeza y tronco se desplomaron hacia atrás, aunque no llegaron a inclinarse demasiado porque Warren Miller seguía sujetando la pechera. El agresor volvió a hacer recular el puño para golpear de nuevo a mi padre, pero me incorporé y le protegí la cara con las manos, y dije casi gritando:
—No lo haga. No vuelva a hacerlo.
Y Warren Miller soltó al instante la camisa y se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Pero no se marchó; se quedó allí quieto, sin retroceder siquiera un paso. Sus gafas estaban sucias y empañadas, y su cara mojada, lo mismo que su chaqueta. Respiraba ruidosamente. Miré hacia la gente que nos observaba desde la calle. Alguien nos señalaba a nosotros o señalaba a Warren Miller, que acababa de golpear a mi padre. Vi a un chiquillo que corría a través de los jardines para llegar a un mejor observatorio. Oí sirenas que se aproximaban, y gusté el sabor del humo.
—Maldita sea, tienes a tu hijo aquí, Jerry —dijo Warren Miller—. No entiendo por qué has tenido que hacer una cosa semejante.
Miraba fijamente a mi padre, que parpadeaba. No sangraba ni tenía marca alguna en la cara, donde le había herido el puño de Warren Miller, pero debía de sentir mareo o náuseas. Yo quería decirle a Warren Miller que se fuera, que estábamos hundidos, pero era su casa y estábamos sentados en su porche.
—¿Quién es? —dijo mi padre. Miraba a la mujer del abrigo largo y los zapatos plateados de tacón alto, que aguardaba en la acera.
—¿Qué quieres decir? —dijo Warren Miller. Parecía perplejo—. No es de tu incumbencia quién es. No es tu mujer. —Seguía furioso. Lo notaba con sólo estar a su lado—. Tengo una pistola ahí dentro, Jerry —dijo—. Podría pegarte un tiro y nadie diría nada. Probablemente se alegrarían.
—Lo sé —dijo mi padre. Pero a mí me impresionó oír aquello.
—¿Cuántos años tienes, por el amor de Dios? —dijo Warren Miller.
—Treinta y nueve —dijo mi padre.
—¿No eres universitario? ¿No fuiste a la universidad? —dijo Warren Miller.
—Sí —dijo mi padre.
Warren Miller se volvió y miró hacia la calle. Se habían parado algunos coches, y el de bomberos tocaba el claxon para que le abrieran paso en la calzada. Pero para entonces el fuego se había extinguido. Lo había sofocado la nieve, y no había necesidad de ninguna brigada contra incendios.
Warren Miller me miró. Seguía con las manos en los bolsillos. Sus ojos azules, tras los cristales de las gafas, estaban muy abiertos.
—Sabía que estabas en casa hoy, cuando he ido —me dijo—. Podía haber entrado por la fuerza, pero no quería sacar las cosas de quicio. —Sacudió la cabeza—. Debería darte una buena zurra aquí mismo. —Luego se volvió y miró a mi padre de nuevo. Creo que trataba de decidir qué hacer, y que no sabía exactamente cuál podía ser la opción justa. Fue un momento harto singular para todos nosotros—. Deberías saber de estas cosas, Jerry —dijo luego—. Maldito imbécil. No hay forma humana de parar estas cosas. Te largas de casa y esperas que la gente se quede ahí quieta, esperándote. No eches la culpa a nadie más que a ti mismo. Eres un estúpido, eso es lo que eres. Sólo un estúpido.
—Es muy posible —dijo mi padre—. Lo siento.
Miraba hacia el suelo. Se oían otras sirenas en la ciudad, a lo lejos; sirenas que nada tenían que ver con nosotros, sino con otras gentes asustadas ante la posibilidad de un incendio.
—Ella lanzaba dardos a lo alto para ver dónde caían —dijo Warren Miller—. Y el romance se acababa antes incluso de que pudieras darte cuenta. Por lo que a mí respecta, al menos.
Se volvió y miró hacia la calle.
Los faros del coche de bomberos iluminaron el asfalto. Oí cómo zumbaban los potentes motores. En un jardín del otro lado de la calle un hombre rociaba el tejado de su casa con una manguera. Dos bomberos surgieron de la oscuridad, con sus enormes cascos y sus chubasqueros y sus botas, y con extintores de mano y linternas. Las llamas de la casa se habían extinguido por completo. Algunos vecinos charlaban con los bomberos que permanecían en el coche. Alguien lanzó unas sonoras carcajadas.
—¿Qué pensabas? —le dijo Warren Miller a mi padre, que seguía sentado con las manos quemadas sobre los muslos, y la hinchazón incipiente en la zona de la cara donde había recibido el puñetazo—. ¿No crees que esto que has hecho es un inmenso error? ¿Qué crees que pensará de ti toda esta gente? De un incendiario de casas como tú. Delante de su propio hijo. A mí se me caería la cara de vergüenza.
—Puede que piensen que se trataba de algo importante para mí —dijo mi padre. Se pasó las manos por la cara húmeda, tomó una honda inspiración y dejó escapar el aire despacio. Oí cómo lo exhalaba lentamente.
—Piensan que nada es importante para ti —dijo Warren Miller en voz muy alta—. Piensan que querías suicidarte, eso es todo. Te tienen lástima. Has perdido el juicio.
Se volvió y bajó al jardín, donde la nieve empezaba a helarse sobre el césped húmedo. Los bomberos se acercaban a la casa enfocando hacia el frente sus linternas, y al ver a Warren Miller comenzaron a hablar y a sonreírle. Parecían conocerle. Warren Miller conocía a mucha gente. Y nosotros, mi padre y yo, y mi madre, no conocíamos a nadie. Estábamos solos en Great Falls. Éramos forasteros. Sólo nos teníamos a nosotros mismos para responder por nuestras personas si venía una mala racha y las cosas se ponían contra nosotros como en aquel momento.
Al final no sucedió gran cosa, no lo que cabía esperar cuando un hombre prende fuego a la casa de otro y es sorprendido con las manos en la masa en medio de una calle llena de gente y en una época de pavor a los incendios. Hay quien ha sido colgado por algo semejante en Montana.
Los dos bomberos que conocían a Warren Miller subieron hasta la casa y examinaron las zonas quemadas del porche y la fachada y las paredes laterales. No utilizaron los extintores, y tampoco nos hablaron, aunque Warren Miller les había dicho que todo se debía a un malentendido entre él y mi padre. Luego los dos bomberos nos miraron, pero sólo fugazmente. Warren Miller, entre tanto, había llegado a la calle y se había sentado en el coche rojo del jefe de la brigada. Charlaron, y nosotros esperamos. Vi cómo Warren Miller firmaba un papel. Los vecinos empezaron a retirarse a sus casas respectivas, y el hombre que había regado su casa ya no estaba en el jardín. El coche de bomberos se alejó, y la mujer alta que había salido de la casa con Warren Miller sintió frío y montó en el Oldsmobile y lo puso en marcha para encender la calefacción. Mi padre y yo éramos los únicos que quedábamos a la intemperie, sentados sobre las tablas del porche en la fría noche de nieve. En el aire había un fuerte olor a madera quemada.
Mi padre guardó silencio mientras esperábamos. Miraba el coche del jefe de la brigada. También yo lo miraba, y al rato —quizá un cuarto de hora— Warren Miller se apeó de él, caminó por la acera frente a su casa y finalmente subió por la rampa y subió al Oldsmobile, el coche en el que había estado con mi madre y en donde ahora le esperaba la mujer. Se deslizaron por la rampa marcha atrás y se alejaron por Prospect Street hasta perderse en la oscuridad. Yo no sabía su destino aquella noche, y ya no volví a ver a Warren Miller nunca más.
Fue entonces cuando mi padre dijo, con voz muy suave:
—Seguramente van a detenerme. Los bomberos también pueden detenerte. Están facultados para ello. Siento de veras todo esto.
Uno de los bomberos se apeó del coche del jefe. Era el más viejo de los dos que habían subido a inspeccionar los daños de la casa. Fumaba un cigarrillo, que tiró al césped al acercarse por el jardín para subir hasta donde estábamos. Seguíamos sentados en el borde del porche, y, aunque nadie nos lo había ordenado, ambos sabíamos que no podíamos marcharnos.
—Ha habido un malentendido aquí, según me han dicho —le dijo el bombero a mi padre cuando estuvo cerca del porche. Luego lo miró, y miró hacia la casa, en la que la mayoría de los maderos frontales estaban negros y quemados. A mí no me miró. Era un hombre alto, sesentón. Llevaba una suerte de grueso chubasquero negro de amianto y botas de goma, e iba sin casco. Yo lo había visto antes en alguna parte, pero no recordaba dónde.
—Podría haber sido eso —dijo mi padre con voz tranquila.
—Hoy es su día de suerte —dijo el bombero. Volvió a mirar a mi padre: una mirada muy rápida. Estaba allí de pie, ante nosotros, hablando—. El hombre que vive aquí ha dado la cara por usted. Yo no la habría dado. Sé lo que usted ha hecho, y sé a qué se debe todo el asunto.
—Muy bien —dijo mi padre.
El hombre volvió a mirar hacia otra parte. Yo sabía que le resultábamos odiosos, y que ello lo violentaba del mismo modo que violentaba a mi padre.
—Deberían matarle por cometer semejante atrocidad —dijo el bombero—. Yo le mataría si lo pillara con las manos en la masa.
—No necesita decirlo —dijo mi padre—. Es cierto.
—Su hijo ya ha visto muchas cosas. —Me miró por primera vez. Se acercó y me puso su mano grande sobre el hombro—. No las va a olvidar. No olvidará la imagen de usted —le dijo a mi padre, y me apretó con fuerza el hombro.
—No, no la olvidará —dijo mi padre.
De pronto el hombre lanzó una sonora carcajada, y sacudió la cabeza. Una ocurrencia harto extraña. Me sorprendí porque estuve a punto de sonreír, aunque no quería hacerlo. Y no lo hice.
—Uno no puede elegir a su padre —me dijo. Sonreía; con la mano aún en mi hombro, como si compartiéramos una broma secreta—. El mío era un hijo de perra. Un redomado hijo de perra.
—Es una lástima —dijo mi padre.
—Acércate hasta el parque de bomberos la semana que viene, hijo —me dijo—. Te enseñaré cómo funcionan las cosas. —Miró a mi padre de nuevo—. Su mujer está preocupada por usted, compañero —le dijo—. Lleve a su hijo a casa, que es donde debe estar.
—De acuerdo —dijo mi padre—. Es una buena idea.
—Tu padre debería estar en la cárcel, hijo —dijo el bombero—, pero está libre.
Luego se volvió, bajó las escaleras, atravesó el jardín y llegó al coche rojo, donde le esperaba el bombero más joven. Giraron en redondo en medio de la calzada —durante la maniobra encendieron la luz de destellos— y se alejaron en la noche.
Al otro lado de la calle, una mujer nos observaba desde la puerta de su casa. Le dijo algo a alguien que había a su espalda, dentro de la casa. Alcancé a ver cómo volvía la cabeza y movía los labios, pero no pude oír lo que decía.
—La gente cree que vive en la eternidad, ¿no te parece? —dijo mi padre. Algo en la mujer de la otra acera le había sugerido estas palabras. No pude adivinar qué—. Que todo dura para siempre. Que nada tiene final. —Se puso en pie. Y parecía anquilosado, como si estuviera herido (y no lo estaba). Se enderezó; miró hacia las casas del otro lado de la calle, hacia Great Falls. En la casa de enfrente se apagó una luz—. Qué agradable —dijo.
—Sí —dije. Y me levanté también.
—Lo de hoy no seguirá siendo importante para siempre, Joe —dijo mi padre—. Lo olvidarás casi todo. Yo no, pero tú sí. Ni siquiera te reprocharía que me odiases, ahora mismo.
—No te odio —dije. Y no lo odiaba. En absoluto. No podía entenderle muy bien entonces, pero era mi padre. Nada había cambiado a ese respecto. Y lo amaba a pesar de todo aquello.
—Uno a veces se apasiona por cómo fueron las cosas un día, en lugar de por cómo hacerlas mejor en el presente —dijo—. No hagas eso nunca.
Echó a andar con paso rígido hacia el coche. Estaba aparcado donde lo habíamos dejado, frente a la casa de Warren Miller, en la acera opuesta.
—Será el único buen consejo que te dé —dijo. Oí cómo aspiraba profundamente y espiraba luego despacio. A lo lejos, en otra calle, oí una sirena, y pensé que se habría declarado un nuevo incendio. Y seguí a mi padre, y bajamos por la rampa y el jardín, y había dejado de nevar. Sabía que él no estaba pensando en mí en aquel momento, que estaba pensando en algún otro problema ajeno a mí. Pero me preguntaba adónde iríamos a continuación, y dónde pasaría yo la noche, y qué me acontecería al día siguiente, y el día después. Y entonces debí de creer que también yo vivía en la eternidad, pues ni tenía respuestas finales ni se me exigía que las tuviera. Y mientras me alejaba de la casa de Warren Miller, aquella fría noche de octubre, caí en la cuenta de que las cosas que habían sucedido empezaban ya a desdibujarse en mi pensamiento, tal como mi padre había dicho. Me sentía en calma, y empecé a creer que las cosas no resultarían tan malas después de todo. O al menos que era muy probable que no resultaran tan malas para mí.