Cuando llegué a casa ya había anochecido. La luna se hallaba oculta tras unas nubes, y al acercarme por la acera sentía un frío intenso porque había salido sin ropa de abrigo. En casa había luz, y también en otras casas de la calle. Un velo de diminutos copos de nieve —la primera nieve del año— iba cayendo blandamente sobre el césped del jardín. No iba a cuajar, pensé, aunque tampoco sabía a ciencia cierta cuándo empezaría el invierno realmente.

Mi madre estaba sentada en el sofá de la sala —en el centro, de hecho—, jugando sola a las cartas. La había visto otras veces hacer aquel solitario, para el que necesitaba dos barajas. Lo había aprendido en la universidad. Vestía el mismo conjunto que se había puesto aquella mañana —blusa blanca y lazo blanco, falda marrón y zapatos de tacón alto—, y me pareció que estaba muy guapa. Se había sentado en el borde del sofá, con las rodillas hacia un lado, ante las cartas extendidas sobre la mesita. Daba la sensación de estar a punto de salir a alguna parte.

Cuando entré y cerré la puerta a mi espalda, alzó la vista y me sonrió. Tenía la mitad de las cartas en la mano. No vi ninguna bebida en ninguna parte.

—¿Dónde has estado? —dijo—. Ya es de noche. Y no vas abrigado.

—He estado en el trabajo —dije. Era otra mentira, pero no creía que importara demasiado y no quería decirle que había ido paseando hasta la base aérea.

—¿Has ido al colegio? —preguntó, sin dejar de mirarme.

—No —dije.

—Bueno, ya irás, supongo. Pensé que irías después del almuerzo.

—¿Dónde has estado hoy? —dije. Me senté en la butaca contigua al televisor. Tenía los brazos fríos, pero en la sala hacía calor. Me pregunté qué habría de comer en casa. No había comido nada en todo el día: lo había olvidado.

—He ido a los Apartamentos Helen —dijo—. Luego tenía otras cosas que hacer.

—¿Vas a alquilar un apartamento de ésos? —dije.

Mi madre cortó el mazo de cartas que tenía en la mano, y puso un montón encima del otro.

—He dado una paga y señal esta mañana —dijo—. Es uno que está muy bien. Te gustará.

—¿Has visto a Warren Miller?

Mi madre dejó las cartas en la mesa, se echó hacia atrás en el sofá y me miró.

—Estoy esperando a tu padre. Está a punto de llegar —dijo. Y no me sorprendió. Había supuesto que, en caso de no haber muerto, mi padre volverla a casa aquel día. No lo había dicho, pero era algo que sabía muy bien de ambos: su secuencia natural de hacer las cosas. Los conocía hasta ese punto—. ¿No habrás encontrado por casualidad unos calcetines a rayas en algún rincón de la casa?

—No —dije.

—Bien. —Sonrió—. ¿Has comido?

—No —dije—. Pero tengo hambre.

—Te prepararé algo —dijo. Miró hacia el reloj de pared que había junto a la puerta de la cocina—. Voy en seguida —dijo—. Tu padre viene en taxi. Cuando te oí llegar, pensé que era él.

Miré por la ventana, a mi espalda, y no vi sino la nieve que parecía danzar en un soplo de viento, y la acera vacía, y las luces de las casas del otro lado de la calle Ocho. Nuestro coche debía de estar en el garaje; mi madre habría pasado el día en casa de Warren Miller. Quizá había dedicado una hora a su gestión en Apartamentos Helen, pero después había corrido a casa de Warren Miller. Y no le importaba que lo supiera. Seguramente se había sentido distanciada del mundo, en las alturas, y ahora, mientras esperaba la llegada de mi padre, sabía que no tardaría en caer de nuevo a tierra. En cierto modo también yo experimentaba una sensación parecida, y sentí lástima por ella.

—Ha nevado allá arriba, donde estaban ellos —dijo con voz queda—. Y ahora nieva aquí abajo.

Hablaba por decir algo, para hacer la espera menos incómoda.

—Lo sé —dije.

—¿Temías que tu padre tuviera un accidente?

—No —dije—. Confiaba en que no.

—También yo —dijo ella—. Ésa es la verdad. —Cruzó los brazos y miró hacia las ventanas de la entrada—. Lo adoro. Eso es lo que siento. Pero ahora no creo que pueda expresarlo. Supongo que eso es lo que me pasa. Que ahí está el problema. —Se pasó los dedos por el pelo castaño y se aclaró la garganta. Vi que tenía una pequeña marca en el cuello, como un pequeño hematoma, algo que se tocó con el dedo sin que pareciera percatarse de ello—. Los acontecimientos pueden aislarte más que las personas. Lo sé, créeme —dijo, y dejó escapar un suspiro—. ¿Te sientes así, Joe? ¿No te sientes aislado aquí?

—No —dije—. No me siento aislado.

—Estupendo —dijo mi madre—. Supongo que hay muchas cosas que anhelas.

Se levantó. Estaba mirando hacia la ventana. Se frotó la mano contra la falda y volvió a echarse hacia atrás el pelo. La miré, y luego dirigí la vista hacia la ventana. Fuera, tras la puerta de madera del jardín, junto al bordillo de la acera, había un taxi amarillo con la luz roja del techo de la cabina brillando entre la nieve nocturna. La luz interior estaba encendida, y vi al taxista vuelto hacia el asiento trasero, hablando con alguien que yo sabía que era mi padre. Y vi la mano de mi padre, y vi dinero en ella, y vi que el taxista reía por algo que decían. Luego se abrió la puerta trasera, y mi padre se apeó con la maleta de piel blanda con que se había ido de casa. Hacía —me parecía— muchísimo tiempo.

—Bien. He aquí el sofocador de incendios —dijo mi madre. Estaba de pie junto al sofá, mirando hacia la ventana que daba al porche. Con los brazos cruzados, muy erguida.

Me levanté de la butaca y abrí la puerta principal. La luz del porche estaba encendida. Bajé las escaleras a recibir a mi padre, que se hallaba ya a medio camino, y al llegar a él lo rodeé con mis brazos. Me pareció más corpulento que dos días atrás, y sonreía. Llevaba muy corto el pelo negro; no se había afeitado, y tenía la cara sucia. Dejó la maleta en el suelo y me abrazó. Llevaba una gruesa camisa de lona y pantalones de lona y botas de leñador negras, y cuando mi cara se pegó a sus ropas descubrí que olía a ceniza, a materia quemada. Sentí el áspero tacto de su camisa rígida y sucia contra mis mejillas. Oí cómo el taxi se alejaba. Puso su mano en mi cuello, una mano fría y dura.

—Se puso a nevar —dijo—, y a la gente competente la han mandado a casa. ¿Cómo van las cosas por aquí?

Hablaba como comiéndose las palabras, y me abrazó de nuevo, y con más fuerza. Todo era un poco ridículo, porque había estado fuera apenas unos días.

—¿Tu madre sigue enfadada?

—No lo sé —dije. Me apreté contra él un instante más—. No lo sé —repetí.

—Pues tendremos que averiguarlo, digo yo —dijo. Cogió la maleta—. Vámonos de la nieve. Estamos en pleno Montana aquí fuera.

Subimos juntos los escalones del porche y entramos en casa, donde la temperatura era cálida y estaban encendidas todas las luces y mi madre esperaba en el sofá.

Estaba echada hacia atrás, de cara a la puerta, como cuando entré en la sala al volver de mi paseo, pero no jugaba a cartas. Las tenía ante ella, sobre la mesita, en dos montones. Sonrió a mi padre, pero no se levantó. Y supe que a él le sorprendió ver que no se levantaba. No era lo que esperaba, y debió de llevarse un chasco e intuir que algo había cambiado.

—¿Qué tal el fuego? —dijo mi madre, lacónica—. ¿Lo apagasteis?

—No —dijo mi padre. Sonreía. Y pienso que sabía que estaba sonriendo.

—Me lo imaginaba —dijo ella. Y entonces volvió a sonreírle. Y se levantó del sofá y cruzó la sala y lo besó; le puso las manos en los brazos y le besó en la mejilla. Yo estaba muy cerca de ellos. Luego, después de besarle, dijo—: Me alegro de que hayas vuelto, Jerry. Y Joe también se alegra.

Y se volvió y cruzó la sala y se sentó de nuevo en el sofá.

—Siento como si hubiera estado fuera mucho tiempo —dijo mi padre.

—Tres días, nada más —dijo mi madre. Parecía que seguía sonriendo, pero ya no sonreía—. ¿Has cenado?

—No —dijo mi padre—. Pero no tengo apetito.

Siguió unos instantes de pie, quieto, con la maleta negra en la mano. Pensé que alguno de los dos iba a decirme que los dejara solos, que me fuera a hacer mis cosas, pero ninguno dijo nada. Y me quedé allí, junto a la puerta, sintiendo en los tobillos la corriente fría que se colaba por la rendija del umbral.

—¿Por qué no te sientas? —dijo mi madre—. Tienes que estar cansado. Seguro que has visto muchas cosas.

—No sé a quién voy a impresionar —dijo mi padre, y dejó la maleta frente a la puerta y se sentó donde yo había estado sentado antes, en la butaca contigua al televisor. Ahora podía verlo mejor. Se movía con rigidez. Tenía el dorso de las manos duro, correoso, como curtido por el fuego, y me seguía llegando el olor a ceniza que lo envolvía, un olor que yo no había asociado nunca con persona alguna hasta percibirlo en la cantina donde había cenado con mi madre dos noches atrás.

—A mí no tienes que impresionarme —dijo mi madre—. De eso no hay duda.

—¿Llegaste a pensar que moriría abrasado? —preguntó mi padre.

—Confiaba en que no —dijo mi madre. Y le sonrió como si quisiera hacerle ver que le seguía gustando—. Nos habríamos llevado un gran disgusto —dijo—. ¿Se apagarán algún día esos incendios?

Mi padre se miró las manos, que en algunos lugares estaban rojas y parecían dolerle.

—Seguirán humeando y ardiendo sin llama durante mucho tiempo. Son muy difíciles de apagar.

—He tenido un sentimiento místico mientras has estado fuera —dijo mi madre. Vi que su tensión cedía un poco, y pensé que quizá las aguas volverían a su cauce, y que no habría problemas—. Pensé —dijo— que a lo mejor el fuego era algo que no debía extinguirse en absoluto. Y que los hombres, todos vosotros, ibais a luchar contra él simplemente para daros bríos.

—No es exactamente así —dijo mi padre. Me miró a mí. Sus ojos estaban enrojecidos, y empequeñecidos, y cansados. Pero su aspecto era bueno, y quizá se hallaba estimulado, como mi madre sugería. No parecía haber nada malo en ello—. Lo que hace es sacarte de ti mismo —dijo—. Lo ves todo desde fuera. Te encuentras ante algo tan enorme… —Me miró otra vez, y luego miró a mi madre, y parpadeó—. Todo parece arbitrario. Sales de tu vida y todo te parece como algo que tú eliges. Nada parece muy natural. Seguramente es difícil de entender. He visto llamas de treinta metros de altura que de pronto se sesgan en el aire como si salieran de un soplete. Se desquician. A un hombre lo tiró del caballo un golpe de aire al pasar.

Se estremeció, como si el miedo lo hubiera traspasado. Y sacudió la cabeza bruscamente, como para apartar una imagen de su mente.

—Es horrible —dijo mi madre.

—Me siento extraño —dijo mi padre—. Pero me alegro de estar en casa.

—Y a mí me alegra que hayas vuelto —dijo mi madre. Me miró: parecía confusa. Estaba tomando una decisión. Y aunque yo sabía bien lo que deseaba que decidiera, me faltó valor para decírselo, para tratar de acudir en su ayuda. Los dos tenían cosas que decirse, y nada tenía que ver yo en tales cosas—. ¿Cómo empezaron esos incendios? —dijo luego—. ¿Se sabe cómo sucedió?

—Son premeditados —dijo mi padre, y se echó hacia atrás en la butaca—. Los provocó alguien. No querría estar en su pellejo. Lo matarán, estoy seguro. Puede que fuera un indio.

—¿Por qué piensas eso? —dijo mi madre.

—No me gustan los indios —dijo mi padre—. Abandonan a los suyos, y son callados y sigilosos. No me fío de ellos.

—Entiendo —dijo mi madre.

—¿Qué tal el colegio? —me preguntó entonces mi padre, volviéndose hacia mí. Y me dio la impresión de que hubo de girar todo el cuerpo para hacerlo. Probablemente había estado durmiendo en el suelo, y tenía el cuerpo dolorido.

—Va muy bien —dijo mi madre antes de que yo pudiera responder. Imagino que no quería que le mintiera, y que sabía que estaba a punto de hacerlo. La verdad, en aquel momento, no habría traído ningún alivio.

—Estupendo —dijo mi padre, y me sonrió—. Supongo que no he faltado tanto tiempo.

—Has faltado el suficiente —dijo mi madre. Y por espacio de unos segundos ninguno de los dos dijo nada.

—Un hombre me ha hablado hoy de un trabajo en el Servicio Forestal. Los guardabosques —dijo mi padre. Ahora no prestaba mucha atención a mi madre. Empezaba a sentirse mejor, imagino—. Un título universitario cuenta mucho para entrar en ese cuerpo. La experiencia no es tan importante. Nos darían una casa allá en Choteau.

—Jerry, tengo algo que decirte —dijo mi madre. Se irguió hacia adelante sobre el borde del sofá, con las rodillas juntas y las manos sobre la falda. Mi padre dejó de hablar del Servicio Forestal y la miró de frente. Cayó en la cuenta de que tenía que ser algo importante, aunque no creo que barruntara siquiera de qué podía tratarse. Que mi madre fuera a dejarle era la última cosa que podía imaginarse. Creo que pensaba que las cosas iban a arreglarse. Y en realidad tenía derecho a pensarlo.

—Dime de qué se trata, Jean —dijo—. No hago más que hablar yo. Perdona.

—Voy a mudarme a otro sitio. Mañana mismo —dijo mi madre, y su voz sonó un punto más fuerte de lo necesario. Y fue como si hubiera dicho algo que ni ella misma entendía, porque parecía asustada. Probablemente no era eso lo que esperaba sentir al decirlo.

—¿Qué quieres decir? —dijo mi padre—. ¿A qué diablos te refieres?

La miraba fijamente.

—Sé que te sorprende —dijo mi madre—. Me sorprende a mí misma.

No se había movido; seguía con las rodillas juntas, con las manos muy quietas sobre el regazo.

—¿Te has vuelto loca? —dijo mi padre.

—No —dijo mi madre—. No lo creo.

Mi padre, súbitamente, se volvió y miró por la ventana. Como si pensara que había alguien en el porche, o en el jardín, o en la calle, mirándole, alguien que pudiera servirle de referencia, alguien que pudiera darle una idea de lo que le estaba sucediendo. La calle, como es lógico, estaba desierta. La nieve caía blandamente en torno a la luz de la farola.

Volvió la cabeza y miró a mi madre de nuevo, muy deprisa. A mí me había olvidado. Ambos me habían olvidado. Mi padre tenía pálido el semblante.

—Creo que estoy cogiendo algo —dijo, y apretó el puño sobre el brazo de la butaca—. Posiblemente un resfriado. —Mi madre lo miraba con fijeza—. ¿Me engañas con alguien? —dijo. Daba golpecitos con el puño sobre el brazo de la butaca, como si estuviera nervioso.

Mi madre me miró. Puede que no quisiera pasar por todo aquello en aquel momento. Pero había ido demasiado lejos, y no creo que viera ninguna otra alternativa.

—Bien —dijo al cabo—, pues sí. Te estoy siendo infiel.

—¿Con quién? —dijo mi padre.

—Con alguien que me gusta —dijo mi madre.

—¿Alguien del club de campo? —dijo mi padre. Se enfurecía por momentos, y mi madre debió de comprender que ya no era posible callar en aquel punto.

—Sí —dijo—. Pero no es eso lo que importa. No es más que una circunstancia.

—Lo sé —dijo mi padre—. Así lo creo.

Se levantó y se puso a andar por la sala. Era como si quisiera oír el ruido de los pasos sobre el piso, el golpear de sus botas contra el entarimado. Rodeó el sofá, volvió al centro de la sala. Me llegaba con nitidez su olor a ceniza; mi madre —estaba seguro— también podía percibirlo. Al rato se sentó de nuevo en la butaca, al lado del televisor.

—No sé qué es lo que impide que la vida salte hecha pedazos —dijo al cabo. Ya no parecía tan furioso; sólo muy infeliz. Sentí una profunda lástima.

—Te entiendo —dijo mi madre—. Yo tampoco lo sé. Lo siento.

Mi padre se apretó con fuerza las manos.

—¿En qué diablos estás pensando, Jean? —Alzó los ojos y me miró a mí—. Ni siquiera me importa quién es el tipo.

Me lo decía a mí, no sabría decir por qué.

—Es Warren Miller —dijo mi madre en tono tajante.

—Bien, mejor para él —dijo mi padre.

—Nuestra actitud ante las cosas cambia —dijo mi madre.

—Lo sé —dijo mi padre—. Soy consciente de ello.

Mi madre puso una mano a un lado, sobre el sofá; era la primera vez que se movía en varios minutos. Debió de pensar que lo peor había ya pasado, y es muy posible que así fuera para ella.

—No quiero que estés furiosa conmigo —dijo mi padre— sólo porque me haya ido a combatir esos incendios. ¿Me entiendes?

—Te entiendo —dijo ella—. No estoy furiosa contigo.

—El amor es una cosa… —dijo mi padre, y se quedó callado. Miró a su alrededor durante un instante como si algo lo hubiera sobresaltado, como si hubiera oído o esperara oír algo, o como si algo que hubiera pensado mientras estaba hablando le hubiera hecho olvidar el resto de la frase—. ¿Adónde vas a mudarte? —dijo—. ¿Vas a irte a vivir con Miller?

—Al edificio de Apartamentos Helen —dijo mi madre—. Está junto al río. En la Primera avenida.

—Sé dónde es —dijo mi padre con brusquedad. Y añadió luego—: ¡Santo Dios, qué calor hace aquí, Jean! —Llevaba la camisa abotonada hasta el cuello, y de pronto alzó la mano, se soltó tres botones y dejó al descubierto la mitad del pecho—. Deberías ponerla más baja —dijo. Recordé entonces que había sido yo quien había subido la calefacción aquella tarde, cuando me vi solo en casa y sentí frío.

—Tienes razón —dijo mi madre—. Lo siento.

Pero no se levantó. Siguió sentada en el sofá.

—¿Han sido duros estos tres días? —preguntó mi padre.

—No —dijo mi madre—. No muy duros.

—Estupendo, entonces. —La miró—. ¿No vamos a arreglarnos? ¿Es eso?

—Eso me temo —dijo mi madre con calma. Se tocó el cuello con los dedos. Tenía el pequeño hematoma bajo el cuello de la camisa y el lazo blanco, pero debió de acordarse de su existencia y de preguntarse cómo estaba exactamente y si él podría verlo. Pero mi padre no lo había descubierto, porque se hallaba oculto.

—Cómo me gustaría volver a ver el mundo como antes. Hacer que las cosas marcharan bien —dijo mi padre, y le sonrió—. Siento como si todo se tambaleara. Absolutamente todo.

—También yo he sentido eso —dijo mi madre.

—¡Dios…! —dijo mi padre—. ¡Dios, Dios…!

Movió la cabeza y sonrió. Yo sabía que se asombraba de que aquello le estuviera pasando a él. Jamás lo habría imaginado. Tal vez trataba de descubrir qué había hecho mal, de remontarse a los tiempos en que la vida discurría normalmente. Pero no lograba dar con ello.

—Jerry —dijo mi madre—. ¿Por qué no sales con Joe y le llevas a comer algo? No he preparado nada para esta noche. He sabido muy tarde que venías.

—Buena idea —dijo mi padre. Me miró y volvió a sonreír—. La vida es dura, ¿eh, hijo mío? —dijo.

—El no sabe lo que es ni lo que no es —dijo mi madre con irritación, en tono reprobador, sin la menor piedad para con su situación. Se levantó del sofá y se quedó tras la mesita; las cartas seguían encima de ella en dos montones. Aguardaba a que nos marcháramos.

—Creo que no sabes apreciar lo que valgo —dijo mi padre. Se había vuelto a enfurecer en aquel preciso instante. Y yo no se lo reprochaba.

—Yo también lo creo —dijo mi madre. Y sonrió de un modo que no era una sonrisa. Quería que aquel momento de su vida quedara atrás para siempre, y que inmediatamente después sucediera algo (probablemente poco le importaba qué: cualquier cosa)—. Nada ni nadie sabe apreciar lo que valemos hoy día.

Se volvió y salió de la sala, y mi padre y yo nos quedamos allí solos, sin otro lugar adonde ir sino la noche fría, y sin más compañía que nuestra propia compañía.