La mañana siguiente fue fría, tal como yo había supuesto. Encendí la radio y escuché el parte meteorológico: soplaría viento del sudoeste antes de que acabara el día; el cielo seguiría despejado, pero se esperaba que en las Montañas Rocosas algunas nevadas tal vez brindaran cierto alivio a los equipos que combatían el fuego en Alien Creek.
Oí a mi madre en la cocina. Llevaba unos zapatos que arañaban el piso de linóleo, y supe que iba a salir pronto. Iría a la base, o al silo, o a casa de Warren Miller. Todo parecía aún posible. Estaba pensando en marcharme de casa. No tenía adonde ir, ni quería irme a ninguna parte, pero aquella mañana me había despertado pensando: «¿Qué voy a hacer ahora?», y me había parecido el pensamiento que tienes antes de marcharte de algún sitio, aunque se trate del lugar donde has vivido siempre o de la gente con quien has vivido siempre.
Cuando me vestí y salí del cuarto, mi madre estaba sentada a la mesa de la cocina, comiendo una tostada y un huevo revuelto y tomando café. Parecía extenuada, pero se había puesto un bonito conjunto: blusa blanca con un gran lazo blanco en el cuello, falda marrón y zapatos de tacón. Me miró, luego miró el reloj de la cocina (marcaba las diez y cuarto) y siguió desayunando.
—Toma un poco de café, Joe —dijo—. Coge una taza. Te sentará de maravilla.
Cogí una taza y me serví de la cafetera. Me dolía la zona del pómulo donde me había pegado, pero al mirarme al espejo no me había visto ningún hematoma. Me senté al otro lado de la mesa. No creía que ella fuera a hablar de lo ocurrido la noche anterior, y yo no iba a sacarlo a colación. Para mí todo estaba muy claro.
—¿Qué piensas hacer? —dijo.
Parecía muy serena, como si algo que le había preocupado mucho hubiera quedado atrás.
—Hoy no voy a ir al colegio —dije.
—De acuerdo —dijo ella—. Suponía que no irías. Lo entiendo.
—¿Qué vas a hacer tú?
Tomé un sorbo de café solo. No estaba habituado a tomar café, y me pareció demasiado caliente e insípido.
—Voy a ir a Apartamentos Helen a alquilar uno —dijo—. Uno de dos dormitorios. Puedes venir a vivir conmigo.
—Muy bien —dije. No creo que le entusiasmara la idea de que me fuera a vivir con ella. No porque no me quisiera, sino sencillamente porque no era lo más importante que tenía en la cabeza aquella mañana.
Mientras estaba allí, sentado, traté de imaginar qué podría decirle en aquel momento, algo sobre lo que los dos pudiéramos hablar, cualquier cosa normal acerca del futuro o incluso de aquel día, pero no parecía haber ningún tema. Vi que mi madre miraba por la ventana hacia la parte de atrás de la casa desde donde se veía el cielo azul y sin nubes; luego bebió unos sorbos de café, cogió el tenedor y lo puso encima del plato.
—¿Puedo decirte algo? —dijo, y se enderezó en la silla.
—Sí —dije.
—En tu vida vas a tener más mañanas como ésta en las que al despertar nadie será capaz de aclarar tus sentimientos —dijo muy despacio—. Será cosa exclusivamente tuya. Así que ¿me dejarás que te diga qué has de sentir ahora? No volveré a hacerlo, te lo prometo.
—De acuerdo —dije. Y lo dije deseoso de oírlo. Qué hacer en aquel momento era precisamente lo que no sabía, y me alegró que ella creyera saberlo.
Puso las puntas de los dedos sobre el borde del plato, en el que tan sólo se veían unas cuantas migajas y el tenedor plateado y sin brillo. Me miró y encogió los labios.
—Aún no he perdido el juicio —dijo. Apartó de mí la mirada como si escuchara esas palabras y pensara en las que diría a continuación—. No debes pensar que la gente está loca porque haga cosas que no te gustan. La mayoría de las veces no lo está. Lo que sucede es que tú no la comprendes. Eso es todo. Y a lo mejor te gustaría comprenderla.
Me sonrió y asintió con la cabeza, como pidiéndome que estuviera de acuerdo con ella.
—Muy bien —dije—. Lo entiendo. —Y era cierto.
—Sé que no te agrada tener esta conversación conmigo —dijo—. Lo siento. No te lo reprocho. Pero yo aún estoy viva. No he muerto. Tendrás que acostumbrarte a ello. Tendrás que hacerte cargo de las cosas. Todos tenemos que hacerlo.
—¿Vas a ver hoy a Warren Miller? —pregunté.
Fue una pregunta que al punto hubiera preferido no hacer, porque no me importaba realmente cuál pudiera ser la respuesta, y porque mi madre tenía cosas más interesantes de que hablarme, ya que dijo:
—¡Vaya por Dios! —Se levantó, llevó el plato a la pila y dejó que el agua corriera sobre él—. El cielo se viene abajo —dijo. Se hizo a un lado y miró por la ventana el cielo de la mañana—. ¿No es eso lo que piensas? —Me estaba dando la espalda.
—No —dije.
—No soportaría volver a ser joven —dijo—. Huiría de la fontana de la juventud, lo juro por Dios. Sí, voy a ver a Warren. Bueno, supongo que lo veré. No lo sé. ¿Vale? No, me temo que no.
—¿Le amas? —dije.
—Sí —dijo mi madre—. Y si te preguntas cómo ha sucedido todo tan deprisa, la respuesta es que así es como sucede. Ya ves. Puede que también se acabe con la misma rapidez.
Quería preguntarle si amaba a mi padre y si era posible amar a dos personas a la vez. Aunque sabía cuál habría sido la respuesta: sí, en ambos casos. Y pensé que probablemente tenía razón, y deseé que ella o yo dijéramos algo que sublimara aquel momento o que lo hiciera más semejante a otros de la vida que yo había conocido hasta entonces.
—No es que no puedas decir «no» a alguien; o que alguien sea demasiado hermoso —dijo mi madre. Seguía mirando por la ventana—. Es que no puedes decirte «no» a ti mismo. La culpa es tuya, y de nadie más. Para mí está muy claro.
Volvió la cabeza y me miró por encima del hombro para ver cuál era mi expresión, o si estaba a punto de decir algo o quería que ella añadiera alguna cosa más. Pero no debí de darle la impresión de estar pensando en eso, porque me sonrió y volvió a mirar por la ventana, como si ambos estuviéramos esperando que sucediera algo. Y ahora, retrospectivamente, creo que era eso lo que hacíamos. Esperábamos la llegada de mi padre; esperábamos que el fuego fuera dominado y que nuestras vidas comenzaran a ser lo que serían a partir de aquel día: diferentes, quizá mejores o peores.
—Sé amable conmigo —dijo mi madre—. ¿Podrás ser amable conmigo? Sé que si eres amable conmigo todo irá mejor. Piensa lo que quieras de mí, pero no lo digas.
—De acuerdo, lo haré —dije.
Se volvió como para dirigirse hacia su cuarto, pero al hacerlo alargó la mano y me dio unos golpecitos en el hombro.
—Eres un cielo —me dijo—. Como tu padre. Me dejó en la cocina y volvió a entrar en su cuarto para terminar de arreglarse. Yo seguía queriendo preguntarle si amaba a mi padre. Pensé que me sería mucho más fácil ser amable con ella si sabía si lo amaba. Pero allí, solo, sentado en la cocina, no me pareció que pudiera preguntárselo gritando, y tampoco tenía ganas de ir a su dormitorio. Así que tuve que resignarme a quedarme sin saberlo, ya que nunca más tuvimos ocasión de hablar acerca de ello.
Al cabo de unos minutos, pasó por la cocina para salir por la puerta trasera. Se había cepillado el pelo, y pintado los labios, y perfumado. Llevaba un abrigo rojo de invierno, y había encontrado el bolso y las llaves del coche junto a la puerta principal, donde yo los había dejado la noche anterior. Al pasar se acercó a mí —que seguía sentado mirando los titulares de la primera plana de Tribune, aunque sin leerlos realmente—, me rodeó el cuello con los brazos y me dio un corto y fuerte abrazo. Olí el perfume en su cuello. Su cara, al pegarse a la mía, tenía un tacto duro. Aquella mañana había fumado ya un cigarrillo. Me dijo:
—Tu vida no es lo que tienes, cariño, o lo que consigues. Es aquello a lo que estás dispuesto a renunciar. Es un proverbio viejo, lo sé. Pero es cierto. Uno necesita tener algo a lo que renunciar, ¿de acuerdo?
—¿Y si no quieres renunciar a nada? —pregunté.
—¡Oh, pues buena suerte! No tienes más remedio, cariño —dijo. Me sonrió y volvió a besarme—. En eso no se puede elegir. Tienes que renunciar a muchas cosas. Es la norma. Es la primera norma en todo.
Salió por la puerta trasera y cruzó el frío jardín hacia lo que el azar de aquel día le tuviera deparado después de nuestra charla.
Al rato de que mi madre se marchara, y después de terminar de leer el periódico, volví a mi cuarto y me metí en la cama y traté de leer el libro sobre lanzamiento de jabalina. Miré los dibujos de musculosos atletas en las sucesivas fases del lanzamiento, pero no podía pensar en lo que estaba mirando. Y entonces pensé que lo que debía hacer era volver a dormirme, ya que al despertar tendría que pensar qué hacer. Probablemente me iría de la ciudad aquel mismo día; probablemente mi madre y yo nos habíamos dicho adiós sin saberlo. Pero no quería precipitarme, puesto que no tenía la menor idea de adonde ir, o de cómo llegaría a donde fuera, o de si volvería algún día. Y ello, en sí mismo, parecía una pérdida, no el hecho de marcharme, sino el tener que decidir adonde ir y cómo llegar allí y lo que tendría que pagar por ello. Los detalles eran la pérdida. Y pensé que sabía lo que mi madre había querido decir acerca de renunciar a cosas, y que tenía razón. Y en lo que a la postre pensé en mi cama aquella mañana, antes de volver a dormirme, fue en esas pérdidas, y en cómo saldría adelante solo en aquella situación, y en lo que podía haber de mí mismo que estuviera dispuesto a perder.
Cuando me desperté eran las tres de la tarde. Había dormido cinco horas, y perdido todas las clases del día. Tenía la sensación de que quizá ya nunca volvería al colegio, y de que tampoco iría a la universidad. Era absurdo, pero lo sentía así, y no me habría extrañado nada que alguien me lo hubiera comunicado horas después. Y pensé que quizá ya había pasado la mejor parte de mi vida, y que ahora llegaban otros tiempos. Tenía casi diecisiete años.
Tomé una ducha y me puse ropa limpia. Hacía frío en la casa, y fui a la cocina y subí la calefacción, y miré a mi alrededor en busca de algún indicio de que mi madre hubiera estado en casa mientras yo dormía. Su plato seguía en la pila, y la taza sobre el mármol contiguo, tal como los había dejado por la mañana. Por la ventana vi varios tordos de alas rojizas sobre el césped. El coche de mi madre no estaba frente a la casa, pero en la calle, algo más lejos de donde había estado la noche anterior y semioculto tras el seto lateral de nuestra parcela, vi el Oldsmobile rosa de Warren Miller aparcado junto al bordillo. No había nadie en él. Pero de pronto apareció Warren Miller a un lado del seto, cojeando por la acera en dirección a nuestra casa. Abrió la verja y subió por el sendero hacia la puerta principal como si no tuviera la menor duda de que iba a entrar, como si mi madre estuviera esperándole.
Avancé unos pasos hasta un lado de la puerta, alargué el brazo por debajo del cristal y eché el cerrojo. Oí las pesadas pisadas de Warren Miller en el porche. Se acercaba a la puerta. La luz cenital de la cocina estaba encendida, y él la vería y pensaría que había alguien en la casa. Pero no me moví; el corazón, sin embargo, empezaba a latirme deprisa. Permanecí quieto, con la cara pegada a la pared, mientras Warren pulsaba el botón del timbre una, dos veces, y esperaba. Podía verle a través del cristal: la parte delantera de su abrigo. Oía sus pies sobre el porche, y un entrechocar de monedas en sus bolsillos. Sacó una moneda y golpeó con ella el cristal varias veces, y dijo: «Jenny, cariño, ¿estás ahí? ¿Estás ahí dentro?». Esperó unos segundos, y giró el pomo de la puerta para empujar y entrar, pero el cerrojo lo detuvo. Empujó la puerta dos veces, y tiró de ella otras tantas, no con fuerza, pero con firmeza. Yo estaba a un par de palmos de él; nos separaba la pared, y le oí decir: «¡Vaya, vaya…!». Y luego oí cómo se alejaba del porche.
Miré a través del cristal en dirección a él. Se encaminaba hacia un lado de la casa. Me volví y corrí hacia la cocina en calcetines, y eché el cerrojo de la puerta trasera. Luego salí al pasillo y fui hasta el punto exacto donde la noche anterior lo había visto sin que él me viera. Escuché cómo golpeaba el cristal de la puerta de la cocina con la moneda, y cómo tanteaba el pomo, e iba luego hasta la ventana e intentaba abrirla y comprobaba que también estaba cerrada. Le oí llamar de nuevo a mi madre por su nombre. No con voz violenta, sino tan sólo insistente, como si supiera que yo estaba dentro tratando de ocultarme de él —en mi propia casa— y negándole el acceso a ella. Seguí en el pasillo, escuchando, mientras la caldera de la calefacción se encendía y apagaba. Oí cómo iba hasta la ventana del dormitorio de mi madre y trataba de abrirla; y cómo hacía lo mismo luego en mi ventana. Pero ambas estaban cerradas. Dio unos golpecitos en mi ventana. Yo sabía que podía ver que mi cama no estaba hecha, y que había una toalla de baño tirada en el suelo, y que mis zapatos seguían en el cuarto. Sabía sin duda que estaba en casa, y por tanto existía la posibilidad de que decidiera romper el cristal para poder entrar por mi cuarto. Pero no lo hizo. Volvió a tantear mi ventana, y volvió a golpear el cristal con la moneda, y luego —según me pareció desde mi rincón del pasillo— todo quedó en silencio. Permanecí quieto y atento entre las sombras del pasillo, tratando de oír sus pasos de cojo. No me llegó ninguna pisada, pero al poco creí oír cómo se ponía en marcha a lo lejos su Oldsmobile, y cómo el motor aceleraba de pronto al máximo, como accidentalmente. Luego ya no pude oír nada: ni sonido de automóvil ni ruidos en la puerta ni pisadas renqueantes. Y pensé que por fin se había marchado.
Recorrí el pasillo y miré en el dormitorio de mi madre, donde antes no había querido entrar. La cama estaba hecha. Vi una almohada en el suelo, y ropas sacadas del armario; el cuarto, con las cortinas echadas, estaba fresco y en penumbra. El despertador marcaba las cuatro menos cuarto de la tarde. Entré en el dormitorio y encendí la luz del techo. Y lo que vi en el suelo, cerca del pie de la cama, fue un par de calcetines; unos calcetines de nylon grises y rojos, vueltos casi del revés y —según me pareció— arrojados allí desde la cama. Me acerqué y los recogí del suelo, y luego miré a mi alrededor por si veía algo más. Miré debajo de la almohada y de la cama, pero no encontré nada, nada que Warren Miller deseara recuperar y mi madre quisiera mantener oculto. Llevé los calcetines a la cocina y los envolví en el periódico que había encima de la mesa. Luego metí el envoltorio en la bolsa de papel de debajo de la pila, llevé la bolsa a la parte de atrás de la casa y la dejé dentro del cubo metálico de basura. Y volví a entrar en casa para ponerme el abrigo y salir a la ciudad.
Estuve paseando por Great Falls.
Se acercaba la caída de la tarde, y sabía que la luz no habría de durar mucho, y que cuando la luz faltara haría frío, y entonces yo no querría estar vagando por las calles sino estar en otra parte: en un autobús que se alejara de Great Falls, o en un cuarto de hotel de otra ciudad, o en casa con mi madre a la espera de lo que pudiera sucedemos a continuación (no lograba aventurar la menor conjetura al respecto).
No conocía bien las calles de Great Falls, así que en primer lugar fui hasta el colegio, en la calle Dos, donde aún había gente en su interior y las luces seguían encendidas pese a haber finalizado la jornada escolar. Vi corredores en la pista del extremo sur del edificio, y el equipo de fútbol americano se hallaba diseminado por el largo campo de juego; a la brisa helada del atardecer, los jugadores hacían sus ejercicios con el chándal blanco de los entrenamientos. Me quedé mirándolos, escuchando las palmadas y el golpear de las hombreras y las voces, hasta que caí en la cuenta de que podían verme allí, en la acera, al borde del campo de césped. Alguien podría recordar que yo había jugado en el equipo un tiempo, y que lo había dejado. Y no quería imaginarme lo que los demás pudieran pensar sobre mi persona. Así que caminé por la Segunda avenida Norte en dirección al parque situado junto al río; luego seguí la orilla del río y pasé ante las pistas de tenis y las dianas del tiro con arco y llegué al puente de la calle Quince y me adentré en la zona del puente reservada a los peatones y saqué la navaja que me había regalado Warren Miller dos días atrás —parecía que hubiera pasado un mes— y la arrojé por encima del pretil hacia lo lejos, donde no podría ver cómo golpeaba contra la superficie lisa del agua.
Desde el puente veía los depósitos plateados de la refinería de petróleo y las torres con focos del campo de béisbol donde jugaba el equipo de Great Falls. Alcanzaba a ver también el parque de atracciones y la chimenea de la fundición y el circuito automovilístico de Black Eagle, y los tres blancos silos con elevador propiedad de Warren Miller —o en los que Warren Miller poseía al menos una participación como accionista—, donde mi madre decía que quería trabajar o había ya empezado a trabajar o empezaría muy pronto, caso de haber algo de cierto en todo aquello. Y más allá se extendían las praderas abiertas, llanas y sin árboles hasta donde la vista se perdía, hasta —según me había dicho mi padre— Minneapolis y Saint Paul.
Había dos hombres pescando bajo el puente: dos negros altos, de pie sobre sendos islotes secos, lanzaban cebos de cuchara al interior de la corriente. Dos jóvenes blancas, sentadas en una manta tendida sobre la hierba, los miraban mientras charlaban y reían. Las dos llevaban pantalones. Ninguno de los hombres pescaba nada; no me dio la impresión de ser un buen día para pescar. Los hombres —pensé— pertenecían a la base aérea, y era su día libre; dudaba que se interesaran realmente por la pesca. Les interesaban más las dos jóvenes, que —supuse— eran chicas de Great Falls o personal de las fuerzas aéreas o enfermeras del hospital o camareras que, también en su día libre, salían juntas y pasaban la jornada de aquel modo con aquellos hombres. Parecía que se estaban divirtiendo.
Volví sobre mis pasos por la calle Quince, bajo los árboles que flanqueaban la calzada, hasta llegar a la Décima avenida Sur, donde torcí hacia el este y salí de la ciudad. Pensaba ir caminando hasta la alambrada de la base aérea, desde donde vería despegar a los bombarderos hacia la línea DEW o el Pacífico, o a donde fuera. Lo había hecho con mi padre la primavera anterior, después del trabajo, y recordaba que los grandes aviones no eran sino iluminadas sombras cuyos morros hendían el aire como flechas y se perdían en la noche entre las estrellas.
Me parecía estar en un momento —el primero de mi vida— en el que necesitaba saber exactamente qué debía hacer, y entre las alternativas que se me ofrecían deseaba optar por la correcta, y emprender el camino en esa dirección. Así, mientras dejaba atrás la concurrida calle de los tugurios de strip-tease frecuentados por la gente de la base y los concesionarios de automóviles y los moteles —que exhibían ya sus tarifas de invierno—, empecé a poner en orden mis pensamientos. Mi madre se iba a casar pronto con Warren Miller; viviríamos en otra casa de Great Falls y mi padre seguramente se mudaría a otra ciudad, o tal vez volvería a Lewiston. Entendía por qué a mi madre le gustaba Warren: porque sabía cosas. Warren Miller sabía más cosas que mi padre, y era mayor que él. Me pregunté si habría habido ya otros hombres en la vida de mi madre, u otras mujeres en la de mi padre, gentes de las que yo no tenía noticia. Pero concluí que no, porque, al estar yo perpetuamente presente en la vida de ambos, habría tenido que enterarme. Y luego me pregunté qué pasaría si mi padre tenía un accidente en su lucha contra el fuego, o perdía la memoria, o jamás volvía a casa. ¿Cómo sería la vida en tal caso? O si mi madre no volvía a casa aquella noche, y no volvía a verla nunca más. ¿Entendería alguien algo entonces?
Cuando llegué a la calle Treinta y ocho, seguí hasta el lado sur y caminé a lo largo de las fachadas de los bares. Los coches paraban y aparcaban ante ellas, y hombres y mujeres se apeaban y entraban en los locales a beber. Detrás de los bares se veían naves y almacenes, y luego hileras de pequeñas casas nuevas en calles de nuevo trazado, y tras ellas un cine al aire libre desierto y un apartadero del ferrocarril, y más allá la ciudad cesaba y comenzaban los campos de trigo de invierno.
Así pues, ¿mi madre y mi padre estaban ya separados? ¿Era eso lo que significaba todo aquello? Mi padre se iba de casa; mi madre tenía otro hombre que venía a visitarla. Sabía que era fácil entender las palabras pero difícil hacer que éstas casaran con la vida. Y el hecho de ser capaz de hacerlo de forma correcta diría mucho en favor de uno. Pero yo ignoraba si poseía el suficiente juicio para hacerlo, o exactamente qué era lo que estaba bien o estaba mal. Aunque debía de haber ocasiones —pensé— en las que no existía lo correcto que entender, lo mismo que debía de haber otras en las que no existía lo correcto que hacer. El «limbo», lo había llamado mi madre, y ahí era donde estaba yo ahora: en el limbo, entre las inquietudes y desvelos de otras personas y con sólo mis propias inquietudes y desvelos para dilucidar qué hacer.
Había llegado hasta la alambrada de la base, que formaba un ángulo con la Décima avenida. En el interior, al otro lado de la alambrada, vi los apartamentos militares y el campo de golf donde había dado clases mi padre, y más allá una ancha pista de aterrizaje y la torre de control y los edificios bajos de la base. La luz iba extinguiéndose en el cielo del este. Despegó un reactor. El día estaba gris, a punto de expirar. Una hora después habría anochecido y haría mucho frío, y yo daría cualquier cosa por estar en casa.
En el lado de la calle más próximo a la ciudad había un bar llamado La Sirena, con un letrero de neón sobre el tejado en el que a la mortecina luz del atardecer fulguraba una sirena verde. Había coches aparcados ante la entrada. Era un local frecuentado por el personal de la base, y mi padre me había llevado allí varias veces después de sus clases. Sabía, por tanto, cómo sería ahora el ambiente, el color de la iluminación, el olor del aire, el tono de las voces de los pilotos —suave y apagado, como si supieran secretos—. Al pasar junto a la entrada vi llegar un Mercury negro, que aminoró la marcha y aparcó a unos metros. En su interior vi a los dos negros que una hora antes había visto pescando bajo el puente. El coche tenía una matrícula de otro estado —una placa amarilla—, y los hombres iban solos. Las chicas blancas que poco antes los acompañaban ya no estaban. Los dos negros se apearon del coche riendo. Uno de ellos le pasó un largo brazo por el hombro al otro. «Oh, no he podido evitarlo. No, señor», dijo. «No he podido contenerme». Volvieron a reír, y el que había hablado me miró y sonrió al pasar, y dijo:
—No te preocupes, hijo, no vamos a matar a nadie ahí dentro.
Se echaron a reír de nuevo y entraron en La Sirena.
Y entonces emprendí la vuelta a casa. Había deseado marcharme aquel mismo día, pero ahora comprendía que no podía hacerlo, porque mis padres seguían viviendo en casa y yo aún era demasiado joven. Y aunque el hecho de quedarme no podía ayudarles, los tres debíamos estar juntos de un modo que yo no podía cambiar. Mientras caminaba en el frío anochecer hacia las incipientes luces de Great Falls, una ciudad que no era ni sería nunca mi hogar, recordé que la pasada madrugada mi madre me había preguntado si tenía un plan para ella. Y no tenía ninguno; pero si lo hubiera tenido sin duda habría sido que los dos —ella y mi padre— vivieran más tiempo y fueran más felices que su hijo. La muerte, en aquel momento, era menos terrible que estar solo, aunque yo no estaba solo y confiaba en no llegar a estarlo, aunque me di cuenta de la puerilidad de este pensamiento. Y en aquel preciso instante advertí que estaba llorando sin saberlo. ¡Aquello sí que era algo inesperado! Porque lo único que hacía —me dije— era ir hacia casa e intentar pensar en cosas, en las cosas de mi vida, tal y como estaban.