Cuando llegué a casa mi madre estaba en la cocina, de pie junto a la pila. Miraba hacia donde el sol se estaba poniendo. Llevaba un traje azul y blanco de cierto aire marinero, y el pelo recogido atrás en lo que ella llamaba un «moño francés». Era una forma de arreglarse que me gustaba. Había estado hojeando el periódico, que estaba abierto sobre el mármol contiguo a la pila.

—Invierno, invierno: vete —dijo, mirando por la ventana. Luego se volvió para mirarme, y me sonrió—. No te has abrigado lo suficiente. Vas a ponerte enfermo. Y después yo. —Miró de nuevo por la ventana—. ¿Has tenido un buen día en el colegio?

—No demasiado bueno —dije—. Me perdí un examen. Me olvidé de que iba a tenerlo.

—Bien, pues procura mejorar —dijo—. Harvard sólo dispone de unas cuantas plazas para los jovencitos de los confines del mundo. Además, seguro que aparece otro aspirante aquí, en Great Falls. Y no querrán admitiros a los dos. Yo, desde luego, no lo haría.

—¿Adónde has ido tan temprano? —dije—. Estaba despierto.

—¿De veras? —dijo ella—. Pues podría haberte llevado al colegio. —Se apartó de la ventana y empezó a cerrar el periódico hoja por hoja—. Me fui fuera —dijo—. Vi un anuncio en el periódico esta mañana: clases de matemáticas a los niños de la base. Algunos aún no saben ni sumar, creo. Así que he rellenado la solicitud; quiero ser una persona industriosa. De pronto sentí la necesidad de ser útil.

Acabó de doblar el periódico, lo apartó con cuidado hacia un lado y se volvió hacia mí. Yo quería preguntarle si iba a trabajar para Warren Miller.

—Papá llamó esta mañana —dije—. Hablé con él.

—¿Dónde estaba? —preguntó ella. No parecía sorprendida, sólo interesada.

—No lo sé. Supuse que en algún incendio. No me dijo dónde.

—¿Y dónde le dijiste que estaba yo?

—Le dije que te habías ido a la ciudad. Lo que pensaba que habías hecho.

No quise decirle que me había preguntado si ella se estaba ya buscando compañía masculina. No le habría gustado.

—Tú pensabas que me había ido a trabajar con el señor Miller, ¿no es cierto?

—Sí —dije.

—Bien, pues es lo que he hecho. Fui e hice unas cuantas cosas. Sólo es media jornada. Sigo teniendo un hijo que cuidar, si no me engaño.

—Eso está muy bien —dije, feliz de oírselo decir aun en el caso de que lo hubiera dicho sólo en broma—. ¿Está casado el señor Miller? —dije. Fueron palabras que me brotaron espontáneamente de la boca, sin pensamiento previo.

—Te hablé ya de ello —dijo mi madre—. Estuvo casado. —Fue hasta el frigorífico y sacó una bandeja de cubitos de hielo y la llevó a la pila y abrió el grifo encima de ella—. Vivió en aquella casa con su madre y su mujercita. Los tres. Durante bastante tiempo, creo. Luego la anciana dama murió. Su madre. Y no mucho después su mujer, Marie LaRose o algo así, se largó a no sé dónde. A California o Colorado, un sitio de ésos. Se fugó con un tipo que hacía prospecciones de petróleo. Cuarenta y seis años, y se larga de casa.

Cogió una taza blanca del armario y puso en ella un cubito; luego cogió una botella llena de whisky Old Crow de debajo de la pila, desenroscó el tapón y echó un poco en la taza. Mientras lo hacía, hablaba sin mirarme. Me pregunté si le contaría todo esto a mi padre si llegaba a preguntárselo, y decidí que probablemente no lo haría.

—¿Sientes lástima por él? —dije.

—¿Por Warren Miller? —dijo mi madre, dirigiéndome una rápida mirada; luego volvió a mirar la taza, que estaba sobre la pila, y siguió removiendo el whisky y el cubito con el dedo—. Por supuesto que no. No me da lástima nadie. No me doy lástima yo, así que no veo por qué debo sentir lástima por la gente. Y menos aún por la que no conozco bien. —Volvió a mirarme (otra mirada rápida), levantó la taza y se inclinó hacia ella para tomar un sorbo—. Me he echado demasiado —dijo antes de probar el whisky, y luego tomó un sorbo.

—Papá me ha dicho que ya no pueden controlar el fuego allá arriba —dije—. Que lo único que hacen es mirarlo.

—Bueno, él es perfecto para eso. Le gusta el golf. —Puso la taza bajo el grifo y se echó un chorrito de agua—. Tu padre tiene unas manos muy bonitas, ¿no te has fijado nunca? Son como las manos de una mujer. Se las va a destrozar combatiendo incendios forestales. Las de mi padre eran de peón caminero. Eso es lo que solía decir.

—Me ha dicho que esperaba que no siguieras enfadada con él.

—Es adorable —dijo mi madre—. No estoy enfadada con él. ¿Tuvisteis una pequeña charla sobre mí? ¿Salieron a relucir todos mis defectos? ¿Te habló de esa mujer india que tiene allí arriba?

Llevó la bandeja del hielo al frigorífico. Había casi anochecido, y encendí la luz de la cocina. Era una luz bastante tenue, y hacía que la cocina pareciera pequeña y sucia.

—Apágala —dijo mi madre. Estaba molesta conmigo por haber hablado con mi padre acerca de ella, lo cual yo no había hecho. Cogió la taza de whisky y se sentó en la mesa de la cocina—. Hoy he estado viendo un apartamento. Fui a esos Apartamentos Helen de la Segunda avenida. Tienen uno de dos dormitorios que está muy bien. Está cerca del río y de tu colegio.

—¿Por qué tenemos que cambiarnos?

—Porque… —dijo mi madre, y calló. Pasó el dedo anular por el asa de la taza y se quedó mirando el whisky, y luego habló con suma claridad y (así ha quedado en mi memoria) muy despacio—: El fuego puede durar mucho tiempo. Tu padre quizá quiera otra vida, una nueva vida. No sé. Y yo tengo que pensar muy bien las cosas. Tengo que pensar en quién paga las facturas. En pagar el alquiler de esta casa. Las cosas ahora son distintas, por si aún no te has dado cuenta. Las cosas pueden confundirte, superarte, si no tienes los ojos bien abiertos. Corres el riesgo de perder la tranquilidad espiritual.

—No creo que sea cierto lo que dices —dije, porque pensaba que mi padre se había ido a luchar contra un incendio, y que pronto volvería a casa. Mi madre estaba yendo demasiado lejos. Estaba diciendo despropósitos que ni ella misma creía.

—No me importa decirlo —dijo mi madre—. No está solo. Ya te lo dije. —Seguía con el dedo en el asa, pero no levantó la taza. Parecía tensa y cansada y desdichada sentada allí, atrapada en su visión del mundo y de su vida, una visión negativa—. Quizá no debimos venir a esta ciudad —dijo—. Quizá debimos quedarnos en Lewiston. Nos embarcamos en tantos cambios y ajustes que al final perdemos la noción de la cosas. —Lo que decía, en su caso, no podía ser más inexacto, porque a ella no le gustaba hacer ajustes, ni siquiera mentalmente. Y, que yo supiera, no había tenido que hacerlos en su vida. Levantó la taza y bebió un sorbo de whisky—. Supongo que ahora piensas que yo soy la mala, ¿no es eso?

—No —dije—. No lo pienso.

—Bueno, está bien —dijo mi madre—. No lo soy. Sería estupendo que, para variar, hubiera un culpable. Haría que los demás se sintieran mejor.

—Yo no me sentiría mejor —dije.

—De acuerdo. Pues tú no —dijo mi madre, y asintió con la cabeza—. Joe elige como única opción en la vida hacer las cosas que él considere absolutamente correctas. Buena suerte para Joe.

Volvió la cabeza para mirarme, y la expresión que vi en su cara era de inquina, una expresión que jamás había visto antes pero que reconocí al instante. (Más tarde la vería dirigida a otras personas). Pero aquella primera vez fui yo el destinatario, porque ella creía que había hecho lo correcto y todo lo que estaba en sus manos, y lo único que había conseguido era quedarse sola conmigo. Y yo no podía hacer nada para remediarlo. Aunque, de haber podido, habría hecho que estuviera allí mi padre, o Warren Miller, o cualquiera con las palabras justas y capaces de reemplazar las de ella, alguien con quien ella pudiera hablar en lugar de tener que escuchar su propia voz en aquella cocina y de tener que tomarse la molestia de fingir que no se sentía absolutamente sola.

A las siete de la tarde de aquel día mi madre y yo cruzamos el río en dirección a la casa de Warren Miller, donde habíamos sido invitados a cenar. Mi madre llevaba un vestido verde vivo y zapatos de tacón del mismo tono, se había soltado el pelo —abandonando su habitual «moño francés»— y se había puesto perfume.

—Es mi vestido de la desesperación —me había dicho cuando la esperaba en la sala de estar; a través de la puerta del cuarto de baño, la veía ante el espejo—. Debería verme con él tu padre —dijo, echándose el pelo hacia atrás con los dedos—. Lo aprobaría. Puesto que lo ha pagado él.

—Le gustaría —dije.

—¡Oh, sí! —dijo ella—. Seguro que a él también le gustaría.

Apuró el último sorbo de whisky y dejó la taza en la pila; salíamos ya por la puerta trasera.

En el coche estuvo de buen humor; y yo también, sólo por verla así a ella. Atravesamos el centro de Great Falls, pasamos ante el Templo Masónico, en cuyo interior no se veían luces, y el Pheasant Lounge de Central Avenue, cuyo letrero de neón pendía con tenue luz en la noche. Había refrescado. Mi madre no llevaba abrigo y tenía frío, pero dijo que quería sentir el aire en su cuerpo.

Bajamos hasta Gibson Park y fuimos bordeando el río y pasamos por Apartamentos Helen, un largo edificio de ladrillo rojo y de cuatro pisos que nunca había visto antes, con varias ventanas iluminadas en las que entreví a un par de personas sentadas junto a una lámpara leyendo el periódico.

—¿Cómo te sientes? —dijo mi madre, ladeando la cabeza para mirarme—. ¿Muy raro? No me extrañaría.

—No —dije—. Estoy bien.

Pasábamos por Apartamentos Helen y yo miraba el edificio. Eran apartamentos de buen aspecto. Quizá nuestra vida, en uno de ellos, podría ser mejor.

—A veces… —empezó a decir. Estiró los brazos desnudos frente al volante y miró hacia adelante en dirección a la otra orilla, hacia Black Eagle—. A veces, si consigues mirar las cosas con cierto distanciamiento, no parecen tan malas. A mí me va bien hacerlo. Me alivia.

—Lo sé —dije, porque sentía cierto alivio en aquel mismo momento.

—Guarda las distancias —dijo—, y la gente, incluidas las chicas, pensarán que eres inteligente. Y quizá lo seas. —Bajó la mano para encender la radio—. Pongamos algo de música animada —dijo. Recuerdo claramente que sintonizó la voz de un hombre que hablaba en una lengua extranjera (en francés, adiviné en seguida), muy deprisa y (parecía) desde muy lejos—. Canadá —dijo mi madre—. Ahora vivimos cerca del Canadá. ¡Dios mío! —Apagó la radio—. Esta noche no soporto el Canadá —dijo—. Lo siento. Tendremos Canadá más tarde.

Giramos, cruzamos el puente de la calle Quince y nos adentramos en Black Eagle.

La de Warren Miller era la única casa de la calle que tenía encendida la luz del porche. Y cuando paramos ante ella, en la acera opuesta, vi que el interior estaba iluminado. Situada a un nivel más alto que la calle, parecía encerrar el ambiente cálido y acogedor propio de una fiesta. El Oldsmobile rosa de Warren Miller estaba aparcado a mitad de la rampa de acceso, y en la calle, más abajo, vi la luz azul del restaurante italiano. Junto a la casa, frente al Oldsmobile y entre sombras, había una motora sobre un remolque, con el suave y blanco casco apuntando hacia lo alto.

—¡Cuánta luz, eh, Joe! —dijo mi madre. Parecía complacida por las luces. Movió el retrovisor hacia ella y abrió los ojos al máximo, los cerró y volvió a abrirlos como si hubiera estado durmiendo. Me pregunté cómo reaccionaría si le decía que no quería entrar en casa de Warren Miller, que lo que quería era cruzar el puente a pie y marcharme a casa. Pensé que me obligaría a acompañarla, y que no tenía elección—. Bien —dijo, girando el retrovisor hasta su posición en la oscuridad—. Los detalles tienen su mérito. ¿Vienes conmigo? No tienes por qué entrar. Si quieres, puedes irte a casa.

—No —dije, y me sorprendió oírmelo decir—. Tengo hambre.

—Fantástico —dijo mi madre. Abrió la portezuela al aire frío de la noche, bajamos del coche y subimos juntos hacia la casa.

Warren Miller abrió la puerta principal instantes antes de que llegáramos a los últimos escalones de la entrada. Llevaba un paño blanco de cocina metido tras la delantera del cinturón a modo de delantal. Vestía camisa blanca, pantalones de traje y botas de vaquero, y sonreía con aire más serio que alegre. Me pareció más viejo y más grande que el día anterior, y más acusada su cojera. Le brillaban los cristales de las gafas, y llevaba el pelo peinado hacia atrás y reluciente. No era guapo, ni mucho menos, ni parecía un hombre que leyera poesía o jugara al golf o tuviera mucho dinero o muchos bienes. Pero yo sabía que era todas estas cosas.

—Pareces la reina de un concurso de belleza, Jeanette —le dijo a mi madre en los escalones. Hablaba alto, mucho más alto que el día anterior. Tras su figura recortada en el hueco iluminado de la puerta, entreví sobre una mesa el vaso del que había estado bebiendo.

—Lo fui… en una ocasión —dijo mi madre. Pasó junto a él y entró en la casa—. ¿Dónde está la calefacción? Estoy helada —le oí decir, y desapareció en el interior.

—A las mujeres hay que decirles cosas bonitas —me dijo Warren Miller, y, como el día anterior, me puso sobre el hombro su mano grande. Estábamos en el umbral, y en su aliento percibí el olor de lo que había estado bebiendo—. ¿Se las dices tú a tu madre?

—Sí, señor —dije—. Intento hacerlo.

—¿Ya cuidas de que esté bien?

Oía su respiración en lo hondo del pecho. Sus ojos, tras las gafas, eran de un azul acuoso.

—Sí —dije—. Lo hago.

—No puedes confiar en todo el mundo —dijo, y apretó con fuerza mi hombro—. Ni siquiera en ti mismo. No eres un santo, maldita sea. Te lo digo yo, que soy medio indio —dijo, y se echó a reír al decirlo.

—No —dije—. Supongo que no lo soy.

Reí también, y él, aún con la mano en mi hombro, me empujó hacia el interior de la casa.

Dentro, la temperatura era muy cálida y el aire estaba lleno de aromas culinarios. Todas las lámparas que alcancé a ver estaban encendidas, y abiertas de par en par las puertas que daban a las demás piezas de la casa, de forma que desde el centro de la sala pude ver dos dormitorios, con sendas camas dobles, y más allá un cuarto de baño con azulejos blancos. Todo estaba ordenado y limpio, y todo me pareció anticuado, de otro tiempo. El papel de las paredes tenía flores de un anaranjado pálido. Las lámparas de las mesas descansaban sobre blancos tapetes de encaje, y los marcos de los cuadros eran de una madera sólida y oscura. Era —lo sabía— un buen mobiliario, pero antiguo y curvilíneo, con gruesas patas. Me pareció una morada poco común para un varón. Nada se parecía a lo que nosotros teníamos en casa. Nuestro mobiliario no era homogéneo. Y nuestras paredes no estaban empapeladas, sino pintadas.

Warren Miller cruzó cojeando la sala en dirección a la cocina, donde preparaba la cena, pero volvió al instante con una bebida para mi madre, un gran vaso de lo que él estaba tomando (imagino que ginebra). Mi madre estuvo unos minutos calentándose junto a la estufa, con la bebida en la mano; luego me sonrió y empezó a pasearse por la casa, mirando las fotografías que había sobre el piano y cogiendo y examinando detenidamente cuantos objetos veía encima de las mesas, mientras yo, sentado en el duro sofá tapizado de lana, guardaba silencio y esperaba. Warren Miller nos había dicho que estaba cocinando pollo a la italiana, y yo estaba deseoso de probarlo.

Yendo de un lado a otro de la casa con su vestido y sus zapatos verdes, mi madre estaba preciosa. Es un recuerdo que tengo muy grabado en la memoria. Había entrado en calor junto a la estufa, y sus mejillas estaban rosadas. Mientras deambulaba por la sala, tocando esto y aquello como si todo le encantara, sonreía.

—Bien, Joe —dijo Warren Miller desde la cocina—, ¿qué tal le va a tu padre?

Hablaba en tono muy alto, a gritos casi. No podíamos verle, pero le oíamos cocinar y hacer ruido con cazuelas y cacharros. Me habría gustado verle en la cocina, pero sabía que debía quedarme en la sala.

—Le va bien —dije.

—Joe ha hablado con él esta mañana —dijo mi madre en voz alta.

—¿Dijo que era una auténtica tragedia? Es lo que suelen decir en estos casos. Todo es una tragedia cuando no pueden con el incendio.

—No —dijo mi madre—. No lo dijo.

—¿Dijo que volvería pronto a casa? —preguntó Warren Miller.

—No —dije yo—. No habló de ello.

En la mesa contigua a donde yo estaba sentado había un cenicero con una colilla apagada de cigarro, y debajo de él vi el libro que mi madre le había prestado.

—Hay también mujeres luchando contra el fuego —dijo mi madre—. Lo he leído en el periódico.

Estaba de pie junto al piano, y tenía en la mano la fotografía enmarcada de una mujer sonriente con el labio superior de un oscuro intenso.

—Las mujeres son mejores que los hombres en eso —dijo Warren Miller. Salía cojeando por la puerta de la cocina, con tres platos y sus cubiertos. Seguía con el paño de cocina colgándole del cinturón—. Saben de lo que hay que huir.

—No se puede huir de todo —dijo mi madre, y ladeó la fotografía para que Warren pudiera verla mientras ponía los platos sobre la mesa, situada a un costado de la sala y cubierta por un blanco mantel de aspecto lujoso—. ¿Quién es? —preguntó mi madre, señalando con un gesto la fotografía.

—Mi mujer —dijo él—. Lo fue en un tiempo. Supo bien cuándo fugarse.

—Seguro que lo lamenta —dijo mi madre. Puso la fotografía sobre el piano y bebió un trago del vaso.

—Pues aún no se ha decidido a llamar para decirlo. Aunque puede que lo haga. Todavía no me he muerto —dijo Warren. Miró a mi madre y le sonrió como me había sonreído a mí en los escalones, como ante algo que no fuera divertido.

—La vida, la vida, la vida… —dijo mi madre—. La vida es larga.

De pronto cruzó la sala hacia Warren Miller, que seguía de pie junto a la mesa, le puso las manos en las mejillas, sin dejar el vaso, y lo besó en la boca.

—Pobrecito —dijo—. Nadie te dedica el cariño suficiente. —Bebió de nuevo un gran sorbo, y volvió la cabeza para mirarme—. Supongo que no te importa que le dé un beso inocente al señor Miller, ¿eh, Joe? —dijo. Estaba ebria, y no actuaba como de costumbre. Miró de nuevo a Warren Miller, que tenía en los labios una mancha de carmín—. ¿Va a suceder algo o ya ha sucedido? —dijo al cabo, porque ninguno de nosotros había dicho nada. No nos habíamos movido.

—Todo está ante nuestros ojos —dijo Warren Miller. Me miró y sonrió abiertamente—. Tengo comida italiana, ya lista, ahí dentro —dijo, y se dirigió hacia la cocina—. Tenemos que alimentar a este muchacho, Jeanette. O no se sentirá feliz.

—No es que parezca muy feliz ahora —dijo mi madre, con el vaso vacío en la mano.

Volvió a mirarme y se tocó con la lengua las comisuras de los labios; luego fue hasta el ventanal de la fachada, desde donde se podía mirar en dirección a la ciudad, en dirección a nuestra casa, ahora vacía en la calle Ocho. No sé qué se imaginaría que estaba pensando yo. Supongo que me imaginaba disgustado o sorprendido o escandalizado… Por haberme llevado o por comportarse sin inhibiciones o por haber besado a Warren Miller en mi presencia o por estar borracha. Pero de lo único que yo era consciente en aquel momento era de que las cosas se habían desquiciado y yo, allí sentado en el sofá de Warren Miller, no sabía qué hacer para que las aguas volvieran a su cauce. Para ello era necesario que regresáramos a casa. E imagino que miraba la noche en dirección a nuestra casa porque era allí donde quería estar. Me consolaba, sin embargo, el que mi padre no supiera nada de lo que estaba aconteciendo, porque no lo comprendería ni aun en la medida en que yo alcanzaba a comprenderlo. Y me dije a mí mismo, allí sentado, que si algún día tenía la oportunidad de contarle todo aquello, no lo haría. Nunca lo haría, por mucho que viviera, porque los amaba a los dos.

Al poco Warren Miller trajo un gran bol con lo que él llamó «pollo cacciatora» y una jarra de vino en una cestita, y los tres nos sentamos a la mesa y cenamos. Mi madre, al principio, estuvo de un humor un tanto extraño, pero a medida que comía iba recuperando el buen ánimo. Warren Miller comía con la servilleta sobre la pechera de la camisa, y mi madre dijo que aquélla era la manera antigua, y que seguro que la había aprendido en el viejo Oeste, pero que no quería que yo comiera de aquella guisa. Al cabo de un rato, sin embargo, los tres nos colgamos del cuello la servilleta y lo celebramos con grandes risas. Nadie habló de los incendios. En un momento dado Warren Miller me miró de frente y me dijo que en su opinión mi padre tenía un carácter fuerte, y que se enfrentaba con valor a la adversidad, y que cualquier patrón para el que trabajara se sentiría afortunado, y que cuando volviera de combatir el fuego, él, Warren Miller, le encontraría un empleo capaz de asegurarle un brillante futuro. Dijo que un hombre inteligente podía hacer dinero en el negocio de los coches, y que él y mi padre hablarían del asunto en el momento oportuno.

Mi madre no habló mucho, aunque creo que pasó una buena velada. Se sentía turbada por Warren Miller —algo había en él que la atraía—, y no le importaba que yo me diera cuenta. Sonreía y se inclinaba sobre la mesa y hablaba de Boise, Idaho, donde había un hotel que le gustaba, con un buen restaurante, y de Grand Coulee, donde había pescado con su padre cuando niña, y donde Warren Miller también había estado. Habló de una ocasión en que vio el Great Salt Lake desde el aire, y de qué había sentido, y de Lewiston. Dijo que allí nunca hacía frío gracias a su peculiar situación geográfica, y que no le ilusionaba el inminente invierno en Great Falls, porque el viento soplaba durante semanas y su incesante soplar —según sabía podía volver loca a una persona. No mencionó en ningún momento Apartamentos Helen o las clases en la base aérea, ni su trabajo en el silo con elevador de Warren Miller. Parecía haberse esfumado todo ello, como si hubiera sido un sueño, como si los únicos mundos reales fueran Idaho, donde había sido feliz, y la casa de Warren Miller, donde se sentía feliz de estar en aquel momento.

Le preguntó a Warren Miller cómo había hecho su dinero, y si había ido a la universidad como primer paso en la vida, porque quería que yo tuviera estudios universitarios. Y Warren, que había encendido un gran cigarro negro y se había quitado ya la servilleta del cuello, se echó hacia atrás en la silla y dijo que había estudiado en el Este, en el Dartmouth College, donde se había especializado en historia porque su padre había sido catedrático de esa disciplina en Bozeman y había insistido, pero que Montana no era un lugar donde la educación tuviera gran importancia para nada. Él —explicó— había aprendido todo aquello que merecía la pena aprender en el ejército, en la Birmania de la Segunda Guerra Mundial, donde había sido comandante del cuerpo de transmisiones y nadie sabía hacer nada como es debido.

—Es la incompetencia de los demás lo que te hace rico —dijo, y dio unos golpecitos al cigarro para echar la ceniza en el cenicero—. El dinero crea dinero, sin necesidad de más fórmulas. Casi no importa lo que hagas. Volví de Corea y fui granjero, luego entré en el negocio del leasing petrolero y estuve trabajando en ello en Marruecos, y al volver compré esos silos y la agencia Oldsmobile y el negocio de seguros de cosechas. No soy muy inteligente. Hay infinidad de gente con más inteligencia que yo. Soy, simplemente, partidario del progreso. —Se pasó las grandes manos por el reluciente pelo y sonrió a mi madre—. Tengo cincuenta y cinco años de juventud, pero soy así de inteligente.

—Te mantienes joven —dijo mi madre, y le devolvió la sonrisa—. Quizá debieras escribir tus memorias algún día.

Warren Miller y mi madre se miraron, y pensé que ambos sabían algo que yo no sabía.

—¿Por qué no escuchamos un poco de música? —dijo de pronto Warren Miller—. Hoy he comprado un disco.

Mi madre volvió la cabeza hacia la habitación vivamente iluminada que había a su espalda.

—Me pregunto dónde está el baño —dijo. Me miró y me sonrió—. ¿Tú sabes dónde está, Joe?

—Al fondo del dormitorio, Jenny —dijo Warren Miller—. Están dadas todas las luces.

Nunca había oído que la llamara así nadie, y debí de dirigir a mi madre una mirada que delataba mi sorpresa.

—¡Oh, por Dios, Joe…! Si quieres acusarme de algo, acúsame de algo serio —dijo ella. Se levantó, y supe con certeza que había bebido demasiado, porque se quedó con la mano en el respaldo y nos miró primero a mí y luego a Warren varias veces, aún de pie y con los ojos brillantes a la luz de la sala—. Pon un poco de música —dijo—. Puede que alguien quiera bailar dentro de un rato.

—Claro que sí —dijo Warren Miller—. Buena idea. Cuando vuelvas, bailaremos.

Pero siguió sentado, con el cigarro entre los dedos, sobre el cenicero. Mi madre volvió a mirarnos a los dos como si no pudiera vernos bien, y luego entró en el dormitorio y cerró la puerta a su espalda.

Warren Miller dio una larga chupada al puro y echó el humo hacia lo alto, y luego bajó la mano y volvió a dejarla a cierta altura del cenicero. Su gran anillo de oro —el que había sentido sobre mi hombro el día anterior— tenía una piedra cuadrada y roja y, en medio de ella, un diamante blanco; era un objeto que difícilmente se dejaría olvidado quien lo llevara encima.

—Tengo una avioneta —me dijo Warren Miller—. ¿Has montado alguna vez en avioneta?

—No —dije—. Nunca.

—Cuando estás ahí arriba adquieres una perspectiva distinta de las cosas —dijo—. El mundo entero es diferente. Tu ciudad se vuelve un pueblecito diminuto. Te llevaré a volar un día, y te dejaré coger los mandos. ¿Te gustaría venir conmigo?

—Sí, algún día —dije.

—Podemos ir a Spokane, comer allí y volver. Puede venir también tu madre. ¿Te apetecería?

—No sé —dije. Pero pensé que a ella le gustaría.

—¿Vas a ir a la universidad como ella dice? —me preguntó.

—Sí —dije—. Eso espero.

—¿A cuál? —dijo—. ¿En cuál has puesto el ojo?

—En Harvard —dije. Y me habría gustado saber dónde estaba Harvard, y tener una razón que explicara mi elección.

—Es buena —dijo Warren Miller. Se inclinó hacia la mesa, cogió la jarra de vino tinto con una mano y se sirvió un poco en la copa—. Una vez… —dijo; dejó la jarra sobre la mesa y se quedó un instante callado. Su pelo brillaba a la luz de la sala, y parpadeó varias veces tras las gafas—. Una vez, volando… Era otoño, como ahora. Pero un otoño más frío, y no tan seco. Bien, pues iba en la avioneta a echar una ojeada al trigal de un pobre hombre que tenía un seguro conmigo y había perdido la cosecha a causa del granizo, y de pronto vi bandadas y bandadas de gansos que bajaban del Canadá. Iban todos en formación, ya sabes, en grandes uves. —Bebió media copa de vino de un trago y se pasó la lengua por los labios—. Estaba allá arriba, entre los gansos, ¿y sabes lo que hice?

Me miró y volvió a llevarse el cigarro a la boca y cruzó las piernas, y vi sus botas marrones de vaquero, lustrosas y sin ninguno de esos dibujos caprichosos que acostumbran a llevar los hombres en Montana.

—No —dije, y pensé que sería algo increíble, o imposible, o que nadie se atrevería a hacer. También él me parecía ebrio.

—Corrí hacia atrás la ventanilla —dijo—, y paré el motor. —Se quedó mirándome con fijeza—. A mil metros de altura. Y me quedé escuchando. Estaban todos allí, a mi alrededor. Y graznaban y graznaban, en lo alto del cielo, donde nadie más que Dios les había podido oír antes. Y me dije a mí mismo que era como ver un ángel. Un gran privilegio. Fue la cosa más maravillosa que había hecho en toda mi vida. Y que haré en lo que me queda.

—¿No pasó miedo? —dije, porque en lo único que podía yo pensar era en lo que yo habría sentido, y en lo que haría una avioneta con el motor desconectado, y en el tiempo que podría mantenerse en el aire sin estrellarse contra el suelo.

—Sí —dijo—. Pasé miedo. Claro que pasé miedo. No pensé en nada. Estaba allá arriba, y nada más. Podía haber sido uno de aquellos gansos; sólo durante aquel preciso instante. Perdí toda humanidad, y allá abajo tenía a toda aquella gente que confiaba en mí. Tenía a mi mujer y a mi madre, y cuatro negocios. No es que no me importaran. Es que ni siquiera pensé en ellos. Fue luego, cuando pensé en ellos, cuando sentí miedo. ¿Sabes de lo que estoy hablando, Joe?

—Sí —dije, pero no era cierto. Lo único que comprendía era que lo que había contado era muy importante para él, y que por tanto debía también suponer algo para mí.

Se echó hacia atrás en la silla. Al contarme el episodio de los gansos se había inclinado un poco hacia adelante. Cogió la copa de vino y bebió lo que quedaba en ella. Del exterior, tras los muros, me llegó un ruido lejano de agua deslizándose por unas cañerías.

—¿Quieres una copa de vino? —me preguntó Warren Miller.

—De acuerdo —dije.

Me sirvió y luego se sirvió él.

—Por los ángeles —dijo—, y por qué tu padre no se queme allá arriba como una loncha de bacon.

—Gracias —dije, no sé muy bien por qué.

Adelantó su copa hacia la mía y, antes de que llegaran a tocarse, se la llevó a los labios y bebió de nuevo la mitad de su contenido. Yo tomé un pequeño sorbo del mío y me disgustó su sabor —como dulce y avinagrado al mismo tiempo—, y dejé la copa encima de la mesa. Y de pronto, por espacio de un instante, con toda aquella luz y Warren Miller sentado frente a mí, exhalando aquel aliento que era una mezcla del vino y del propio olor —fuera el que fuere— de su persona, sentí que estaba en un sueño, un sueño que seguiría y seguiría y del que acaso no llegaría a despertar jamás. Mi vida, súbitamente, se había convertido en aquello, en algo que no era horrible pero tampoco era lo que había sido. No veía a mi madre, estaba solo, y en aquel fugaz instante eché en falta a mi padre más de lo que le había echado o volvería a echarle en falta en toda mi vida. Sé que estuve a punto de derrumbarme y echarme a llorar por todo lo que en aquel momento no tenía y temía no volver a tener jamás.

—Tu madre es muy bonita —dijo Warren Miller. Sostenía la copa en una mano y tocó el cigarro apagado con la otra. Me pareció un hombre muy grande—. La admiro mucho. Adopta una actitud valiente ante la vida.

—Eso creo yo también —dije.

—Y eso es lo que debes hacer —dijo. Cerró el puño de la mano derecha, lo alzó y puso ante mis ojos el rubí rojo de su anillo—. ¿Qué crees que es esto? —dijo.

—No lo sé —dije.

Acercó más el puño.

—El rito escocés —dijo—. Soy masón del grado treinta y tres. —Su puño era grande y grueso y de aspecto macizo. Parecía un puño que jamás hubiera golpeado nada, porque nada se habría puesto en su camino de haber podido evitarlo—. Puedes tocarlo —dijo.

Puse un dedo en el anillo, sobre la suave piedra roja, y luego sobre el diamante engastado en ella. En el oro había diminutas inscripciones que no pude interpretar.

—Es el ojo que todo lo ve —dijo Warren Miller, con el puño aún extendido como si fuera una parte desgajada de su cuerpo—. ¿Tu padre es masón?

—No —dije, pese a no saber si lo era o no. No sabía de qué me estaba hablando, pero pensé que se debía a su embriaguez.

—No eres católico, ¿verdad? —dijo.

—No —dije—. No vamos a ninguna iglesia.

—Eso no importa —dijo él, escrutándome a través de los cristales de las gafas—. Deberías tener relación con algún grupo de chicos de tu edad. ¿Te gustaría? Me encantaría ocuparme de ello.

—Estaría muy bien —dije. Oí cómo se abría y se cerraba una puerta, y otra vez un sonido de agua corriendo por las cañerías.

—Los jóvenes necesitan un empujoncito en la vida —dijo Warren Miller—. No siempre es fácil empezar. Interviene también la suerte.

—¿Tiene hijos? —pregunté.

Me miró de un modo extraño. Debió de creer que estaba pensando en lo que me había dicho, pero no era así.

—No —dijo—. No he tenido hijos. No me gustan muchos los niños.

—¿Por qué no?

—Nunca he conocido a ninguno, supongo.

—¿Dónde está su mujer? —pregunté. Pero no me respondió, porque mi madre abrió la puerta del dormitorio en aquel momento y él alzó la mirada hacia ella como si estuviera viendo a la persona más importante del mundo.

—La bella dama ha vuelto —dijo. Y se levantó y fue cojeando hacia el equipo musical que descansaba sobre una gran cómoda situada a un lado de la sala. Yo ni siquiera lo había visto, pero era algo que destacaba sobre todo lo demás en cuanto reparabas en ello—. Ya no recordaba que iba a poner un poco de música —dijo. Abrió uno de los cajones y sacó un disco con su funda—. Pondré algo bueno de verdad.

—Tienes una casa impecable —dijo mi madre—. No necesitas otra esposa. Te bastas y te sobras a ti mismo. —Se llevó las manos a la cara y se dio unos golpecitos en las mejillas, como si se hubiera lavado la cara en el cuarto de baño y la tuviera aún húmeda. Le había visto hacerlo otras veces. Ahora miraba a su alrededor como si la sala le pareciera diferente. Y su voz sonaba distinta. Más grave, como si estuviera cogiendo un resfriado o acabara de despertarse—. Es una casita preciosa —dijo. Me miró y sonrió, y se rodeó con los brazos.

—Moriré en ella uno de estos días —dijo Warren Miller, inclinado sobre el disco y leyendo la portada.

—Un pensamiento alegre —dijo mi madre, y sacudió la cabeza—. Quizá debamos bailar antes de que suceda, ya que estás tan seguro.

Warren Miller miró a mi madre, y en los cristales de sus gafas espejeó la luz del techo.

—Bailemos —dijo.

—¿Warren va a hacer que entres en Dartmouth o algo parecido? —me preguntó mi madre. Estaba de pie en medio de la sala, con los labios un poco fruncidos, como si tratara de decidir algo.

—No hemos hablado de ello —dijo Warren Miller—. Estaba tratando de que se interesara en la Orden de los DeMolay.

—¡Ah, eso! —dijo mi madre—. No son más que tonterías, Joe. Mi padre perteneció a ella. Lo que Warren tiene que hacer es conseguir que entres en Dartmouth. Es mejor que Harvard, según he oído. En los DeMolay puede entrar todo el mundo. Son como los Alces.

—Son mejores —dijo él—. No hay católicos ni judíos entre ellos. Y no es que me importe si los hay o no.

—¿Eres demócrata? —dijo mi madre.

—Cuando presentan a un buen candidato —dijo Warren Miller—, y ahora no es el caso.

Puso el disco sobre el plato.

—Mi familia está a favor del obrero —dijo mi madre. Cogió mi copa y tomó un sorbo de vino.

—Bien, pues deberías volver a pensártelo con calma —dijo Warren Miller. Dejó caer con suavidad el brazo sobre el disco, y la pequeña sala se llenó de música al instante.

Mi madre, entonces, dejó la copa en la mesa y se puso a bailar sola, agitando los brazos en el aire y con una expresión de determinación en el semblante.

—Cha-cha-chá… —tarareó, porque se trataba de este tipo de música, una música que ponían mucho en la radio de Denver a altas horas de la noche y que mi madre solía escuchar, una música con batería y trompeta y todo un fondo de orquesta.

—¿Te gusta? —dijo Warren Miller por encima de la música. Estaba de pie junto al tocadiscos, sonriendo mientras mi madre bailaba.

—Claro que me gusta —dijo, y tarareaba «cha-cha-chá» y hacía chasquear los dedos al ritmo de la música. Al pasar junto a mí, me cogió las manos—. Venga, Joe, baila con tu madre —dijo, y trató de levantarme de la silla y de sacarme al centro de la sala. Recuerdo que sus manos estaban muy frías, y que me parecieron menudas y delgadas. Me puse en pie, aunque no quería bailar ni tenía la menor idea de cómo hacerlo. Tiró de mí hacia ella y me empujó hacia atrás, y canturreó «cha-cha-chá» y miró mis pies, que se movían para adelante y para atrás de un modo confuso. Sus brazos estaban rígidos, y también los míos. Era horrible hacer aquello —tener que hacerlo— con tu madre, en una casa extraña, delante de un hombre a quien no conocía y que no me gustaba.

Cuando hube avanzado y retrocedido torpemente unas diez veces, dejé de hacerlo por completo: me quedé quieto, con los brazos caídos y laxos, y mi madre, al verme, dejó de bailar y se quedó mirándome con expresión disgustada.

—Eres un desastre bailando, Joe —dijo, alzando la voz para hacerse oír por encima de la música—. Tienes plomos en lugar de pies. Me avergüenzas.

Me soltó las manos y se quedó mirando con fijeza el techo bajo, directamente a la esfera de la lámpara, como si esperara ver algo o a alguien en mi lugar cuando volviera a mirar a donde yo estaba.

—Tendrás que bailar conmigo, Warren —dijo—. Joe no quiere bailar con su madre, y aquí no hay nadie más. —Se volvió hacia Warren Miller y tendió hacia él los brazos desnudos—. Vamos, Warren —dijo—. Joe quiere que baile contigo. Eres el anfitrión. Tienes que hacer lo que los invitados quieran. Por tonto que parezca.

—Muy bien. Lo intentaré —dijo Warren Miller. Cruzó la sala en dirección a mi madre. Con su acusada cojera, parecía un hombre incapaz de bailar y reacio por completo a aprender a hacerlo. Andaba, de hecho, como si tuviera una pata de palo.

Mi madre se puso a bailar sola otra vez antes de que Warren Miller intentara siquiera acompañarla. Tarareaba «cha-cha-chá» una y otra vez, y cuando tuvo a Warren Miller al alcance de los brazos, cogió sus grandes manos y comenzó a atraerlo y empujarlo como había hecho antes conmigo. Y Warren Miller siguió el ritmo que le marcaba. Cada vez que reculaba, reincidía en su cojera y parecía a punto de caerse, pero cuando mi madre tiraba con fuerza de él daba un traspié hacia ella como si fuera a echarse en sus brazos. Mi madre seguía tarareando «cha-cha-chá» al ritmo de la música, y dando pasos adelante y atrás sobre la punta de los pies, y diciéndole a Warren que no mirara sus propios pies sino que se moviera como ella, y Warren cojeaba y agachaba la cabeza, pero aguantaba el tipo, y al cabo de varias veces se había alzado también sobre sus pies y se movía con ligereza sobre ellos como lo haría un gran animal. Había una sonrisa en su semblante, y empezó a repetir «cha-cha-chá» a coro con mi madre, y a mirarla a la cara en lugar de mirar sus propios pies, que se arrastraban por el piso dentro de las botas. Mi madre, luego, le soltó las manos y puso las suyas sobre sus hombros, y él la cogió de la cintura, y bailaron así, juntos, ella sobre las puntas de los pies y él sin dejar de cojear.

—Mira esto, Joe —dijo mi madre—. ¿No es maravilloso? ¡Fíjate, Warren ya sabe bailar! Es uno entre un millón.

Echó la cabeza hacia atrás y dejó que el pelo le cayera por los hombros mientras seguía bailando, balanceando la cabeza al ritmo de la batería. Y me dio la sensación de que ahora no quería que la mirara. Sentí, de hecho, que al mirarla estaba haciendo algo que no debía hacer, así que me levanté y entré en el dormitorio y cerré la puerta a mi espalda.

A través de la pared la música sonaba como si algo estuviera golpeando el suelo. Me llegaba el sonido de sus pies al deslizarse por el piso, y sus risas regocijadas, divertidas, de estar pasándolo divinamente.

No tenía nada que hacer en aquel dormitorio. Estaban encendidas todas las luces. A través de los brillantes cristales de la ventana vi el interior de la casa contigua: un hombre y una mujer de edad —mayores que Warren Miller—, sentados uno junto a otro en sendas butacas, miraban la televisión en la oscuridad. No podía ver la pantalla, pero ambos reían. Sabía que me verían si volvían la cabeza, y puede que hasta sintieran mi mirada, y si me veían tal vez pensaran que era un ladrón y se asustaran, así que me aparté de la ventana.

Era el dormitorio de Warren Miller. Las paredes eran de un azul claro, y había una gran cama con una colcha blanca y un cabezal de perfil curvo, y una pequeña cómoda con un televisor encima de ella. Sobre la mesilla de noche vi una lámpara de esfera amarilla, idéntica a la que había junto al ventanal. Encima de la cómoda vi un grueso billetero y unas monedas, y junto a ellas un papel doblado en el que estaba escrito el nombre de mi madre y nuestro número de teléfono. Debajo aparecía, subrayado, el nombre de mi padre, y más abajo mi propio nombre —Joe— con una casilla al lado. No había nada extraño en ello, pensé. Mi madre trabajaba ahora para Warren Miller. Y él planeaba buscarle un trabajo a mi padre y hacer que yo ingresara en el club DeMolay.

Entré en el cuarto de baño. No había luz —sabía que mi madre la había apagado—, y la encendí. En la sala, por encima de la música, mi madre decía en voz alta:

—Una música muy apasionada, ¿no te parece?

Y oí sus apagados pasos sobre el piso.

El cuarto de baño era blanco, con una bañera blanca y toallas blancas. Vi el retazo de toalla en que mi madre se había secado las manos. Vi cabellos suyos en el lavabo blanco, y olí su perfume en el aire cálido. Las cosas de Warren formaban una hilera ordenada: una maquinilla de afeitar, un tubo de crema para el afeitado, un frasco de tónico capilar rojo, un frasco forrado de cuero de loción para después del afeitado, unas pinzas plateadas, un largo peine negro y un cepillo de cerdas amarillas con una banda de piel en el lomo en la que leí las iniciales WBM. No buscaba nada en concreto. Lo que quería era no estar en la sala mientras la música sonara y mi madre y Warren Miller estuvieran bailando. Abrí el cajón de debajo del lavabo y lo único que vi fue una toallita blanca doblada y limpia, y encima de ella una pastilla de jabón sin empezar.

Cerré el cajón, volví al dormitorio y abrí el armario ropero. Los trajes de Warren colgaban en hilera, y debajo de ellos había varios pares de zapatos de gran tamaño —entre ellos unos zapatos de golf de color castaño— también alineados. Al fondo había un uniforme del ejército, y en el suelo, al pie de la puerta, unos zapatos femeninos de tacón alto y color plateado.

Detrás de los trajes, en la pared del armario, vi unas fotografías y diplomas enmarcados. Tiré del cordón de la luz y aparté los trajes. En el interior del armario olía a naftalina, y el aire era fresco. Un certificado de licencia absoluta del ejército y un título universitario del Dartmouth College, ambos a nombre de Warren Miller, colgaban uno junto al otro. Había una fotografía de dos hombres de uniforme de pie junto a un viejo avión, en la linde de lo que parecía una selva. Y otra, enmarcada, de Warren Miller con la mujer cuya fotografía había visto en la sala; estaban de pie, ambos muy bien vestidos, y la mujer sonreía y tenía en la mano unas flores blancas. El sol les cegaba los ojos. La fotografía era de años atrás, pero Warren apenas había cambiado —grande, pesado, alto—, a excepción del pelo, que era más tupido y más corto. A un lado de las fotografías, colgada de una escarpia, vi una especie de abrazadera ortopédica, un brillante artilugio de acero con correas rosadas y hebillas y pernos ajustables que Warren se ponía sin duda en la pierna, y que le ocasionaba su peculiar cojera, aunque también le permitía andar.

Cerré el armario y me volví hacia el dormitorio, más caldeado que el interior del armario. Sobre la mesilla iluminada por la lámpara vi un libro boca abajo. En la cubierta se veía a un vaquero que galopaba sobre un caballo blanco mientras sujetaba a una mujer con la blusa desgarrada y disparaba contra unos hombres que los perseguían a caballo. El título era Incidente en Texas.

Abrí el cajón de la mesilla, y en su interior vi varios tees de golf y una pequeña Biblia muy gastada con un señalador verde entre sus páginas. El cajón olía como a polvos de talco. Descubrí también dos navajas de plata con la inscripción BIRMANIA-1943, idénticas a la que me había regalado. Y una pistola, una pequeña arma automática de cañón corto y culata negra de plástico. Yo ya había tenido otras pistolas en la mano. Mi padre guardaba una en la mesilla, como Warren Miller. Ésta era de pequeño calibre —8 mm, o incluso menos—, un arma capaz de intimidar o herir a una persona, pero no necesariamente de matarla. La cogí y me pareció más pesada y peligrosa de lo que había imaginado al principio. Apreté la culata, puse el dedo en el gatillo, apunté hacia el armario y emití un leve sonido con los labios. Imaginé que disparaba contra alguien: lo perseguía, le apuntaba, mantenía el brazo y la mano firmes y apretaba el gatillo. No tenía a nadie en mente. Disparar contra una persona era algo que —tenía la certeza-jamás haría. Pero ese algo, sin embargo, se daba entre los humanos. Y estaba bien conocer la existencia de tal acto mucho antes de llegar a tener la oportunidad o el deseo de ponerlo en práctica.

Me volví y dejé la pistola en el cajón, y al hacerlo descubrí que debajo de ella había un pañuelo blanco que no había visto antes. Tenía las mismas iniciales que el cepillo —WBM— bordadas con hilo azul en un ángulo. Entonces, sin saber por qué, apreté el pañuelo —que estaba doblado formando un cuadrado— con la palma y sentí el tacto de algo dentro de él, o debajo. Desdoblé el pañuelo y vi de qué se trataba: un preservativo en su bolsita de papel de estaño rojo y oro. Había visto antes otros preservativos; de hecho había visto muchos, aunque nunca había usado ninguno. Los compañeros de mi anterior colegio, en Lewiston, solían llevarlos para presumir de ellos. En Great Falls nadie me había enseñado ninguno, pero los compañeros hablaban de follar con chicas, y suponía por tanto que conocían el asunto y que también ellos los llevaban. Nunca supe que mi padre tuviera ninguno, pero había pensado en esa posibilidad e incluso los había buscado en los cajones de su cómoda. No sé lo que habría hecho si hubiera encontrado alguno, pues mi pensamiento al respecto era que el usarlos o no era exclusivamente asunto suyo, suyo y de mi madre. Yo no era ya inocente acerca de la vida, de lo que los adultos se hacían mutuamente cuando estaban solos. Sabía que hacían lo que les venía en gana.

No me sorprendió, pues, que Warren tuviera un condón en el cajón de la mesilla, aunque no pude imaginármelo usándolo. Cuando lo intenté, sólo logré verlo sentado en un costado de la cama, donde yo estaba ahora, en ropa interior y calcetines, asiendo el borde del colchón y con la mirada perdida en el suelo. No había ninguna mujer en escena. Pero pensé que, si quería tener un condón, estaba en su derecho. Cogí la bolsita: el nombre de la empresa fabricante era Murphy, con sede en Akron, Ohio. La apreté entre mis dedos, palpé el contorno del preservativo en su interior. Me la llevé a la nariz, y olía al almidón del pañuelo. Consideré la posibilidad de abrirla, pero no habría podido hacer absolutamente nada con su contenido.

Volví a dejarla entre los pliegues del pañuelo, y puse la pistola encima. Y al hacerlo pensé en la esposa de Warren —Marie LaRose, o como quiera que se llamase—, y en que se había marchado de aquella casa, de aquel dormitorio, y no tenía intención alguna de volver. Y en que Warren estaba solo en ella, con ese recuerdo y esos pensamientos. Cerré el cajón, salí del dormitorio y volví a la sala, donde la música había dejado de sonar.

Mi madre estaba sentada en el taburete del piano, con las piernas extendidas hacia el frente. No se había quitado los zapatos verdes, pero se había subido el vestido por encima de las rodillas y se abanicaba con una partitura. Me sonrió como si hubiera esperado verme salir del dormitorio en aquel mismo momento. Warren Miller estaba sentado a la mesa donde habíamos cenado, y donde seguían los platos y copas y cubiertos. Había vuelto a encender su cigarro.

—¿Has mirado ya en todos los cajones de Warren? —dijo mi madre, sonriendo y abanicándose. Su voz seguía siendo grave—. Descubrirías sus secretos. Seguro que tiene montones de ellos.

—Ninguno que no pueda compartir con él —dijo Warren Miller. Se había soltado el botón de arriba de la camisa, y tenía empapadas de sudor las axilas.

—Cuando el padre de Joe y yo llevábamos poco tiempo de casados —dijo mi madre—, alquilé un traje de marinero y le dediqué un bonito número de claqué cuando volvió de las clases de golf. Era un regalo de aniversario. Y le encantó. Algo ha debido recordármelo en este momento.

—Seguro que le encantó. Tuvo que ser precioso —dijo Warren Miller. Se quitó las gafas y las limpió con la servilleta. Luego se dio unos golpecitos con ella en los ojos. Su cara, sin las gafas, parecía más grande, y más blanca—. Tu madre, Joe, baila con verdadera pasión, ¿lo sabías?

—Quiere decir que bailo hasta caer rendida —dijo mi madre—. Hace un calor endiablado en esta casa, claro está. Si te descuidas te caes muerta. —Me miró como si reparara en mi presencia por primera vez desde que había vuelto—. ¿Qué te gustaría hacer ahora, cariño? —dijo—. Seguro que te estamos aburriendo soberanamente. Yo, al menos.

—No —dije—. No me aburres. No estoy aburrido.

—¿Sabes cómo se hirió Warren en la pierna? —preguntó. Se apartó un mechón húmedo de la frente y volvió a abanicarse la cara con la partitura.

—No —dije, y me senté a la mesa junto a Warren Miller.

—¿Te gustaría saberlo?

—Claro que sí —dije.

—Bien. Pues lo golpeó por detrás un enorme rodillo de alambre de espino cuando vadeaba el río Smith, con el agua hasta la cintura. ¿No es eso, Warren? Fue debajo del agua, y no lo viste venir. ¿Fue así, Warren?

—Exacto —dijo Warren Miller. Parecía un poco incómodo al oírle a mi madre hablar de ello.

—¿Y cuál es la lección? —dijo mi madre, y sonrió—. Al parecer, Warren piensa que de todo hay que sacar una enseñanza. El mundo debería tenerlo muy presente.

—Siempre hay algo capaz de bajarte los humos —dijo Warren Miller, con sus grandes piernas cruzadas frente a la mesa.

—O no —dijo mi madre.

—O no, también es cierto —dijo él, y le sonrió. Le gustaba mi madre. No había duda alguna.

—Joe y yo tenemos que marcharnos, Warren —dijo mi madre, y se levantó—. De pronto me he puesto quisquillosa, y Joe se aburre.

—Esperaba que os quedarais a pasar la noche —dijo Warren Miller, con las manos sobre las rodillas, sonriendo—. Hace mucho frío. Y estás borracha.

—Claro que estoy borracha —dijo mi madre. Volvió la cabeza hacia el viejo piano, y dejó la partitura sobre el pequeño atril—. No es un crimen, ¿no? —Me miró—. ¿Sabías que Warren toca el piano, cariño? Tiene mucho talento. Tendrías que ser como él.

—Hay otro dormitorio —dijo Warren Miller, y señaló el otro cuarto, que también estaba iluminado y en el que a través de la puerta podía verse el pie de una cama.

—No tenía intención de pasar aquí la noche —dijo mi madre. Miró en torno de la pequeña sala, como buscando un abrigo con el que salir al frío nocturno—. Joe es un excelente conductor. Su padre le enseñó.

—Tienes que ponerte encima algo —dijo Warren Miller. Se levantó y entró en el otro dormitorio, el que yo no conocía.

—Warren va a dejarme un abrigo de su mujer, supongo —dijo mi madre, y parecía disgustada—. No te importa conducir, ¿verdad? Lo siento, estoy borracha.

—Está bien —dije—. No me importa.

—Experiencia de combate —dijo ella—. Mi madre solía llamarlo así cuando mi padre se emborrachaba y entraba como una tromba y empezaba a exigir cosas. Algún día te ganarás un gran ascenso. O sea, te harás mayor y podrás marcharte.

Warren Miller volvió a la sala con un abrigo de hombre de color castaño.

—Esto te abrigará —dijo. Se acercó y ayudó a mi madre a ponérselo.

—¿No tienes ninguno de tu madre? —dijo mi madre. Se había atado los tres botones, y parecía otra persona: no un hombre, sino alguien desconocido para mí.

—Se los di a los pobres —dijo Warren Miller.

—¿También los de tu mujer? —dijo mi madre, sonriéndole.

—Esos quizá los tire, sin más —dijo Warren Miller.

—No lo hagas —dijo mi madre—. Puede que te espere en algún recodo del camino. Nunca se sabe.

—Espero que no —dijo Warren Miller.

Y, sin aviso previo, cogió a mi madre por los hombros y la atrajo hacia sí y la besó en los labios. Ante mis propios ojos. Y no me gustó. Mi madre se apartó de él como si tampoco a ella le hubiera gustado, y empezó a andar hacia la puerta.

—Vamos, se acabó la fiesta, Joe —dijo.

La seguí, pero sin dejar de mirar a Warren Miller. En su semblante había una expresión que no me gustó: estaba furioso, y vi cómo respiraba bajo la camisa blanca. Parecía alguien capaz de hacerte daño, alguien que te haría daño si perdiera los estribos o tuviera algún motivo. No me gustaba Warren Miller; de hecho, nunca volvió a gustarme. Lo único que quería hacer en aquel instante era alejarme de él, salir a la noche fría con mi madre y volver con ella a casa.

En el coche hacía frío. Ocupé al asiento del conductor y puse las manos sobre el volante, a la espera de que mi madre encontrara las llaves, que estaban sobre su asiento. El volante estaba gélido, y resultaba difícil de mover. En la calle, más abajo, la luz del restaurante italiano aún proyectaba en la noche como una neblina azul.

—El corazón me late muy deprisa —dijo mi madre—. Enciende la luz, Joe. —Encendí la luz interior y mi madre se inclinó para buscar las llaves, que finalmente encontró sobre la hendidura del asiento—. He bebido demasiado —dijo—. Y cuando bebes el corazón se te desboca. —Me tendió las llaves, y luego dijo—: Espera aquí, Joe. No quiero llevarme este abrigo a casa.

Abrió la puerta, bajó del coche, cruzó la calle y subió por las escaleras de hormigón hacia el ventanal de la fachada, que seguía iluminado. Vi cómo tocaba el timbre y se quedaba esperando. Warren Miller abrió la puerta, y ella entró quitándose el abrigo. Luego les vi cruzar el ventanal: él le había cogido el brazo, y hablaban. Y ya no pude verlos más.

Seguí sentado en el coche frío, sin luces, y esperé. Observé la calle desierta. Del restaurante italiano salió al poco un grupo de hombres, que se quedaron charlando con las manos en los bolsillos. Uno de ellos, de pronto, golpeó a otro en el brazo, bromeando, y luego todos se despidieron y se fueron en distintas direcciones. Instantes después se encendieron varios faros más abajo de la calle, junto al bordillo, y los coches partieron. Uno de ellos pasó junto a mí, y yo permanecí quieto en mi asiento. Al poco salió del restaurante una pareja, ambos con gruesos abrigos de invierno. Una vez en la calle se pararon, como habían hecho los otros, y se quedaron charlando. Luego el hombre acompañó a la mujer hasta un coche aparcado a unos metros, y le abrió la portezuela. La besó, y la mujer subió al coche y puso en marcha el motor y se alejó. El hombre fue hasta su coche, aparcado un poco más lejos, y partió también, aunque en la dirección opuesta.

Miré hacia la casa de Warren Miller, y traté de adivinar cuánto había esperado ya y cuánto tendría que seguir esperando, y qué estaría diciéndole mi madre a Warren Miller acerca del abrigo y de los motivos por los que no quería llevárselo. Yo no veía qué podía importar eso, y lo que pensaba era que estaba diciéndole que no le gustaba que la besara, y menos de aquel modo, delante de su hijo, y que no estaba dispuesta a volver a tolerarlo. Luego me pregunté qué haría Warren Miller con su motora, que podía ver en la rampa con el morro levantado, y en qué aguas navegaría y si alguna vez me montaría en ella, o en su avioneta —hasta Spokane—, o si volvería a verlo, a él, Warren Miller, algún día. Y por una u otra razón me dio la sensación de que no volvería a verlo, y por esa misma razón deseé haber dejado la navaja de plata que me había regalado en el cajón de su mesilla, junto a las otras. No me servía para nada, y pensé en tirarla en cuanto tuviera ocasión de hacerlo; tirarla al río cuando cruzáramos el puente en dirección a casa. Y algo en aquel pensamiento —acerca de Warren Miller y de su aspecto cuando lo vi la última vez, tras el ventanal de su casa, en compañía de mi madre— me hizo recordarlo: un hombre grande y risueño a quien mi padre había enseñado a jugar al golf, alguien cuyo nombre no había recordado o con quien nunca había hablado, alguien a quien sólo vi tal vez a través de una ventana o dentro de un coche o de lejos mientras jugaba al golf… Tan sólo eso quedaba en mi memoria.

Me pregunté si existía alguna pauta o algún orden en la propia vida; no una pauta u orden que uno conociera, sino algo que actuara en su persona e hiciera que los hechos, cuando acontecieran, parecieran justos y oportunos, o le infundiera confianza en relación con ellos, o le indujera a aceptarlos aun cuando parecieran negativos. O si todo simplemente sucedía, incesantemente, como en un torbellino, sin que nada lo detuviera o lo causara… de modo idéntico al que suponemos en las hormigas o en las moléculas bajo el microscopio, o al que supondrían en nosotros, sin conocer nuestras dificultades y problemas, quienes nos observaran desde otros planetas.

Del pie de la colina me llegó la sirena del cambio de turno en la refinería de petróleo. Eran las once de la noche, y los hombres volvían a sus casas, y yo estaba cansado y quería que Warren Miller desapareciera de mi vida (para él no había, a mi juicio, lugar alguno en ella).

Bajé del coche y me quedé mirando la casa en la calle fría. Pensé que mi madre saldría por aquella puerta en cualquier momento, pero no alcancé a entrever el más mínimo movimiento. La luz del porche estaba apagada, pero la amarilla del interior seguía encendida. Creí oír una música —de boogie-woogie: piano e instrumentos de viento—, pero no estaba seguro. Podía llegarme del restaurante italiano. Esperé unos instantes, con la mirada fija en la casa. No sabía cuánto tiempo llevaba mi madre en ella. Oí una locomotora de maniobras en la estación de mercancías del pie de la colina. Pasaron a mi lado varios coches. Cansado de esperar, crucé la calle y empecé a subir hacia la casa, pero a mitad de las escaleras me detuve y agucé el oído. La música, ahora, se oía claramente, y venía de la sala de Warren Miller. Quise gritar para que mi madre saliera, o se acercara a la ventana para hacerme una seña. Pero no quería gritar «¡Mamá!», o «¡Jeanette!».

Subí los últimos escalones y llegué al porche, y en lugar de llamar a la puerta fui hasta el ventanal, desde donde podía ver la sala. Seguían sobre la mesa los platos de la cena, la puerta de la cocina estaba abierta, al igual que las de los dormitorios, y más allá, en el cuarto de baño donde yo había estado antes, la luz brillaba sobre los azulejos blancos. Y vi a mi madre y a Warren Miller. Estaban de pie en medio de la sala, en el lugar exacto donde habían estado bailando. Y creo que apenas llegué a verlos. Si hubiera vuelto al coche en aquel momento, no los habría visto en absoluto, o no habría quedado grabado en mi memoria lo que vi. El abrigo que mi madre había ido a devolver estaba en el suelo; mi madre rodeaba con sus brazos desnudos el cuello de Warren Miller, y le besaba y le acariciaba el pelo. Él le había levantado por detrás el vestido verde, dejándole al descubierto los muslos, las medias y los elásticos blancos de los ligueros, y las bragas blancas. Y, pese a tener el cigarro en la mano, entre los dedos, la abrazaba por las nalgas y la atraía hacia sí con tanta fuerza que acabó alzándola del suelo y estrechándola contra su pecho mientras la besaba y recibía sus besos.

Yo seguí en la ventana mirando lo que hacían —no más de lo que he dicho— hasta que los pies de mi madre volvieron a tocar el piso; entonces temí que dejaran de besarse de improviso y se volvieran y me vieran a través de los cristales. No tenía intención de impedir que continuaran, ni de obligarles a hacer lo que no querían. Lo que deseaba era seguir mirándolos, hasta que sucediera lo que tuviera que suceder. Pero cuando los pies de mi madre tocaron el suelo me aparté hacia un lado, y, una vez fuera del marco del ventanal, ya no fui capaz de volver a exponerme. Tenía miedo de que me vieran. Así que me volví y bajé las escaleras y crucé la calle y subí al coche, me senté ante el volante y esperé a que mi madre terminara lo que estaba haciendo y bajara y pudiéramos por fin volver a casa.

No mucho después se abrió la puerta de la casa, y mi madre salió con su vestido verde, sin el abrigo, y bajó directamente las escaleras. No vi a Warren Miller. La puerta permaneció abierta unos instantes, y luego se cerró. El porche seguía a oscuras, y vi cómo se apagaba una luz dentro de la casa.

Mi madre cruzó deprisa la calzada y subió al coche, se sentó a mi lado, cerró la puerta y se puso a tiritar de frío.

—Necesita una casa más bonita —dijo. Cruzó los brazos, volvió a tiritar y sacudió la cabeza. Me llegó el dulce y untuoso aroma del tónico capilar rojo que había visto en el cuarto de baño de Warren Miller—. ¿No tienes frío? —dijo—. Está bajando mucho la temperatura. Pronto vendrá la nieve. ¿Y luego qué?

—No han dicho que vaya a nevar —dije. Aún no había puesto el motor en marcha. Estábamos parados en la oscuridad.

—Muy bien —dijo ella, y se echó aliento en el dorso de las manos—. Me he asombrado de mí misma. Me he divertido. ¿Y tú?

—Sí. Yo también —dije, pero era mentira.

—No quería llevarme ese viejo abrigo. No me apetecía. —Se puso las manos en la cara—. Tengo las mejillas calientes —dijo. Se volvió y miró hacia atrás como si esperara ver a alguien en el asiento trasero. Luego me miró en la oscuridad—. ¿Te ha gustado Warren?

—No —dije—. No demasiado.

—¿Lamentas haber venido, entonces? ¿Es eso lo que quieres decirme?

—No lo sé —dije—. No he pensado en ello. —Puse la mano en la llave de contacto, la hice girar y puse el motor en marcha. El circuito de la calefacción se puso en funcionamiento, y empezó a entrar aire frío por las rejillas de ventilación.

—Bien, pues piénsalo —dijo ella.

—Lo haré.

—¿Qué pensarás de mí cuando me haya muerto? —dijo—. A lo mejor tampoco has pensado en ello todavía.

—Sí. En eso sí he pensado —dije, y quité la calefacción.

—¿Y? ¿Cuál es el veredicto? Si me declaras culpable, sabré soportarlo.

—Te echaré de menos —dije—. Eso seguro.

—Warren decía en serio lo de llevarte a volar en su avioneta —dijo—. Dice que puedes aprender Morse en una tarde. Siempre quise saber Morse. Poder mandar mensajes secretos a gente de otros lugares.

—¿Por qué le dejó su mujer? —pregunté. Fue todo lo que se me ocurrió decir.

—No conozco la historia —dijo mi madre—. Warren no es un hombre guapo. Aunque, claro está, los hombres tienen otras formas de ser guapos. A diferencia de las mujeres. ¿Piensas que tú eres guapo? —dijo, y al decirlo me miró directamente. Estábamos sentados en el coche, frente a la casa de Warren Miller, en la oscuridad, hablando—. Te pareces a tu padre. ¿Crees que él es guapo?

—Sí, lo creo —dije.

—Yo también —dijo ella—. Siempre he pensado que era muy guapo. —Puso la palma de la mano sobre el cristal frío de la ventanilla, y luego se la llevó a la mejilla—. Es solitario esto, ¿no te parece? ¿No crees que es solitario?

—Ahora mismo, sí —dije.

—No es tanto cuestión de encontrarse solo o de desear la presencia de alguien que no está, ¿no te parece?, sino de hallarse en compañía de gente que no es la apropiada. Creo que no me equivoco.

—Quizá no —dije.

—Y tú estás conmigo —dijo mi madre, y me sonrió—. Supongo que no soy muy apropiada. Es una pena. Una pena para mí, quiero decir.

—Creo que eres apropiada —dije.

Miré hacia la casa de Warren Miller y vi que no había ya ninguna luz en la sala. Sólo una ventana lateral aparecía iluminada. Warren Miller estaba en su dormitorio, y lo imaginé agachado ante la puerta del armario, quitándose las botas, con una mano apoyada en la pared empapelada de azul para no perder el equilibrio. Quizá, pensé, no había que condenarle por haber besado a mi madre, ni por haberle subido el vestido por encima de las caderas. Quizá no pudo hacer otra cosa. Quizá no había que culpar de ello a nadie, quizá nadie era culpable de la mayoría de las cosas que les suceden a los mortales.

—¿Por qué no nos vamos ya? —dijo mi madre—. ¿Te encuentras bien?

—Me encuentro bien —dije.

—Sé que has bebido algo de vino.

—Estoy perfectamente —dije—. Y tú ¿cómo te encuentras?

—¡Oh, bien! —dijo mi madre—. ¿Cómo me encuentro? Tengo miedo de convertirme en otra persona, supongo. En alguien completamente nuevo y diferente. Así es como funciona el mundo, probablemente. No nos enteramos de las cosas hasta que nos suceden. ¡Ja, ja, ja!, deberíamos decir, imagino. ¡Ja, ja, ja! Me sonrió de nuevo.

Inicié la marcha y fui dejando atrás la casa de Warren Miller, y mientras nos alejábamos pensé que para mí también estaba cambiando el mundo; se hacía distinto, y de la noche a la mañana. Podía percibirlo: era algo que se me había metido en la cabeza, una sensación idéntica a la descrita por mi padre cuando el mundo empezó a cambiar para él.

Cuando entramos en casa aquella noche el teléfono estaba sonando. Eran las once y media. Mi madre fue directamente a la cocina y levantó el auricular. Era mi padre, y llamaba desde uno de los campamentos contra el fuego.

—¿Sí? Hola, Jerry. ¿Cómo estás? —le oí decir a mi madre. La veía de pie junto a la mesa de la cocina. Se enroscaba el cordón sobre un dedo, y me miraba a través de la puerta. Me pareció más alta que en casa de Warren Miller. Su cara también me pareció distinta, más práctica y formal, menos dispuesta a la sonrisa. Me quedé allí mirándola, como a la espera de mi turno para ponerme al teléfono, aunque sabía que no tendría ocasión de hacerlo.

—Bien, eso es estupendo, cariño —dijo mi madre—. En serio. Es un alivio oírlo. —Asintió con la cabeza mientras seguía mirándome. Yo sabía que no pensaba en mí, que ni sabía quizá a quién estaba mirando—. Sí, qué espectáculo —dijo—. ¡Santo cielo! —Miró a su alrededor y encontró la taza en la que había estado bebiendo whisky antes de salir de casa aquella tarde, y la cogió mientras hablaba—. Sí, ¿y se puede respirar? —dijo—. Es lo que quería saber. Me parece importante.

Luego, por espacio de unos segundos, habló mi padre. Me llegó el zumbido siseante de su voz a través de la cocina silenciosa.

—¡Ajá! —dijo mi madre—. ¡Ajá! —Tenía en la mano la taza vacía. Se la llevó a los labios y apuró las últimas gotas mientras escuchaba. Luego la dejó sobre la mesa—. Sí. Uno llega hasta su límite. Lo sé. Hay que adaptarse —dijo—. ¿Cómo puede suceder tan deprisa? ¡Dios mío!

Mi padre volvió a hablar, y mi madre me miró y señaló con el dedo el pasillo y me dijo con los labios las palabras: «Vete a la cama».

No iba a poder hablar con mi padre aquella noche, pero me habría gustado coger el auricular para decirle que le echaba de menos, que los dos le echábamos de menos, y que habría sido maravilloso tenerlo en casa aquella misma noche. Pero no era eso lo que deseaba mi madre, e hice lo que me decía porque no quería suscitar una discusión en plena medianoche, con mi padre al teléfono y ella borracha y enamorada de otro hombre.

No siguió en el teléfono mucho tiempo. Desde mi cuarto le oía decir de cuando en cuando unas palabras, y luego bajar la voz y hablar durante un breve lapso. No oí mencionar mi nombre, ni el de Warren Miller, ni la solicitud de trabajo que había presentado en la base aérea aquella misma mañana. Oí las palabras «espontáneo» y «mentira» y «privado» y «adorable». Y poco más. Y minutos después oí cómo el auricular encajaba sobre la horquilla, y el sonido de la puerta del armario y el entrechocar de un vidrio contra otro.

Cuando mi madre entró en mi cuarto, yo estaba ya en la cama. La luz del techo seguía encendida, y pensé que iba a apagarla para que no tuviera que levantarme. Tenía un vaso de whisky en la mano. Nunca le había visto beber como aquella tarde y aquella noche. Jamás había sido bebedora.

—Tu padre saluda a su hijo único —dijo, y bebió un sorbo—. Me ha contado que ha visto cómo se quemaba un oso. ¿No es increíble? —Yo me limitaba a escucharla—. Se había subido a un árbol para escapar del fuego, y de pronto se pusieron a arder todas las ramas a su alrededor. El pobre animal se arrojó en llamas del árbol y se alejó corriendo. Algo difícil de olvidar, ¿no crees?

—¿Ha dicho que volvía a casa? —pregunté. Estaba pensando, allí acostado, que quizá nevaba en el lugar donde se hallaba ahora mi padre, y que quizá el fuego se extinguiera por sí mismo.

—Quizá tenga que quedarse algo más de tiempo —dijo mi madre—. No le he preguntado los detalles cruciales. ¿Estás orgulloso de él? ¿Estás llegando a sentir eso?

—Sí —dije.

—Muy bien —dijo ella—. A él le gustaría que lo estuvieras. Yo no voy a tratar de convencerte de lo contrario.

—¿Tú estás orgullosa de él? —pregunté.

—¡Oh! —dijo mi madre, y calló—. ¿Te acuerdas de cuando fuimos en el coche y llegamos hasta muy cerca del fuego? Bajaste y lo tuviste a unos metros… Quería que tuvieras esa experiencia, supongo. ¿No te dije cuando volviste que todo aquel incendio no era más que una serie de pequeños fuegos aislados? ¿Y que de vez en cuando se unían y formaban un enorme fuego que lo destruía todo a su paso? —Metió un dedo en el vaso, y luego se lo llevó a la boca—. Bien, creo que nada tiene excesiva importancia por sí mismo, de forma aislada —dijo con voz suave.

—Yo también lo creo —dije, aunque no creía que hubiera contestado a mi pregunta acerca de mi padre.

que es cierto —dijo, y ahora estaba irritada—. Por el amor de Dios, sé lo que es cierto. Nunca en mi vida he estado tan convencida de algo. —Aspiró profundamente y expelió el aire con fuerza, como en un atropellado suspiro. Estaba junto a mi ventana, con la mirada fija en la noche—. ¿Qué pensarías si matara a alguien…? ¿Te sentirías muy turbado?

Me miró, y supe que no pensaba matar a nadie.

—Sí —dije—. Muy turbado. No me gustaría nada.

—Bien. De acuerdo, entonces —dijo—. Descartado. Tendré que pensar en otra cosa. En algo más interesante.

—¿Estás orgullosa de papá? —pregunté—. No me has contestado.

—¡Oh! —dijo—. No. No mucho. Aunque no debes dejar que eso te preocupe, ¿entiendes, cariño? No importa demasiado de quién pueda sentirme orgullosa. De mí misma. Tendría que desear sentirme orgullosa de mí misma. Únicamente. Ahora tendrás que confiar en algo diferente. —Me sonrió—. Me estaba preguntando por qué pensé que tenías que venir conmigo esta noche. A veces hacemos cosas extrañas. No sé a cuál de los dos quería dar a conocer al otro. A ti probablemente te tiene sin cuidado. No es más que una cosa entre tantas.

—Creí que querías que fuera contigo —dije.

—Bien, pues es verdad. Tienes razón.

Me sonrió de nuevo, y se pasó los dedos por el pelo.

—¿Te ha contado Warren lo de los gansos que vio cuando volaba en la avioneta?

—Sí —dije.

—¿No te parece una historia maravillosa? —dijo mi madre—. No es más que un cuento, claro. Se imagina cosas y las cuenta. —Apagó la luz—. Pero resulta divertido —dijo. Luego me dio las buenas noches y cerró la puerta a su espalda.

Seguí despierto un rato más, y pensé que Warren Miller no parecía un hombre dado a inventar historias. Parecía más bien un hombre a quien le sucedían cosas, como había dicho mi madre; un hombre que obraba mal y trataba de ocultarlo comportándose mejor, un hombre a quien mi padre quizá habría catalogado como «tipo de mal carácter». Me pregunté qué habría dicho mi padre de mí hacía un rato; si estaba furioso conmigo por algo; si había actuado yo mal y trataba también de ocultarlo. Y al borde ya del sueño me pareció oír a mi madre marcando un número de teléfono. Esperé, y recuerdo que —mientras oía su apagado timbre y finalmente la voz de alguien que respondía en alguna parte— me sentí muy vivo y despierto. No puede ser otro que Warren Miller, pensé. Y oí su voz: «Sí», y de nuevo: «Sí». Y luego todo quedó en silencio, y me dormí.

A las dos de la madrugada, me desperté. Oí correr el agua del retrete, y luego un ruido peculiar: alguien manipulaba el tirador de la cisterna para hacer que el agua dejara de sonar. Escuché el ruido del metal sobre el depósito de loza y el gorgoteo del agua que corría por las cañerías; me levanté de la cama y salí al oscuro pasillo y me aposté en un rincón donde no podía ser visto. Esperé allí hasta que se abrió la puerta del cuarto de baño y la luz se proyectó sobre el piso y vi en el umbral a Warren Miller, que al salir se volvía y apagaba la luz e instantes después se dirigía hacia el dormitorio de mi madre. Estaba desnudo. Antes de que apagara la luz vi su pecho y sus piernas, y el tupido vello de ambas zonas de su cuerpo. Vi su pene, y cuando se volvió vi las cicatrices de la parte posterior de sus piernas, donde lo había herido el alambre de espino. Parecía una piel que hubiera recibido un disparo de escopeta. Llevaba puestas las gafas, y cuando se dirigía hacia el cuarto de mi madre vi cómo cojeaba: su pierna derecha no llegaba a enderezarse, y hacía que su cuerpo se inclinara hacia un lado y que su pierna sana, la izquierda, diera una gran zancada hacia adelante de un modo que acentuaba su cojera. Su cuerpo blanquecino brillaba al alejarse de mí por el pasillo oscuro; yo seguía en mi rincón, en camiseta y calzoncillos, y cuando abrió la puerta del cuarto, en el que no había luz, me llegó del interior la voz queda de mi madre: «Silencio. No hagas ruido». La puerta se cerró, y oí cómo el colchón se hundía bajo su peso. Mi madre lanzó un suspiro, y Warren Miller tosió y se aclaró la garganta. Yo seguía con la espalda contra la puerta del armario del pasillo, y tenía frío. Sentía frío en las piernas y en las manos y en los pies. Pero no quería moverme porque presentía que aquello no terminaba en aquel punto y no quería perderme lo que pudiera suceder después.

Mi madre hablaba en voz baja, y Warren Miller le respondía. Volví a oír los muelles de la cama, que crujieron con ruido. Mi madre dijo: «¡Oh, vamos!»; no en tono de excitación, sino como si no le gustara algo. La cama siguió crujiendo, y supe que antes —mientras dormía— había habido ya otros crujidos, y que cuando al borde del sueño creí oír a mi madre llamando a Warren Miller era exactamente eso lo que había oído.

Luego oí las pisadas de Warren Miller sobre el piso —arrastraba los pies desnudos, cojeando—, y la puerta del armario y una percha deslizándose por la barra de metal; y el frufrú de unas ropas, y una respiración grave, y las pisadas de unos pies calzados. Y al cabo se abrió la puerta del dormitorio y vi salir al pasillo a Warren Miller y a mi madre. Él vestía la camisa blanca y los pantalones de horas antes, y llevaba las botas en la mano, y ella tan sólo el albornoz y unos zapatos cuyas pisadas oí pero que no alcancé a ver en la oscuridad. No miraron hacia donde yo estaba. Sabía que no pensaban en mí, o en si seguía o no en la cama. Cruzaron el pasillo —uno detrás de otro, cogidos de la mano— y entraron en la cocina y se deslizaron hasta la puerta trasera. Oí cómo la abrían, y por espacio de un instante pensé que mi madre le había acompañado para indicarle por dónde debía marcharse, pero la puerta volvió a cerrarse sin ruido, y segundos después, ya fuera, se cerró también sin ruido la puerta de tela metálica. Y la casa quedó en silencio y vacía, a excepción de mí, que seguía en el pasillo, y del siseo del agua que perdía la cisterna y que Warren Miller no había conseguido hacer cesar.

Fui hasta la puerta trasera y miré por la ventana. A la luz de la luna no pude divisar sino una esquina del viejo garaje de la parte de atrás de la parcela —un garaje que no utilizábamos— y la sombra del abedul sobre el terreno, a un lado de la casa. No vi a mi madre ni a Warren Miller. Se habían marchado.

Volví a mi habitación y fui hasta la ventana, y al mirar hacia la calle vi a Warren Miller y a mi madre. Caminaban por la acera, uno al lado del otro, y ya no iban cogidos de la mano. Él seguía con las botas bajo el brazo. Se alejaban deprisa, corriendo casi, como si tuvieran frío y quisieran llegar cuanto antes a un lugar más abrigado. Empezaron a cruzar deprisa la calzada oscura, sin mirar a derecha ni a izquierda; mi madre se levantaba el albornoz con ambas manos para poder dar pasos más largos. No miraron hacia atrás en ningún momento, y me pareció que tampoco hablaban. Vi que se apresuraban hacia un coche aparcado al otro lado de la calle. Era el Oldsmobile rosa de Warren Miller, aislado y solo entre las sombras y las hojas amontonadas junto al bordillo, invisible casi para quien no conociera su ubicación exacta.

Cuando llegaron al coche mi madre abrió deprisa la puerta delantera y se acomodó en el asiento del acompañante. Warren Miller ocupó el del conductor y cerró en seguida la puerta. Inmediatamente después se encendieron los rojos pilotos traseros. Luego se encendió la luz interior, y los vi a los dos: mi madre echada hacia un lado, contra su puerta, y él sentado ante el volante. El motor se puso en marcha de pronto, y el tubo de escape lanzó al aire una nube de humo blanco. Vi que la cara de mi madre se volvía hacia Warren Miller; debió de decirle algo acerca de las luces, porque instantes después se apagó la del interior, y luego la de los frenos. Pero el coche no se movió. Siguió inmóvil en la oscuridad, junto a la acera opuesta. Y yo, de pie ante mi ventana, lo observaba a la espera de que partiera, de que mi madre y Warren Miller salieran rumbo adondequiera que fueran —a su casa o a un motel o a otra ciudad o a algún lugar donde yo no volvería a verlos nunca—. Pero no fue eso lo que sucedió. El Oldsmobile siguió donde estaba con el motor en marcha y las luces apagadas, y mi madre y Warren Miller en su interior oscuro. Ya no podía verlos, y al poco su respiración dentro del habitáculo cerrado había empañado por completo los cristales de las ventanillas.

Seguí unos minutos más observando el coche a través de la ventana. Y no sucedió nada, nada que yo pudiera ver, aunque creía saber lo que estaba sucediendo. (Lo que cualquiera supondría, nada sorprendente). Pasó un coche por la calle Ocho —nuestra calle—, y no aminoró la marcha ni pareció reparar en el Oldsmobile; sus faros iluminaron las ventanillas empañadas y el humo blanco del tubo de escape, pero no alcancé a ver a mi madre ni a Warren Miller. Me pregunté si estarían en peligro de asfixiarse a causa de una filtración al interior de los gases del tubo de escape. Era algo que se leía en los periódicos. Y decidí que sí, que lo estaban. Pero también ellos conocían ese riesgo, y eran ellos quienes debían cuidar de sí mismos. Si morían allí dentro, y por las razones que los habían llevado a estar donde estaban, sería sólo culpa suya. Nada podía hacer yo para evitarlo. Y después de permanecer unos minutos ante la ventana fría, observando el coche y las emanaciones del tubo de escape, cerré la cortina y salí de mi cuarto.

Recorrí el pasillo y entré en el cuarto de baño. La cisterna seguía perdiendo agua; levanté la tapa y metí el brazo desnudo en el agua fría hasta llegar a la resbaladiza goma de la válvula, y la apreté contra el fondo hasta que el agua dejó de correr y sentí el brazo rígido y helado. Luego esperé un rato —quizá un minuto— con la mano en el agua a fin de cerciorarme de que la goma se mantenía en su lugar, y luego me sequé el brazo y la mano y puse de nuevo la tapa, y traté de pensar qué hacer a continuación —meterme en la cama y dormir, o ir a la cocina a leer, o vestirme y salir a la noche y alejarme de mi madre que seguía en el coche de Warren Miller, y tal vez no volver, o volver al cabo de varios días, o llamar desde alguna parte, o no llamar jamás…

Lo que hice fue ir a la cocina y coger la linterna de debajo de la pila (la botella de whisky seguía allí al lado), y encenderla y avanzar con ella por el pasillo y entrar en el dormitorio de mi madre, donde las cortinas estaban corridas y la cama toda revuelta y una almohada y la mitad de una sábana en el suelo. En el aire había un olor extraño: el perfume de mi madre y otro olor como de loción para las manos, un olor que no era dulzón y que creí reconocer aunque no recordaba dónde lo había olido antes. Dirigí el haz de luz a derecha e izquierda —al despertador vuelto hacia la pared, junto a la cama, a la puerta del armario abierta y las ropas de mi madre, a su vestido verde y sus zapatos verdes y sus medias, que descansaban sobre una silla…—. No buscaba nada en especial, ni pretendía descubrir nada secreto. Era el cuarto de mi madre, con sus objetos y pertenencias, y nada de lo que ella hacía en aquel momento podía hacer a aquellas cosas especiales o distintas.

No había ni la menor huella de mi padre en ninguna parte; era como si jamás hubiera vivido en aquel cuarto. Su bolsa de golf no estaba en su sitio; las fotografías que tenía encima de la cómoda habían desaparecido; la cajita de cuero de sus gemelos debía de estar en otra parte —quizá en un cajón—, y sus libros de golf ya no estaban alineados sobre la cómoda sino en el suelo. Encontré tan sólo una fotografía de él, enmarcada, al lado de la ventana y medio oculta por la cortina. Tal vez mi madre la había pasado por alto. La enfoqué con la linterna. Tras el cristal se veía a mi padre con pantalones y zapatos claros y una camisa blanca de manga corta. Estaba solo en un campo de golf, con un driver en la mano, mirando sonriente hacia el terreno liso y despejado, listo para golpear la pelota que tenía a sus pies. Su cara era tersa y joven y sus brazos fuertes, y llevaba el pelo corto. Parecía un hombre que sabía lo que se hacía. Podía lanzar la pelota fuera del alcance de la vista tantas veces como quisiera, y se estaba cerciorando de que las cosas se encontraban a su gusto. «Así es como se juega a este deporte», me había dicho la primera vez que me enseñó la fotografía, cuando yo tenía diez o doce años. «Así es como sabes lo que estás haciendo cada segundo. Despejas tu cabeza. No tienes ninguna preocupación en la vida. Y golpeas la pelota y la pelota entra en el hoyo. Es cuando tienes muchas cosas en la cabeza, Joe, cuando fallas todos los golpes. No hay ningún misterio». Era la fotografía de él que más le gustaba, y había sido tomada en los primeros años de su matrimonio, cuando ni mi madre ni él habían soñado siquiera concebirme. Y mientras enfocaba con la linterna la fotografía, aquella cara sonriente y limpia y sin ninguna preocupación en la vida, me alegré de que mi padre no estuviera allí en aquel momento y no pudiera enterarse de lo que estaba sucediendo. Me alegré de que estuviera donde estaba, y abrigué la esperanza de que —de algún modo— todo terminara, todo quedara zanjado antes de que volviera a casa y descubriera que su vida entera —y la mía y la de mi madre— se había desquiciado hasta perder todo sentido.

Entreabrí las cortinas y miré el jardín a través de la ventana. Quizá habían transcurrido diez minutos desde que vi salir a mi madre en albornoz y a Warren Miller con las botas en la mano. En las casas de nuestra calle no había luces, y no pasaba ningún coche. Alcancé a ver tan sólo la trasera del coche de Warren Miller, y el humo del tubo de escape. Y me pareció oír el sonido grave del motor al ralentí. Supuse que lo que habían estado haciendo en el cuarto de mi madre —fuera lo que fuere— se había vuelto de pronto arduo y difícil de hacer, o había sido demasiado ruidoso, y que el coche les había parecido un sitio más idóneo. En nuestro pequeño jardín el césped estaba blanco por el claro de luna y la escarcha, y el abedul llorón proyectaba hacia la calle una sombra más ancha y más densa. En mitad del jardín había una urraca; se movía brinco a brinco, de un lado para otro, picoteaba en el césped, miraba en torno y volvía a moverse. Pegué al cristal el foco de la linterna, la encendí y proyecté una débil luz sobre la urraca, que estaba inmóvil —ni me miraba a mí ni hacia lo alto—, mirando con fijeza —o eso me pareció, al menos—, hacia adelante, hacia la nada. Ignoraba que yo estuviera allí. No percibía la luz que la envolvía, no veía que ocurriera nada diferente. Seguía allí, como esperando a que pasara algo que la empujara a moverse o a echar a volar o simplemente a mirar en una dirección o en otra. No tenía miedo por la sencilla razón de que no veía de qué podía tener miedo. Di unos golpecitos en el cristal con una uña —no muy fuertes, sólo lo suficiente para que la urraca lo oyera—, y el animal volvió la cabeza y dirigió su mirada roja directamente hacia la luz. Abrió las alas —sólo una vez, como si se estuviera estirando— y volvió a cerrarlas, y dio un brinco hacia mí, y de pronto alzó el vuelo hacia la luz y la ventana y mi persona, como si fuera a arremeter contra el cristal y a estrellarse o traspasarlo. Pero no llegó a tocarlo: subió hacia lo alto y la perdí de vista por completo. Y me quedé allí quieto, con el corazón latiéndome en el pecho y la linterna dirigida hacia el jardín frío y desierto.

Oí cómo se cerraba la puerta de un coche. Apagué la linterna y me aposté a un lado de la cortina para poder ver sin ser visto. No oí ninguna voz, pero vi a mi madre en la acera, acercándose con la misma prisa con que se había alejado antes, con los brazos cruzados y encogidos contra el pecho. Oí el golpeteo de sus zapatos sobre el pavimento, y la seguí con la mirada hasta que torció para subir por el camino de la entrada y ya no pude verla. El coche de Warren Miller, entonces, se puso en marcha despacio y se alejó sin luces en la oscuridad. Lo oí avanzar por la calle silenciosa con su bramido grave, amortiguado por el gran silenciador del tubo de escape. Luego se encendieron sus pilotos rojos y se perdió en la noche.

Salí del cuarto de mi madre y avancé a oscuras por el pasillo hasta el rincón donde me había ocultado antes, cuando mi madre y Warren Miller se habían ido de la casa hacía un cuarto de hora, o tal vez media hora. Había perdido la noción del tiempo, aunque eso no parecía importar gran cosa dada la trascendencia de lo que estaba sucediendo. Mi madre abrió la puerta trasera. Lo hizo como siempre, como si todo marchara normalmente. La oí en la cocina. Encendió la luz. Oí que abría el grifo de la pila y llenaba un vaso; ahora estaría de pie, en albornoz, bebiendo agua, algo que cualquiera podía hacer en una noche cualquiera. Oí que abría el grifo de nuevo, y esperaba, y luego ponía el vaso en su sitio e iba a cerrar la puerta. Después cruzó la cocina deprisa y salió al pasillo, donde yo aguardaba apostado en mi rincón en sombras.

No me vio. Ni siquiera miró hacia donde yo estaba, hacia mi cuarto. Cruzó el pasillo y entró en el baño. Sólo pude verla fugazmente. Llevaba el albornoz abierto, y alcancé a ver sus rodillas desnudas. Una vez dentro encendió la luz, pero no cerró la puerta. Utilizó el inodoro, y dejó ir la cisterna, y abrió el grifo del lavabo, y se lavó las manos. Yo seguía agazapado en mi rincón, fuera de la luz que proyectaba el cuarto de baño, sin plan alguno de acción o de palabra. Probablemente creía que, cuando saliera del baño, le diría —o sentiría deseos de decirle— algo como «¡Hola!», o «Está bien… no me importa», o «¿Qué estás haciendo?». Pero no tenía en la cabeza ninguna de esas palabras. Yo estaba allí, simplemente, y de pronto caí en la cuenta de que ella no lo sabía todavía. No tenía la menor idea de lo que yo sabía —de Warren Miller y ella—, de lo que había visto y pensado al respecto. Y mientras no lo supiera, mientras no habláramos de ello —aun cuando ella lo asumiera y yo lo asumiera—, no habría sucedido cabalmente, no tendríamos que tenerlo siempre presente entre nosotros después de aquella noche. Sería tan sólo algo que podríamos pasar por alto y al fin olvidar. Y lo que yo debía hacer, por tanto, era volver a mi cuarto, meterme en la cama y dormirme, y cuando despertara a la mañana siguiente pensar en otras cosas.

Pero mi madre salió del baño antes de que pudiera moverme. Y tampoco entonces miró hacia mí, hacia mi cuarto. Se dirigió a su habitación, donde yo había estado apenas cinco minutos antes. Pero de repente se volvió, porque se había dejado la luz del baño encendida y quería —imagino— apagarla. Y fue entonces cuando me vio, de pie y en ropa interior, entre sombras, mirándola como un ladrón sorprendido en plena madrugada por la dueña de la casa.

—¡Oh, maldita sea! —dijo, antes de que pudiera moverme o decir una palabra. Vino hacia mí por el pasillo, y me golpeó en la cara con la mano abierta. Y volvió a abofetearme con la otra mano—. Estoy furiosa contigo —dijo.

—Lo he hecho sin querer —dije—. Lo siento. No traté de moverme, ni de levantar la mano, ni de hacer nada. Tenía el albornoz abierto, y no llevaba nada debajo. Vi su vientre, y todo lo demás. La había visto desnuda otras veces, pero ahora era diferente, y deseé no haberla visto así en aquel momento.

—Me gustaría estar muerta —dijo, y me volvió la espalda y se alejó por el pasillo hacia su cuarto. No estaba llorando. No trató de ceñirse el albornoz. Al llegar a la luz que salía del cuarto de baño, se volvió y me miró. Tenía una expresión de ira en el semblante. Su boca parecía más grande; sus ojos estaban muy abiertos. Tenía los puños cerrados, y creí que estaba pensando en volver sobre sus pasos para golpearme de nuevo. Nada parecía imposible—. Seguramente querrás irte, ¿no es así? Pues venga —dijo—. Adelante. Las cosas suceden así siempre. La gente hace cosas. Las hace sin pensarlas, sin ningún plan. Y luego, ¿qué? Quién sabe. —Levantó las manos con las palmas hacia arriba, en un gesto que yo ya había visto en otra gente—. Si tienes algún plan para mí, házmelo saber. Intentaré ponerlo en práctica. Puede que sea mejor que esto.

—No —dije—, no lo tengo. —Empecé a sentir punzadas en la cara, en donde había recibido las bofetadas. Al principio no me habían dolido las mejillas, pero ahora me ardían. Me pregunté si la segunda vez no me habría golpeado con el puño (accidentalmente, quizá), porque también me dolía el ojo—. No me importa —dije. Me apoyé contra la pared y no dije nada más. Sentía mi respiración, los latidos de mi corazón, el enfriamiento progresivo de mis manos. Debía de tener miedo sin saberlo.

—Un hombre como él puede ser bello —dijo mi madre—. Tú no sabes de eso. Sólo sabes esto. Supongo que debería ser más discreta. Esta casa es tan pequeña… —Se volvió y siguió por el pasillo y entró en su dormitorio. No encendió la luz. Oí sus pisadas sobre el piso, el apagado crujido de la cama al recibir su peso, el rozar de la colcha sobre su cuerpo. Se estaba tapando para conciliar el sueño. Debió de pensar que nada podía hacer ya sino dormirse. Ninguno de los dos tenía plan alguno—. Tu padre quiere hacer que las cosas sean mejores —le oí decir desde la cama—. Tal vez yo no esté a la altura de tan loables intenciones. Puedes contárselo todo, si quieres. ¿Qué más da?

Yo quería responderle algo, aunque no estuviera hablando conmigo sino consigo, o con nadie. No tenía intención de contarle a mi padre nada de aquello, y quería que ella lo supiera, pero no quería ser el último en hablar. Porque si decía algo, cualquier cosa, mi madre guardaría silencio como si no me hubiera oído, y yo tendría que vivir con mis palabras —fueran cuales fueren— tal vez para siempre. Y hay palabras —palabras importantes— que uno no quiere decir, palabras que dan cuenta de vidas arruinadas, palabras que tratan de arreglar algo frustrado que no debió malograrse y nadie deseó ver fracasar, y que, de todas formas, nada pueden arreglar. Contarle a mi padre lo que había visto o decirle a mi madre que podía confiar en mi absoluta discreción eran palabras de esa clase: palabras que más vale no decir, sencillamente porque, en el gran esquema de las cosas, no sirven para nada.

Volví a mi oscuro cuarto y me senté en la cama. El corazón seguía latiéndome con violencia. Estaba en ropa interior y sentía frío; mis pies pisaban el frío suelo, y tenía las manos heladas por el nerviosismo. Fuera seguía habiendo un vivo claro de luna, y supe que al día siguiente haría aún más frío, y pensé que quizá llegaría el invierno sin que hubiéramos tenido ningún momento de verdadero otoño. Y me sentí como un espía, un ser hueco y carente de energía, incapaz de crear nada. Y durante un instante deseé estar también muerto; y luego deseé que lo estuviéramos los tres. Pensé en cuán menuda me había parecido mi madre en el pasillo, con el cuerpo desnudo bañado por la luz, en cuán poco fuerte y enérgica había sido su imagen (también ella debía de sentirse pequeña y débil); los dos sentíamos lo mismo en aquel instante, y veíamos el mismo futuro de soledad en nuestros cuartos, en nuestras camas. Traté de imaginar esto último como un consuelo, pero no tuve demasiado éxito. Al poco pasó por la calle un coche, que al llegar a la altura de nuestra casa tocó el claxon, primero dos bocinazos cortos, luego uno muy largo. Brinqué hacia la ventana y miré la calle. Sería Warren Miller, pensé; no imaginé que pudiera ser ningún otro. Quería volver a entrar en casa, o que mi madre se fuera con él, o simplemente hacerle saber que estaba allí fuera, en su coche, recorriendo Great Falls en la oscuridad mientras pensaba en ella en un estado anímico cercano al pánico. El sonido del claxon cambió al alejarse, y no alcancé a ver el coche. Me quedaría sin saber si había sido el viejo Oldsmobile rosa de Warren Miller u otro coche de alguien que no nos conocía. Vi los pilotos rojos de la trasera, y no volví a oír el claxon. Me metí en la cama y traté de calmarme. Me puse a escuchar la noche en nuestra casa. Creí oír los pies desnudos de mi madre sobre el piso; creí oír cómo se cerraba su puerta. Pero no estaba seguro. E instantes después me dormí.