A la mañana siguiente, mi madre se vistió y salió para el trabajo antes de que yo me levantara de la cama. Desde mi cuarto oí cómo se movía por la casa, y sus pasos sobre el duro piso, y me pareció que tenía prisa y que quizá no quería verme. Me quedé en la cama, escuchando, hasta que le oí poner en marcha el motor frío del coche en el camino de entrada, dejarlo al ralentí mientras volvía a entrar unos instantes en la casa y finalmente alejarse por la calle Ocho.
Luego, durante un rato, estuve oyendo cómo se encendía y se apagaba la caldera de la calefacción en el sótano, y el sonido de los coches que pasaban por la calle, y el caminar de los pájaros sobre los aleros de la casa, tamborileando con las patas y aleteando tan nítidamente como si estuvieran dentro de mi cuarto. Había salido el sol, y el aire era claro y limpio. Pero me sentía cansado. Sentía como un peso en los pulmones, y me oía la respiración en lo hondo del pecho, y tenía la piel tirante. Era una sensación general de malestar, y me pregunté si se me pasaría en un día o me hallaba a las puertas de alguna enfermedad.
Durante un momento pensé no ir al colegio, quedarme en casa durmiendo, o salir a dar un paseo por las calles del centro, como otras veces, o ir a trabajar más temprano o a pescar al río. También podía —pensé— llegarme hasta el concesionario Oldsmobile de la Décima avenida y echar una ojeada. Nadie me conocía. Podría hacer ciertas pesquisas: preguntar, por ejemplo, acerca de Warren Miller: qué clase de persona era, si estaba casado, si tenía hijos, cuáles eran sus propiedades… Intenté recordar el día en que lo había visto por vez primera, un día en que yo había ido con mi padre al Wheatland Club. ¿Qué me dijo Warren Miller aquel día? ¿Y yo a él, si es que le dije algo? ¿Qué había dicho mi padre? ¿Qué tiempo hizo aquel día? Traté de adivinar si mi madre lo conocía desde hacía mucho o poco tiempo. No es que ninguno de esos datos importara realmente, o pudiera cambiar las cosas. Simplemente, encajarían llegado el caso, de forma que si mi vida cambiaba de pronto tendría al menos sobre qué reflexionar.
Llevaba un rato pensando en estas cosas cuando sonó el teléfono en la cocina. Pensé que sería mi madre para decirme que no llegara tarde al colegio, y a punto estuve de no contestar. Pero fui a cogerlo, aún en pijama, y era mi padre que llamaba desde algún campamento de las brigadas contra el fuego.
—¡Hola, Joe! —me dijo, en voz muy alta—. ¿Cómo están las cosas por ahí?
—Me voy al colegio —dije.
—¿Dónde está tu madre? Me gustaría hablar con ella.
La línea empezó a tener interferencias.
—No está en casa —dije—. Se ha ido a la ciudad.
—¿Está furiosa conmigo?
—No —dije—. No está furiosa.
—Eso espero —dijo. Luego se quedó callado unos segundos, y me llegó como el sonido de un camión que iniciara la marcha a su espalda. Oí voces que gritaban, y pensé que quizá estuviera llamando desde la cantina donde mi madre y yo habíamos estado la noche pasada—. Hemos perdido el control de las cosas aquí arriba —dijo mi padre, tratando de hacerse oír sobre los ruidos de la línea—. Lo único que podemos hacer es ver cómo el fuego lo quema todo. Nada más. Y te deja exhausto. Tengo entumecido todo el cuerpo.
—¿Vuelves a casa? —le pregunté.
—He visto cómo se abrasaba un oso, Joe —dijo mi padre, aún en voz muy alta—. Te habría parecido increíble. El fuego lo envolvió en cuestión de unos segundos. Un oso subido a una picea. Se tiró al suelo chillando. Como una bola de fuego.
Yo quería preguntarle sobre las cosas que había visto, y sobre las cosas que les habían pasado a él o a otra gente. Quería preguntarle si era muy peligroso lo que hacían. Pero tenía miedo de decir algo inconveniente. Así que lo único que dije fue: «¿Cómo te sientes?». Una pregunta que jamás le había hecho antes. Una pregunta que no encajaba en absoluto en el modo que teníamos de hablarnos.
—Me siento bien —dijo él—. Tengo la sensación de llevar aquí todo un año, y llevo sólo un día. —El ruido del camión cesó, y nuestra comunicación se hizo muy tenue—. Aquí nada se parece a la vida normal y corriente —dijo—. Tienes que adaptarte.
—Entiendo —dije.
—¿Tu madre se está ya buscando compañía masculina? —dijo mi padre, y lo decía bromeando. Estoy seguro—. Intenté hablaros anoche —dijo luego—. Pero no contestó nadie.
—Estuvimos cenando fuera —dije—. Comimos pollo frito.
—Estupendo —dijo mi padre—. Bravo por los dos. Espero que fueras tú quien invitó.
—No, pagó ella —dije.
Nadie me había dicho que no dijera dónde habíamos cenado o dónde estaba ahora mi madre. Pero presentí que no debía. Había moscas pululando por el cristal de la ventana de la cocina; estaba mirando el jardín trasero de la casa, y pensé que el tiempo tal vez cambiara y viniera una racha de frío y nevara, y que quizá muy pronto cesaran los incendios.
—Dile a tu madre que todavía no he perdido la cabeza aquí arriba, ¿de acuerdo?
Seguía habiendo interferencias en la línea.
—De acuerdo —dije—. Lo haré.
Le oí reír, y acto seguido se oyó un «clic» en la línea y oí a mi padre decir:
—¿Eh, Joe? ¿Joe? ¿Estás ahí? ¡Oh, mierda!
—¿Sí? —dije—. Sigo aquí, te oigo.
Pero él no podía oírme. Algo —quizá el fuego— interfería en el normal funcionamiento de la línea. Seguí escuchando su voz unos instantes, y al cabo dije:
—Adiós. Sí. Adiós —y pronuncié su nombre. Y colgué el teléfono y fui a vestirme para ir al colegio.
Aquél fue un día escolar extraño. Lo recuerdo con claridad porque llegué tarde y no llevé ningún justificante de mi madre, y porque me sentía cansado y medio en sueños, como si hubiera dormido mal o estuviera incubando alguna enfermedad. Falté a un examen de lengua inglesa porque no había estudiado la noche pasada. En la clase de educación cívica alguien trajo el Tribune de aquel día y leyó en voz alta un artículo que decía que había humedad en el aire, y que pronto llovería o nevaría y el fuego de Alien Creek acabaría apagándose. Luego hubo un debate sobre si el fuego se extinguiría realmente —algunos opinaban que iba a durar todo el invierno—, y si tal extinción sería obra del hombre o de la naturaleza. El profesor, un hombre alto con sangre india, nos preguntó si alguno de nuestros padres estaba combatiendo los incendios, y alzaron la mano varios compañeros. Pero yo no lo hice, porque no quería que lo supieran y porque, en aquellos días, me parecía algo anómalo en mi vida.
La clase de geometría, luego, a la espera de la hora de salida, fue un poco como si ya estuviera fuera en la tarde fría. Traté de adivinar qué había entre mi madre y Warren Miller, porque todo parecía indicar que había algo. Y no por lo que se hubieran dicho el uno al otro mientras estaba yo presente, ni por lo que me habían dicho a mí o pudieran haberse dicho a solas, sino por lo que no dijeron pero dieron por sobreentendido, lo mismo que se sobreentiende que hay humedad en el aire o que un círculo tiene trescientos sesenta grados.
Pero, hubiera lo que hubiere, había valido una mentira. Mi madre había mentido a mi padre, y también yo. Y quizá Warren Miller también había mentido a alguien. Y, si bien sabía perfectamente lo que era una mentira, ignoraba si existía alguna diferencia cuando quienes mentían eran los adultos. Posiblemente importaba menos en ellos, ya que, en su universo de relaciones, la verdad acababa haciéndose evidente a todo el mundo. Mientras que para mí —dado que no había hecho en la vida nada que sirviera de referencia de mi persona— importaba mucho más. Así, sentado en mi pupitre en la fría tarde de octubre, traté de imaginar una vida feliz para mí y una vida feliz y alegre para mis padres cuando todo aquello hubiera acabado, tal como auguraba mi madre. Pero en lo único que logré pensar fue en mi padre diciéndome: «¿Sí? ¿Sí, Joe? ¿Estás ahí?», y en mí mismo diciéndole: «Adiós».
Cuando salí del colegio fui caminando al estudio del fotógrafo, y después del trabajo me fui a casa. El tiempo estaba cambiando, y soplaba esa brisa que en Montana a la postre se hace gélida y te penetra a través de la piel como si fueras de papel. Sabía que esa misma brisa ventosa estaría soplando en la zona de los incendios, y que allí tendría importantes consecuencias. Y me pregunté si nevaría en las montañas, y pensé que lo más probable era que así fuera, y que con suerte mi padre volvería a casa antes de lo que cualquiera hubiera imaginado.