Después de aquella noche de principios de septiembre las cosas —en nuestra vida— empezaron a ir más rápidas, y a cambiar. Cambió nuestra vida en casa. Cambió la vida que mi madre y mi padre llevaban. El mundo, pese a lo poco que yo había pensado en él o planeado acerca de él, cambió. Cuando uno tiene dieciséis años no sabe lo que sus padres saben, ignora mucho de lo que entienden, y más aún de lo que pueda haber en su corazón. Ello puede salvarte de hacerte adulto demasiado pronto, evitar que tu vida llegue a ser tan sólo una repetición de la suya, lo que siempre implica una pérdida. Pero escudarte en ti mismo —cosa que yo no hice— parece un error aún más grave, pues lo que pierdes es la verdad de la vida de tus padres y lo que deberías pensar acerca de ella, y —más allá incluso— la justa valoración del mundo en que estás a punto de integrarte.
La noche en que mi padre volvió a casa después de perder su trabajo en el Wheatland Club, le contó a mi madre el incidente abiertamente y ambos actuaron como si de una broma se tratara. Mi madre no se enfadó, ni pareció molestarse, ni le preguntó por el motivo del despido. Los dos rieron al respecto. Durante la cena, mi madre permaneció sentada a la mesa en actitud pensativa. Dijo que no podría conseguir una sustitución hasta final de curso, pero que iría a presentar la solicitud ante la junta del colegio. Dijo que habría quien ofrecería trabajo a mi padre en cuanto se enterase de que estaba libre, y que en realidad se trataba de una oportunidad encubierta —el designio secreto por el cual los tres estábamos allí—, y que la gente de Montana no sabía reconocer el oro cuando lo tenía a un palmo de la vista. Y sonrió a mi padre al decirlo. Dijo que yo podía ponerme a trabajar, y yo dije que lo haría. Dijo que ella quizá podría hacer carrera en algún banco, pero que antes tendría que acabar sus estudios universitarios. Y se echó a reír. Y luego dijo:
—Puedes hacer otras cosas, Jerry. Quizá ya hayas jugado bastante al golf en tu vida.
Después de la cena, mi padre fue a la sala y se puso a escuchar las noticias de una emisora de Salt Lake que conseguíamos sintonizar al caer la noche, y luego se quedó dormido en el sofá vestido con su ropa de golf. Más tarde, avanzada la noche, se fueron a su habitación y cerraron la puerta. Les oí hablar. Oí cómo mi madre se reía de nuevo. Y cómo mi padre, luego, decía en voz alta, sin dejar de reírse:
—No me amenaces. A mí no se me puede amenazar.
Al rato mi madre dijo:
—Han herido tus sentimientos, Jerry. Eso es todo.
Luego oí correr el agua en la bañera, y supe que mi padre se había sentado en el cuarto de baño a charlar con mi madre mientras ella se bañaba (algo que a él le gustaba mucho hacer). Y luego oí cómo cerraban la puerta y apagaban la luz, y finalmente la casa quedó envuelta en el silencio.
A partir de entonces, y durante un tiempo, mi padre no pareció interesarse por encontrar otro trabajo. Al cabo de unos días llamaron del Wheatland Club; un hombre que no era Clarence Snow dijo que alguien había cometido un gran error. Hablé yo con el hombre, y me dijo que hiciera llegar a mi padre aquel mensaje. Pero mi padre no llamó al club. También le llamaron de la base, y él volvió a declinar la oferta. Sé que no dormía bien. Por la noche oía puertas que se cerraban y vasos que entrechocaban. Algunas mañanas miraba por la ventana de mi cuarto y lo veía en el jardín trasero, practicando en el aire frío con un driver, lanzando una pelota de plástico desde la linde de nuestra parcela a la siguiente, caminando con su largo y ágil paso como si nada le preocupara. Otros días, a la salida de clase, me llevaba a dar largos paseos en coche, a Highwood y a Belt y a Geraldine, poblaciones situadas al este de Great Falls, y me dejaba conducir por las carreteras entre los campos de trigo, donde mi inexperiencia no suponía un peligro para nadie. Y una vez cruzamos el río y fuimos hasta Fort Benton, y nos quedamos sentados en el coche mirando a los golfistas jugar en el diminuto campo de la parte alta de la ciudad.
Al cabo de un tiempo mi padre empezó a salir de casa por la mañana como si fuese a trabajar. Y aunque no sabíamos adónde iba, mi madre dijo que creía que iba al centro, y que había perdido trabajos otras veces y que era algo que siempre le hacía obrar de un modo extraño durante un tiempo, pero que finalmente haría frente a las cosas y volvería a ser feliz. Mi padre empezó a llevar diferentes tipos de ropa —pantalones caqui y camisas de franela, ropas que yo veía en la gente normalmente—, y dejó de hablar de golf. A veces hablaba de los incendios, que a finales de septiembre seguían asolando los cañones más arriba de Alien Creek y Castle Reef, nombres que yo había leído en el Tribune. Pero entonces lo hacía de forma más lacónica. Me dijo que el humo de aquel fuego recorría el mundo en cinco días, y que la madera quemada habría bastado para construir cincuenta mil ciudades del tamaño de la nuestra. Un viernes fui con él a los combates de boxeo del City Auditorium, a ver pelear a los chicos de Havre contra los de Glasgow, y luego, ya en la calle, vimos el resplandor nocturno de los incendios, pálido en las nubes como lo habíamos visto en los meses de verano. Y mi padre dijo:
—Ahora, aunque lloviera allá arriba, en los cañones, el fuego no se apagaría. Quedaría latente, sin llama, y luego volvería a levantarse. —Parpadeó. El público del boxeo se abría paso a nuestro alrededor—. Pero aquí estamos nosotros —dijo, y sonrió—. A salvo en Great Falls.
Fue en aquel tiempo cuando mi madre empezó a buscar trabajo. Dejó una instancia en el colegio. Trabajó dos días en una boutique, y se despidió.
—Me faltan amistades poderosas e influyentes —me dijo en broma.
Pero era cierto que no conocíamos a nadie en Great Falls. Mi madre conocía a los dueños del supermercado y la farmacia, y mi padre a la gente del Wheatland Club. Pero ninguna de esas personas vino nunca a nuestra casa. Pienso que podríamos habernos mudado a algún lugar que ellos hubieran conocido antes: hacer las maletas e irnos de Great Falls. Pero nadie mencionó siquiera esa posibilidad. Era como si los tres estuviéramos esperando algo. Fuera, los árboles amarilleaban y las hojas caían sobre los coches aparcados junto al bordillo. Era mi primer otoño en Montana, y tenía la impresión de que en nuestro barrio los árboles hacían que aquello pareciera un estado del Este y no se ajustara en absoluto a la idea que yo tenía de Montana. Lo que yo había esperado era una total ausencia de árboles; sólo la pradera abierta, la tierra y el cielo uniéndose más allá casi de donde la vista alcanza.
—Podría dar clases de natación —me dijo mi madre una mañana. Mi padre había salido temprano y yo buscaba mis libros por la casa. Ella estaba de pie tomando café, mirando por la ventana, con su albornoz amarillo—. Una señora de la Cruz Roja me ha dicho que si consigo un empleo de profesora, me permitirían también dar clases particulares. —Me sonrió y cruzó los brazos—. Sigo siendo socorrista.
—Sería estupendo —dije.
—Podría volver a intentar que papá aprendiera a nadar espalda —dijo. Mi madre me había enseñado a nadar, y era una buena profesora. Había tratado de enseñar a mi padre el estilo espalda cuando vivíamos en Lewiston, pero mi padre, pese a sus esfuerzos, había fracasado, y ella solía bromear acerca de ello—. La señora me ha dicho que la gente de Montana quiere aprender a nadar. ¿Por qué crees que será? Estas cosas siempre suelen significar algo.
—No sé. ¿Qué significa? —dije, con los libros en la mano.
Mi madre se rodeó el torso con los brazos y se balanceó un poco mientras miraba por la ventana hacia la calle.
—Bueno, pues que nos va a arrastrar a todos una gran liada. Aunque yo no lo creo. No. A algunos no nos arrastrará: saldremos a flote. Mucho mejor, ¿no? —dijo, y tomó un sorbo de café.
—Para la gente como es debido debería haber un final feliz —dije.
—Muy sencillo —dijo ella—, pero no toda la gente diría lo mismo.
Se volvió y fue hacia la cocina a prepararme el desayuno.
Días después, mi madre entró a trabajar de profesora en la Asociación de Jóvenes Cristianas de Great Falls, en el edificio de ladrillo de la Second Street North, cerca del Palacio de Justicia. Iba a pie desde casa, con su bañador en la cartera, algo de comida para el almuerzo y cosas para maquillarse antes de volver a casa por la tarde. Mi padre dijo que se alegraba, si era eso lo que ella quería hacer, y que yo también debería buscar algún trabajo. Pero no habló de sí mismo, ni explicó en qué empleaba el tiempo ni lo que pensaba sobre nuestro futuro ni cuáles eran sus planes al respecto. Y a mí me parecía lejano, fuera de mi alcance, como si hubiera descubierto algún secreto que no quisiera revelar. En cierta ocasión, al volver del entrenamiento de fútbol, lo vi en el Jack and Jill Cafe, sentado en la barra con un café y un trozo de tarta. Llevaba una camisa roja de cuadros y una gorra de punto, y no se había afeitado. A su lado, leyendo el Tribune en un taburete, había un hombre que yo no conocía. Parecían estar juntos. En otra ocasión, un día de fuerte viento, lo vi saliendo del Palacio de Justicia. Llevaba una chaqueta de lana y un libro en la mano. Dobló la esquina de la biblioteca y desapareció. No lo seguí. Y una tercera vez lo vi entrar en el Pheasant Lounge, un bar —según había oído— frecuentado por la policía municipal. Era mediodía, mi hora del almuerzo, y no pude quedarme a ver más.
Cuando le conté a mi madre que le había visto esas tres veces, me dijo:
—Aún no ha podido encontrar otro trabajo. Pero todo acabará por arreglarse. No es culpa suya.
Pero a mí no me parecía que las cosas fueran bien. No creo que mi madre, entonces, supiera mucho más que yo. Le extrañaba su actitud, simplemente. Confiaba en él y estaba dispuesta a concederle más tiempo. Pero yo me preguntaba si habían tenido algún problema que yo no conocía, o si siempre había habido entre ellos cierto distanciamiento y yo no me había dado cuenta. Lo que sé es que a veces, por la noche, cuando habían cerrado ya la puerta de su cuarto y yo estaba en la cama a la espera de que me llegara el sueño, atento al sonido del viento, oía cómo su puerta se abría y cerraba quedamente, y cómo mi madre salía y se hacía la cama en el sofá de la sala. Y una vez, cuando ella dejaba el cuarto, oí que mi padre decía:
—Ahora has cambiado de forma de pensar, ¿eh, Jean?
Y mi madre respondía:
—No.
Y la puerta se cerró y ya no oí nada más. Ellos suponían —creo— que yo no sabía nada de esto, e ignoro qué se pudieron haber dicho o hecho el uno al otro en ese tiempo. El caso es que nunca hubo discusiones o gritos. Simplemente no pasaban la noche juntos, aunque durante el día, cuando yo estaba presente y la vida tenía que seguir su curso normalmente, no se notaba nada extraño entre ellos. Entraban y salían, y eso era todo. Nada hacía sospechar que hubiera desavenencias o problemas. Hoy sé que los había, y que mi madre —fueran cuales fueren sus razones— empezó a alejarse de mi padre en esa época.
Tiempo después dejé de jugar al fútbol americano. Quería encontrar un trabajo, aunque tenía pensado que cuando llegara la primavera, si aún seguíamos en Great Falls, me pondría a practicar el lanzamiento de jabalina, como mi padre me había sugerido. Saqué de la biblioteca Pistas y campos para jóvenes campeones, y en el cuarto de material del sótano del colegio encontré y examiné dos jabalinas de madera, apoyadas contra el muro de hormigón en medio de las sombras. Eran lisas y pulidas, y más gruesas de lo que yo había imaginado. Aunque, al levantar una de ellas, me pareció ligera y perfecta para el uso al cual estaba destinada. Y pensé que sí sería capaz de lanzarla, y que ello podría constituir una destreza —peculiar, es cierto— en la que tal vez descollaría un día y de la que mi padre se enorgullecería.
Yo no tenía amigos en Great Falls. Los chicos del equipo de fútbol vivían lejos de mi barrio o al otro lado del río, en Black Eagle. En Lewiston sí había tenido amigos, en especial una novia llamada Iris, que iba al colegio católico y con quien me había escrito varias veces desde que mis padres y yo nos mudamos a Great Falls en la primavera. Pero se había ido a pasar el verano a Seattle y no había vuelto a escribirme. Su padre era oficial del ejército, y puede que también se hubieran mudado a otro sitio. No había pensado en ella en algún tiempo, y en realidad no me importaba demasiado. En aquella época debería haberme preocupado por más cosas —otra novia, libros—, o haber tenido ideas de algún tipo. Pero lo único que ocupaba mi atención eran mi madre y mi padre, y en el tiempo que ha transcurrido desde entonces he caído en la cuenta de que éramos una familia que nunca tuvo otras preocupaciones.
Encontré un trabajo en el estudio de un fotógrafo, en la Tercera avenida. En él se hacían fotografías de la gente de la base aérea, de peticiones de mano y grupos escolares; mi cometido, al salir de clase, era limpiar y poner las cosas en orden, cambiar las bombillas de los focos, disponer los decorados y dejar el mobiliario listo para el día siguiente.
Terminaba de trabajar a las cinco, y a veces, camino de casa, pasaba por la Asociación de Jóvenes Cristianas, me deslizaba por la puerta trasera y bajaba hasta la larga sala de azulejos de la piscina, donde mi madre enseñaba a nadar a los adultos también hasta las cinco, y de cinco a seis quedaba libre para dar clases particulares. Solía situarme de pie en un extremo del recinto, tras las gradas vacías, y me ponía a observarla, a oír su voz, que impartía instrucciones en tono vivo, feliz, de aliento. Ella se situaba a un costado de la piscina, con su piel pálida y su bañador negro, y realizaba movimientos natatorios con los brazos para mostrar a sus alumnos —que atendían de pie en el extremo poco profundo del agua— cómo hacerlo. La mayoría de ellos eran mujeres muy mayores, y hombres también viejos con cabezas calvas y llenas de pecas. De cuando en cuando metían la cara en el agua y hacían los movimientos que ella había hecho —lentas, vivas brazadas— sin llegar a nadar realmente, sin avanzar en ningún momento, inmóviles, con los pies pisando fondo, simulando.
—Es tan fácil —le oía decirles con su voz clara y alegre mientras sus brazos rasgaban el aire denso—. No tengan miedo. Es divertido. Piensen en todo lo que se han estado perdiendo. —Cuando veía que levantaban las caras, chorreando agua y parpadeando, y algunos de ellos tosiendo, les sonreía. Y luego decía—: Mírenme a mí.
Se ajustaba el gorro de baño, juntaba las manos por encima de la cabeza, doblaba las rodillas y se zambullía en el agua; tras deslizarse bajo la superficie unos instantes, volvía a aparecer y nadaba doblando los brazos y uniendo los dedos, primero, y rompiendo el agua y avanzando luego con fáciles movimientos. Hacía un largo y volvía, y los ancianos —rancheros, supongo, y mujeres divorciadas de granjeros— la miraban con envidia y en silencio. Yo la observaba, y mientras lo hacía pensaba que cualquiera que la viera, no mi padre o yo sino alguien que no la hubiera visto nunca antes, se llevaría una impresión equivocada. Quiero decir que se diría: «He ahí una mujer feliz»; o: «He ahí una mujer con una bonita figura»; o: «He ahí una mujer a quien me gustaría conocer mejor, aunque jamás podré hacerlo…». Y me decía a mí mismo que mi padre no era ningún estúpido, y que el amor era permanente, por mucho que a veces pareciera recular y no dejar huellas.
El primer martes de octubre, la víspera del comienzo de la liga profesional de béisbol, mi padre volvió a casa después del anochecer. El tiempo era frío y seco, y al entrar por la puerta de atrás tenía los ojos brillantes y la cara congestionada, como si hubiera estado corriendo.
—Mira quién llega —dijo mi madre; lo dijo, sin embargo, en tono amable. Cortaba tomates junto a la pila, y volvió la cabeza hacia él y sonrió.
—Tengo que hacerme la maleta —dijo mi padre—. No voy a cenar aquí, Jean.
Fue directamente a su dormitorio. Yo estaba sentado junto a la radio, esperando las noticias del béisbol, y le oí abrir el armario y mover las perchas de los abrigos.
Mi madre me miró, y luego habló hacia el pasillo con voz tranquila:
—¿Adónde vas, Jerry?
Tenía el cuchillo de pelar en la mano.
—A los incendios —dijo mi padre en voz alta desde el cuarto. Estaba muy excitado—. He estado esperando mi oportunidad. Acabo de enterarme hace media hora de que hay un puesto. No lo esperabais, lo sé.
—¿Sabes algo de incendios? —dijo mi madre. Seguía mirando hacia la puerta, como si mi padre estuviera en el umbral—. Yo sí —dijo—. Mi padre era tasador. ¿No te acuerdas?
—Tuve que mover algunos hilos —dijo mi padre. Yo sabía que estaba sentado en la cama poniéndose otros zapatos. Había encendido la luz cenital y sacado la maleta—. No es fácil conseguir este trabajo.
—¿Me has oído? —dijo mi madre. Tenía una expresión de impaciencia en el semblante—. No sabes nada de incendios. Vas a acabar abrasado.
Miró hacia la puerta de atrás, que mi padre había dejado entreabierta, pero no fue a cerrarla.
—He leído sobre incendios en la biblioteca —dijo mi padre. Recorrió el pasillo y entró en el cuarto de baño; encendió la luz y abrió el botiquín—. Creo que sé lo bastante para no morir quemado.
—¿Y no podías haberme dicho algo? —dijo mi madre.
Oí cómo mi padre cerraba el botiquín, y le vi aparecer en el umbral de la cocina. Parecía diferente. Parecía estar seguro de tener razón.
—Debí hacerlo —dijo—. Pero no lo hice.
Tenía en la mano una bolsa con sus útiles de afeitar.
—No vas a ir —dijo mi madre. Miró a mi padre de frente, desde el otro extremo de la cocina, por encima de mi cabeza, y parecía sonreír—. Es una idea estúpida —dijo, y sacudió la cabeza.
—No lo es —dijo mi padre.
—Es algo que no te incumbe —dijo mi madre. Levantó el faldón de su delantal azul y se secó las manos, aunque no creo que las tuviera mojadas. Estaba nerviosa—. No tienes por qué hacerlo. Ahora trabajo yo.
—Lo sé —dijo mi padre. Se volvió y fue de nuevo a su habitación. Yo hubiera querido irme a otra parte, pero no veía ningún sitio mejor porque quería oír lo que decían—. Vamos a cavar cortafuegos allá arriba —dijo mi padre desde el cuarto. Oí cómo encajaban los cierres de su maleta, una maleta de piel blanda que su padre le había regalado cuando fue a la universidad—. Tú no corres ningún peligro.
—No, pero podría morirme mientras estás fuera —dijo mi madre. Se sentó a la mesa metálica y se quedó mirándole con fijeza. Estaba furiosa. Se le endureció el gesto de la boca—. Tienes un hijo —dijo.
—No estaré fuera mucho tiempo —dijo mi padre—. Pronto nevará, y todo habrá pasado. —Me miró—. ¿Tú qué dices, Joe? ¿Te parece una mala idea?
—No —dije. Y lo dije con demasiada rapidez, sin pensar en lo que significaba para mi madre.
—Tú también lo harías, ¿no es verdad? —dijo mi padre.
—¿Te gustaría que tu padre se abrasara allá arriba y jamás volvieras a verle? —me preguntó mi madre—. ¿Y que tú y yo nos fuéramos al diablo de cabeza? ¿Qué te parecería?
—No digas eso, Jean —dijo mi padre. Avanzó, puso la maleta sobre la mesa, se arrodilló junto a mi madre y trató de rodearla con los brazos. Pero ella se levantó de la silla y retrocedió hasta donde había estado cortando tomates, y cogió el cuchillo y lo blandió en dirección a él, que seguía arrodillado junto a la silla vacía.
—Soy una mujer adulta —dijo, y ahora estaba muy furiosa—. ¿Por qué no te comportas como un adulto, Jerry?
—No hay explicación para todo —dijo mi padre.
—Para mí sí la hay —dijo mi madre.
Bajó el cuchillo. Salió de la cocina y entró en su dormitorio —donde en los últimos tiempos no había dormido con mi padre— y cerró la puerta a su espalda.
Mi padre me miró; seguía junto a la silla que había ocupado mi madre.
—Supongo que no estoy del todo en mis cabales —dijo—. ¿Es eso lo que piensas, Joe?
—No —dije—. Creo que sí lo estás.
Y lo pensaba de verdad. Y pensaba también que ir a combatir el fuego era una buena idea aunque corriese el riesgo de morir a causa de su inexperiencia. Pero no quise decírselo, porque no sabía cómo podría sentirse si se lo decía.
Salí con mi padre a la calle oscura y caminamos en dirección al Templo Masónico de Central Avenue. En la esquina de la Tercera estaba aparcado un autobús escolar amarillo del condado de Cascade, y en la acera había grupos de hombres preparados para partir. Algunos de ellos eran vagabundos. Lo supe por sus zapatos y abrigos. Pero otros eran personas normales y corrientes, gente —supuse— que se había quedado sin trabajo. Un grupo de tres mujeres esperaba también bajo una farola. Y dentro del autobús, a oscuras, había varios indios sentados en los asientos. Vi sus caras redondas y sus cabellos lacios, con gafas que al moverse lanzaban destellos en la oscuridad. Nadie subiría al autobús antes de tiempo estando ellos. Algunos de los hombres de la acera estaban bebiendo, y en el aire de la noche había olor a whisky.
Mi padre puso su maleta en el montón de equipajes que había junto al autobús, y luego volvió y se quedó a mi lado. En el Templo Masónico —cuya alta escalinata daba a una gran puerta de cristal— estaban encendidas todas las luces. Varios hombres, en su interior, miraban hacia la calle. Uno de ellos —el hombre al que había visto con mi padre en el Jack and Jill— tenía en las manos un tablero de pinzas y hablaba con un indio que estaba a su lado. Mi padre le dirigió un gesto de saludo.
—La gente cataloga a los demás —dijo mi padre—. Pero no debería hacerlo. Tendrían que enseñarlo en la escuela.
Miré a los hombres que había a mi alrededor. La mayoría de ellos no iban demasiado abrigados, y desplazaban su peso de un pie a otro sobre la acera. Parecían hombres habituados al trabajo duro, aunque no demasiado contentos de ir a luchar contra el fuego en mitad de la noche. Ninguno me dio la sensación de tener el talante de mi padre, que parecía deseoso de hacerlo.
—¿Qué es lo que vais a hacer? —dije.
—Trabajar en los cortafuegos —dijo mi padre—. Se cavan largas zanjas que el fuego no puede cruzar. Pero no sé mucho más, si quieres que te diga la verdad. —Se metió las manos en los bolsillos de la chaqueta y encogió el cuello para darse calor con la camisa—. Ahora se me ha metido esto en la cabeza. Necesito hacer algo.
—Entiendo —dije.
—Dile a tu madre que no era mi intención enfadarla.
—Se lo diré —dije.
—A nadie le gustaría despertar en su ataúd, ¿eh, Joe? Sería una sorpresa difícil de tragar.
Me puso una mano sobre el hombro y me atrajo hacia sí y me apretó contra su costado y lanzó una risita extraña, como si la idea le hubiera dado miedo de verdad. Miró hacia el Pheasant Lounge, al otro lado de Central Avenue. Era el local donde le había visto entrar una semana antes. En el letrero rojo de neón, sobre la puerta, había un enorme faisán macho alzando el vuelo en la noche, con las alas desplegadas rasgando la oscuridad: huyendo. Algunos de los que esperaban junto al Templo Masónico habían empezado a cruzar la calle para entrar en el bar.
—Ahora sólo pienso en este instante que vivimos —dijo mi padre. Me apretó de nuevo contra él, y luego volvió a meterse las manos en los bolsillos de la chaqueta—. ¿No tienes frío?
—Sí, un poco —dije.
—Pues vuelve a casa —dijo él—. No es necesario que esperes a que suba al autobús. Puede que todavía tarde bastante. Tu madre estará inquieta por ti.
—De acuerdo —dije.
—No tiene por qué enfadarse contigo —dijo—. Con que lo esté conmigo basta.
Lo miré. Traté de ver su cara a la luz de la farola. Estaba sonriendo, y me miraba, y creo que se sentía feliz de aquel momento, feliz de que estuviera con él, feliz de estar a punto de ir a un incendio en el que arriesgaría lo que estuviera dispuesto a arriesgar. Se me hacía extraño, sin embargo, que un hombre que jugaba al golf para vivir se convirtiera un buen día en un hombre que combatía incendios forestales. Pero ésa era la situación, y pensé que debía acostumbrarme a ella.
—¿Eres demasiado mayor para darle un beso a tu padre? —dijo luego—. Los hombres también se quieren. ¿Lo sabes, no?
—Sí —dije.
Me cogió las mejillas con ambas manos y me besó en la boca, y me apretó la cara. Me pareció que su aliento tenía un olor dulce, y que su cara tenía un tacto áspero.
—No dejes que lo que tus padres hagan te decepcione —dijo.
—De acuerdo —dije—. Te haré caso.
Entonces —no sabría decir por qué— sentí miedo, y pensé que si me quedaba allí él acabaría por darse cuenta, así que me volví y eché a andar por Central Avenue en medio de la oscuridad y el frío, que se hacía más intenso por momentos. Cuando llegué a la esquina, me volví para decirle adiós con la mano. Pero ya no pude verle, y pensé que habría subido al autobús y estaría ya en su asiento, esperando entre los indios.
Cuando llegué a casa, las luces seguían encendidas. Mi madre estaba viendo la televisión en su cuarto; no se había cambiado para acostarse, y bebía un vaso de cerveza. Cuando me vio entrar por la puerta me miró como si yo fuera mi padre, como si lo que pensara de su marido en aquel momento lo pensara también de su hijo.
—¿Se ha ido ya a luchar contra el gran fuego? —dijo. Y lo dijo de un modo como despreocupado, como de pasada. Alargó la mano y dejó el vaso sobre la mesilla.
—Ha montado en un autobús —dije.
—Como un colegial —dijo ella. Miró el vaso de cerveza.
—Me ha dicho que no quería causar problemas.
—Claro, le creo —dijo mi madre—. Tiene la mejor intención del mundo. ¿Tú qué opinas?
—Pienso que hace bien —dije.
Mi madre alcanzó el vaso y bebió un sorbo; meneó la cabeza mientras bebía.
—Y yo ¿qué? —dijo, y apoyó el vaso sobre su vientre. La gente de la pantalla reía. Un hombre gordo corría alrededor de otro hombre menudo: huía de un perro que lo perseguía. Me resultaba un poco violento estar allí en aquel momento—. Puede que vaya a dejarme —dijo—. Puede que nos hayamos quedado solos desde hoy mismo.
—No creo que vaya a hacerlo —dije.
—Tu padre y yo no hemos tenido mucha intimidad últimamente. Tal vez no está de más que lo sepas.
No dije nada.
—Seguramente piensas que estoy haciendo una montaña de un grano de arena, ¿no es eso?
—No conozco tu opinión al respecto —dije yo.
—Nadie quiere complacerte de verdad, eso es todo —dijo ella. Sacudió la cabeza como si se tratara de una broma—. Eso es lo que pasa. Quieren complacerse a sí mismos. Si tú eres feliz así, estupendo. Si no, mala suerte. Y esto que digo es muy importante —añadió mi madre—. Es la clave de todo. —Echó la cabeza hacia atrás, sobre la almohada, y miró la lámpara esférica del techo—. De la felicidad. De la tristeza. De todo. Uno es feliz si…
En ese preciso instante empezó a sonar el teléfono en la cocina. Me volví para ir a cogerlo, pero mi madre dijo:
—No vamos a contestar.
El teléfono siguió sonando; el timbre era fuerte y estridente y metálico, como si algo muy urgente hubiera de ser comunicado por quienquiera que estuviera llamando. Pero ni mi madre ni yo íbamos a oírlo. Yo debía de dar la impresión de estar nervioso, porque mi madre me sonrió (era la sonrisa con la que me había sonreído siempre).
—¿Quién crees que es? —me preguntó. El teléfono dejó de sonar, y la casa quedó en un silencio sólo roto por el televisor.
—Quizá era papá —dije.
—Quizá —dijo ella.
—También puede que se hayan equivocado —dije. Pero tenía la certeza de que había sido mi padre, y estaba asustado por no haber respondido a su llamada.
—Ya nunca lo sabremos —dijo mi madre—. Pero… ¿Qué estaba diciendo antes? —Tomó un último sorbo de cerveza—. Eres feliz si tus deseos naturales hacen feliz a la otra persona. Si no es así, no sé lo que te pasa. Supongo que estás en el limbo.
—¿Dónde? —dije yo, porque era la primera vez que oía esa palabra.
—Bueno —dijo ella—, es un sitio donde nadie quiere estar. Es como estar en el medio, donde no puedes sentir los extremos, donde no sucede nada. Como ahora.
Durante un momento tuve la impresión de que el teléfono iba a volver a sonar; sentí que una corriente recorría la línea de la casa, como si los cables telefónicos formaran parte de mí, una parte viva, agitada por un mensaje. Pero el aparato siguió en silencio, y la sensación se extinguió dentro de mí.
—Mañana seguramente hará mejor tiempo —dijo mi madre—. No está haciendo nada de calor. —Alargó la mano y apagó la luz de la mesilla de noche—. Apágame la luz del techo, Joe. —Apagué la luz cenital—. Y vete a la cama —dijo, echada sobre la cama, vestida, iluminada por la luz del televisor—. Va a suceder algo que nos hará ver las cosas diferentes.
—Ojalá tengas razón —dije.
Se dio la vuelta y quedó cara a la pared. Pensé que se había dormido en aquel mismo momento, porque no me dijo nada más. Crucé el pasillo y entré en mi habitación, y al cabo de un rato me dormí.
A la mañana siguiente fui al colegio, como de costumbre, pero antes de marcharme mi madre me dijo que iba a salir a buscar otro trabajo, algo mejor que las clases de natación.
—No quiero ser pobre —dijo. Estaba en combinación ante el lavabo del cuarto de baño, y se ponía unas horquillas negras en el pelo—. Quizá tengamos que mudarnos a un sitio más pequeño —dijo—. He estado pensando en ello. ¿Te importaría?
—Creo que papá va a volver —dije.
—¿Sí? —dijo ella—. ¿Estás convencido de lo que dices?
Me miró. Yo estaba en el pasillo, con el abrigo y los libros bajo el brazo. En la casa hacía calor. La estufa del cuarto de baño estaba al máximo: veía en su interior las pequeñas llamas azules.
—Sí —dije—. Lo estoy.
Me resultaba asombroso que pudiera estar pensando ya en aquellos cambios.
—Bien. Lo tendré en cuenta —dijo—. Gracias. —Me dirigió una mirada, con unas horquillas en la boca y las manos en la cabeza, y asintió con un gesto—. Eres un chico muy confiado. No serías un óptimo abogado. Aunque no quieres ser abogado, ¿me equivoco?
—No —dije.
—¿Y qué quieres ser?
Éste era un tema del que llevábamos sin hablar bastante tiempo, y sobre el que aún no me había decidido.
—Me gustaría trabajar en alguna compañía ferroviaria.
—Eso no está nada bien —dijo mi madre—. Tienes que pensar en una profesión mejor. Cuando vuelvas del colegio, me respondes de nuevo. —Se miró en el espejo—. Nosotros fuimos a la universidad —dijo—. Tu padre y yo. Pero no parece importarte. —Se examinó la cara, arrugó la nariz—. El movimiento se demuestra andando, creo —dijo—. Estás perdiendo el tiempo ahí quieto mirándome, cariño. Vete al colegio.
Obedecí y me fui. Cuando volví a casa, a las tres —ese día no trabajaba en el estudio del fotógrafo—, vi un coche aparcado en la acera de enfrente, un Oldsmobile que no conocía, de cuatro puertas y color rosa, y a través de la ventana, en la sala de estar, vi a un hombre a quien tampoco conocía.
El hombre, al verme aparecer en la puerta, se levantó. Mi madre y él ocupaban dos sillones no muy cercanos uno de otro. Mi madre llevaba el pelo recogido con las horquillas negras que le había visto aquella mañana, y el hombre vestía traje y corbata. La casa seguía estando cálida, y ambos bebían cerveza. Mi madre se había quitado los zapatos; sólo las medias cubrían sus pies desnudos.
—Vaya, ¡hola, Joe! —dijo. Parecía sorprendida. Me sonreía con la cabeza alzada y no miraba al hombre que estaba con ella en la sala—. Apuesto a que hoy no trabajas, ¿verdad? —Alargó la mano hacia el hombre para señalarlo—. El señor Miller. Warren, te presento a mi hijo, Joe Brinson.
—A Joe ya lo conocía —dijo el hombre. Avanzó hacia mí con la mano tendida, y vi que cojeaba de una pierna. No mucho, sólo lo bastante como para que el cuerpo se le escorara un poco como cuando se tiene una pierna más corta que la otra. Cojeaba de la pierna izquierda, y no parecía dolerle porque al darme la mano sonreía. Era un hombre alto y corpulento, con gafas, mayor que mi padre, de unos cincuenta años. Tenía el pelo fino y peinado hacia atrás. Me dio la sensación de que lo había visto antes, pero no lograba acordarme. Su nombre — Warren Miller— no me sonaba en absoluto.
Me tendió su mano grande y, después del apretón, retuvo unos instantes la mía deliberadamente, para que yo supiera que quería hacerlo. Su piel tenía un tacto cálido, y en un dedo llevaba un gran anillo, un anillo de oro con una piedra roja. Calzaba botas de vaquero, negras y brillantes.
—Encantado de conocerte, hijo —dijo. Me llegó su olor, un olor como a tabaco y a loción capilar en la ropa.
—Encantado de conocerle —dije.
—¿De qué conoces a Joe? —dijo mi madre, sin dejar de sonreír. Me miró y me dirigió un guiño.
—Conozco a su padre —dijo Warren Miller. Retrocedió un paso y se llevó las manos a las caderas; su chaqueta, al abrirse, dejó entrever su pecho fuerte. Tenía la tez muy clara, y medía casi un metro ochenta y cinco. Parecía estudiarme—. Su padre es un golfista de primera. He jugado con él en el Wheatland Club un par de veces, y nos desplumó a todos. Joe estaba allí, esperándolo.
—¿Te acuerdas de eso, Joe? —preguntó mi madre.
—Sí —dije. Pero no lo recordaba. Y Warren Miller me estaba mirando como si supiera que no lo recordaba.
—Ahora tu padre se ha ido a combatir ese gran incendio, ¿no es eso? —dijo Warren Miller. Sonreía como si en ello hubiera algo que le agradara. Seguía con sus grandes manos apoyadas en las caderas.
—Sí —dije—. Así es.
—Eso es lo que nos ha dicho a nosotros —dijo mi madre.
—Bien. Estupendo —dijo Warren Miller—, está muy bien. ¿A ti te gustaría ir también a combatirlo? Seguro que sí.
—Sí, señor —dije.
—Le creo, Warren. Así de loco parece estar —dijo mi madre. Seguía sentada, y nos miraba—. Él y su padre piensan igual sobre casi todo últimamente.
—No vemos suficientes riesgos de muerte a nuestro alrededor, supongo —dijo Warren Miller—. También a mí me ha pasado. Los hombres entienden eso.
—Los hombres no entienden gran cosa —dijo mi madre—. Entender no es su fuerte. Y tampoco se despiertan llorando. De eso se encargan las mujeres.
—Es la primera vez que oigo eso —dijo Warren Miller—. ¿Y tú, Joe? Yo me he despertado llorando cientos de veces. En Songjin, por ejemplo. —Volvió la cabeza para mirar a mi madre. Creo que quería decir algo más sobre aquel asunto, pero lo único que añadió fue—: Corea.
—Warren ha venido porque le voy a prestar un libro —dijo mi madre, y se levantó—. Voy a buscarlo.
Entró en su dormitorio. Guardaba los libros en el armario ropero, apilados detrás de los zapatos.
—Eso es —dijo Warren Miller, y supongo que se refería al libro. Me miró de nuevo—. Hay veces en que tienes que hacer algo que no está bien sólo para saber que estás vivo —dijo. En voz muy baja, como para que no lo oyera mi madre.
—Entiendo —dije, porque era verdad que lo entendía. Pensé que era de eso precisamente de lo que hablaba mi padre la noche anterior, mientras esperaba en la oscuridad para subir al autobús.
—Es algo que no sabe todo el mundo —dijo Warren Miller—. Puedo asegurártelo. —Se metió la mano en el bolsillo del pantalón y sacó algo que mantuvo oculto en su puño grande—. Deja que te haga un regalo, Joe —dijo. Abrió la mano, y vi una pequeña navaja, una navaja delgada de cachas de plata. En una de ellas, en minúsculas letras de molde, se leía la inscripción BIR-MANIA-1943—. Hay problemas en los que no merece la pena meterse, Joe —dijo—. Esto te recordará cuáles escoger.
—Gracias —dije. Cogí la navaja, que era cálida y dura al tacto y más pesada de lo que yo había imaginado. Durante un instante pensé que no debía aceptarla. Pero la quería, y me gustó Warren Miller por su gesto generoso. Sabía que él no se lo diría a mi madre, y tampoco yo lo haría.
—La gente, al final, acaba haciendo de todo —dijo mi madre desde el dormitorio. Oí cómo cerraba la puerta del armario, y sus pasos sobre el piso. Luego apareció en el umbral de la sala—. ¿Habéis oído lo que he dicho? —Tenía un pequeño libro en la mano, y sonreía—. ¿Estáis conspirando contra mí?
—Estamos charlando —dijo Warren Miller.
Deslicé la navaja de plata en mi bolsillo.
—Eso espero —dijo mi madre—. Aquí tienes. —Le tendió el libro—. De mi biblioteca privada. Ex libris Jeanette —dijo.
—¿Qué es? —dijo Warren Miller. Cogió el libro y miró la tapa azul oscura.
—Lo que me pediste —dijo mi madre—. Los poemas escogidos de William Wordsworth. «En conseguir y consumir, dilapidamos nuestras fuerzas». Me acuerdo de eso.
—Yo también lo recuerdo —dijo Warren Miller. Tenía el libro entre ambas manos, y miraba la cubierta.
—He estado enseñando a nadar al señor Miller —dijo mi madre—. Ahora quiere aprender a leer poesía. —Le sonrió, y volvió a sentarse en su butaca—. Y va a darme un empleo en su silo de grano —dijo.
—Así es —dijo Warren Miller—. Es cierto.
—El señor Miller es propietario de un silo con elevador —dijo mi madre—. Bueno, en realidad tiene tres. Seguro que los has visto, cariño. —Volvió la cabeza hacia la parte de atrás de la casa y señaló con el dedo—. Aquellos del otro lado del río. Los grandes y blancos. Nuestro horizonte particular en este barrio. Seguramente estarán llenos de avena, que es lo que come Warren para mantenerse en forma.
—¿Qué grano almacenan? —pregunté.
—Trigo —dijo Warren Miller—. Aunque éste no es un buen año para el trigo. Demasiado caluroso.
—Demasiado seco —dijo mi madre—. Por si no nos habíamos dado cuenta. De ahí todos esos incendios.
—Exacto —dijo Warren Miller. Y ahora parecía incómodo. Tenía el liviano libro en una mano, y avanzó unos pasos hacia la puerta principal. Me producía una sensación extraña el que estuviera allí, en nuestra casa, y que tuviera cincuenta años y que conociera a mi madre. Traté de imaginarlo en traje de baño—. Tengo que hacer algo privado que no puede esperar —dijo. Puso una mano, la del gran anillo de oro con la piedra roja, encima de mi hombro. Sentí sus dedos sobre mi omóplato—. Me alegra haberte conocido, Joe —dijo.
—También a mí me alegra que le hayas conocido —dijo mi madre. No se levantó. La noté extraña, como si algo la hubiera afectado y quisiera ocultarlo.
—Ven a verme mañana, Jeanette. ¿De acuerdo? —dijo Warren Miller. Y fue hacia la puerta cojeando.
—De acuerdo —dijo mi madre—. Lo haré. Joe, ábrele la puerta al señor Miller.
Así lo hice, con los libros del colegio en la mano y la navaja de plata que me había regalado en el bolsillo.
—Espero volver a verte —me dijo Warren Miller.
—Seguro que sí —dijo mi madre.
Vimos cómo bajaba cojeando los escalones de la entrada, salía por la puerta de madera del jardín, y se dirigía al Oldsmobile aparcado junto al bordillo lleno de hojas muertas de la acera opuesta.
—Es un buen hombre —dijo mi madre cuando cerré la puerta. Seguía en su butaca, mirándome—. ¿No te parece?
—Sí —dije.
—Nada bastante bien. Te sorprenderías… un hombre tan grande. Ha luchado en dos guerras y sin saber nadar. ¿No es extraño? A nadie le piden que sepa nadar. —Miró hacia el techo, como si pensara en ello—. Anoche dije que podía explicarlo todo, ¿te acuerdas? Pues no es cierto. No puedo.
Miré por la ventana hacia el Oldsmobile, que seguía aparcado al otro lado de la calle. Warren Miller, sentado al volante, miraba hacia nuestra casa. Alcé la mano y le envié un gesto de saludo. Pero no me vio. Siguió mirando la casa desde el coche un rato más, y al cabo arrancó y se perdió de vista.
A eso de las cinco mi madre vino a mi cuarto, donde yo trataba de resolver un problema de geometría para la clase del día siguiente. Tras la marcha de Warren Miller, se había acostado un rato; luego había tomado un baño y había hablado por teléfono. Cuando entró en mi habitación, iba vestida de un modo nuevo para mí. Llevaba tejanos azules, una camisa vaquera blanca y botas azules de vaquero que yo sabía que tenía pero jamás le había visto usar. Y un pañuelo rojo al cuello, anudado en un lazo.
—¿Te gusta cómo me he vestido? —dijo, y se miró la punta de las botas.
—Estás muy bien —dije.
—Muchísimas gracias. —Desde donde estaba, se miró en el espejo que había encima de mi cómoda—. Siempre vestía así en el este de Washington —dijo—. Hace un siglo. —Asió el pomo de la puerta y lo hizo girar despacio—. Solía ponerme pegada al callejón de los toros en los rodeos, con la esperanza de que algún vaquero me piropeara. Mi padre se ponía histérico. Quería que fuera a la universidad, y acabé haciéndole caso. Y es lo que quiero que hagas tú, dicho sea de paso.
—Quiero ir a la universidad —dije yo. Había estado pensando en ello, pero aún no había decidido qué estudiar. Esperaba que mi madre dejara pasar un tiempo sin volver a preguntármelo.
—La Southern California es estupenda —dijo ella. Miraba por mi ventana, agachándose un poco como si quisiera ver más lejos en dirección oeste—. A ésa quiero que vayas. O a Harvard. Son dos excelentes universidades.
—Iré —dije. Ignoraba dónde estaban o por qué eran excelentes. Sólo las conocía de nombre.
—Nunca te he llevado a ningún rodeo —dijo—. Y lo siento. —Estaba apoyada contra la puerta del cuarto, y yo echado en la cama con mis libros y cuadernos. Me miraba, pero creo que no pensaba en mí. Quizá pensaba en mi padre—. Los chicos del Oeste suelen ir a rodeos. Yo participaba en los torneos de amazonas de Briscoe. Lo digo en serio. Contra otras chicas. Y me vestía así. Lo hacía, única y exclusivamente, para que se fijasen en mí. Nos llamaban «bellezas del rodeo». ¿No te parece estupendo? ¿No es emocionante saber eso de tu madre? ¿Que fue una «belleza del rodeo»?
—Papá ya me lo había contado —dije—. Y le gusta.
—¿Sí? ¿Le gusta? Estupendo. Quizá es bonito saber que tus padres no fueron un día tus padres. A mí, en este momento, me resulta un pensamiento muy misericordioso.
—También lo sabía —dije.
—Bien. Bravo —dijo mi madre. Pasó junto a mi cama y se quedó de pie ante la ventana, mirando más allá del soleado jardín, hacia el río y la refinería de petróleo, y aún más allá, hacia el cielo neblinoso tras el cual ardía el incendio que mi padre combatía—. ¿Quieres que cojamos el coche? —dijo, apretando con los dedos el cristal como si quisiera desplazarlo—. Me gustaría ver ese fuego. Creo que se puede llegar hasta donde empieza. Lo he leído en el periódico. Tómalo como el primer paso de tu educación superior.
—Me gustaría mucho verlo —dije, y cerré el libro de geometría.
—Tal vez veamos algo asombroso, algo que puedas recordar toda tu vida —dijo mi madre, con los dedos aún contra el cristal de la ventana—. Y eso no sucede todos los días. Al menos no a mi edad. Puede que a la tuya sí suceda.
—¿Cuántos años tienes? —le pregunté, porque caí en la cuenta de que no sabía su edad. Ni la de mi padre.
—Treinta y siete —dijo mi madre, y me dirigió una mirada penetrante—. ¿Te parece una edad poco conveniente? ¿Te gustaría más si hubiese dicho cincuenta? ¿Te sentirías mejor si tuviera cincuenta?
—No —dije—. Me parece muy bien que tengas treinta y siete.
—¿No te sientes suficientemente protegido?
—No he pensado en ello, creo —dije.
—No tendré esta edad siempre —dijo ella—. Así que, si nunca has pensado en ello, no empieces ahora a hacerlo. Lo único que conseguirías sería confundirte.
Sonrió y sacudió la cabeza. Pensé que iba a echarse a reír, pero no lo hizo. Salió del cuarto y se fue a su dormitorio a prepararse para la excursión.
Subimos a nuestro Plymouth familiar y salimos de Great Falls rumbo al oeste. Seguimos el río Sun y la carretera 200, y cruzamos Vaughn y Simms y Fort Shaw y Sun River, poblaciones situadas en la linde de las tierras trigueras, tras las cuales se alzaban las grandes montañas. La luz de la tarde era de una clara luminosidad otoñal, y cuanto veíamos —los rastrojos, los manchones de grama, los bosquecillos de álamos de Virginia al pie del desnivel de Fairfield— era seco y dorado, del color del sol. En los remolinos del río había patos, y de cuando en cuando veíamos a un granjero segando sus campos para hacer acopio de forraje. Se me antojaba extraño que con aquel tiempo se extendieran los incendios. Pero ante nosotros, a lo lejos, más allá de Augusta, donde comenzaban las montañas, se alzaba el humo como una cortina que avanzaba hacia el norte, en dirección al Canadá, espesa y blanca en la base y más fina y voluble en la cima, de forma que, a medida que nos acercábamos y el humo iba ocultando los picos, más nos parecía que no había montañas y que allí donde comenzaba el denso humo cesaban las llanuras y el mundo mismo.
—¿Sabes cómo llaman a los árboles en los incendios forestales? —me preguntó mi madre cuando cruzábamos Augusta, población de apenas unos cuantos edificios (un hotel, varios bares con letreros rojos, una gasolinera) y un puñado de personas en la acera.
—¿Cómo? —dije.
—Combustible. Los árboles son combustible. ¿Habías oído eso alguna vez?
—No —dije.
—¿Y sabes cómo llaman a los árboles que siguen en pie después del incendio?
—No —dije.
—Muertos vivientes —dijo—. ¿No te parece interesante esa terminología? Mi padre solía contarme estas cosas. Pensaba que eran instructivas.
—¿Y qué pasa con los animales? —pregunté.
—¡Oh!, se adaptan. Aunque los más pequeños lo pasan bastante mal. Sufren una gran confusión. Todo es tan rápido que casi no pueden darse cuenta. Yo lloraba cuando pensaba en ellos, pero mi padre decía que no servía de nada. Y tenía razón.
Atravesamos Augusta, salimos a una carretera de tierra que seguía el lecho de un arroyo y ascendimos adentrándonos en el humo blanco. Se acercaba la caída de la tarde, y el sol no era sino una luminosidad blanquecina tras la densa cortina de humo. El cielo del atardecer, en el norte y el sur, era rojo y purpúreo.
El fuego estaba próximo, frente a nosotros, pero aún no podíamos ver las llamas. A medida que avanzábamos, veíamos coches aparcados en el borde de la carretera, y gente de pie en la hierba o sentada en los capós, mirando con prismáticos o sacando fotografías. Había matrículas de otros estados, y gente con linternas. Algunos coches que emprendían el viaje de vuelta tenían los faros encendidos.
—El olor es repulsivo —dijo mi madre, y se aclaró la garganta. Me pregunté si ella sabía adonde nos dirigíamos. Nos adentrábamos en el humo más y más—. A la gente la atrae todo esto. No quiere que se acabe.
—¿Por qué? —pregunté, mirando hacia la ladera. El cauce del arroyo se iba estrechando, y empecé a ver pequeños y amarillos fuegos aislados y líneas de fuego más largas en la oscuridad, y figuras humanas apenas perceptibles que se movían entre los árboles.
—Bueno, supongo… —Ahora mi madre parecía irritada—. Supongo que piensan que está sucediendo algo peor en otro lugar, y así se sienten mejor con una tragedia conocida. No es un pensamiento generoso.
—Puede que te equivoques —dije. Y lo pensé porque no veía qué relación podía tener todo aquello con mi padre.
—Quizá —dijo ella—. Quizá tú eres inteligente y yo estúpida.
—¿Te gusta Miller? —pregunté. Era algo que quería saber desde la tarde; entonces no encontré razones para preguntarlo, pero ahora la pregunta (no sabría explicar por qué) parecía pertinente.
—¿Te refieres al señor Miller? ¿A Warren?
—Sí —dije—. ¿Te gusta?
—No demasiado —dijo mi madre—. Pero es un hombre al que le suceden cosas. Transmite esa sensación, ¿no te parece?
—No sé —dije. Tenía en el bolsillo la navaja que me había regalado para ganarse mi simpatía. Pero, en lo que a mí concernía, eso era todo lo que me pasaba en relación con Warren Miller.
—Va a darme un empleo de contable en su silo —dijo mi madre—. ¿No te parece estupendo? Y nos ha invitado a cenar en su casa mañana. Hemos tenido suerte, porque nuestra cena de mañana eran unas latas. ¿Por qué lo preguntabas?
—Sentía interés —dije.
Lo que en verdad quería saber era qué pensaba de la marcha de mi padre, y confiaba en que, hablando de Miller, acabaríamos llegando al tema familiar. Pero no fue así, y no supe qué hacer para lograr que habláramos de ello.
—Se trata siempre de uno mismo —dijo mi madre—. De nada más.
—¿Qué quieres decir?
—Nada, cariño —dijo—. Estaba pensando en voz alta. Es una mala costumbre. Tienes una inteligencia inquisitiva. Las cosas siempre te causarán sorpresa. Tendrás una vida maravillosa.
Me sonreía.
—¿A ti no te sorprenden?
—No mucho —dijo—. De vez en cuando me topo con algo inesperado. Pero eso es todo. Mira allá arriba, Joe.
Frente a nosotros, al final del cañón, el camino de tierra que seguía el arroyo iba a dar a una pradera de hierba, y más allá se alzaba bruscamente una colina escasamente arbolada y llena de pequeños fuegos.
—Ahora vas a presenciar la función completa —dijo mi madre, y detuvo el coche allí mismo, aún en el estrecho cañón desde donde veíamos retazos de fuego a apenas diez metros del camino. Apagó el motor—. Abre tu puerta —dijo—. Sal a ver qué te parece.
Abrí la portezuela y salí al camino, tal como me había dicho que hiciera. Y había fuego por todas partes: a ambos lados —en las laderas del cañón—, ante mí, a mi espalda. Los pequeños y amarillos fuegos y las líneas de fuego alzaban sus vacilantes llamas en la maleza, tan cerca que casi podía tocarlas con sólo alargar la mano. Nos llegaba un sonido como de fuerte viento, y el continuo crujir de ramas en llamas. Sentía el calor en toda la parte delantera de mi cuerpo, en las piernas y los dedos. Me llegaba el olor fuerte —como a pino— de los árboles y la tierra en llamas. Sólo pensé en alejarme de todo aquello antes de que el pánico me dominara.
Volví a subir al coche y cerré la puerta. Y de inmediato todo fue más fresco y apacible.
—¿Qué te ha parecido? —dijo mi madre, y me miró.
—Tremendo —dije. Seguía sintiendo el calor en piernas y manos.
—¿Te ha parecido fascinante? —preguntó mi madre.
—No —respondí yo—. Me ha dado miedo.
Era exactamente lo que había sentido al verme rodeado por el fuego.
—No son más que multitud de pequeños focos que de vez en cuando se juntan. No tengas miedo —dijo mi madre—. Necesitabas ver lo que tu padre encuentra tan apasionante. ¿Puedes entenderlo?
—No —dije. Y pensé que quizá mi padre se había impresionado ante tanta virulencia y ya deseaba volver a casa.
—Yo tampoco lo entiendo —dijo mi madre—. No es nada misterioso.
—Puede que haya quedado impresionado —dije.
—Seguro que sí —dijo mi madre—. Lamento que ni tú ni yo podamos comprenderle.
Puso en marcha el motor y seguimos avanzando.
En la pradera había un campamento de tiendas de campaña en el que se veían camiones y luces que pendían de unos cables tendidos entre postes de madera. Seguíamos viendo fuegos junto al camino. Pequeños focos. Había hombres pululando por el interior del campamento; la mayoría de ellos —pensé— habían sido llevados allí para combatir el fuego. Otros estaban echados en catres dentro de tiendas con la lona de la entrada abierta. Otros, de pie, charlaban. Otros ocupaban los asientos de los camiones. A cierta distancia, en la pradera, había una pequeña avioneta oscura con una estrella blanca en la cola. Más allá, al otro lado del camino donde nos encontrábamos, vimos una pequeña estación de servicio en la que había más camiones, y la luz blanca del rótulo de una cantina en medio de la primera oscuridad del crepúsculo. Pasamos junto a un indicador que hacía saber que aquello era Truly, Montana, aunque era difícil imaginar qué hacía de ello una población. Lo único que parecía conferirle carácter autónomo era que a su alrededor todo estaba ardiendo.
—Vaya sitio —dijo mi madre, mirando por el parabrisas al adentrarnos en el pequeño pueblo de Truly. Señaló hacia el campamento de tiendas—. Ahí está el campamento base —dijo—. De donde salen y adonde vuelven. Siempre envuelto en humo. No hay manera de zafarse.
—¿Crees que si vamos encontraríamos a papá?
—No —dijo mi madre en tono cortante—. Acaba de salir. Lo tendrán allí arriba hasta que caiga rendido. Luego bajará, si sigue vivo. No voy a ir a buscarle. ¿Tienes hambre?
—Sí —dije.
Pero estaba mirando la ladera de la colina y sólo la escuchaba a medias. Vi cómo el fuego prendía en una alta picea envuelta en la oscuridad. Una gran chispa errante había dado contra su copa, y ésta había estallado en una brillante y enhiesta llamarada amarilla que se alzó en la noche despidiendo esquirlas de fuego hacia otros árboles, en medio de un vasto remolino de humo blanco, llameó y se extinguió de pronto, en cuanto el viento de la ladera —que no azotaba el lugar donde nos encontrábamos— cambió y cesó. Todo sucedió en un instante, y supe que entrañaba peligro aunque a un tiempo fuera hermoso. Y entonces, allí sentado en el coche al lado de mi madre, creí entender el significado de «peligro»: algo que no parecía capaz de hacerte daño, pero que al instante siguiente, taimadamente, conseguía herirte. Aunque no entendía por qué mi padre se arriesgaba de tal modo, a menos que la vida no le importara demasiado, o a menos que en el hecho de perderla hubiera algo capaz de contentar a quien la pierde, cosa que no había oído decir nunca.
En la cantina ocupamos una mesa junto a la ventana, desde donde veíamos el campamento y el fuego al otro lado del camino. El cielo inflamado y rojo sobre las crestas montañosas indicaba que, más allá de donde alcanzábamos a ver, había otros incendios y otros hombres combatiéndolos.
Mi madre pidió dos raciones de pollo frito, y mientras esperábamos llegó un camión que se detuvo frente a la cantina; se apeó de él un grupo de unos quince hombres con las caras tiznadas de hollín, ropas de gruesa lona y botas, y ademán entumecido y cansado. Eran hombres corpulentos y de andar pesado, y entraron todos juntos en la cantina y se sentaron en cuatro mesas sin hablar. Las dos camareras se acercaron a las mesas y les preguntaron si querían el plato acostumbrado —bistec con patatas—, y ellos respondieron que sí y se quedaron bebiendo sus vasos de agua y hablando con voz queda mientras esperaban. Eran hombres jóvenes; mayores que yo, claro está, pero todavía jóvenes. Y desprendían un olor que se propagó por el recinto. Un olor de cenizas frías, que partía de sus ropas y permanecía en el aire, como si aquellos hombres acabaran de salir del fuego mismo y se hubieran quemado y lo que ahora veíamos no fueran sino sus cuerpos calcinados.
Mi madre les dirigió una mirada rápida cuando se sentaron, y volvió a mirar por la ventana hacia el campamento iluminado, más allá de nuestro coche, y luego hacia las crestas y las laderas sembradas de pequeños fuegos semejantes a fogatas. Pidió una lata de cerveza y se puso a beber de ella mientras seguía mirando.
—Creo que todo se debe a que perdió el trabajo —dijo. Y al decirlo miró de nuevo a los hombres que ocupaban las mesas del fondo de la sala—. Le hizo perder la cabeza. Me da pena. De verdad.
Volvió a mirar hacia la noche a través de la ventana.
—Seguro que está bien —dije, y sé que lo dije porque pensaba que aquellos hombres lo estaban. Ahora, en aquella cantina, cenaban, lo mismo que mi padre estaría haciendo en alguna otra parte. Mi padre estaba solo, sin nosotros, y eso era todo; y el hecho de buscar la soledad no implicaba necesariamente haber perdido el juicio, o al menos eso pensaba yo en aquel tiempo.
—¿Es eso lo que crees? —dijo mi madre, con la lata de cerveza en ambas manos y los codos apoyados en la mesa.
—Sí —dije—. Eso creo.
—Bien, pues lo que yo creo es que allí arriba tiene una mujer. Una india, probablemente. Una squaw. Una mujer casada. —Mi madre dijo esto como si me acusara a mí y fuera yo quien tuviera que defenderme de ello. Algo debía de ver en mí que le recordaba a mi padre—. He leído que también hay mujeres allá arriba —dijo.
—Vi a algunas en el autobús —dije. Uno de los hombres de las mesas miró a mi madre. Al lanzar su acusación, mi madre había alzado un poco la voz.
—Bien, ¿por qué piensas tú que los hombres hacen las cosas? —dijo mi madre—. O se vuelven locos o hay una mujer. O las dos cosas. Tú no sabes nada. ¿Qué vas a saber? Aún no has salido del cascarón. —Miró al hombre que la estaba mirando, y se tocó el pañuelo rojo del cuello. Pero cuando volvió a mirarme a mí, sonreía—. Así es la naturaleza —dijo—. Puede ser parte de tu educación aprender cómo es la naturaleza.
—Muy bien —dije.
Dos hombres más nos miraban ahora, y uno de ellos sonrió y se aclaró la garganta. Deseé saber cómo era la naturaleza, porque lo que estaba sucediendo en nuestra familia no me parecía natural o normal en absoluto.
—Dime qué opinas de tu nombre de pila —me preguntó mi madre después de unos segundos, ya en un tono más suave—. ¿Te sientes bien con él? ¿Llamándote Joe? Es un nombre muy común. No quisimos cargarte con un nombre rimbombante o con un segundo nombre. Nos gustaba Joe.
—A mí también me gusta —dije—. Es fácil de recordar.
—Cierto —dijo ella. Miró de nuevo hacia la noche. En el cielo de octubre había estrellas; se habían hecho visibles a través del humo blanco—. Jeanette —dijo—. Nunca me ha gustado el mío. Suena a camarera.
—¿Cómo te habría gustado llamarte? —pregunté.
—Bueno —dijo mi madre, y bebió el último sorbo de cerveza. Iban a traernos la comida. La veía en la ventanilla que daba a la cocina: dos platos humeantes, tras lo que entreví la parte superior de una cabeza femenina—. Lottie —dijo mi madre, y sonrió. Se echó el pelo hacia atrás con una mano—. Había una cantante que se llamaba Lottie. Lottie no sé qué. Era negra, creo. Qué más da. ¿Qué tal suena? ¿Lottie?
—No me gusta —dije—. Me gusta Jeanette.
—Eres un cielo —dijo mi madre, y me sonrió—. Necesariamente, te gusto como soy. No llamándome Lottie, ya veo.
Llegaron nuestros platos y comimos y charlamos de los incendios, de que eran como ciudades o fábricas y seguían y seguían por sí mismos. De que había algo bueno en ellos, de que los lugares abrasados volvían a repoblarse, y de que a los humanos —explicó mi madre— a veces les venía bien verse ante algo tan incontrolable y excesivo, porque les hacía sentirse empequeñecidos y tomar conciencia de su posición en el mundo. Entendía a mi padre —explicó— en algunas cosas. No era un hombre dado a perder la cabeza. Se trataba sólo de un momento difícil en su vida, aunque también era un momento difícil en la de ella. La naturaleza era así —afirmó— también en esto. Las personas se veían impulsadas a hacer cosas que no les convenían. Me pareció feliz de estar allí conmigo y de contemplar el fuego, feliz de que hubiéramos dicho las cosas que dijimos. Luego emprendimos el regreso hacia Great Falls.
En el camino de vuelta, el aire se iba haciendo más frío a medida que avanzábamos hacia el este y nos alejábamos del fuego, y el cielo estaba claro y estrellado salvo donde el resplandor de la ciudad se alzaba en el horizonte. Mi madre paró en Augusta y compró dos cervezas para el viaje; luego las fue bebiendo mientras conducía y apenas me habló. Yo entonces me puse a pensar, sobre todo en mi padre. Y en qué aspecto tendría cuando volviera a casa. Sólo llevaba fuera desde la noche pasada, pero la vida que acababa de dejar ya no me parecía la misma, y cuando imaginé su vuelta lo vi bajándose de la trasera de un camión, como los hombres de la cantina, pero no tiznado ni entumecido ni cansado, sino limpio y más joven que cuando se había ido, y de hecho no parecía él mismo sino otra persona diferente. Y caí en la cuenta de que no podía recordar exactamente su cara o sus facciones. Oía el sonido de su voz, y eso era todo. Y la única cara que veía era la de un hombre joven y extraño a quien no parecía conocer.
Cuando nos acercábamos a Great Falls y pude divisar la ciudad en medio de la noche y los silos blancos de Warren Miller iluminados junto al río, mi madre dijo:
—Vayamos por otro sitio.
Y, en lugar de enfilar directamente hacia Central Avenue, se desvió hacia la zona norte y entramos en la ciudad por Black Eagle, que es la ruta obligada cuando se llega de Fort Benton y la autopista y no cuando se viene del oeste.
No me pregunté la razón de tal rodeo, y tampoco me molesté en preguntársela a ella. Mi madre era una persona a quien no le gustaba hacer las cosas del mismo modo siempre, y solía salirse de su ruta simplemente para hacer el viaje menos aburrido, o por algún otro motivo, seguramente distinto del que la impulsó en la última ocasión.
—A la vida hay que darle cierta intriga —decía cuando dejaba una carretera conocida para tomar otra desconocida, o cuando compraba en una tienda algo que jamás había comprado antes y que no le hacía ninguna falta—. La vida no es más que un asunto insignificante —decía—. Hay que esforzarse por hacerla interesante.
Bajamos por la larga colina que va a dar al Missouri —más allá de él se halla la parte vieja de Great Falls, donde vivíamos, una zona con parques y alamedas que trazaron sus primeros habitantes—, pero dos manzanas antes de llegar al río mi madre torció a la izquierda y bajamos por una calle de casas de madera que formaban hileras sobre la ladera de la colina, mirando al río y a las luces de la ciudad. Recordaba haber estado en aquella calle; un poco más abajo había un restaurante italiano especializado en carnes al que mi padre me había llevado una noche a cenar en compañía de varios socios del Wheatland Club. «Un local de hombres», lo había llamado mi padre. Y, en efecto, en aquella ocasión sólo vi hombres. Siempre había pensado, por otra parte, que era un barrio donde sólo vivían italianos.
Mi madre no llegó al restaurante, pero alcancé a verlo en la oscuridad, iluminado de azul y con coches aparcados a la entrada. Cuando habíamos recorrido dos manzanas, mi madre aminoró la marcha, bajó la ventanilla y paró frente a una casa construida a cierta altura sobre el nivel de la calle, con una empinada rampa de acceso de hormigón flanqueada por unas escaleras que ascendían hasta los escalones de madera de la entrada. Era una casa gemela de la que tenía al lado, blanca y de fachada alta, con un gran ventanal y la puerta principal a un costado. Había luz en el porche. Las cortinas estaban descorridas, y vi una lámpara amarilla antigua encima de una mesa. Daba la sensación de ser la casa de una persona anciana.
Mi madre, sentada ante el volante, se quedó mirando la casa unos instantes, y luego subió la ventanilla.
—¿De quién es? —pregunté.
—De Warren —dijo mi madre, y suspiró—. Es la casa del señor Miller.
Puso las manos sobre el volante, pero se quedó mirando en dirección al restaurante.
—¿Vamos a entrar?
—No, no vamos a entrar —dijo ella—. No vamos a casa de nadie. Tenía que preguntarle algo al señor Miller, pero puede esperar.
—Puede que ellos estén en casa —dije.
—No hay ellos —dijo mi madre—. Sólo el señor Miller. Vive solo. Estaba casado, pero su mujer le dejó, creo. Su madre vivía con él, pero murió.
—¿Cuándo has estado en esa casa?
—Nunca —dijo mi madre, y parecía cansada. Había conducido un largo trecho aquella tarde, y las cosas no habían sido fáciles para ella desde la noche pasada—. Busqué su dirección en la guía telefónica, eso es todo —dijo—. Debería haber llamado. Pero ya no importa. No vive como un hombre rico, ¿verdad? Una casa sencilla en una calle normal…
—No —dije—. Tienes razón.
—Pero lo es —dijo ella—. Tiene bienes. Esos silos. Una agencia Oldsmobile. Granjas. Y no sé cuantas cosas más. —Metió la marcha, pero siguió inmóvil en la oscuridad como tratando de recordar o comprender algo—. Siento como si me hiciera falta despertar —dijo, y me sonrió—. Pero no sé de qué. O a qué. Lo cual supone una gran diferencia.
Inspiró profundamente, y espiró, y luego dejó que el coche se deslizara calle abajo y nos sumergimos en la noche rumbo a casa. Y yo, al torcer de nuevo para tomar la calle que cruzaba el río, me pregunté qué sería lo que necesitaba preguntarle a Warren Miller a las nueve de la noche, algo que no podía esperar pero que, al cabo, admitió un aplazamiento. Y me pregunté por qué, al ver que había alguien en la casa (a mí, al menos, eso me había parecido), no había subido hasta la puerta a preguntarlo —probablemente algo relacionado con el trabajo que debía comenzar al día siguiente—, para luego volver a casa como ahora estábamos haciendo, como hace la gente normalmente las cosas, que era la forma de hacerlas que a mí me resultaba inteligible.