En el otoño de 1960, cuando yo tenía dieciséis años y mi padre llevaba sin trabajo algún tiempo, mi madre conoció a un hombre llamado Warren Miller y se enamoró de él. Esto sucedió en Great Falls, Montana, en la época del boom del petróleo en Gypsy Basin, adonde mi padre nos había llevado en la primavera de aquel año desde Lewiston, Idaho, en la creencia de que la gente —gente modesta como él— estaba haciendo dinero en Montana —o lo haría muy pronto—, y con el deseo de llevarse un trozo del pastel mientras duraran los buenos tiempos, antes de que todo se fuese al traste y se esfumase en el viento.
Mi padre era golfista. Profesor de golf. Había ido a la universidad, pero no a la guerra. Y desde 1944, el año en que yo nací y dos años después de casarse con mi madre, había trabajado dando clases de golf en pequeños clubes residenciales y campos públicos de las ciudades cercanas a donde él había crecido, en la zona de Colfax y las Palouse Hills, al este del estado de Washington. Y por aquel entonces, durante los años en que yo estaba creciendo, vivimos en Coeur d’Alene y McCall, Idaho, y en Endicott y Pasco y Walla Walla, donde él y mi madre habían ido a la universidad y se habían conocido, y luego casado.
Mi padre era un atleta nato. Su padre tenía una tienda de ropa en Colfax y se había ganado bien la vida, y él aprendió a jugar al golf en cursos como aquellos en los que ahora daba clases. Sabía jugar a cualquier deporte: baloncesto y hockey sobre hielo y lanzamiento de herraduras, y había practicado el béisbol en la universidad. Pero le encantaba el golf porque era un juego que a la gente le parecía difícil y a él muy fácil. Era un hombre risueño y bien parecido, moreno, no muy alto, de manos delicadas y con un swing corto y airoso siempre muy grato de contemplar, aunque nunca lo bastante fuerte para permitirle competir en los torneos de golf de primera línea. Pero servía para enseñar a la gente a jugar a este deporte. Sabía razonar sobre él con paciencia, y daba a sus alumnos la sensación de que tenían dotes para practicarlo; ello hacía que sus clases fueran muy solicitadas. A veces mis padres jugaban juntos y yo les acompañaba por el campo llevando el carrito de los palos, y sé que él sabía cuál era la apariencia que ofrecían a quien los mirara: agraciados, jóvenes, felices. Mi padre era un hombre de voz suave y natural, amable y optimista, no un tipo avispado y frívolo como tal vez alguien haya podido imaginar. No es corriente ser golfista, ganarse la vida con el golf del mismo modo que los vendedores o los médicos con sus respectivas profesiones, pero es que en cierto modo mi padre tampoco era un hombre común: era inocente y honesto, y es muy posible que su forma de ser casara perfectamente con la vida que llevaba.
En Great Falls mi padre consiguió un empleo de dos días a la semana en el campo de golf de la base aérea, y los demás días daba clases en el club privado del otro lado del río. El Wheatland Club. Trabajaba también allí —decía— porque en los buenos tiempos a la gente le apetecía aprender a practicar deportes como el golf, y los buenos tiempos raras veces duran mucho. Tenía treinta y nueve años, y creo que lo que esperaba del Wheatland Club era conocer a gente, a alguien que le brindara alguna información de la que pudiera beneficiarse, o le dejara entrar en una buena operación del boom del petróleo, o le ofreciera un empleo más seguro; una oportunidad, en suma, que nos pusiera a los tres en camino hacia una vida mejor.
Alquilamos una casa en el lado norte de la calle Ocho, en uno de los viejos barrios de viviendas de ladrillo y madera, todas de una planta. La nuestra era amarilla, con una cerca baja de estacas en el frente y un jardín con un abedul llorón a un costado. Era una zona no muy distante de las vías del tren, frente a la refinería, situada al otro lado del río, donde una brillante llama ardía a todas horas en lo alto de la chimenea que se alzaba sobre los depósitos metálicos. Por la mañana, cuando me despertaba, oía la sirena del cambio de turno, y avanzada la noche escuchaba el ronco siseo de las máquinas que trataban el crudo procedente de los campos, situados más al norte.
Mi madre no tenía empleo en Great Falls. En Lewiston había trabajado como contable en una empresa de productos lácteos, y en las demás ciudades donde habíamos vivido ejerció de profesora interina de matemáticas y ciencias, que eran las materias que le gustaban. Mi madre era una mujer guapa y menuda que tenía sentido del humor y sabía hacer reír si se lo proponía. Era dos años menor que mi padre, a quien conoció en la universidad en 1941. Como mi padre le gustaba, se fue con él cuando un buen día aceptó un trabajo en Spokane. No sé cuáles pensó que serían las razones de mi padre para dejar su trabajo en Lewiston y trasladarse a Great Falls. Puede que notase algo en él: que era un momento crucial en su vida, un momento en que su porvenir había empezado a parecerle incierto, como si ya no pudiera confiar en que su futuro fuera capaz de desenvolverse por sí mismo como había hecho hasta entonces. O puede que existiesen otras razones, y que lo siguiera porque lo amaba. Pero no creo que ella quisiera mudarse a Montana. Le gustaba el este del estado de Washington, donde el clima era más suave y había pasado la adolescencia. Pensaba que en Great Falls haría mucho frío, que sería difícil hacer amigos y se sentiría muy sola. Sin embargo, en aquel tiempo debía de creer que la vida que llevaba era la normal: mudarse de vez en cuando, trabajar si podía, tener un marido y un hijo; que su vida, en suma, era aceptable.
El verano de aquel año fue una época de incendios forestales. Great Falls está situado donde las llanuras comienzan, pero el sur y el este y el oeste son zonas de montañas. Desde las calles de la ciudad, en días claros, pueden verse las montañas: a cien kilómetros se alza la alta cara este de las Montañas Rocosas, azul y claramente perfilada hasta perderse en dirección a Canadá. A principios de julio empezaron los incendios en los cañones boscosos de más allá de Augusta y Choteau, ciudades que para mí significaban muy poco pero que se encontraban seriamente amenazadas. Los incendios empezaron por misteriosas causas, y siguieron a lo largo de julio y agosto e incluso septiembre, cuando se pensó que un otoño temprano traería lluvias y quizá nieve. Pero no fue eso lo que sucedió.
La primavera había sido seca, y el tiempo no cambió con la llegada del verano. Yo era un chico de ciudad y no sabía nada de cosechas o maderas, pero oímos decir que los granjeros creían que la sequía traería más sequía, y leímos en el periódico que la madera de los árboles sin cortar estaba aún más seca que la madera puesta a secar en un horno, y que si los granjeros eran inteligentes debían cosechar temprano el trigo a fin de evitar pérdidas. Hasta el río Missouri había menguado de caudal, y los peces morían, y entre las orillas y la mísera corriente se abrían anchas explanadas de barro, y ninguna embarcación se aventuraba por sus aguas.
Mi padre daba clases de golf todos los días a grupos de aviadores y a sus novias, y en el Wheatland Club jugaba partidos dobles con rancheros, ejecutivos del petróleo y banqueros y sus respectivas esposas, cuya técnica él se esforzaba en mejorar. Por la tarde, aquel verano, solía sentarse a la mesa de la cocina después del trabajo, y escuchaba algún partido de béisbol del Este por la radio mientras se tomaba una cerveza. Y leía el periódico mientras mi madre preparaba la cena y yo hacía los deberes en la sala. Solía hablar de la gente del club.
—Son buena gente —le decía a mi madre—. No nos haremos ricos trabajando para los ricos, pero si nos mantenemos cerca de ellos a lo mejor tenemos suerte.
Y se reía de lo que decía. Le gustaba Great Falls. Pensaba que era un lugar abierto, virgen, un lugar en que nadie se preocuparía de impedir que los demás medraran, y que el momento era muy bueno para vivir en él. No sé cuáles pudieran ser sus planes personales pero era un hombre a quien, más que a la mayoría de sus congéneres, le gustaba ser feliz. Y supongo que debió de pensar —en aquella época al menos— que había llegado al fin al lugar perfecto para su persona.
Para primeros de agosto los incendios forestales del oeste aún no habían sido sofocados, y en el aire había tal neblina que a veces no se alcanzaba a ver las montañas o la línea donde la tierra toca el cielo. Era una nube neblinosa que no podían percibir quienes se encontraban dentro de ella, que sólo se advertía desde una montaña o un avión cuando se veía Great Falls desde lo alto. Por la noche, si me asomaba a la ventana y miraba hacia el oeste, en dirección al valle del Sun River y las montañas que ardían, percibía el sabor y el olor del humo, y creía ver llamas y colinas ardiendo y hombres en movimiento, aunque sólo divisaba un resplandor ancho y hondo y rojo por encima de la oscuridad que se extendía entre el incendio y nosotros. En un par de ocasiones incluso imaginé que nuestra casa se incendiaba, que una chispa viajaba a través del espacio con el viento y prendía fuego al tejado y consumía nuestro hogar. Pero sabía —dentro incluso de esta fantasía— que el mundo seguiría girando y sobreviviríamos, y que aquel fuego no importaba demasiado. Aunque no entendía, como es lógico, lo que podría significar no sobrevivir.
Los incendios hicieron que las cosas cambiaran, que se propagara por Great Falls un sentimiento —una actitud general— cercano al desaliento. Se leían historias en el periódico, historias descabelladas. Se decía que los indios habían provocado los incendios a fin de que los contrataran para sofocarlos. Se había visto a un hombre en una pista forestal echando astillas encendidas desde la ventanilla de su camioneta. Se culpaba a los cazadores furtivos. Un lejano pico de las Marshall Mountains —se contaba— había sido golpeado por el rayo un centenar de veces en una hora. Mi padre oyó en el campo de golf que había criminales luchando contra el fuego, asesinos y violadores de Deer Lodge que se habían prestado voluntarios y que luego habían escapado y vuelto de nuevo a la vida en libertad.
Nadie, creo, pensaba que Great Falls fuera a incendiarse. Nos separaban del fuego demasiados kilómetros; tendrían que arder antes demasiadas poblaciones… demasiadas desgracias y demasiado seguidas. Pero la gente mojaba el tejado de sus casas, y no se permitía a nadie quemar las malas hierbas. Día tras día despegaban aviones con hombres que saltarían luego sobre los incendios, y al oeste el humo se alzaba en el cielo formando como masas de cúmulos y dando la impresión ilusoria de que el propio fuego fuera a hacer llover. Cuando por la tarde arreciaba el viento, todos sabíamos que el fuego saltaría alguna zanja o se propagaría hacia adelante o prendería en algún lugar aún intocado, y que ello nos afectaba a todos por mucho que no viéramos ni una llama o no sintiéramos calor.
Yo empezaba entonces el tercer año de secundaria en la Great Falls High School, e intentaba jugar al fútbol americano, deporte que no me gustaba y en el que no destacaba; me esforzaba en practicarlo sólo porque mi padre pensaba que era un buen modo de hacer amigos. Había días, sin embargo, en que no jugábamos porque el médico decía que el humo podría dañarnos los pulmones sin que lo notáramos. Esos días iba a ver a mi padre al Wheatland Club —el campo de la base había cerrado a causa del peligro de incendio— y jugaba con él un rato, a última hora de la tarde. A medida que avanzaba el verano, mi padre trabajaba cada vez menos días y pasaba más tiempo en casa. La gente no iba al club por el humo y la sequía. Así que mi padre daba menos clases, y veía menos a los socios que había conocido y con quienes había congeniado la primavera anterior. Trabajaba más en la tienda del campo; vendía artículos de golf y ropa y revistas, alquilaba carritos y pasaba mucho tiempo recogiendo pelotas a lo largo de la orilla del río, junto a los sauces, donde terminaba el terreno destinado a prácticas.
Una tarde de finales de septiembre, dos semanas después del comienzo del curso escolar y cuando ya los incendios de las montañas del oeste parecían durar eternamente, acompañé a mi padre fuera del terreno de prácticas con las cestas de alambre de recoger pelotas. Un hombre practicaba desde el tee de entrenamiento. Estaba bastante lejos, a nuestra izquierda; yo oía el golpe seco del palo, y luego el siseo de las bolas al describir un arco en el crepúsculo y llegar hasta nosotros botando. La noche anterior, en casa, mi padre y mi madre habían estado hablando de las elecciones presidenciales. Eran demócratas. También sus familias lo habían sido. Pero mi padre dijo que estaba considerando la idea de votar a los republicanos. Nixon —dijo— era un buen abogado. No era un hombre atractivo, pero se mantendría firme frente a los sindicatos.
Mi madre se echó a reír y se tapó los ojos con las manos como si no quisiera verlo.
—¡Oh, no! ¿También tú, Jerry? —dijo—. ¿Te estás volviendo un defensor de la mano dura contra los sindicatos?
Bromeaba. No creo que le importara mucho por quién votara mi padre, y nunca hablaban de política. Estábamos en la cocina y nos disponíamos a cenar.
—Parece que las cosas han ido demasiado lejos en cierta dirección —dijo mi padre. Puso una mano a cada lado del plato. Oí cómo respiraba. Seguía con sus ropas de golf: pantalones verdes y camisa amarilla de nylon con el emblema rojo del club. Había habido una huelga ferroviaria aquel verano, pero él no había hecho comentarios sobre los sindicatos, ni yo creía que la situación nos hubiera afectado.
Mi madre estaba de pie junto al fregadero, secándose las manos.
—Tú eres un trabajador. Yo no —dijo—. Te lo recuerdo, eso es todo.
—Me gustaría que hubiera un Roosevelt a quien votar —dijo mi padre—. El entendía este país.
—Eran otros tiempos —dijo mi madre, y se sentó frente a él, al otro lado de la mesa metálica. Llevaba un vestido de cuadros azules y blancos y un delantal—. Entonces todo el mundo tenía miedo, y también nosotros. Ahora todo va mejor. Parece que lo olvidas.
—No olvido nada —dijo mi padre—. Pero, lo que ahora me interesa es pensar en el futuro.
—Bueno —dijo ella. Y le sonrió—. Eso está muy bien. Me alegra oírlo. Seguro que Joe también se alegra.
Luego cenamos.
A la tarde siguiente, sin embargo, mientras estábamos en la linde del terreno de prácticas, junto a los sauces y el río, el humor de mi padre era distinto. Aquella semana no había dado ninguna clase, pero no estaba tenso, ni parecía furioso contra nada. Fumaba un cigarrillo, algo que hacía sólo en contadas ocasiones.
—Es una pena no trabajar cuando hace buen tiempo —dijo, y sonrió. Sacó una pelota de golf de su cesta, se echó hacia atrás y la lanzó a través de las ramas de los sauces hacia el río, donde golpeó contra el barro sin ruido—. ¿Cómo te va el fútbol? —me preguntó—. ¿Crees que serás el próximo Bob Waterfield?
—No —dije yo—. No lo creo.
—Yo tampoco seré el próximo Walter Hagen —dijo él. Le gustaba Walter Hagen. Tenía su foto, con sombrero de ala ancha y un grueso abrigo, riendo hacia la cámara mientras se disponía a lanzar un drive en un terreno cubierto de nieve, y la había pegado en el interior de la puerta del armario de su dormitorio.
Estaba de pie mirando al golfista solitario que practicaba lanzando pelotas al fairway. Veíamos a lo lejos su silueta.
—Ahí tienes a un tipo que golpea bien la bola —dijo mi padre, mirando cómo echaba hacia atrás con suavidad el palo y ejecutaba luego el barrido en arco del swing—. No se arriesga. Primero coloca la bola en medio del fairway, y después calibra su margen de error. Deja que los demás fallen. Es lo que hacía Walter Hagen. El triunfo le llegaba como algo natural.
—¿A ti no te pasa lo mismo? —pregunté, porque era lo que mi madre decía, que mi padre nunca había necesitado practicar.
—Sí —dijo mi padre, fumando—. Siempre se me ha dado bien. Y probablemente eso no es bueno.
—No me gusta el fútbol —dije.
Mi padre me miró, y luego dirigió la vista hacia el oeste, donde el fuego oscurecía el sol y le daba una tonalidad violácea.
—A mí sí me gustaba —dijo en un tono como de ensueño—. Hacerme con la pelota y correr por el campo regateando a los contrarios… eso me gustaba.
—A mí no se me da muy bien regatear —dije yo. Quería decírselo porque esperaba que él me contestara que dejara el fútbol y me dedicara a otro deporte. Me gustaba el golf, y me hubiera hecho feliz poderlo practicar.
—Pero no iba a renunciar al golf, claro —dijo él—. Aunque seguramente no soy lo bastante cauto para este juego.
Ya no me escuchaba, pero no se lo tuve en cuenta.
A lo lejos, en el tee de prácticas, oí un golpe seco y vi cómo el golfista lanzaba la pelota al aire del atardecer. Hubo un silencio mientras mi padre y yo esperábamos a que la pelota golpeara el suelo y rebotara. Pero, en lugar de hacerlo, la pelota golpeó a mi padre, lo alcanzó en el hombro, en la parte alta del brazo; un golpe no muy fuerte, no lo bastante fuerte para hacerle daño.
Mi padre dijo:
—¡Santo Dios! ¿Has visto?
Miró hacia la pelota, que estaba a su lado en el suelo, y luego se frotó el brazo. Vimos cómo el golfista se dirigía hacia el edificio del club, con su driver balanceándosele a un costado como un bastón. No tenía la menor idea de adónde iban a parar las pelotas que lanzaba. Ni por asomo imaginaba que una de ellas había golpeado a mi padre.
Mi padre siguió allí, viendo cómo el hombre desaparecía en el interior del largo edificio blanco del club. Y permaneció de pie unos instantes más, como escuchando algo que yo no podía oír —risas, quizá, o una música lejana—. Siempre había sido un hombre feliz, y pienso que a lo mejor no hacía sino esperar algo que le hiciera sentirse de nuevo en su estado natural.
—Si no te gusta el fútbol —y de pronto me miró como si acabara de acordarse de mi existencia—, déjalo. Podrías practicar el lanzamiento de jabalina. Ese deporte te llena, es como si hubieras conseguido algo. Yo lo practiqué un tiempo.
—De acuerdo —dije. Y me puse a pensar en el lanzamiento de jabalina; cuánto pesaría una jabalina y de qué estaría hecha y lo que me costaría llegar a lanzarla correctamente.
Mi padre miraba ahora hacia un cielo oscuro y hermoso y lleno de tonalidades de color.
—Hay fuego allí a lo lejos, ¿te das cuenta? Lo huelo desde aquí.
—Yo también —dije yo, mirando hacia el horizonte.
—Tienes una mente clara, Joe —dijo. Me estaba mirando—. Nada malo te ha de suceder.
—Eso espero —dije.
—Así me gusta —dijo él—. Yo también lo espero. Y seguimos recogiendo pelotas mientras poco a poco nos dirigíamos hacia el edificio del club.
Cuando llegamos a la tienda vimos que había luz en el interior, y a través de los ventanales vi a un hombre sentado en una silla plegable, fumando un cigarro puro. Vestía traje de calle, pero llevaba zapatos de golf marrones y blancos y una chaqueta de deporte encima del hombro.
Al entrar mi padre y yo con las cestas de las pelotas, el hombre se levantó. Me llegó el aroma del cigarro y el olor a limpio de los artículos de golf sin estrenar.
—¡Hola, Jerry! —dijo el hombre, sonriendo y tendiendo la mano hacia mi padre—, ¿qué tal lo he hecho ahí fuera?
—No me di cuenta de que era usted —dijo mi padre, y sonrió mientras le estrechaba la mano—. Tiene un swing de primera. Puede presumir de ello.
—Pero no tengo mucha puntería —dijo el hombre, y se puso el cigarro en la boca.
—Eso le pasa a todo el mundo —dijo mi padre, y me atrajo hacia su lado—. Éste es mi hijo Joe, Clarence. Te presento a Clarence Snow, Joe. Es el presidente del club. Y el mejor golfista de estos pagos.
Nos dimos la mano. Clarence Snow era un cincuentón de dedos largos, huesudos y fuertes. Como los de mi padre. Pero no me estrechó la mano con fuerza.
—¿Quedan bolas por recoger, Jerry? —dijo Clarence Snow, pasándose la mano por el pelo fino y negro y dirigiendo la mirada hacia el campo oscurecido.
—Sí, bastantes —dijo mi padre—. Ya no veíamos nada.
—¿También tú juegas al golf, hijo? —dijo, sonriéndome, Clarence Snow.
—Es bueno —dijo mi padre sin darme tiempo a responder.
Se sentó en la otra silla de tijera —tenía debajo de ella sus zapatos de calle— y empezó a desanudarse los zapatos blancos de golf. Llevaba unos calcetines amarillos que dejaban al descubierto sus tobillos pálidos, sin vello, y miraba a Clarence Snow mientras se soltaba los cordones.
—Tengo que hablar con usted, Jerry —dijo Clarence. Me dirigió una mirada rápida y aspiró con fuerza por la nariz.
—Muy bien —dijo mi padre—. ¿Podemos dejarlo para mañana?
—No —dijo Clarence Snow—, ¿quiere acercarse a mi despacho?
—Sí, claro —dijo mi padre. Se había quitado los zapatos de golf; levantó un pie y se dio un masaje, y luego se estrujó los dedos—. Las herramientas de la ignorancia —dijo, y me sonrió.
—No nos llevará mucho tiempo —dijo Clarence Snow. Luego salió por la puerta delantera y nos dejó a mi padre y a mí solos en la tienda iluminada.
Mi padre se echó hacia atrás en la silla, estiró las piernas y movió los dedos dentro de los calcetines.
—Va a despedirme —dijo—. Ya lo verás.
—¿Por qué dices eso? —dije. Estaba impresionado.
—Tú no entiendes de estas cosas, hijo —dijo él—. Me han despedido otras veces. Siempre hay algo que te hace adivinarlo.
—¿Y por qué va a despedirte? —dije.
—Puede que piense que me he follado a su mujer —dijo mi padre. Nunca le había oído decir nada semejante, y me quedé turbado. Mi padre estaba mirando por la ventana hacia la oscuridad—. Claro que ni siquiera sé si está casado. —Empezó a ponerse los zapatos de calle, unos mocasines negros, nuevos, relucientes, de suela gruesa—. O puede que le haya ganado demasiado dinero a alguno de sus amigos. No necesita ningún motivo. —Deslizó los zapatos blancos debajo de la silla y se puso en pie—. Espérame aquí —dijo. Y supe que estaba furioso, y que no quería que me diera cuenta. Le gustaba hacerme creer que todo marchaba perfectamente y que la gente debía sentirse feliz—. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —dije.
—Piensa en alguna chica guapa mientras tanto —dijo, y me sonrió.
Luego, caminando como al desgaire, salió de la pequeña tienda y se dirigió hacia las oficinas del club, y me dejó solo entre las ringleras de plateados palos de golf y bolsas de piel y zapatos y cajas de pelotas… los otros útiles del oficio de mi padre, silenciosos y quietos a mi alrededor como tesoros.
Cuando al cabo de unos veinte minutos volvió a la tienda, su paso era más rápido que al marcharse. Llevaba un papel amarillo en el bolsillo de la camisa, y su cara estaba tensa. Yo estaba sentado en la silla que había ocupado Clarence Snow. Mi padre recogió sus zapatos blancos de la moqueta verde, se los puso bajo el brazo y fue hasta la caja registradora y empezó a sacar dinero de los departamentos.
—Tenemos que irnos —dijo con voz suave. Se metía los billetes en el bolsillo del pantalón.
—¿Te ha despedido? —le pregunté.
—Sí, me ha despedido —dijo él. Se quedó quieto un instante tras la caja registradora abierta, como si aquellas palabras le hubieran sonado extrañas, o tuvieran otro sentido diferente. Parecía un chico de mi edad que estuviera haciendo algo que no debía y tratara de hacerlo sin darle mucha importancia. Aunque pensé que tal vez Clarence Snow le había dicho que vaciara la caja antes de marcharse, y que se quedara con todo el dinero que encontrara—. Se acabó la buena vida, supongo —dijo. Y luego añadió—: Mira todo esto, Joe. A ver si ves algo que te guste. —Miró los palos y las bolsas de piel y los zapatos y las vitrinas con chandals y ropas de deporte. Cosas que costaban mucho dinero, que a mi padre le gustaban—. Vamos, cógelo —dijo—. Es tuyo.
—No quiero nada —dije.
Mi padre me miró desde detrás de la caja registradora.
—¿No quieres nada? ¿De todas estas cosas tan caras?
—No, no quiero nada.
—Tienes buen carácter, ése es tu problema. Aunque no es que sea un gran problema… —Cerró la caja registradora—. La mala suerte tiene un sabor amargo, ¿no te parece?
—Sí —dije.
—¿Quieres saber lo que me ha dicho?
Apoyó las palmas sobre el cristal que recubría el mostrador y me sonrió como si el asunto tuviera gracia.
—¿Qué? —dije.
—Me ha dicho que no me exigía una respuesta, pero que pensaba que les estaba robando. Algún patán perdió la cartera en el campo, y no se les ocurre nadie más que pudiera haberlo hecho. Así que me han elegido a mí. —Sacudió la cabeza—. No soy ladrón. Lo sabes, ¿verdad? Robar no es uno de mis defectos.
—Lo sé —dije. Y creía lo que decía. Pensé que hasta yo podría ser más proclive al robo que mi padre, y eso que no lo era en absoluto.
—La gente me tenía demasiada simpatía, ése ha sido mi problema —dijo—. Si ayudas a la gente, acabas por no gustarles. Son como mormones.
—Supongo que sí —dije.
—Cuando te hagas mayor… —dijo mi padre, pero de pronto dejó a medias lo que estaba a punto de decirme—. Si quieres saber la verdad, no hagas caso de lo que te diga la gente —añadió luego.
Rodeó la caja registradora y se acercó con los zapatos bajo el brazo y los bolsillos del pantalón llenos de billetes.
—Vámonos —dijo.
Fue hasta la entrada y apagó la luz, abrió la puerta y la mantuvo abierta para dejarme pasar, y salimos a la cálida noche de verano.
Volvimos cruzando el río y entramos en Great Falls, y cuando subíamos por Central Avenue mi padre se detuvo en el supermercado, a una manzana de casa, compró una lata de cerveza y se sentó en el coche con la puerta abierta. Con la puesta del sol había refrescado; era como una noche de otoño, aunque el aire era seco y el cielo estaba azul y lleno de estrellas. El aliento de mi padre olía a cerveza, y yo sabía que estaba pensando en la conversación que tendría con mi madre al volver a casa.
—¿Sabes lo que pasa —dijo— cuando te pasa lo que menos querías que te pasara?
Estábamos sentados en el coche, y nos iluminaba el resplandor del pequeño supermercado. El tráfico se deslizaba a nuestra espalda por Central Avenue; la gente volvía a casa del trabajo con las cosas que quería hacer en la cabeza, con sus afanes más inmediatos.
—No —dije. Estaba pensando en el lanzamiento de jabalina; en un lanzamiento alto y curvo en el aire claro, y en la jabalina cayendo como una flecha, y en mi padre lanzándola cuando tenía mi edad.
—Nada en absoluto —dijo, y se quedó callado unos instantes. Alzó las rodillas y sostuvo la lata con las dos manos—. Quizá deberíamos ponernos a cometer desmanes. Atracar ese supermercado o algo parecido. Y mandarlo todo al diablo.
—Yo no quiero hacer nada de eso —dije.
—Puede que sea un estúpido —dijo mi padre; sacudió la lata de cerveza y se oyó una suave efervescencia en su interior—. Mis posibilidades no parecen muchas en este preciso momento. —Se quedó callado unos instantes—. ¿Quieres a tu padre? —dijo al cabo de unos segundos, con voz normal.
—Sí.
—¿Crees que voy a cuidar bien de ti?
—Sí. Lo creo.
—Lo haré.
Mi padre cerró la puerta del coche y se quedó un momento mirando por el parabrisas hacia el supermercado, hacia los clientes que se movían de un lado a otro tras las lunas del escaparate.
—Las opciones no siempre se nos presentan exactamente como tales —dijo. Luego arrancó, y puso su mano encima de la mía, como uno haría con una chica—. No te preocupes por nada —dijo—. Ahora ya estoy tranquilo.
—No estoy preocupado —dije.
Y era cierto, porque pensaba que las cosas iban a irnos bien. Y aunque me equivocaba, seguía siendo un buen modo de mirar hacia lo desconocido cuando uno se halla a punto de encararlo.