Hubo un golpe suave en la puerta y Dwight William Alcott alzó la vista de las fotografías recién llegadas de las excavaciones en las afueras de Karnak. Estaba satisfecho con lo que había visto, de otro modo no hubiera contestado al llamado. Asintió, y la señal fue suficiente, porque la puerta se abrió de inmediato y una cabeza calva se asomó.
—Sé que esto es curioso —dijo su asistente— pero hay un niño aquí…
—Eso es curioso —dijo D. W. Alcott—. Los niños no vienen generalmente aquí. ¿No tiene cita?
—No, pero insiste en que, cuando vea el regalo que tiene para usted, entonces le va a dar una cita.
—Es una manera inusual de hacer una cita —musitó Alcott—. ¿Debo ver a este niño? Es un niño, ¿no?
—Un niño brillante, que me dice que trae un antiguo tesoro.
—¡Eso es demasiado para mí! —el curador rió—. Que entre.
—Ya estoy aquí —Timothy, que ya había pasado a medias la puerta, se adelantó con un gran envoltorio que se movía bajo su brazo.
—Siéntate —dijo D. W. Alcott.
—Si no le molesta, me quedaré de pie. Pero quizás ella quiera dos sillas, señor.
—¿Dos sillas?
—Si no le molesta, señor.
—Traiga otra silla, Smith.
—Sí, señor.
Y trajeron dos sillas y Timothy alzó el largo regalo de liviana madera balsa, y lo colocó sobre las dos sillas, donde el envoltorio brilló bajo una buena luz.
—Ahora, joven…
—Timothy —informó el chico.
—Timothy, estoy ocupado. Di de qué se trata, por favor.
—Sí, señor.
—Dos mil cuatrocientos años y novecientos millones de muertes, señor…
—¡Oh Dios! Eso sí que son cantidades importantes —D. W. Alcott le hizo un gesto a Smith—. Otra silla —trajeron la silla—. Ahora debes sentarte, hijo —Timothy se sentó—. Dilo de nuevo.
—Preferiría no hacerlo, señor. Suena a mentira.
—Y sin embargo, no sé por qué te creo —dijo lentamente D. W. Alcott.
—Tengo ese tipo de cara, señor.
El curador del museo se inclinó hacia delante para estudiar la cara pálida y ansiosa del chico.
—¡Dios! Así es —murmuró—. ¿Y qué tenemos aquí? —continuó, señalando con la cabeza lo que parecía un catafalco—. ¿Conoces la palabra papiro?
—Todo el mundo sabe eso.
—Los chicos supongo que sí, porque tiene que ver con tumbas robadas y Tutankamón. Los chicos la conocen.
—Sí, señor. Venga a ver, si quiere.
El curador quiso, y por eso ya estaba de pie.
Se acercó para mirar y tantear como si fuera un archivo, hoja por hoja de tabaco curado —porque casi lo parecía—, con la cabeza de un león o el cuerpo de un halcón, aquí y allá. Entonces sus dedos pasaron las hojas más y más rápido y se quedó sin aliento, como si le hubieran golpeado el pecho.
—Niño —dijo, dejando escapar el aliento—. ¿Dónde encontraste esto?
—Ésta y no esto, señor. Y no la encontré, me encontró a mí. En cierto modo, me dijo que jugaba a las escondidas. La escuché. Y entonces ya no estuvo más escondida.
—¡Oh, Dios! —exclamó D. W. Alcott, utilizando las manos para hacer «cortes» en la materia quebradiza—. ¿Esto te pertenece?
—De dos maneras, señor. Ella me tiene a mí y yo la tengo a ella. Somos familia.
El curador miró al chico a los ojos.
—Otra vez te creo —dijo.
—Gracias a Dios.
—¿Por qué agradeces a Dios?
—Porque si usted no me creyera, tendría que irme —el chico retrocedió poco a poco.
—No, no —exclamó el curador—. No es necesario. Pero ¿por qué hablas como si esto, si ella, te tuviera a ti, como si fueran parientes?
—Porque es Nef, señor —dijo Timothy.
—¿Nef?
Timothy se acercó y retiró una venda.
Muy hondo, debajo del papiro abierto, se veían los ojos cosidos de la vieja, vieja mujer, con apenas una línea de visión entre los párpados. La ceniza se escapaba de sus labios.
—Nef, señor —dijo el niño—. La madre de Nefertiti.
El curador retrocedió hasta su silla y tomó una botella de cristal.
—¿Bebes vino, niño?
—Hasta hoy no, señor.
Timothy se sentó un momento, esperando, hasta que el señor D. W. Alcott le diera un pequeño vaso de vino. Bebieron juntos y por fin D. W. Alcott dijo:
—¿Por qué has traído esto, a ésta, a ella aquí?
—Es el único lugar seguro en el mundo.
El curador asintió.
—Es cierto. ¿Ofreces a Nef —hizo una pausa— en venta?
—No, señor.
—¿Qué quieres, entonces?
—Si se queda aquí, señor, quisiera que usted una vez por día hablara con ella —avergonzado, Timothy se miró los zapatos.
—¿Confiarías en que yo hiciera eso, Timothy?
Timothy alzó la mirada.
—Oh, sí, señor. Si usted lo promete.
Y entonces miró al curador a los ojos.
—Le pediría más que eso aún, que la escuchara.
—Así que ella habla, ¿sí?
—Mucho, señor.
—¿Está hablando ahora?
—Sí, pero usted tiene que acercarse. Yo ahora estoy acostumbrado. Con el tiempo, usted también se acostumbrará.
El curador cerró los ojos y escuchó. Hubo un crujido de papel antiguo en alguna parte, que lo obligó a arrugar la cara para oír mejor.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué es lo que dice?
—Todo lo que hay que decir acerca de la muerte, señor.
—¿Todo?
—Dos mil cuatrocientos años, como le dije, señor. Y novecientos millones de personas que debieron morir para que nosotros podamos vivir.
—Eso es demasiadas muertes.
—Sí, señor. Pero yo estoy contento de eso.
—¡Qué terrible lo que dices!
—No, señor. Porque si ellos vivieran, nosotros no podríamos movernos. Ni respirar.
—Entiendo lo que quieres decir. Y ella sabe todo eso, ¿verdad?
—Sí, señor. Su hija fue la Muy Bella Que Estaba Allí. De modo que ella es la Que Recuerda.
—¿El fantasma que narra la historia completa del cuerpo y el alma de El Libro de los Muertos?
—Creo que sí, señor. Y otra cosa —agregó Timothy.
—¿Qué?
—Si no le molesta, cuando yo quiera, ¿me dará un carnet de visita?
—¿Para que puedas venir en cualquier momento?
—Incluso después de hora.
—Creo que eso se podría arreglar, hijo. Habrá papeles que firmar, por supuesto, y trámites de autenticación. —El chico asintió.
El hombre se puso de pie.
—Es tonto que te lo pregunte. ¿Sigue ella hablando?
—Sí, señor. Acérquese. No, más cerca.
El niño tocó cortésmente el codo del hombre.
Lejos, cerca del templo de Karnak, los vientos del desierto suspiraron. Lejos, entre los pies del Gran León, la ceniza se sosegó.
—Escuche —dijo Timothy.