Capítulo Veintiuno: A la ceniza volverás

Timothy se agitó en sueños.

La pesadilla había llegado y no se quería ir.

En su cabeza, el techo se prendió fuego. Las ventanas temblaron y se rajaron. Por toda la Casa, las alas se agitaron y volaron, golpeando los vidrios de las ventanas hasta que se rompieron.

Con un grito, Timothy se despertó. Casi de inmediato, una palabra, y luego, una catarata de palabras salió de sus labios:

—Nef. Bruja de la ceniza. Mil veces grande, Mil Veces Gran Abuela… Nef…

Ella estaba llamándolo. Había silencio, pero lo llamaba. Ella conocía el fuego y la loca agitación de alas y las ventanas rotas.

Timothy se quedó sentado un largo rato, antes de moverse…

—Nef… ceniza… Mil Veces Gran Abuela…

Había nacido a la muerte mil años antes que la corona de espinas, que el jardín de Getsemaní y que la tumba vacía. Nef, madre de Nefertiti, la momia real que había andado a la deriva en un barco obscuro por delante de la desierta montaña del Sermón de la Montaña hasta dar contra la Roca de Plymouth y llegar hasta Little Fort, en el norte de Illinois, luego de haber sobrevivido a los ataques del general Grant en el anochecer y a las retiradas del general Lee en el amanecer. La Obscura Familia la sentaba en las ceremonias fúnebres; con el tiempo, la fueron pasando de cuarto en cuarto, de piso en piso, hasta que, pequeña soga de cáñamo, hoja de tabaco marrón, antigua reliquia, la subieron, liviana como madera balsa, a los altos altillos, donde quedó tapada, ahogada y luego ignorada por la Familia, ansiosa de sobrevivir y olvidadiza de los inmemorables restos de la muerte.

Abandonada al silencio del altillo y a la corriente del dorado polen del aire, aspirando en la obscuridad cual sustento, exhalando tranquilidad y serenidad, la anciana visitante esperaba que alguien apartara las cartas de amor acumuladas, los juguetes, las velas derretidas en los candelabros, las polleras rotas, los corsés, y los titulares impresos de guerras ganadas-luego-perdidas en Pasados instantáneamente olvidados.

Alguien que cavara, rebuscara y encontrara.

Timothy.

Hacía meses que no la visitaba. Meses. Oh Nef, pensó.

Nef de la Isla Misteriosa, levantada porque él había llegado y revisado, cavado y puesto a un lado, hasta que sólo la cara de ella, con los ojos cosidos, quedó enmarcada en hojas de libros amarillentos, tratados legales, y pajas como huesos de ratón.

—¡Gran Abuela! —exclamó—. ¡Perdóname!

—No… tan… fuerte… —susurró la voz, en sílabas de ventrílocuo, con silenciosos ecos de tres mil años—. Me… vas… a… hacer… pedazos.

Y por cierto que cayeron costras de arena seca de sus hombros vendados, jeroglíficos descascarados en el pecho plano.

—Mira…

Una diminuta espiral de ceniza se deslizó por el pecho cifrado, donde los dioses de la vida y de la muerte se sostenían tan rígidos como espigas erguidas de trigo y maíz antiguos.

Timothy abrió grandes los ojos.

—Ése —dijo, tocando la cara de un niño que aparecía en un campo de bestias sagradas—. ¿Soy yo?

—Claro.

—Por… que… es… el… fin —las lentas palabras cayeron como doradas migas de los labios de ella.

Un conejo saltó y corrió por el pecho de Timothy.

—¿¡El fin de qué!?

—¿Esto? ¿Nuestro lugar?

—… Ssssííí… —dijo el susurro.

Ella volvió a cerrar el párpado, pero abrió el otro con luz.

Los dedos, temblando a través de las pictografías del pecho, tantearon como una araña, mientras susurraba:

—Esto…

Timothy respondió:

—¡Tío Einar!

—¿El que tiene alas?

—He volado con él.

—Niño extraño. ¿Y esto?

—¡Cecy!

—¿También vuela?

—Sin alas. Envía su mente…

—¿Cómo los fantasmas?

—¡Qué usan los oídos de la gente para mirar por los ojos!

—¿Y esto? —los dedos de araña temblaron.

No había símbolo en el lugar que ella señalaba.

—Oh —rió Timothy—. Mi primo Ran. Invisible. No necesita volar. Puede ir a cualquier parte y nadie lo sabe.

—Hombre afortunado. ¿Y esto y esto y otra vez esto?

El dedo seco se movía y rascaba.

Y Timothy nombró a todos los tíos y tías y primos y primas y sobrinas y sobrinos que habían vivido en la Casa desde siempre, o desde hacía cien años, con buen o mal tiempo, tormentas o guerra. Había treinta cuartos y cada uno más lleno que el otro, de telarañas y floración nocturna y estornudos de ectoplasmas que se posaban en los espejos para ser barridos, cuando las polillas calavera o las libélulas cosieran el aire, y los postigos se abrieran de golpe para dejar que la obscuridad se derramara hacia dentro.

Timothy nombró cada rostro y la antigua mujer hizo un mínimo gesto con la cabeza cenicienta, mientras los dedos se posaban en el último jeroglífico.

—¿Estoy tocando el centro de la obscuridad?

—Sí, esta casa.

Y así era. Allí se extendía la verdadera Casa, estampada en relieve con lapislázuli y adornada con ámbar y oro, como debió de haber sido, cuando Lincoln no fue escuchado en Gettysburg.

Y mientras Timothy la miraba, los relieves brillantes empezaron a vibrar y a descascararse. Un temblor sacudió los marcos de las puertas y obscureció las ventanas doradas.

—Esta noche —murmuró la ceniza para sí misma.

—Pero —exclamó Timothy—, después de tanto tiempo, ¿por qué ahora?

—Es la era del descubrimiento y las revelaciones. Las imágenes que vuelan por el aire. Los sonidos que se escuchan en los vientos. Cosas que ven algunos. Cosas que oyen todos. Decenas de millones de viajeros en el camino. No hay escape. Las palabras en el aire nos han encontrado y también las imágenes enviadas en rayos de luz a las casas, donde los niños y sus padres se sientan, mientras la Medusa, con una cofia de antenas de insecto, cuenta todo y reparte castigos.

—¿Para qué?

—No se necesita ningún motivo. Es sólo la revelación de la hora, la alarma sin sentido, la excursión de la semana, el pánico de una sola noche, nadie pregunta, pero la muerte y la destrucción se entregan a domicilio, mientras los niños, delante de sus padres, están sentados, congelados en un hechizo ártico de chismes indeseables y habladurías innecesarias. No importa. Los mudos hablarán, los necios conocerán y nosotros somos destruidos.

—Destruidos… —se repitió a sí misma.

Y la Casa en su pecho y las vigas de la Casa sobre el chico se sacudieron, esperando más temblores.

—Las aguas llegarán pronto… las inundaciones. Maremotos de hombres…

—Pero ¿qué hemos hecho?

—Nada. Hemos sobrevivido, eso es todo. Y los que vienen a ahogarnos, envidian nuestras vidas vividas durante tantos siglos. Porque somos diferentes, debemos ser arrastrados. ¡Fuera!

Y otra vez los jeroglíficos se sacudieron y el altillo suspiró y crujió como un barco en el mar encrespado.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó Timothy.

—Escapar en todas las direcciones. No pueden seguir tantos vuelos. La Casa debe quedar vacía a la medianoche, cuando vengan con antorchas.

—¿Antorchas?

—¿Acaso no es siempre fuego y antorchas, antorchas y fuego?

—Sí —Timothy sintió que la lengua se le movía, asombrado con el recuerdo—. He visto películas. Pobre gente que corre y gente que corre detrás. Y antorchas y fuego.

—Bueno, entonces. Llama a tu hermana. Cecy debe avisar a los demás.

—¡Ya lo he hecho! —exclamó una voz de ninguna parte.

—¿¡Cecy!?

—Ella está aquí con nosotros —carraspeó la vieja mujer.

—¡Sí! He escuchado todo —dijo la voz desde las vigas, la ventana, los roperos, la escalera—. Estoy en cada cuarto, en cada pensamiento, en cada cabeza. Ya se están vaciando los roperos, se están cerrando las valijas. Mucho antes de la medianoche, la Casa quedará vacía.

Un pájaro invisible rozó los ojos y los oídos de Timothy y se le instaló detrás de la mirada para parpadearle a Nef.

—Claro, la Muy Bella está aquí —dijo Cecy en la garganta y la boca de Timothy.

—¡Tonterías! ¿Sabes de otro motivo por el cual cambiará el clima y vendrán las aguas? —preguntó la anciana.

—De acuerdo —Timothy sintió la suave presencia de su hermana que se apretaba contra la ventana de sus ojos—. Dinos, Nef.

—Me odian porque soy la acumulación del conocimiento de la Muerte. Ese conocimiento es una maldición para ellos en vez de una carga útil.

—¿Se puede —empezó a decir Timothy, y terminó Cecy—, se puede recordar la muerte?

—Oh sí. Pero sólo la recuerdan los muertos. Ustedes, los vivos, están ciegos. Pero nosotros los que nos hemos bañado en el Tiempo, y los que hemos renacido como hijos de la Tierra y herederos de la Eternidad, navegamos a la deriva en ríos de arena y corrientes de obscuridad, sabiendo del bombardeo de las estrellas, cuyas emanaciones han tardado millones de años en llover sobre la Tierra y que nos buscan en nuestros jardines de almas envueltas eternamente, parecidas a grandes semillas, bajo las capas de mármol y los bajorrelieves de los esqueletos de pájaros reptiles, que vuelan en la arenisca, tan profundo como un suspiro, con las alas desplegadas y abiertas hace un millón de años. Somos los guardianes del Tiempo. Ustedes, los que caminan la Tierra, sólo conocen el momento que se esfuma con el próximo suspiro. Ustedes no pueden cuidar el Tiempo, porque se mueven y viven. Nosotros somos los graneros del obscuro recuerdo. Nuestras ánforas funerarias guardan, no sólo nuestras luces y nuestros corazones silenciosos, sino nuestros pozos, mucho más profundos de lo que se puedan imaginar, donde en el subterráneo de las horas perdidas todas las muertes que alguna vez fueron, muertes sobre las que la humanidad ha construido nuevas viviendas de carne y murallas de piedra, se mueven hacia arriba, mientras nosotros nos hundimos incluso más y más, bañados en obscuridades, vendados por medianoches. Acumulamos. Somos sabios con los adioses. ¿No te parece, niño, que cuarenta mil millones de muertes son una gran sabiduría y que esos cuarenta billones que se ordenan bajo la Tierra son un gran regalo para que los vivos puedan vivir?

—Supongo que sí.

—No supongas, niño. Sabe. Yo te enseñaré, y ese conocimiento es importante para vivir, porque sólo la muerte puede liberar al mundo, para renacer. Ésa es tu suave carga. Y esta noche es la noche en que empieza tu tarea. ¡Ahora!

En ese momento, la medalla brillante en el centro del pecho dorado se incendió. La luz subió para cubrir el techo como si un amenazador enjambre de mil abejas de verano, con su destello y fricción, prendiera fuego a las vigas secas. El altillo pareció girar con el movimiento alrededor de la luz y del calor. Cada tablilla, teja y viga crujió y se dilató, mientras Timothy levantó los brazos y las manos para protegerse de los enjambres, mirando fijamente el pecho encendido de Nef.

—¡Fuego! —gritó—. ¡Antorchas!

—Sí —siseó la vieja, vieja mujer—. Antorchas y fuego. Nada queda. Todo arde.

Y con esto, la Casa cuya arquitectura era muy anterior a Gettysburg y a Appomattox, humeó en su pecho plano.

—¡Nada queda! —gritó Cecy en ese instante, por todas partes, parecida a las luciérnagas y a las abejas de verano que se demoraban contra las vigas a punto de carbonizarse—. ¡Todo se va!

Y Timothy parpadeó y se acercó para observar al hombre alado y a Cecy dormida y al Tío No Visto —invisible excepto cuando pasaba como el viento entre nubes o tormentas de nieve, o entre lobos que corrían en campos de trigo negro, o entre murciélagos con vuelos heridos en zigzag devorando la Luna— y a una doble docena de tíos y tías y primos y primas, que recorrían el camino alejándose del pueblo. O se elevaban para alojarse en árboles distantes a un kilómetro, y seguros, mientras la turba, la locura de antorchas encendidas, fluyó por el viejo pecho de Nef-Abuela. Por la ventana, Timothy podía ver a la turba verdadera que se acercaba con antorchas, que venía hacia la Casa, como un torrente de lava, a pie, en bicicletas y en autos, con una tormenta de gritos que se ahogaban en las gargantas.

Cuando Timothy sintió que las tablas del piso se movían como una balanza a la que se le quitaran las pesas, con setenta veces cien kilos en vuelo, todos se arrojaron desde las ventanas como hombres al agua. El esqueleto de la Casa, liberado, se irguió, mientras los vientos limpiaban los cuartos ahora vacíos y batían las cortinas fantasmales y abrían la puerta del frente para recibir a las antorchas y al fuego y a la multitud enloquecida.

—Se acaba todo —exclamó Cecy, por última vez.

Y abandonó los ojos y los oídos y los cuerpos y las mentes, y restaurada en su cuerpo, corrió tan liviana y veloz que sus pies no dejaron huellas en el césped.

Hubo una tormenta de actividad. Alrededor de la Casa sucedían cosas. El aire subía por los tubos de las chimeneas. Noventa y nueve o cien chimeneas suspiraban y se quejaban y se enlutaban al mismo tiempo. Las tejas volaban del techo. Hubo un gran agitar de alas. Hubo un sonido de mucho llanto. Todos los cuartos se vaciaron. En medio de la conmoción, de la actividad, de la agitación, Timothy oyó que Mil Veces Gran Abuela decía:

—¿Y ahora qué, Timothy?

—¿Qué?

Ella dijo:

—En una hora más la Casa estará vacía. Te quedarás aquí solo, preparándote para hacer un largo viaje. Quiero ir contigo en tus viajes. Quizá no podamos hablar mucho en el camino, pero antes de irnos, quiero preguntarte: ¿Aún quieres ser como nosotros?

Timothy pensó durante un largo momento y luego dijo:

—Bueno…

—Dilo. Sé lo que piensas, pero debes decirlo.

—No, no quiero ser como ustedes —dijo Timothy.

—¿Es el principio de tu sabiduría? —preguntó Gran Abuela.

—No lo sé. Estuve pensando. Los he estado observando y decidí que quiero tener una vida como la que siempre ha tenido la gente. Quiero saber que nací y supongo que tengo que aceptar el hecho de que debo morir. Pero al observarlos, al verlos a ustedes, sé que todos estos años no los han cambiado en nada.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Gran Abuela.

Pasó un gran viento veloz, volaron chispas que prendieron las vendas secas.

—Bueno, ¿son ustedes felices?, me pregunto. Me siento muy triste. Algunas noches me despierto y lloro, porque comprendo que tienen todo el tiempo del mundo, todos los años que quieran, y sin embargo no parece que haya mucha felicidad entre ustedes.

—Ah, sí, el Tiempo es una carga. Sabemos demasiado, recordamos demasiado. Incluso, hemos vivido demasiado tiempo. Lo mejor que puedes hacer con tu nueva sabiduría, Timothy, es vivir tu vida plenamente, disfrutar cada momento y dentro de muchos años descansarás con la feliz convicción de que has llenado cada momento, cada hora, cada año de tu vida y de que la Familia te quiere mucho. Ahora preparémonos para partir.

—Y ahora —susurró la vieja Nef— tú serás mi salvador, niño. Levántame y llévame.

—¡No puedo! —exclamó Timothy.

—Soy una semilla de diente de león y una flor de cardo. Tu aliento me impulsará, el latido de tu corazón me sostiene. ¡Ahora!

Y así fue. Con una exhalación, con un toque de las manos de Timothy, el regalo envuelto desde mucho antes de los Salvadores y del abierto Mar Rojo, se elevó en el aire. Y viendo que podía cargar este paquete de sueños y huesos, Timothy lloró y corrió.

En la conmoción de alas y bufandas con luz espiritual, el paso veloz de las nubes obscuras sobre los valles en tumulto causó tal succión hacia arriba que todas las chimeneas, las noventa y nueve o cien, aspiraron, chillaron y soltaron una gran bocanada de hollín y viento desde las islas Hébridas, y de aire desde las lejanas islas Tortugas, y de ciclones vagabundos desde ningún lugar de Kansas. Este volcán en erupción de aire tropical y luego ártico, golpeó las nubes y las quebró para desmenuzarlas en lluvia y luego en aguacero y luego en una corriente de lluvia torrencial de Johnstown que apagó el fuego y obscureció la Casa a medias en ruinas.

Y mientras la Casa sufría este embate y se hundía, el aguacero ahogó de tal modo la ira de la multitud, que ésta se fue retirando, caminando entre los charcos caídos del cielo, chorreando agua, y se dispersó rumbo a las casas, dejando que la tormenta enjuagara la fachada de la Casa vacía, mientras allí quedaban un gran hogar y chimenea, cuyas gargantas carraspeaban hacia arriba, hacia las ruinas milagrosas colgadas apenas de los telares de la nada, sostenidos por no más de unas pocas maderas y un aliento de sueño.

Allí yacía Cecy, sonriendo callada ante el tumulto, orientando a los mil miembros de la Familia a volar aquí, renguear hacia allá, dejar que el viento los levantara, dejar que la Tierra los absorbiera, para ser hoja, ser telaraña, ser huella sin casco, ser sonrisa sin labios, ser dientes sin boca, ser piel sin huesos, ser manto de bruma al amanecer, ser almas invisibles de las gargantas de la chimenea, la lista completa, y escuchen, y vayan, tú al este, tú al oeste, aniden en los árboles, duerman en los pastos del campo, súbanse a los pájaros, rastreen con los perros, cuídense con los gatos, busquen los baldes de los pozos para esconderse, hundan las camas de las granjas y las almohadas sin huella de cabezas, despierten en el amanecer con los colibríes, acomódense en los panales con las abejas del atardecer, ¡anótense, anótense, todos!

Y el final de la lluvia dio al cascarón carbonizado de la Casa un último enjuague y cesó, y sólo quedaron humos moribundos y media Casa con medio corazón y medio pulmón y Cecy allí, brújula de los sueños de todos, señalándoles para siempre los destinos rampantes.

Allí fueron todos y cada uno, en un flujo de sueños, a lejanas aldeas y bosques y granjas, y la Madre y el Padre con ellos, en una brisa de susurros y rezos, diciendo adiós, prometiendo volver en años futuros, para buscar y abrazar otra vez a su hijo abandonado. Adiós, adiós, oh sí, adiós, exclamaban las voces que se apagaban. Y entonces todo fue silencio salvo por Cecy que enviaba más adioses melancólicos.

Y todo esto, Timothy lo percibió y lo supo lleno de lágrimas.

Un kilómetro más allá de la Casa, que ahora brillaba con cenizas y plumas que obscurecían el cielo y nublaban con tormenta la Luna, Timothy se detuvo bajo un árbol donde muchos de sus primos y quizá Cecy habían tomado aliento, en el momento en que un auto arruinado frenó y un granjero miró el incendio distante y al niño cercano.

—¿Qué es eso? —preguntó señalando con la cabeza la Casa que se estaba quemando.

—Ojalá supiera —dijo Timothy.

—¿Qué llevas allí, niño?

El hombre hizo un gesto al ver el gran paquete bajo el brazo de Timothy.

—Los colecciono —dijo Timothy—. Diarios viejos. Revistas de historietas. Revistas viejas. Titulares, caray, algunos de antes de los Rough Riders. Otros de antes de Bull Run. Trastos y basura —el paquete bajo su brazo crujió en el viento de la noche—. Buena basura, estupendos trastos.

—Yo hacía lo mismo, hace mucho tiempo —rió el granjero en voz baja—. Ya no. ¿Quieres que te lleve?

Timothy asintió. Miró de nuevo la Casa y vio las chispas como luciérnagas centelleando en el cielo nocturno.

—Sube.

Y partieron lejos.