Capítulo Veinte: El viajero

El Padre fue a observar a Cecy en su sitio del altillo justo antes del amanecer. Ella yacía tranquila sobre las arenas de lecho de río. Él sacudió la cabeza y la señaló.

—Ahora, si puedes decirme qué hace de bueno descansando allí —dijo—, me tragaré el crespón de las ventanas de la entrada. Duerme toda la noche, toma el desayuno, y sigue durmiendo todo el día.

—¡Oh, pero ella ayuda en todo! —explicó la Madre, llevándolo escaleras abajo, alejándolo de la pálida figura dormida de Cecy—. Porque es uno de los miembros más activos de la Familia. ¿Cuán buenos son tus hermanos que duermen todo el día y no hacen nada?

Se deslizaron entre el humo de los cirios negros y el crespón negro de la balaustrada susurró, mientras pasaban.

—Bueno, trabajamos por las noches —dijo el Padre—. ¿Qué podemos hacer si, como dijiste, somos anticuados?

—Por supuesto. Todos en la Familia no pueden estar fuera de época —ella abrió la puerta del sótano y bajaron a la obscuridad—. En realidad es muy afortunado que yo no tenga que dormir para nada. ¡Qué matrimonio sería si estuvieras casado con una durmiente nocturna! Cada uno a lo suyo. Todos locos. Así es la familia. A veces, como Cecy, pura mente; y también como Tío Einar, todo alas; y también está Timothy, todo calmo y del mundo normal. Tú, que duermes de día. Y yo, despierta siempre y toda la vida. Así que Cecy no debe ser tan difícil de entender. Ayuda de un millón de maneras. ¡Navega con su mente a lo del verdulero! O se instala en la cabeza del carnicero para ver si se quedó sin los buenos cortes de carne. Me alerta cuando las chismosas me amenazan con su visita y con arrumarme la tarde. ¡Es una granada de viajes llena de vuelos!

Se detuvieron en el sótano cerca de una gran caja vacía de caoba. Él se acomodó dentro.

—Pero ¡si ella pudiera contribuir con algo más! —dijo él—. Debo insistir en que encuentre un verdadero trabajo.

—Medítalo, mientras duermes —dijo ella—. Quizá cambies de idea para el atardecer. Ella le puso la tapa.

—Bueno —dijo él.

—Buen día, cariño —dijo ella.

—Buen día —contestó él, tapado, encerrado.

El Sol se alzó. Ella subió apurada las escaleras.

Cecy se despertó de un profundo sueño.

Pensó en la realidad y decidió que su mundo loco y especial era el verdadero mundo que ella prefería y necesitaba. Los contornos difusos del seco altillo desértico le resultaban familiares, así como los sonidos de la Casa, que era toda bullicio, agitación y aleteos en el atardecer, pero que ahora al mediodía estaba quieta con esa quietud de muerte que el mundo acepta. El Sol estaba en el cielo y las arenas egipcias que eran su cama de sueños sólo esperaban que su mente con una mano misteriosa las tocara e inscribiera allí el derrotero de sus viajes.

Todo esto lo intuía y lo sabía, de modo que con sonrisa soñadora se reclinó sobre su largo y hermoso pelo como almohada, para dormir y soñar, y en sus sueños…

Viajó.

Se deslizó sobre el jardín florecido, los campos, las colinas verdes, sobre las antiguas calles adormiladas del pueblo, en el viento y de paso por la húmeda depresión de la barranca. Volaría todo el día, haría meandros. Su mente, pura sonrisa, saltaría dentro de los perros, para sentarse a contrapelo, y probar los sabrosos huesos; olfatearía los árboles penetrados de orina para oír como oyen los perros, para correr como corren los perros. Era más que telepatía, subir por un lado y bajar por otro. Era entrar en gatos perezosos, viejas solteronas agrias, niñas de rayuela, amantes en camas matinales, luego en el color rosa de los bebés nonatos, cerebros de pequeños sueños. ¿Dónde iría hoy? Se decidió. ¡Y se fue!

En ese mismo instante una furia de locura estalló en la Casa silenciosa: un hombre, un tío loco de tal reputación que con un constante tira y afloja sobresaltaba a la Familia durante sus medianoches. Tío de los tiempos de las guerras de Transilvania y señor enloquecido de un feudo espantoso, quien empaló al enemigo en estacas clavadas hasta las entrañas, para dejarlo colgado, destrozándose en una horrible muerte. Este tío, Juan el Injusto, había llegado de la obscura baja Europa hacía algunos meses para descubrir que no había lugar para su decadente persona y su espantoso pasado. La Familia era rara, quizás extravagante, en alguna medida rococó, pero no un flagelo, una enfermedad, una aniquilación como la que él representaba, con ojos enrojecidos, dientes afilados, garras como garfios y la voz de un millón de almas empaladas.

Un momento después de su loca intromisión en la Casa quieta, donde todos dormían amenazados por el Sol del mediodía, Juan el Terrible hizo a un lado a codazos a Timothy y a su madre que montaban guardia, y subió la escalera con voz salvaje para enfurecerse contra las arenas de ensueño alrededor de Cecy, provocando una tormenta del Sahara en la paz de ella.

—¡Maldición! —exclamó—. ¿Está ella aquí? ¿Llegué demasiado tarde?

—Atrás —dijo la Madre obscura subiendo a los confines del altillo, seguida de cerca por Timothy—. ¿Estás ciego? ¡Se ha ido y puede tardar días en volver!

Juan el Terrible, el Injusto, pateó la arena hacia la niña dormida. Le tomó la muñeca en busca del pulso oculto.

—¡Maldición! —exclamó otra vez—. Llámenla que venga. ¡La necesito!

—¡Ya me escuchaste! —la Madre se adelantó—. No debes tocarla. Hay que dejarla como está.

Tío Juan dio vuelta la cabeza. Su largo rostro colorado y duro tenía marcas de viruela y ninguna sensibilidad.

—¿Adónde fue? ¡Tengo que encontrarla!

La Madre habló con tranquilidad.

—Podrías encontrarla en un niño corriendo por la barranca. Podrías encontrarla en un cangrejo bajo una roca en el arroyo. O podría estar jugando al ajedrez tras el rostro de un anciano en la plaza de los tribunales —un gesto irónico apareció en la boca de la Madre—. Podría estar aquí ahora, mirándote, riendo, sin decir nada. Ése podría ser su modo de hablar con gran diversión.

—Pero… —giró pesadamente—. Si yo pensara

La Madre continuó tranquilamente.

—Por supuesto que no está aquí. Y si estuviera no habría modo de saberlo —sus ojos brillaban con delicada malicia—. ¿Por qué la necesitas?

Él escuchó una distante campana que llamaba. Sacudió la cabeza, con angustia.

—Algo… en mi interior… —se interrumpió; se inclinó sobre el cuerpo cálido, dormido—. ¡Cecy! ¡Vuelve! ¡Puedes hacerlo si quieres!

El viento soplaba suavemente al otro lado de las ventanas veteadas por el Sol. La arena se movía bajo los tranquilos brazos de Cecy. La distante campana llamó otra vez y él oyó los sonidos en el soñoliento día de verano, lejos, muy lejos.

—He pensado en ella. El último mes, con pensamientos terribles. Iba a tomar el tren hasta la ciudad en busca de ayuda. Pero Cecy puede calmar mis temores. Ella puede limpiar las telarañas, renovarme. ¿Entienden? ¡Tiene que ayudarme!

—¿Con todo lo que le has hecho a la Familia? —dijo la Madre.

—¡No hice nada!

—Cuando no teníamos lugar aquí, cuando teníamos gente hasta en las esquinas del tejado, nos maldijiste…

—¡Ustedes siempre me odiaron!

—Quizá te temimos. Tienes una historia espantosa.

—¡No es motivo para cerrarme la puerta!

—Sí que es motivo. Y aun así, si hubiese habido lugar…

—Mentiras… ¡Mentiras!

—Cecy no podría ayudarte. La Familia no lo aprobaría.

—¡Maldita Familia!

la has maldecido. Algunos han desaparecido en el último mes desde nuestro rechazo. Anduviste chismorreando en el pueblo; es sólo una cuestión de tiempo antes de que ellos vengan a buscarnos.

—¡Ellos podrían! Yo bebo y hablo. Y a menos que ayuden, podría beber más. ¡Malditas campanas! Cecy puede detenerlas.

—Esas campanas —dijo el solitario fantasma de mujer—, ¿cuándo empezaron? ¿Desde cuándo las escuchas?

—¿Desde cuándo? —hizo una pausa y giró los ojos, como si pudiera ver—. Desde que me cerraron la puerta. Desde que fui y… —se quedó paralizado.

—¿Bebiste y hablaste demasiado e hiciste que los vientos soplaran en el lugar equivocado alrededor de nuestros techos?

—¡No hice tal cosa!

—Está en tu rostro. Dices una cosa y amenazas con otra.

—Escucha esto, entonces —dijo Juan el Terrible—. Escucha soñadora —miró fijamente a Cecy—. Si no vuelves antes del atardecer para sacudirme la mente, despejarme la cabeza…

—¿Tienes una lista de nuestras almas más queridas que revisarás y publicarás con tu lengua de borracho?

lo dijiste, yo no.

Se detuvo, con los ojos cerrados. La distante campana, la sagrada sagrada campana llamaba otra vez. Llamaba, llamaba, llamaba.

Él gritó para apagar el sonido.

—¡Ya me escuchaste!

Se irguió para lanzarse fuera del altillo.

Sus pesados zapatos resonaron al bajar la escalera. Cuando se acabaron los ruidos, la pálida mujer se volvió para mirar con tranquilidad a la Durmiente.

—Cecy —dijo—. ¡Vuelve a casa!

Sólo hubo silencio. Cecy se quedó quieta, sin moverse, todo el tiempo que esperó su Madre.

Juan el Terrible, el Injusto, cruzó el fresco campo abierto y llegó a las calles del pueblo, buscando a Cecy en cada niño que comía un helado y en cada pequeño perro blanco que lo rozaba con entusiasmo en su camino hacia un anticipado ningún lugar.

Se detuvo para secarse el rostro con el pañuelo. Tengo miedo, pensó. Miedo.

Vio los pájaros que se posaban en los altos cables del teléfono como un código de punto y raya. ¿Estaba Cecy allí en lo alto riéndose de él con agudos ojos de pájaro, acomodándose las plumas, cantando?

A lo lejos, como en una adormecida mañana de domingo, escuchó las campanas del valle sonando en su cabeza. Su mente estaba en la obscuridad, donde unos pálidos rostros andaban a la deriva.

—¡Cecy! —exclamó, a todo, a todas partes—. ¡Sé que puedes ayudarme! ¡Sacúdeme! ¡Sacúdeme!

Parado junto al indio de utilería de la cigarrería del centro del pueblo, Juan sacudió la cabeza violentamente.

¿Y qué pasaría si no lograba encontrarla? ¿Qué pasaría si los vientos se la hubieran llevado a Elgin, donde a ella le gustaba quedarse? ¿El asilo de los locos, donde estaría allí ahora tocando y dando vuelta a las ideas de confeti? Lejos y retumbando, un gran silbato de metal resonó en la tarde; el tren cruzaba el valle, el vapor se desplegaba pasando entre los pilares sobre los frescos ríos, atravesando los campos de maíz maduro, internándose en los túneles y bajo los arcos de relucientes nogales. Juan se detuvo con miedo. ¿Y si Cecy se ocultara en la cabina, en la cabeza del maquinista? Le encantaba andar en esos trenes monstruosos. Tirar de la cuerda del silbato para que resonara sobre las dormidas tierras nocturnas o sobre los soñolientos campos diurnos.

Caminó por una calle sombría. Por el rabillo del ojo le pareció ver a una anciana, arrugada como un dátil, desnuda como una semilla, entre las ramas de un espino, con una estaca de cedro clavada en el pecho.

Algo chilló y le golpeó la cabeza. Un mirlo voló rasante tocándole el cabello.

—¡Maldición!

Vio al pájaro volar en círculos y esperó una nueva oportunidad.

Oyó el agitar de las alas.

Dio un manotazo.

¡Lo agarró! El ave chilló en sus manos.

—¡Cecy! —le gritó a sus dedos cazadores y a la negra criatura salvaje—. Cecy, te mataré si no me ayudas.

El pájaro chilló.

Apretó los dedos cada vez más fuerte, más fuerte.

Se alejó del lugar donde había dejado caer la cosa muerta y no miró hacia atrás.

Bajó por la barranca y a orillas del arroyo rió al pensar en la Familia que correría enloquecida, buscando la manera de escapar de él.

Había ojos con orificios de bala en el fondo del agua que lo miraban fijamente.

En los cálidos mediodías del verano, Cecy se instalaba a menudo en la suave caparazón gris de las cabezas aplanadas de los cangrejos y observaba desde los redondos ojos negros, la luz que las sensibles antenas capturaban, mientras sentía la corriente que se filtraba lentamente por las compuertas, en velos de frescura.

La idea de que Cecy podía estar cerca, en ardillas o castores o incluso… mi dios, ¡piensa!

En los mediodías ardidos del verano, Cecy podía vivir en amebas, cavilando, en lo profundo de las filosóficas aguas obscuras del pozo de la cocina. En los días en que el mundo era una pesadilla de calor impregnado en cada objeto de la Tierra, ella descansaba, temblando, fresca y distante en la garganta del pozo.

Juan tropezó y cayó de plano en el agua del arroyo.

Las campanas sonaron más fuerte. Y ahora, uno tras otro, una procesión de cuerpos parecía pasar flotando. Gusanos blanquecinos a la deriva, como marionetas. Al pasar, la corriente hacía subir y bajar las cabezas, permitiendo que los rostros giraran mostrándole los rasgos de la Familia.

Sentado en el agua, Juan empezó a llorar. Luego, se puso de pie, se sacudió y salió del arroyo y subió la colina. Sólo quedaba una cosa por hacer.

Al final de la tarde, Juan el Injusto, el Terrible, entró arrastrándose en la estación de policía, ya casi incapaz de sostenerse, con la voz como un susurro lastimoso.

El sheriff bajó los pies del escritorio y esperó a que el hombre loco recuperara el aliento y hablara.

—Estoy aquí para denunciar a una familia —exhaló—. Una familia de pecado y maldad que habita, que se oculta, visible pero invisible, aquí, allá, cerca.

El sheriff se enderezó.

—¿Una familia? ¿Y dice que es malvada? —tomó un lápiz—. ¿Dónde?

—Viven… —el hombre loco se detuvo.

Algo lo había golpeado en el pecho. Unas luces brillantes le cegaron los ojos. Vaciló.

—¿Podría decirme el nombre? —dijo el sheriff, a medias curioso.

—El nombre… —otra vez un terrible viento le golpeó la espalda. ¡Las campanas estallaron!

—¡Su voz, mi dios, su voz! —exclamó Juan.

—¿Mi voz?

—Suena como… —Juan extendió la mano hacia el rostro del sheriff—. Como…

—¿Sí?

—Es la voz de ella. ¡Ella está detrás de los ojos, del rostro, en la lengua de usted!

—Fascinante —dijo el sheriff, sonriente, con voz terriblemente suave y dulce—. Me iba a decir un nombre, una familia, un lugar…

—Es inútil. Si ella está aquí. Si la lengua de usted es la lengua de ella. ¡Dioses!

—Inténtelo —dijo la suave y gentil voz dentro del rostro del sheriff.

—¡La familia es! —exclamó el hombre que apenas se sostenía y deliraba—. ¡La casa es! —cayó hacia atrás, golpeado otra vez en el corazón.

Las campanas rugieron. Las campanas de iglesia lo agitaron como un llamador de hierro.

Y gritó un nombre. Y aulló un lugar.

Y entonces, desgarrado, se lanzó afuera.

Pasado un momento el rostro del sheriff se aflojó. La voz le cambió. Grave ahora y brusca, parecía asombrado en respuesta.

—¿Qué? —se preguntó a sí mismo—. ¿Mencionó a alguien? Maldición, maldición. ¿Cuál era el nombre? Pronto, escríbelo. ¿Y la casa? ¿Dijo adónde?

Miró el lápiz.

—Oh, sí —dijo por fin; y otra vez—: Sí.

El lápiz se movió. El sheriff escribió.

La puerta trampa del altillo se alzó de golpe y el hombre terrible e injusto estaba allí. Se detuvo junto al cuerpo durmiente de Cecy.

—Las campanas —dijo, tapándose los oídos con las manos—. ¡Son tuyas! Debí saberlo. Me hacen daño, me castigan. ¡Basta! ¡Las quemaremos! Traeré a la turba. ¡Oh Dios, mi cabeza!

Con un último gesto aplastante se pegó con el puño en el oído y cayó muerto.

La solitaria mujer de la Casa se acercó para mirar el cuerpo, mientras Timothy, en las sombras, sintió que sus compañeros entraban en pánico y se daban vuelta y se ocultaban.

—Oh, Madre —dijo la voz queda de Cecy en sus labios despiertos—. Traté de detenerlo. No pude. Nombró nuestro nombre, dijo nuestro lugar. ¿Lo recordará el sheriff?

La solitaria mujer de las medianoches no tenía respuesta.

Timothy, en las sombras, escuchaba.

De los labios de Cecy, a lo lejos y ahora cerca y claros, llegaron los sonidos de las campanas, las campanas, las terribles sagradas campanas.

El sonido de las campanas.