Pero eran más que eso.
Se instalaban en las chimeneas, descansaban, rugían hacia abajo y se deslizaban hacia arriba con el humo, pero en realidad no deshollinaban los tubos y los respiraderos.
Los ocupaban. Venían de lugares lejanos a vivir allí. Y nadie podía decir si eran etéreos, susurros de espíritu, reminiscencias de fantasma, esencias de luz, sombra y alma dormida o despierta.
Viajaban en las nubes, altos cirros del verano y en los atronadores impactos del rayo, cuando las tormentas se imponían. O, a menudo, si no contaban con el beneficio de un cirro o de un alto estrato, caían sobre los campos a cielo abierto y se los podía ver barriendo los acres de trigo o alzando cortinas de nieve caída, como si fueran a observar su destino final: la Casa y las noventa y nueve —o según algunos decían, cien— chimeneas.
Noventa y nueve o cien chimeneas es lo que se abría al cielo pidiendo que se lo llenara, que se lo alimentara, y este grito hueco tomó de la atmósfera cada brisa pasajera, cada clima en movimiento, desde todas las direcciones.
Entonces, los vientos amorfos e invisibles llegaron uno a uno, trayendo la semblanza de los viejos climas. Y como no tenían nombre, se llamaron Monzón o Siroco o Santa Ana. Y las noventa y nueve o cien chimeneas los dejaron colarse, vagar, caer para alojar a los genios del solsticio del verano y a las explosiones invernales en sus ladrillos tiznados, para reunirse a sí mismos en los mediodías de agosto como brisa cantarina o como último sonido de la noche con ruidos de almas moribundas, o para reverberar entonces otra vez, con el sonido de esa melancolía sufridora, la sirena en la niebla, lejos, fuera de las penínsulas de la vida, atascada en los riscos del naufragio, mil funerales en uno, como un lamento de cementerio en los mares.
Las llegadas habían sucedido mucho antes, durante, y mucho después de la Visita a Casa sin que las esencias se mezclaran en el hogar o hacia arriba en el tiraje. Estaban tan controladas y sedadas como gatos, grandes cosas felinas que no necesitaban compañía ni sustento, porque se alimentaban a sí mismas y se sentían bien satisfechas y seguras.
Por cierto que eran gatunas, y se iniciaban alrededor de las islas Hébridas o se despertaban en los mares de la China, o en huracanes tan apurados que se lanzaban sin esperanza desde el Cabo, o que volaban al sur con hálitos helados para encontrar los hálitos del fuego que cruzaban intemperantemente el Golfo.
Y así fue que todos los tubos de las chimeneas de toda la Casa estaban plenamente habitados, con los vientos del recuerdo que conocían a las más antiguas tormentas y que contaban sus temores, si uno encendía los troncos en el hogar.
O si la voz de Timothy subía por este o aquel tubo, entonces el invierno de Mystic Seaport lloriqueaba un cuento, o la bruma de Londres en viaje hacia el oeste susurraba, murmuraba y siseaba, sin labios, sus días sin luz y sus noches a ciegas.
En total había unos noventa y nueve, o quizá cien sortilegios similares al clima en movimiento —una tribu de temperaturas—, los aires antiguos, los recientes soplos del calor y del frío que en la búsqueda encontraban buen resguardo, donde, así ocultos, esperaban que un viento cargado de lluvia descorchara las chimeneas para unirse a los carruseles de la nueva tormenta. La Casa entonces era una gran tinaja de gritos murmurados, escuchados pero invisibles, opiniones de aire puro.
A veces, cuando Timothy no podía dormir, se acostaba en tal o cual hogar y gritaba por la chimenea para convocar la compañía de la medianoche y hablar con los vientos que viajaban por todo el mundo. Entonces Timothy recibía compañía, cuando por los tubos de ladrillo bajaban cuentos misteriosos en una nieve sin luz para tocarle los oídos, excitar la histeria de Arach, agitar al Ratón y hacer que Anuba se sentara erguida, en señal de reconocimiento felino a amigos extraños.
Y así fue como la Casa acogió a los que se veían y a la mayoría de los que no se veían, entonces los cuartos de la Familia se abrigaron con brisas confortables y vientos y climas de todos los tiempos y de todos los lugares.
Invisibles en los conductos.
Memoriosos de mediodías.
Narradores de atardeceres perdidos en el aire.
Nada en cada una de las noventa y nueve o cien chimeneas.
Excepto ellos.