Mademoiselle Angelina Margarita era quizás insólita, grotesca para algunos, una pesadilla para muchos, pero sobre todo un rompecabezas de vida inversa.
Timothy no supo que ella existía hasta muchos meses después de esa gran y felizmente recordada Visita a Casa.
Porque ella vivía, o existía o, en última instancia, se escondía en las tierras umbrías detrás del gran árbol donde se encontraban las lápidas con nombres y fechas propios de la Familia. Fechas de cuando la Armada Española había desembarcado en la costa irlandesa para engendrar en las mujeres gaélicas niños de pelo obscuro y niñas de pelo más obscuro aún. Los nombres recordaban los locos tiempos de la Inquisición o de las Cruzadas, en que los niños habían cabalgado inconscientemente hasta las tumbas musulmanas. Algunas lápidas, más grandes que otras, conmemoraban el sufrimiento de las brujas en un pueblo de Massachusetts. Todas las lápidas se habían hundido en el lugar a medida que la Casa recibía visitantes de otros siglos. Lo que yacía bajo las piedras sólo lo sabían el pequeño roedor y el arácnido aún más pequeño.
Pero fue el nombre Angelina Margarita el que dejó a Timothy sin aliento. Sonaba suave al pronunciarlo. Era un deleite de belleza.
—¿Cuánto hace que murió? —preguntó Timothy
—Pregunta más bien —dijo el Padre— cuánto tardará en nacer.
—Pero ella nació hace mucho tiempo —dijo Timothy—. No puedo leer la fecha. Seguramente…
—Seguramente —dijo el hombre alto, enjuto y pálido en la cabecera de la mesa, volviéndose cada vez más alto y enjuto y pálido con el paso de las horas—, seguramente, si puedo creer en lo que dicen mis oídos y mi médula, nacerá verdaderamente dentro de una quincena.
—¿Cuánto es una quincena? —preguntó Timothy.
El Padre suspiró.
—Averígualo. Ella no se quedará bajo su lápida.
—¿Quieres decir…?
—Vigila. Cuando la lápida tiemble y la tierra se mueva, por fin verás a Angelina Margarita.
—¿Será tan bella como su nombre?
—Oh, Dios, sí. No me gustaría esperar a que una vieja se vuelva cada vez más joven y que viva durante largos años para derretirse otra vez hasta la belleza. Si tenemos suerte, será una rosa de Castilla. Angelina Margarita está esperando. Ve a ver si está despierta. ¡Ahora!
Timothy corrió con algo diminuto en la mejilla, algo en la camisa, y algo que lo seguía.
—Ay Arach, Ratón, Anuba —dijo, corriendo por la vieja Casa obscura—. ¿Qué quiso decir el Padre?
—Silencio —las ocho patas arañaban en su oído.
—Escucha —dijo un eco desde su camisa.
—No interfieras —dijo la gata—. ¡Déjame a mí!
Y al llegar a la tumba de la blanca lápida, tan lisa como la mejilla de una niña, Timothy se arrodilló y puso el oído y apoyó el pecho con la camisa contra el mármol frío, para que sus amigos pudieran oír.
Timothy cerró los ojos.
Al principio: silencio de piedra.
Y otra vez, nada.
Estaba por levantarse, confundido, cuando el cosquilleo en su oreja dijo: Espera.
Y debajo, en lo hondo, escuchó lo que pensó que era el único latido de un corazón enterrado.
El suelo bajo sus rodillas latió rápidamente tres veces.
Timothy cayó hacia atrás.
—¡El Padre dijo la verdad!
—Sí —dijo el susurro en su oído.
—Sí —repitió la bola de piel en su camisa.
Anuba ronroneó.
—¡Sí!
Timothy no volvió a la blanca lápida, porque era tan terrible y misteriosa que lloró sin saber por qué.
—¡Oh, esa pobre señora!
—No es pobre, querido —dijo su Madre.
—¡Pero está muerta!
—Pero no por mucho tiempo. Paciencia.
Aun así él no quería ir a visitarla, así que envió a sus mensajeros a escuchar y volver.
Los latidos aumentaban. La Tierra se agitaba con temblores nerviosos. En el oído de Timothy se tejía una tela. El bolsillo de su camisa se movía. Y Anuba corría en círculos.
El tiempo está cerca.
Y entonces, en la mitad de una larga noche, con una tormenta que ya se alejaba, un rayó golpeó el cementerio para reforzar la celebración.
Y Angelina Margarita nació.
A las tres de la mañana, la medianoche de las almas, Timothy miró por la ventana y vio una procesión de velas que iluminaba el sendero hacia el árbol y hacia esa lápida especial.
Alzando la vista, con el candelabro en la mano, el Padre le indicó que bajara. Con pánico o no, Timothy debía participar.
Llegó para encontrar a la Familia con las velas ardiendo alrededor de la tumba.
El Padre entregó a Timothy un pequeño implemento.
—Hay azadones que entierran y otros que sacan a la luz. Serás el primero en cavar la Tierra.
Timothy dejó caer el azadón.
—Tómalo —dijo el Padre—. ¡Muévete!
Timothy clavó el azadón en la Tierra. Un martilleo de latidos resonó. La lápida se partió.
—¡Bien! —el Padre cavó. Los otros lo siguieron, hasta que al fin apareció el más hermoso cajón dorado que jamás hubiese visto, con una insignia real de Castilla en la tapa, y lo colocaron bajo el árbol en medio de grandes risas.
—¿Cómo pueden reír? —exclamó Timothy.
—Querido niño —dijo la Madre—. Es un triunfo sobre la muerte. Todo se da vuelta. Angelina Margarita no es enterrada, sino desenterrada, un gran motivo de alegría. ¡Busca el vino!
Timothy trajo dos botellas para verter en una docena de copas que se alzaron mientras una docena de voces murmuraba: «¡Oh, Angelina Margarita, sal afuera, vuelve a ser joven, a ser niña, a ser bebé y luego vuelve al origen y a la eternidad antes del Tiempo!».
Entonces la caja se abrió.
Y bajo la tapa brillante había una capa de…
—¡¿Cebollas?! —exclamó Timothy.
Y por cierto, como un manto de pasto de las orillas del Nilo, las cebollas estaban allí, verdes y lujuriosas y sabrosas en el aire.
Y bajo las cebollas…
—¡Pan! —dijo Timothy.
Dieciséis pequeños panes se habían horneado en no más de una hora, en el horno caliente que era la caja, con la cáscara dorada como la tapa del ataúd, y con olor a levadura.
—Pan y cebollas —dijo el más viejo de los casi tíos en sus vendas egipcias, inclinándose para señalar la caja en el jardín—. Yo planté aquí estas cebollas y este pan. Para el largo viaje, no Nilo abajo hacia el olvido, sino Nilo arriba hacia el origen, durante el tiempo de la semilla, la Familia —millones de gritos pidiendo nacer— crece como los mil granos de la granada, uno cada mes, envueltos por los ciclos de la vida. ¿Y entonces…?
—Pan y cebollas —Timothy se sumó a las sonrisas—. ¡Cebollas y pan!
Colocaron las cebollas a un lado con el pan amontonado cerca de ellas, para poder quitar un velo de seda que cubría el rostro dentro del ataúd.
La Madre hizo un gesto.
—¿Timothy?
Timothy retrocedió.
—¡No!
—Ella no tiene miedo de que la vean. No debes tener miedo de verla. Ahora.
Timothy tomó el velo y lo quitó.
El velo flotó en el aire como una voluta de humo blanco y voló lejos.
Y Angelina Margarita yacía allí con el rostro iluminado por las velas y los ojos cerrados; su boca esbozaba la más suave sonrisa.
Y ella era una alegría y un placer y un hermoso juguete embalado y enviado desde otro tiempo.
La luz de las velas vibró al verla. La Familia experimentó un temblor en respuesta. Sus exclamaciones inundaron el aire obscuro. Sin saber qué hacer, todos aplaudieron el cabello dorado, los pómulos altos, las cejas arqueadas, las orejas pequeñas y perfectas, la boca satisfecha, pero no de sí misma, descansada de mil años de sueño, el pecho como una suave colina, las manos como pendientes de marfil y los pies diminutos, que reclamaban ser besados y que no parecían necesitar zapatos, oh Dios, y que la llevarían a todas partes.
«¡A todas partes!», pensó Timothy.
—No entiendo —dijo—. ¿Cómo puede ser esto?
—Esto es —susurró alguien.
Y el susurro había salido de la boca de esta criatura que llegaba a la vida y que respiraba.
—Pero —dijo Timothy.
—La muerte es misteriosa —la Madre acarició apenas la mejilla de Timothy—. La vida lo es más aún. Elige. Sea que al final de la vida vuelvas a la ceniza, o sea que llegues a la juventud y hacia atrás al nacimiento y al origen; esto último es más extraño que lo extraño, ¿sí?
—Sí, pero…
—Acéptalo —el Padre alzó su copa—. Celebra este milagro.
Y por cierto Timothy vio el milagro: esta hija del tiempo, con su rostro de juventud, se volvía más joven, si, cada vez más joven mientras él la miraba. Era como si yaciera bajo una suave y pasajera corriente de agua clara que bañara lentamente sus mejillas con sombras y luz, y acariciara sus párpados y purificara su carne.
En ese momento, Angelina Margarita abrió los ojos. Eran del suave celeste de las delicadas venas de sus sienes.
—Bueno —susurró—. ¿Es mi nacimiento o mi aniversario?
Risas silenciosas de todos.
—Lo uno o lo otro. Lo otro o nada —la Madre de Timothy extendió la mano—. Bienvenida. Quédate. Pronto irás a tu destino sublime.
—Pero —protestó Timothy otra vez.
—Nunca dudar. Simplemente ser.
Una hora más joven que un minuto atrás, Angelina Margarita tomó la mano de la Madre.
—¿Hay torta con velitas? ¿Es éste mi primer cumpleaños o el novecientos noventa y nueve aniversario?
En busca de la respuesta, se sirvió más vino.
Se aman los ocasos porque se desvanecen.
Se aman las flores porque son efímeras.
Se aman los perros del campo y los gatos de la cocina porque pronto deberán partir.
Éstas no son las únicas razones, pero en el corazón de las bienvenidas matinales y de las risas vespertinas está la promesa del adiós. En el hocico encanecido de un perro viejo, vemos el adiós. En el rostro cansado de un viejo amigo, leemos largos viajes más que regresos.
Así fue con Angelina Margarita y la Familia, pero más que todo con Timothy.
Apúrate a vivir era el lema bordado en la gran alfombra del hall sobre la que caminaban o corrían a cada minuto de cada hora del día, en que la hermosa joven llegó a sus vidas. Porque disminuía de diecinueve a dieciocho y medio, a dieciocho y un cuarto, incluso cuando la miraban y extendían las manos para contener el interminable y bello retroceso.
—¡Espérame! —exclamó Timothy un día, viendo que el rostro y el cuerpo se derretían de belleza a belleza, como una vela encendida que nunca se apagara.
—¡Atrápame si puedes! —y Angelina Margarita corrió en el prado, mientras Timothy sollozaba al perseguirla.
Exhausta, con una gran risa, se dejó caer y esperó a que él se tirara a su lado.
—Te atrapé —exclamó él—. ¡Te atrapé!
—No —dijo ella suavemente y le tomó la mano—. Nunca, querido primo. Escucha.
Y entonces explicó:
—Tendré esta edad, dieciocho, un breve tiempo, y luego diecisiete, y dieciséis otro pequeño tiempo y, oh Timothy, mientras tenga ésta y esa edad, debo encontrar un rápido amor, un romance veloz en el pueblo, y no dejarles saber que vengo de esta colina o de esta Casa, y entregarme a la alegría, por un pequeño tiempo, antes de que tenga quince y catorce y trece, y luego la inocencia de los doce, antes de que comiencen las reglas y la sangre se manifieste, y luego los once, e ignorante pero feliz, los diez… todavía más feliz. Y entonces, Timothy, si en ese punto del camino hacia atrás, tú y yo pudiéramos estar juntos otra vez y unir nuestras manos como amigos y unir nuestros cuerpos en la alegría, ¡qué bien!, ¿sí?
—¡No sé de qué hablas!
—¿Qué edad tienes, Timothy?
—Diez, creo.
—Ah, sí. Así que no sabes de qué hablo.
Ella se inclinó de repente y le dio tal beso en la boca que a él se le rompieron los tímpanos y le dolió la parte blanda del cráneo.
—¿Te da eso una pequeña idea de lo que te perderás al no poder amarme? —dijo ella.
Timothy se sonrojó. El alma se le escapó del cuerpo y le volvió con una tormenta.
—Casi —susurró él.
—En algún momento —dijo ella— deberé irme.
—Eso es terrible —exclamó él—. ¿Por qué?
—Debo hacerlo, querido primo, porque si me quedo demasiado en un lugar verán, con el paso de los meses, que en octubre tenía dieciocho y en noviembre diecisiete y luego dieciséis, y para Navidad, diez, y en la primavera dos y luego uno, y luego tendré que ir en busca de una carne que me cobije, mientras me escondo en su seno para visitar el Para Siempre de donde todos vinimos a visitar el Tiempo, y desaparecer en la Eternidad. Eso dijo Shakespeare.
—¿Lo dijo?
—La vida es una visita construida de sueños. Yo, al ser diferente, vine del sueño de la Muerte. Y corro a ocultarme en el sueño de la Vida. En la próxima primavera, seré una semilla guardada en el vientre de una joven esposa, deseosa de encuentros, lista para vivir.
—Eres extraña —dijo Timothy.
—Muy.
—¿Ha habido muchas como tú desde que comenzó el mundo?
—Pocas, que sepamos. ¿Pero no soy afortunada al haber nacido de la tumba, y luego regresar al interior del laberinto de la granada de una niña novia?
—Por eso celebraban —dijo Timothy—. Tantas risas y el vino.
—Por eso —dijo Angelina Margarita y se inclinó para darle otro beso.
—¡Espera!
Demasiado tarde. La boca de ella tocó la de él. Un furioso rubor encendió las orejas de Timothy, le quemó el cuello, le quebró y le reconstruyó las piernas, le golpeó el corazón y subió para enrojecerle la cara. Un poderoso motor se encendió entre sus piernas y murió calladamente.
—Oh, Timothy —dijo ella—, qué lástima que no podamos unirnos de verdad: tú avanzas a la tumba y yo al dulce olvido de la carne y la procreación.
—Sí —dijo Timothy—, una lástima.
—¿Sabes qué significa «adiós»? Significa Dios Esté Contigo. Adiós, Timothy.
—¡¿Qué?!
—¡Adiós!
Y antes de que él pudiera ponerse de pie, ella huyó a la Casa y desapareció para siempre.
Algunos dijeron que se la vio luego en el pueblo, casi de diecisiete años, y una semana después, en una aldea de otro lugar, llegando a los dieciséis, y luego dejándolos en Boston. ¿La suma? ¡Quince! Y luego en un barco rumbo a Francia, una niña de doce.
A partir de allí, su historia se perdió en la bruma. Pronto llegó una carta que describía una niña de cinco, que se había quedado unos días en Provence. Un viajero venido de Marsella dijo que una beba de dos años, que pasaba en brazos de una mujer, lanzó riendo un mensaje confuso acerca de un país, un pueblo, un árbol y una Casa. Pero otros dijeron que ésas eran tonterías.
Un conde italiano que pasaba por Illinois dio un autorizado resumen sobre Angelina Margarita, mientras saboreaba los manjares y los vinos de una hostería en el centro del Estado y contó de un increíble encuentro con una condesa romana, embarazada, que acababa de dar a luz a una criatura, cuyos ojos eran los de Angelina y la boca era la de Margarita y que tenía el brillo del alma de las dos. Pero, también, ésas eran tonterías.
¿Cenizas a las Cenizas, polvo al polvo?
Una noche en la cena, rodeado por la Familia y secándose las lágrimas con la servilleta, Timothy dijo:
—Angelina significa ángel, ¿sí? ¿Y Margarita es una flor?
—Sí —dijo alguien.
—Bueno —murmuró Timothy—. Flores y ángeles. No cenizas a las cenizas. Tampoco polvo al polvo. Ángeles y flores.
—Brindemos por ello —dijeron todos.
Y brindaron.