—Yo era la hija bastarda de los goznes en el gran muro de Tebas —dijo—. ¿Y qué quiero decir con bastarda o, para el caso, con goznes? Una gran puerta en el muro de Tebas, ¿sí?
Todos los que estaban alrededor de la mesa asintieron impacientemente.
—Sí.
—Rápido, entonces —dijo la bruma del vapor dentro del más breve estornudo de sombra—, cuando se construyó el muro y se cinceló la doble puerta de vastas maderas, se inventó el primer gozne del mundo para colocar los portones y que se los pudiera abrir con facilidad. Y se los abría a menudo para permitir que entraran los adoradores que venían a adorar a Isis u Osiris o Bubastis o Ra. Pero los sumos sacerdotes aún no se habían imbuido de los trucos de la magia, aún no habían intuido que los dioses deben de tener voces, o aire o espacio, o al menos incienso, para que cuando suba el humo se puedan interpretar las espirales y las estelas y leer los símbolos. El incienso llegaría más tarde. No lo sabían, pero se necesitaban voces. Yo fui esa voz.
—¿Ah? —la Familia se inclinó hacia ella—. ¿Y entonces?
—Habían inventado el gozne hecho de bronce macizo, metal eterno, pero no habían inventado el aceite para hacer que el gozne girara silencioso. Por eso, cuando se abrieron las grandes puertas de Tebas, nací yo. Muy pequeña al principio, mi voz, un gemido, un chillido, pero pronto, la vibrante declaración de los dioses. Escondida como una declaración secreta, invisible, Ra y Bubastis hablaban a través mío. ¡Los santos adoradores, divididos, ahora prestaban tanta atención a mis sílabas, a mis ambulantes chillidos y rechinamientos, como lo hacían con las máscaras de oro y con los puños que hacían palidecer las cosechas!
—Nunca pensé en eso —Timothy alzó la mirada con gentil sorpresa.
—Piensen —dijo la voz de los goznes de Tebas, perdida tres mil años en el tiempo.
—Continúa —dijeron todos.
—Y viendo —dijo la voz— que los fieles inclinaban las cabezas para captar mis pronunciamientos ornados de misterio y en espera de ser interpretados, en vez de aceitar el bronce, se nombró un lector, un sumo sacerdote que tradujera mi más leve sonido y murmullo como una señal de Osiris, como una preferencia de Bubastis, como una aprobación del mismísimo Sol.
La presencia hizo una pausa y dio varios ejemplos de los chirridos sincopados del gozne. Eso era música.
—Y una vez nacida, nunca morí. Casi, pero no. Mientras los aceites lubriquen los portones y las puertas del mundo, siempre quedará una puerta, un gozne, donde alojarme por una noche, un año o durante la vida de un mortal. De modo que crucé los continentes con mi propio lenguaje, mis propios tesoros de conocimiento y aquí estoy entre ustedes, representante de todas las aberturas y cierres del vasto mundo. No pongan manteca, ni sebo, ni grasa de panceta, en los lugares donde yo descanse.
Hubo una suave risa en la que todos se unieron.
—¿Cómo te anotaremos? —preguntó Timothy.
—Como miembro de la tribu de los Hablantes sin viento sin necesidad de aire, oradores autosuficientes de la noche en la hora del mediodía.
—Repítelo.
—La pequeña voz que pregunta a los muertos que llegan pidiendo ser admitidos a las puertas del Paraíso: «En tu vida, ¿conociste el entusiasmo?». Si la respuesta es sí, entras al cielo. Si es no, caes para arder en el pozo. Cuanto más preguntas hago, más largas son tus respuestas
—La Voz de Tebas. Escribe eso.
Timothy escribió.
—¿Cómo se escribe Tebas? —preguntó.