La lista era larga, la necesidad era manifiesta.
Las manifestaciones de necesidad tomaron muchos aspectos y formas. Algunas eran carne sólida, otras eran esencias evanescentes que crecían en el aire, otras eran parte de las nubes, otras del viento, otras sencillamente de la noche, pero todas necesitaban un lugar donde esconderse, un lugar donde establecerse, ya fuera en sótanos o en altillos o convertidas en estatuas de piedra en la entrada de mármol de la Casa. Y entre éstas había susurros imperceptibles. Había que escuchar bien cerca para oír las necesidades.
Y los susurros decían:
—Escóndete. Quédate quieto. Habla y no te levantes. No prestes atención a los ruidos de los cañones y a los gritos. Porque lo que gritan es el fin y la muerte, sin fantasmas visibles ni espíritus animados. No nos dicen sí a nosotros, el gran ejército de los temibles resucitados, sino «no», el terrible «no», el que hace caer sin alas al murciélago y el que hace yacer herido al lobo y el que raja con hielo los ataúdes y los clava con la helada de la Eternidad, desde la cual ningún aliento de la Familia puede suspirar para vagar por el clima en vapores y niebla.
—¡Quédense, oh, quédense en la gran Casa, duerman con corazones delatores que golpean el suelo de madera! Quédense, oh, quédense, que todo sea silencio. Escóndanse. Esperen. Esperen.