Capítulo Quince: Tío Einar

—Sólo tardará un minuto —dijo la buena esposa de Tío Einar.

—Me niego —dijo él—. Y eso me lleva un segundo.

—He trabajado toda la mañana —dijo ella—. ¿Y tú te niegas a ayudar? Está por llover.

—Que llueva —exclamó él—. No dejaré que me parta un rayo sólo por secar tu ropa

—¡Pero eres tan rápido! —dijo ella

—Otra vez, me niego —las vastas alas enceradas zumbaban nerviosamente a sus espaldas.

Ella le entregó una soga delgada en la que había dos docenas de prendas de ropa recién lavada. Él la hizo girar entre los dedos con el disgusto reflejado en los ojos.

—¡Así que a esto hemos llegado! —dijo con amargura—. ¡A esto, a esto, a esto!

Después de tantos días y semanas en que Cecy había viajado en los vientos y mirado la Tierra y encontrado granjas que no eran adecuadas, al fin había descubierto una granja vacía con la casa abandonada, de donde la gente se había ido. Cecy lo había enviado aquí en un largo viaje en busca de una posible esposa y como refugio del mundo incrédulo, y aquí estaba atado al lugar.

—No llores; mojarás más la ropa —dijo ella—. Salta ahora, llévala arriba y habrás terminado en un instante.

—Llévala arriba —dijo él burlándose, sintiéndose vacío y terriblemente herido—. ¡Qué truene, que llueva a baldes!

—Si hoy fuera un lindo día soleado no te lo habría pedido —dijo ella—. Tanto lavar para nada. Quedará colgada por toda la casa.

Eso lo decidió. No había nada que odiara más que la ropa colgada en todas partes, porque había que pasar debajo de ella camino al cuarto. Hizo sonar las vastas alas.

—Pero sólo hasta el límite del campo —dijo él.

—¡Sólo hasta allí! —exclamó ella.

Un zumbido… y saltó con las alas que rasgaban y amaban el aire fresco, rugiendo al ras del campo, llevando la soga que ondeaba en un gran arco, secando la ropa con la conmoción sonora y el envión de las alas.

—¡Tómala!

Un minuto más tarde, ya de vuelta, depositó la ropa, seca como trigo, sobre una cantidad de mantas limpias que ella había extendido en el suelo.

—¡Muchas gracias! —exclamó ella.

—… ¡Ajá! —gritó él y se escapó a meditar su infelicidad bajo el manzano amargo.

Las hermosas alas sedosas de Tío Einar se desplegaban como velas color verde mar detrás de él, y zumbaban y susurraban desde sus hombros cuando estornudaba o giraba velozmente.

¿Odiaba sus alas? Lejos de eso. En su juventud siempre había volado de noche. La noche era el momento para los hombres alados. La luz del día generaba peligros, siempre los había, siempre los habría, pero de noche, ah, de noche, había volado sobre tierras lejanas y mares más lejanos aún. Sin peligro. Habían sido vuelos ricos, plenos e hilarantes.

Pero ahora no podía volar de noche.

En el camino a esta condenada e infortunada granja, había bebido demasiado vino tinto. «Estaré bien», se había dicho a sí mismo, atontado, mientras recorría el largo camino bajo las estrellas de la madrugada, sobre las colinas que soñaban bajo la Luna. Y entonces… un estallido en el cielo.

¡El rayo azul de Dios o del Universo!

¡Cazado como un pato! ¡Un gran dolor! Su cara quedó tiznada por los fuegos de San Telmo. Se defendió del fuego con la percusión de sus alas, dando un terrorífico salto hacia atrás y cayó.

Y golpeó el campo iluminado por la Luna e hizo un ruido como si hubieran tirado del cielo una inmensa guía telefónica.

A la madrugada siguiente se levantó bien temprano y sacudió violentamente las alas húmedas de rocío. Aún estaba obscuro. Había una tenue franja de luz que se estiraba hacia el oriente. Pronto la franja se llenaría de color y sería imposible volar. No habría nada qué hacer, excepto buscar refugio en el bosque y esperar a que pasara el día en el arbusto más espeso, hasta que la noche le permitiera el invisible movimiento de las alas en el cielo.

Así lo encontró su futura esposa.

Durante el día, que era cálido, la joven Brunilla Wexley salió a ordeñar una vaca perdida, llevando un balde de metal en la mano, mientras se internaba en los arbustos y rogaba hábilmente a la vaca escondida que volviera a casa o que rompiera su estómago con la leche sin ordeñar. El hecho de que la vaca casi con certeza habría vuelto a casa, cuando sus ubres verdaderamente hubieran necesitado ser ordeñadas, no preocupaba a Brunilla Wexley. La excusa era agradable para pasear por el bosque, soplar panaderos y masticar flores; Brunilla estaba haciendo todo esto, cuando tropezó con Tío Einar.

Dormido cerca de un arbusto, parecía un hombre bajo un cascarón verde.

—Oh —dijo Brunilla, sintiendo calor—. Un hombre. ¡Y en una carpa!

Tío Einar despertó. La carpa se desplegó como un gran abanico detrás de él.

—Oh —dijo Brunilla, la que buscaba la vaca—. ¡Un hombre con alas! Sí, sí, por fin. ¡Cecy dijo que te enviaría aquí! ¡Eres Einar, ¿verdad?!

Era un lujo ver a un hombre alado y ella se sentía orgullosa de conocerlo. Empezó a hablarle y en una hora ya eran viejos amigos, y en dos horas ella ya había olvidado que las alas de él estaban allí.

—Pareces golpeado en todas partes —dijo ella—. Tu ala derecha está muy mal. Mejor me dejas que te la arregle. De todos modos no podrás volar con ella. ¿Te dijo Cecy que vivo sola con mis hijos? Soy una astróloga sin importancia, muy peculiar, rara, casi vidente. Y como ves, bastante fea.

Él insistió en que no lo era y que no le molestaba lo de vidente.

—Pero ¿sientes miedo de mí? —preguntó.

—Más bien siento celos —dijo ella—. ¿Puedo? —y le acarició los grandes membranosos velos verdes con cuidadosa envidia. Él tembló, cuando ella lo tocó, y se mordió la lengua con los dientes.

Entonces no le quedó más remedio que ir hasta la casa y dejar que le pusiera un ungüento en la herida, y, ¡por Dios!, qué quemadura tenía en la cara, bajo los ojos.

—Tuviste suerte de no quedar ciego —dijo ella—. ¿Cómo fue?

—¡Desafié al cielo! —dijo él, y ya estaban en la granja, casi sin darse cuenta de que habían caminado más de un kilómetro, atentos el uno al otro.

Bueno, pasó un día y otro día. Llegó el día en que él le agradeció en la puerta y le dijo que debía irse. Al fin de cuentas, Cecy quería que él conociera a una cantidad de damas posibles en la tierra lejana, antes de que decidiera dónde plegar las alas enceradas para establecerse.

Era el anochecer y debía viajar muchos kilómetros para llegar a una granja más adelante.

—Gracias y adiós —dijo, mientras desplegaba las alas y empezaba a volar en la obscuridad… y se estrelló contra un arce.

—¡Oh! —gritó ella y corrió junto al cuerpo inconsciente.

Así terminó la cosa. Cuando Einar se despertó una hora más tarde, supo que ya no volvería a volar de noche. Había perdido su delicada percepción nocturna. La telepatía alada que le decía dónde había torres, árboles y cables en el camino; la fina y clara visión, y la mente que lo orientaba entre los acantilados, los postes y los pinos… todo ello había desaparecido. Y la voz distante de Cecy no ayudaba. El estallido en su rostro, las llamas azul eléctrico, habían cercenado su percepción, quizá para siempre.

—¿Cómo podré volar a Europa? —se quejó, lastimosamente—. ¿Y si algún día quiero volver allí?

—Oh —dijo Brunilla Wexley, mirando al suelo—. ¿Quién quiere ir a Europa?

Y entonces se casaron. La ceremonia fue breve, aunque un poco trastocada y obscura y medianamente diferente para Brunilla, pero terminó bien. Tío Einar se quedó con su flamante esposa, pensando que no se atrevería a volar a Europa a la luz del día, que era el único momento en el que ahora podía ver, por temor a que lo vieran y le dispararan; pero ya no importaba, porque tenía a Brunilla a su lado y Europa tenía cada vez menos fascinación para él.

No necesitaba ver demasiado bien para subir derecho o bajar. Por eso fue natural que en su noche de bodas tomara a Brunilla en brazos y la llevara derecho a las nubes.

Un granjero, a diez kilómetros de distancia, miró al cielo a medianoche y vio un leve fulgor y chispazos.

—Tormenta eléctrica —pensó.

No volvieron abajo hasta el amanecer, con el rocío.

El matrimonio funcionó. Ella estaba tan orgullosa de las alas de él, que la hacía pensar que era la única mujer en el mundo casada con un hombre alado. ¿Qué otra mujer podría decirlo?, le preguntó al espejo. Y la respuesta fue: ¡Ninguna!

Él, por su lado, encontró gran belleza interior en el rostro de ella, gran bondad y comprensión. Hizo algunos cambios en su dieta para acomodarse a las ideas de ella y se cuidó de que sus alas no voltearan las porcelanas y tumbaran las lámparas. También cambió sus hábitos de sueño, ya que no podía volar de noche. Y ella a su vez arregló las sillas para que resultaran cómodas para las alas y decía cosas que él amaba oír.

—Todos estamos en el nido —decía ella—. Yo soy una persona común. Pero algún día me crecerán alas tan hermosas y elegantes como las tuyas.

—Hace mucho que te han crecido —contestaba él.

—Sí —tuvo que admitir ella—. Y sé qué día fue. ¡En el bosque cuando buscaba una vaca y encontré una carpa! —y rieron y en ese momento la belleza escondida emergió de la fealdad de ella como una espada de su vaina.

En cuanto a los hijos sin padre, dos varones y una niña que, por su energía, parecían tener alas, crecían como hongos en los días calurosos del verano, mientras pedían a Tío Einar que se sentara bajo el manzano y los abanicara con las alas refrescantes y les contara cuentos de juventud sobre estrellas brillantes e ignotas y viajes celestiales. Entonces les habló de los vientos y de las texturas de las nubes y de qué se siente cuando una estrella se derrite en la boca y del gusto del aire de alta montaña, y de qué se siente cuando un guijarro lanzado desde el monte Everest, se abre como una flor verde, floreciendo en las alas, justo antes de golpear las nieves eternas.

Éste, entonces, era su matrimonio.

Y hoy, aquí está sentado Tío Einar, impaciente y nada amable, quejándose bajo el árbol, no porque sea su deseo, sino porque después de una larga espera, no ha recuperado el sentido para viajar de noche. Aquí está sentado, tristemente, parecido a una gran sombrilla verde, abandonada durante la temporada por irresponsables veraneantes que alguna vez buscaron refugio bajo su sombra. ¿Debe quedarse sentado aquí para siempre, temeroso de volar, salvo como secarropas para su buena esposa, o como abanico de niños en los cálidos mediodías de agosto? ¡Por todos los dioses! ¡Piensa!

Su única ocupación, volar haciendo mandados para la familia, más rápido que las tormentas, más veloz que los telegramas. Como un bumerán se había lanzado sobre las colinas y los valles y como una flor de cardo había aterrizado.

¿Pero ahora? ¡Oh amargura! Sus alas temblaban a sus espaldas.

—Papá, abanícanos —dijo la pequeña hija.

Los niños estaban parados frente a él, mirándole el rostro obscuro.

—No —dijo.

—Abanícanos, Papá —dijo el honorable hijo nuevo.

—Es un día fresco, pronto habrá lluvia —dijo Tío Einar.

—Sopla el viento, Papá. El viento se llevará las nubes —dijo el segundo hijo muy pequeño.

—¿Nos mirarás, Papá?

—Vayan, vayan —les dijo Einar—. Dejen a Papá meditar en cosas deprimentes.

Otra vez pensó en los viejos cielos, cielos nocturnos, cielos nublados, toda clase de cielos. ¿Sería su destino andar por los campos, temeroso de que lo vieran quebrarse un ala contra un silo o estrellarse contra un alambrado? ¡Ah!

—Ven a vernos, Papá —dijo la niña.

—Vamos a la colina —dijo uno de los niños—. Con todos los chicos del pueblo.

Tío Einar se mordió los nudillos.

—¿Qué colina?

—¡La Colina de los Barriletes! —dijeron a coro.

Ahora Einar miró a los tres niños.

Cada uno cargaba un gran barrilete de papel contra el pecho jadeante, sus caras bañadas de ansiedad y la excitación de un animal. En los pequeños dedos, llevaban ovillos de hilo blanco. De los barriletes, de color rojo, azul, amarillo y verde, colgaban colas de algodón y cintas de seda.

—¡Iremos a remontar los barriletes! ¡Ven a ver!

—No —dijo Einar—, ¡me verían!

—Podrías esconderte y mirar desde el bosque. Queremos que veas.

—¿Los barriletes? —preguntó.

—Nosotros los hicimos, porque sabemos hacerlos.

—¿Y cómo saben?

—¡Porque eres nuestro Papá! —fue la respuesta inmediata—. ¡Por eso!

Einar miró a la primera, al segundo y al tercero.

—Un festival de barriletes, ¿verdad?

—¡Sí, señor!

—Yo voy a ganar —dijo la niña.

—¡No, yo! —la contradijeron los varones—. ¡Yo, yo!

—¡Dios! —rugió Tío Einar; se puso de pie con un redoble ensordecedor de alas—. ¡Niños! ¡Niños! ¡Los amo! ¡Los amo!

—¿Qué? ¿Qué pasa? —los niños retrocedieron.

—¡Nada! —cantó Einar, flexionando las alas con gran ímpetu y sobresaltándolos. ¡Wuum! Las alas golpearon como timbales y los niños cayeron con el envión—. ¡Lo tengo, lo tengo! ¡Soy libre otra vez, libre! ¡Fuego de artificio! ¡Pluma en el viento! ¡Brunilla! —gritó hacia la casa; ella asomó la cabeza—. ¡Soy libre! —gritó, agitado—. ¡Escucha! ¡No necesito la noche! ¡Ahora puedo volar de día! ¡No necesito la noche! ¡Volaré todos los días y cualquier día del año de ahora en adelante, y nadie lo sabrá, y nadie me disparará, y, y…! pero ¡Dios! ¡Estoy perdiendo el tiempo! ¡Mira!

Y ante la mirada atónita de su familia sujetó la cola de algodón de uno de los barriletes, se la ató al cinturón, tomó el ovillo de hilo, se puso una hebra entre los dientes y dio el ovillo a sus hijos, y ¡arriba, arriba en el aire voló, lejos en el viento!

Y su hija y sus hijos corrieron por los prados y las granjas, soltando el hilo al cielo brillante, chillando y tropezando, y Brunilla se quedó de pie en la entrada de la casa saludando y riendo al saber que desde ahora su familia correría y volaría feliz.

Los niños corrieron a la lejana Colina de los Barriletes y se quedaron, los tres, sosteniendo el hilo en los ansiosos y orgullosos dedos, tirando, dirigiendo, empujando.

Los niños del pueblo vinieron corriendo con sus pequeños barriletes para lanzarlos al viento y vieron el gran barrilete verde subiendo y bajando en el cielo y exclamaron:

—¡Oh, oh, qué barrilete! ¡Oh, oh! ¡Quisiéramos tener un barrilete así! ¡Qué barrilete! ¿De dónde lo sacaron?

—¡Lo hizo nuestro padre! —exclamaron la hija honorable y los dos hijos hermosos, y dieron al hilo un jubiloso tirón, y el zumbante y atronador barrilete voló en el cielo y subió y… ¡escribió un gran y mágico signo de exclamación en una nube!