Gracias a la exhalación fría del fantasmal pasajero, los habitantes de la Casa de Otoño sintieron una frescura deliciosa, se interrogaron sobre los antiguos símbolos en sus cráneos de altillo y decidieron juntarse en una reunión aún más grande que la de la Gente de Octubre.
Ahora que la Visita a Casa había terminado, aparecieron algunas verdades terribles. Por un momento, el árbol estuvo vacío de hojas en el viento de otoño y luego, instantáneamente, los problemas se aglomeraron de arriba abajo en las ramas, que agitaban alas y mostraban dientes como agujas.
La metáfora era extrema, pero el consejo de Otoño era serio. Tal como sugirió el primo fantasmal, la Familia debía al fin decidir quién y qué era. Debían anotar y ordenar a los extranjeros desconocidos.
¿Quién entre las imágenes del invisible espejo era el más viejo?
—Yo —se oyó el susurro del altillo—. Yo —silbó Mil Veces Gran Abuela a través de sus encías sin dientes—. No hay nadie más viejo.
—Dicho y hecho —estuvo de acuerdo Tomás el Alto.
—De acuerdo —dijo el ratón enano en el extremo en sombras de la larga mesa del consejo; sus manos cubiertas de manchas egipcias se apretaban contra la superficie de caoba.
La mesa sonó con un puñetazo. Algo debajo de la tapa de la mesa dio un golpe chistoso. Nadie se molestó en mirar.
—¿Cuántos golpeamos las mesas, cuántos caminamos, cuántos arrastramos los pies, cuántos corremos? ¿Cuántos se muestran bajo el Sol, cuántos se ocultan con la Luna?
—No tan rápido —dijo Timothy, cuya tarea era escribir los hechos, la fruta del pan o lo que fuera.
—¿Cuántas ramas de la Familia están relacionadas con la muerte?
—Nosotros —dijeron otras voces del altillo, entre ellas, la del viento que atravesaba las maderas rajadas y que aullaba en el techo—. Somos la Gente de Octubre, habitantes del Otoño. Ésa es la verdad en un carozo de almendra, en un caracol con algas.
—Demasiado confuso —dijo Tomás el Corto que, a diferencia de su nombre, era Largo.
—Recorramos la mesa de viajeros los que hayamos caminado, corrido, arañado, flotado en el tiempo y en el espacio, por el aire o por la Tierra. Creo que estamos en las Veintiuna Presencias, suma oculta de varias corrientes de hojas sopladas de árboles a quince mil kilómetros de distancia que, en las cosechas, se establecieron aquí.
—¿Por qué tanto desgaste y lío? —dijo otro caballero más viejo, en la mitad de la mesa, quien había cultivado cebollas y horneado pan para las tumbas de los faraones—. Todos saben lo que hace cada uno. Yo cocino los panes y armo las ristras de cebollas verdes que aroman el estrecho abrazo de los reyes del valle del Nilo. Yo proveo los banquetes en el salón de la Muerte con el préstamo de una docena de faraones que están sentados sobre el oro y cuyo aliento es la levadura y los pastos verdes, y cuyo soplo es la vida eterna. ¿Qué más necesitan saber de mí o de cualquier otro?
—Tus datos son suficientes —el Alto sacudió la cabeza—. Pero necesitamos el resumen de noche de Luna nueva de todos. ¡Con este conocimiento, podremos estar unidos cuando esta guerra sin sentido llegue a su punto culminante!
—¿Guerra? —Timothy alzó la mirada en medio de la escritura—. ¿Qué guerra? —y entonces se palmeó la boca con la mano y se sonrojó—. Lo siento.
—No es necesario que te disculpes, muchacho —habló el Padre de la obscuridad—. Escuchen ahora, déjenme referirles la historia de la ola ascendente de descreimiento. El mundo judeocristiano es una devastación. La zarza ardiente de Moisés no se enciende. Cristo teme salir de la tumba por si acaso el dubitativo Tomás no lo reconociera. La sombra de Alá se derrite al mediodía. De modo que los cristianos y los musulmanes soportan un mundo desgarrado por muchas guerras para finalizar una más grande aún. Moisés nunca bajó de la montaña, porque nunca subió. Cristo no murió, porque nunca nació. Todo esto, les recuerdo, es de gran importancia para nosotros, porque somos el reverso de la moneda que lanzada al aire, cae cara o ceca. ¿Gana lo sagrado o lo profano? Miren, la respuesta es: ¿ninguno o qué? No sólo Jesús se siente solo y Nazaret está en ruinas, sino que el pueblo hace ya largo tiempo que no cree en Nada. No hay espacio para lo glorioso ni lo terrible. Estamos en peligro también, atrapados en la tumba con un carpintero no crucificado, soplados en la zarza ardiente, mientras la Piedra Negra del Oriente quiebra las paredes de la Caaba y cae. El mundo está en guerra. No nos consideran el Enemigo, no, porque eso nos daría carne y substancia. Hay que ver el rostro o la máscara para poder elegir uno y desechar el otro. Luchan contra nosotros simulando que no tenemos carne ni substancia, sin estar seguros de ello. Es una guerra ficticia. Y si creemos lo que creen estos descreídos, nuestros huesos se descascararán para esparcirse en los vientos.
—Ah —susurraron las muchas sombras del consejo—. Iiii —sonó el murmullo—. No.
—Pero sí —dijo el Padre en su antiguo manto—. En un tiempo, la guerra era entre los cristianos y los musulmanes y nosotros. Mientras creyeran en las vidas de los sermones y descreyeran de nosotros, teníamos más que una carne mítica. Teníamos algo por qué pelear para sobrevivir. Pero ahora que el mundo está lleno de guerreros que no atacan, sino que dan la espalda o caminan entre nosotros, y que incluso nos consideran a medias irreales, nos encontramos sin armas. Una nueva ola de marea de negligencia, una nueva titánica lluvia de nadas de ninguna parte y el Apocalipsis, llegan, con un ventarrón lleno de descuido, y apagarán nuestras velas. Una tormenta de ceniza de todas clases estornudará por el mundo y nuestra Familia no existirá más. Destruida por una sola frase que, si uno la oye y la cree, sencillamente dice: ustedes no existen, ustedes no existieron, ustedes nunca fueron.
—Ah. No. Iiii. No, no —sonó el susurro.
—No tan rápido —dijo Timothy en plena escritura.
—¿Cuál es el plan de ataque?
—¿Perdón?
—Bueno —dijo la obscura e invisible Madre adoptiva de Timothy el Visible, Timothy el bien iluminado, el fácilmente encontrado—, ustedes han mencionado las feroces descripciones de Armagedón. Casi nos destruyen con sus palabras. Ahora levántennos, porque somos mitad Gente de Octubre y mitad primos de Lázaro. Sabemos contra quién peleamos. ¿Pero cómo venceremos? El contraataque, por favor.
—Así está mejor —dijo Timothy, con la lengua entre los dientes, escribiendo lentamente, los muy lentos pronunciamientos de su Madre.
—El problema —intervino el fantasmal pasajero— es que debemos hacer que la gente crea en nosotros ¡sólo hasta cierto punto! Si creen demasiado, forjarán martillos y tallarán estacas, harán crucifijos y forjarán espejos. Estamos condenados, si lo logramos, y condenados, si no lo logramos. ¿Cómo pelearemos sin que parezca que peleamos? ¿Cómo nos manifestaremos sin llamar demasiado la atención? ¿Decirle a la gente que no estamos muertos y que, sin embargo, hemos sido debidamente enterrados?
El Padre obscuro caviló.
—Desparrámense —dijo alguien.
Los que estaban en la mesa se dieron vuelta todos a una, para mirar la boca de la que había salido tal sugerencia. Era la de Timothy. Él alzó los ojos, al advertir que había hablado, sin intención de hacerlo.
—¿Otra vez? —le inquirió su Padre.
—Desparrámense —dijo Timothy, con los ojos cerrados.
—Continúa, niño.
—Bueno —dijo Timothy—, mirémonos, todos en un cuarto. Mirémonos todos en una casa. ¡Mirémonos todos en un pueblo!
La boca de Timothy se cerró.
—Bueno —dijo el Padre expectante.
Timothy chasqueó como un ratón, y el Ratón salió de su solapa. La Araña tembló en su cuello. Anuba se preparó para rugir.
—Bueno —dijo Timothy—, tenemos espacio limitado en la casa para las hojas que caen del cielo, los animales que van por el bosque, los murciélagos que vuelan las nubes que vienen a dejar caer su lluvia. Sólo nos quedan unas pocas torres, una de las cuales ahora está ocupada por el fantasmal pasajero y la enfermera. Esa torre está tomada y sólo tenemos algunos recipientes de vino para guardar vino añejo, algunos roperos para colgar ectoplasmas de araña, cierto espacio en las paredes para nuevos ratones, y también, algunos rincones para telarañas. Como esto es así, tenemos que encontrar la manera de distribuir las almas, sacar a la gente de la Casa y mudarla a lugares seguros por todo el país.
—¿Y cómo haremos eso?
—Bueno —dijo Timothy, con más cautela y respeto, porque sentía que todos lo miraban, ya que, al fin de cuentas, era sólo un niño que aconsejaba a esta gente antigua sobre cómo debía vivir… o cómo debía irse y no morir.
—Bueno —continuó Timothy—, tenemos a alguien que podría hacer la distribución. Puede recorrer el país en busca de almas, de cuerpos vacíos y de vidas vacías, y cuando encuentre grandes canastos que no estén llenos y pequeños vasos semivacíos, puede tomar esos cuerpos y vaciar esas almas y hacer lugar para aquéllos de nosotros que queramos viajar.
—¿Y quién puede hacerlo? —dijo alguien, que sabía la respuesta.
—Quien puede ayudarnos a distribuir las almas, está ahora en el altillo. Duerme y sueña, sueña y duerme, en lugares lejanos, y creo que, si vamos y le pedimos que nos ayude a buscar, lo hará. Mientras tanto pensemos en ella para familiarizarnos con el modo en que vive y el modo en que viaja.
—Bueno, ¿quién es? —dijo una voz.
—¿Su nombre? —dijo Timothy—. Se llama Cecy.
—Sí —dijo una fina y hermosa voz que agitó el aire del consejo.
Su voz de altillo había hablado.
—Seré —dijo Cecy— quien inicia los vientos para sembrar la semilla que en el futuro será una flor. Permítanme tomar un alma por vez y recorrer el país y encontrar el lugar apropiado para dejarla. A algunos kilómetros de aquí, más allá del pueblo, hay una granja vacía que fue abandonada hace unos años durante una tormenta de tierra. Hace falta un voluntario entre nuestros parientes lejanos. ¿Quién dará un paso al frente y me permitirá viajar a ese lejano lugar y a esa granja vacía para hacerse cargo y criar niños y existir lejos de la amenaza de las ciudades? ¿Quién será?
—Pues —dijo una voz en medio de un gran agitar de alas al otro extremo de la mesa— ¿no debería ser yo? —dijo Tío Einar—. Tengo la capacidad de vuelo y puedo recorrer parte del camino si me asistes, si tomas mi alma y te haces cargo de mi mente y me ayudas a viajar.
—Sí, Tío Einar —dijo Cecy—. Por cierto que tú, el alado, eres el indicado. ¿Estás listo?
—Sí —dijo Einar.
—Bueno, entonces —dijo Cecy— empecemos.