Fue en el Expreso de Oriente, pasando Venecia, rumbo a París y a Calais, que la vieja mujer notó la presencia del fantasmal pasajero.
El viajero estaba obviamente en trance de muerte por alguna terrible enfermedad.
Ocupaba el camarote veintidós, tres coches más atrás, y se hacía enviar allí las comidas y sólo se levantaba al anochecer, para ir a sentarse en el coche comedor, rodeado de las luces eléctricas artificiales y del sonido del cristal tintineante y de las risas de las mujeres.
Esa noche, moviéndose con terrible lentitud, había ido a sentarse al otro lado del pasillo, donde estaba esta mujer entrada en años, con el busto como una fortaleza, la frente serena, los ojos llenos de cierta benevolencia adquirida con el tiempo.
Había junto a ella una valija negra de médico y en el bolsillo de su saco de hombre, llevaba un termómetro.
La palidez del hombre fantasmal logró que la mano izquierda de ella se deslizara por la solapa para tocar el termómetro.
—Por Dios —susurró la señorita Minerva Halliday.
En el momento en que el maitre pasaba junto a ella, le tocó el codo y con la cabeza señaló al otro lado del corredor.
—Perdón, ¿adónde va ese pobre hombre?
—Calais y Londres, señora. Si Dios quiere.
Y el maitre se apuró a retirarse.
Minerva Halliday, ya sin apetito, observó detenidamente el esqueleto hecho de nieve.
El hombre y los cubiertos puestos frente a él parecían la misma cosa. Los cuchillos, tenedores y cucharas tintineaban con el frío sonido de la plata. Él escuchaba fascinado como si los cubiertos que tintineaban, se tocaban y sonaban, fueran la voz interior de su alma: un tintineo de otra esfera. Sus manos descansaban como mascotas solitarias sobre las rodillas y cuando el tren tomaba una larga curva, su cuerpo, sin quererlo, se inclinaba, cayéndose.
En ese momento, el tren tomó una curva más cerrada y los cubiertos cayeron de la mesa de él con estrépito. En una mesa lejana, una mujer exclamó riendo:
—¡No puedo creerlo!
Un hombre con risa aún más estentórea gritó:
—¡Yo tampoco!
Esta coincidencia causó en el fantasmal pasajero una terrible mezcla de sentimientos. La risa dudosa le había penetrado en los oídos.
El hombre fantasmal se encogió visiblemente. Sus ojos se vaciaron y casi se podía imaginar que un vapor frío le salía de la boca.
La señorita Minerva Halliday, impresionada, se inclinó hacia delante y alargó su mano. Luego se oyó a sí misma susurrar:
—¡Yo creo!
El efecto fue instantáneo.
El fantasmal pasajero se enderezó en el asiento. El color le volvió a las mejillas blancas. Los ojos le brillaron con renovado fuego. Giró la cabeza y miró al otro lado del pasillo hacia esta mujer milagrosa cuyas palabras curaban.
Sonrojándose violentamente, la vieja enfermera de busto grande y cálido se estremeció, se puso de pie y se fue rápidamente.
Cinco minutos más tarde, la señorita Minerva Halliday oyó al maitre que avanzaba apurado por el pasillo, golpeando en las puertas, susurrando. Al pasar frente a la puerta abierta del camarote de ella, la miró.
—Es posible que usted sea…
—No —adivinó ella—, no soy médico. Pero sí enfermera. ¿Es por el anciano del coche comedor?
—¡Sí, sí! ¡Por favor, señora, por aquí!
El hombre fantasmal había sido llevado a su propio camarote.
Al llegar allí, la señorita Minerva Halliday observó el interior.
Y allí yacía el hombre raro, sus débiles ojos cerrados, su boca como una herida sin sangre; la única vida en él era el movimiento de su cabeza que seguía al del tren.
«Por Dios», pensó ella, «¡está muerto!».
En voz alta dijo:
—Si lo necesito, lo mandaré llamar.
El maítre se retiró.
La señorita Minerva Halliday cerró suavemente la puerta corrediza y se volvió para examinar al hombre muerto… porque sin duda estaba muerto. Y sin embargo…
Al fin, se animó a tocarle las muñecas, en las que parecía correr tanta agua helada. Retiró la mano como si los dedos se le hubiesen quemado con hielo seco. Luego se acercó para susurrar al rostro del hombre pálido.
—Escuche atentamente. ¿Sí?
Como respuesta, le pareció oír un único latido gélido del corazón.
Ella continuó.
—No sé cómo lo adiviné. Sé quién es usted y cuál es su enfermedad…
El tren tomó una curva. La cabeza del hombre se dobló como si tuviera el cuello roto.
—¡Le diré de qué se está muriendo usted! —susurró—. ¡Usted sufre el mal… de la gente!
Los ojos del hombre se abrieron como si le hubieran disparado al corazón. Ella dijo:
—La gente de este tren lo está matando a usted. Ellos son su mal.
Algo parecido a un aliento se agitó dentro de la herida cerrada de la boca del hombre.
—Ssssss… sssí.
Ella le apretó la muñeca, tratando de sentirle el pulso:
—Es usted de algún país centroeuropeo, ¿verdad? ¿De algún lugar donde las noches son largas y donde el viento sopla y la gente escucha? Pero ahora las cosas han cambiado y usted ha tratado de escapar viajando, pero…
Justo en ese instante, un grupo de jóvenes turistas, alegres de vino, pasó por el corredor, disparando sus risas.
El fantasmal pasajero se marchitó.
—¿Cómo… lo… sabe? —susurró.
—Soy una enfermera especial con una memoria especial. Vi y encontré a alguien como usted, cuando tenía seis años…
—¿Lo vio? —exhaló el hombre pálido.
—En Irlanda, cerca de Kileshandra. En la casa de mi tío, llena de lluvia y de bruma, de más de cien años de antigüedad, había de noche pasos en el techo y sonidos en el pasillo, como si la tormenta hubiese entrado. Y al final, una sombra entró en mi cuarto. Se sentó en mi cama y el frío de su cuerpo me dio frío a mí. Lo recuerdo y sé que no fue un sueño, porque la sombra que vino a sentarse en mi cama y susurró… era… muy parecida a usted.
Con los ojos cerrados, desde el fondo de su alma ártica, el viejo hombre enfermo respondió con un lamento:
—¿Y quién… y qué… soy yo?
El silbato del Expreso de Oriente sonó muy lejos.
—… un fantasma —dijo ella.
—¡Ssssí! —exclamó el hombre.
Fue un gran grito de necesidad, reconocimiento, afirmación. Él casi se sentó.
—¡Sí!
En ese momento un joven sacerdote, deseoso de actuar, apareció en la puerta. Con los ojos brillantes, los labios húmedos, tomó el crucifijo con una mano, miró a la figura hundida del fantasmal pasajero y exclamó:
—¿Puedo…?
—¿La extremaunción? —el anciano pasajero abrió un ojo como la tapa de una caja de plata—. ¿De usted? No —el ojo se fijó en la enfermera—. ¡Ella!
—¡Señor! —exclamó el joven sacerdote.
Dio un paso atrás, se aferró al crucifijo como si fuera la soga de un paracaídas, giró, y se fue chancleteando.
Y dejó que la vieja enfermera se sentara para examinar al paciente, ahora más raro todavía, hasta que por fin, con un suspiro, él preguntó:
—¿Cómo puede usted ayudarme?
—Bueno —rió ella, con modestia—. Tendremos que encontrar la manera de hacerlo.
El agudo silbato del Expreso de Oriente se adentró en nuevos kilómetros de noche, bruma y niebla.
—¿Va a Calais? —preguntó ella.
—Y más allá, a Dover, a Londres y quizá a un castillo en las afueras de Edimburgo, donde estaré a salvo.
—Eso es casi imposible… —la respuesta de ella fue como si le hubiera disparado al corazón—. ¡No, no, espere, espere! —exclamó ella—. ¿Imposible… sin mí?
—Viajaré con usted hasta Calais y cruzaré hasta Dover.
—¡Pero usted no me conoce!
—Pero soñé con usted de niña, mucho antes de encontrar a alguien como usted en las nieblas y las lluvias de Irlanda. A los nueve años, busqué en los pantanos al Sabueso de los Baskerville.
—Sí —dijo el fantasmal pasajero—. Usted es inglesa, ¡y los ingleses creen!
—Es cierto. Son mejores que los americanos, que dudan. ¿Los franceses? ¡Unos cínicos! Es mejor ser inglesa. Casi no hay casa de la vieja Londres que no tenga su misteriosa Dama del Lago que llora antes del amanecer.
En ese momento el tren tomó una larga curva y la puerta del camarote se abrió. De golpe, una conversación venenosa, charlatanería delirante, como una risa irreligiosa, entró a raudales desde el pasillo. El fantasmal pasajero se marchitó.
Poniéndose de pie, Minerva Halliday cerró la puerta de un golpe y se volvió para mirar a su compañero de viaje, con la familiaridad de una vida de encuentros en sueños.
—Pero, ahora, ¿sabe usted exactamente quién es? —preguntó ella.
El fantasmal pasajero, que había visto en el rostro de ella el rostro de una niña triste que podría haber encontrado hacía mucho tiempo, pasó a describir su vida.
—He «vivido» en un lugar en las afueras de Viena durante doscientos años. Para poder sobrevivir a los ataques de ateos y creyentes por igual, me oculté en bibliotecas en estantes cubiertos de tierra para nutrirme de mitos y cuentos de cementerio. He asistido a banquetes nocturnos de pánico y terror, de caballos que se disparaban, de perros que aullaban, de gatos que se catapultaban… de migas que se sacudían de las losas de las tumbas. Con el paso de los años, mis compatriotas del mundo invisible fueron desapareciendo uno a uno, a medida que los castillos se derrumbaban o que los lores alquilaban sus visitados jardines a clubes femeninos o a empresarios hoteleros. Expulsados, los vagabundos fantasmales del mundo nos hemos hundido en la brea, en el barro y en el campo del descreimiento, la duda, el desprecio o la burla. Al multiplicarse día a día la población y la incredulidad, todos mis amigos espectrales huyeron. No sé adónde. Soy el último, que trata de viajar en tren por Europa hacia algún castillo seguro, lluvioso, donde a los hombres los asusten adecuadamente las cenizas y los humos de las almas errantes. ¡Inglaterra y Escocia!
Su voz se diluyó en el silencio.
—¿Y su nombre? —dijo ella por fin.
—No tengo nombre —susurró—. Mil nieblas han visitado las tumbas de mi familia. Mil lluvias han empapado mi lápida. La bruma y el agua y el Sol borraron las marcas del cincel. Mi nombre se desvaneció con las flores y el pasto y el polvo del mármol —abrió los ojos—. ¿Por qué hace usted esto? —dijo—. ¿Por qué me ayuda?
Y al fin, ella sonrió porque escuchó que la respuesta correcta le salía de los labios:
—Nunca me sentí libre como un pájaro.
—¿¡Pájaro!?
—Mi vida ha sido la de una lechuza embalsamada. No fui monja, nunca me casé. Al tener que cuidar de mi madre inválida y de mi padre medio ciego, me dediqué a los hospitales, las camas de tumba, los llantos en la noche y los medicamentos que no son perfume para hombres de paso. Por eso, yo misma soy casi un fantasma, ¿entiende? Y ahora, en esta noche, a los sesenta y seis años, por fin he encontrado en usted a un paciente. Extraordinariamente diferente, excitante, absolutamente nuevo. ¡Oh Dios, qué desafío! Lo conduciré, para que pueda enfrentar a la gente cuando baje del tren, entre las multitudes de París, luego en el viaje por el mar, fuera del tren, en el ferry. Sin duda seré…
—¡Libre como un pájaro! —dijo el fantasmal pasajero; espasmos de risa lo sacudieron—. ¿Libres como pájaros? Sí, ¡eso es lo que somos!
—Pero —dijo ella—, ¿acaso en París no se comen los pájaros incluso cuando queman a los sacerdotes?
Él cerró los ojos y susurró:
—¿París? Ah, sí.
El tren silbó. La noche pasó.
Y llegaron a París.
Y cuando estaban por llegar, un chico, de no más de seis años, pasó corriendo y se detuvo paralizado. Miró al fantasmal pasajero y el fantasmal pasajero expulsó un recuerdo de hielo antártico. El chico dio un grito y huyó. La vieja enfermera se acercó a la puerta para mirar afuera.
El chico estaba hablando agitado con su padre en el otro extremo del pasillo. El padre arremetió desde el fondo del pasillo, y exclamó:
—¿Qué pasa aquí? ¿Quién asustó a mi…?
El hombre se detuvo. Desde la puerta fijó ahora la mirada en el ocupante consumido, mientras el Expreso de Oriente frenaba lentamente. Y el hombre frenó su lengua:
—… mi hijo.
El fantasmal pasajero lo miró silenciosamente con ojos de bruma gris.
—Yo… —el francés retrocedió incrédulo, rechinando los dientes—. ¡Perdón! —exclamó ahogado—. ¡Mis disculpas!
Y se volvió para empujar a su hijo.
—Buscapleitos. ¡Vamos! —y cerró la puerta de su camarote de un golpe.
—¡París! —se oyó gritar en todo el tren.
—¡Cállese y apúrese! —aconsejó Minerva Halliday, mientras empujaba a su viejo amigo hasta la plataforma, repleta de mal humor y de equipajes fuera de lugar.
—¡Me estoy derritiendo! —exclamó el fantasmal pasajero.
—¡No adonde yo lo llevaré! —ella le mostró su valija de picnic y lo empujó hacia el milagro del último taxi vacío. Y llegaron bajo un cielo tormentoso al cementerio Pére Lachaise. Los grandes portones se cerraban. La enfermera blandió un puñado de francos. El portón se detuvo.
Dentro del cementerio, vagaron insensatamente pero en paz entre diez mil monumentos. Había allí tanto mármol frío y tantas almas ocultas, que la vieja enfermera sintió un mareo, un dolor en la muñeca y un rápido enfriamiento del lado izquierdo de la cara. Sacudió la cabeza, negándose a reconocerlo. Y siguieron circulando entre las piedras.
—¿Dónde hacemos el picnic? —preguntó él.
—En cualquier parte —dijo ella—. ¡Pero con cuidado! Porque es un cementerio francés. Repleto de incrédulos ególatras de la Armée, que quemaban a la gente por su fe, y que apenas un año después serían los próximos en ser quemados por la suya. Elija usted.
Caminaron. El fantasmal pasajero señaló con la cabeza:
—Aquí hay una primera lápida. Debajo de ella, no hay nada. Muerte final, ni un susurro de tiempo. Aquí, la segunda: una mujer, una creyente secreta, porque amaba a su esposo y esperaba volver a verlo en la eternidad… un murmullo de espíritu… un corazón que da vueltas. Está mejor. Ahora, en esta tercera sepultura: un escritor de novelas policiales de una revista francesa. Sin embargo, amó las noches, las nieblas, los castillos. Esta lápida tiene la temperatura adecuada, como un buen vino. Aquí nos sentaremos, querida señora, mientras usted sirve el champán y esperamos tomar nuestro tren.
Ella le ofreció una copa.
—¿Puede beber?
—Puedo intentarlo —tomó la copa—. No se pierde nada con intentarlo.
El fantasmal pasajero casi se «muere» cuando dejaron París. Un grupo de intelectuales, recién salido de un seminario sobre la «Náusea» de Sartre, e inflando el globo acaloradamente sobre Simone de Beauvoir, se desparramó por los pasillos, mientras dejaba a su paso el aire caldeado y vacío.
El pálido pasajero se puso más pálido aún.
En la segunda parada, al salir de París, hubo otra invasión. Unos alemanes, escépticos de la política, subieron a bordo, manifestando ruidosamente su incredulidad sobre los espíritus ancestrales; incluso algunos llevaban libros con el título: ¿Estuvo Dios alguna vez en casa?
El fantasma del Expreso de Oriente se hundió aún más en sus delgados huesos parecidos a los de una radiografía de rayos X.
—¡Oh Dios! —exclamó la señorita Minerva Halliday y fue hasta su propio camarote para volver con una pila de libros.
—¡Hamlet! —exclamó—. Su padre, un espectro, ¿no? Canción de Navidad: ¡cuatro fantasmas! Cumbres borrascosas: Kathy vuelve, ¿para visitar las nieves? Ah, Otra vuelta de tuerca y… Rebeca. Y mi favorito: «¡La pata de mono!». ¿Cuál prefiere?
Pero el fantasma de Oriente no podía pronunciar una palabra del fantasma Marley. Sus ojos se habían trabado, su boca estaba sellada con estalactitas.
—¡Espere! —exclamó ella.
Y abrió el primer libro…
Donde Hamlet está de pie junto al muro del castillo y escucha el quejido del fantasma de su padre, y entonces ella leyó estas palabras:
—«Escúchame… está próxima la hora… en que debo restituirme a las sulfúreas y torturantes llamas…».
Y luego leyó:
—«Soy el espectro de tu padre, condenado por cierto tiempo a andar errante de noche…».
Y siguió:
—«… Si alguna vez amaste a tu padre… ¡Oh Dios! …Venga el más infame y atroz de los asesinatos…».
Y otra vez:
—«… el asesinato más infame y atroz…».
Y el tren corría en la noche mientras ella recitaba las últimas palabras del fantasma del padre de Hamlet:
—«… Adiós de una vez…».
—«… Adieu, adieu. Recuérdame».
Y ella repitió:
—«… ¡Recuérdame!».
Y el fantasma de Oriente tiritó. Ella tomó otro libro:
—«… Marley estaba muerto, para empezar con…».
El tren de Oriente tronó a través de un puente obscurecido sobre un arroyo invisible. Las manos de ella volaban como pájaros.
—«¡Soy el fantasma de las Navidades pasadas!».
Y leyó también:
—«El fantasma de Rickshaw salió de la niebla flotando y se fue trotando a la bruma…».
Y detrás de él, ¿no había sonado acaso, en la boca del fantasma de Oriente, un muy leve eco de cascos de caballo?
—«¡El latido incesante del “corazón delator” del hombre viejo, bajo el piso!» —exclamó ella suavemente.
¡Y entonces, allí, como el salto de una rana, se oyó el primer pulso del corazón del fantasma de Oriente en más de una hora!
En el pasillo, los alemanes disparaban el cañón de la incredulidad.
Pero ella continuó dándole al hombre fantasmal su medicina.
—«El Sabueso aulló en los Pantanos…».
Y el eco de ese aullido, el más triste gemido, salió del alma de su compañero de viaje y gritó en su garganta.
Tan pronto avanzaba la noche, se alzaba la Luna, y la Dama de Blanco cruzaba un paisaje, según decía y narraba la vieja enfermera, como un murciélago se convertía en lobo y luego en lagartija para trepar por la frente del fantasmal pasajero.
Y por fin, el tren durmió en silencio y la señorita Minerva Halliday dejó caer el último libro, que golpeó como un cuerpo al caer al piso.
—¿Requiescat in pace? —susurró el viajero de Oriente, con los ojos cerrados.
—Sí —sonrió ella, asintiendo—. Requiescat in pace.
Y se durmieron.
Y por fin llegaron al mar.
Y había niebla que se volvió bruma, que se volvió lluvia continua como una catarata de lágrimas desde un cielo sin fisuras.
Todo esto logró que el fantasmal pasajero despegara la boca y murmurara su agradecimiento por el cielo fantasmal y por la costa visitada de fantasmas de la marea, en el momento en que el tren llegaba a la terminal, donde se haría el intercambio de los pasajeros, y entonces de un tren lleno se pasaría a un barco lleno.
El fantasma de Oriente se quedó bien atrás, última figura de un tren que era ya un fantasma de sí mismo.
—Espere —exclamó, suave, penosamente—. ¡Ese barco! ¡No hay dónde esconderse! ¡Y la aduana!
Pero los hombres de la aduana le echaron una mirada al rostro pálido bajo la gorra y las orejeras, y rápidamente le indicaron al alma glacial que subiera al ferry.
Entonces se encontró rodeado de voces tontas, de codos ignorantes, de grupos de personas que se empujaban, cuando el barco tembló y se movió y la enfermera vio que su frágil hielo empezaba a derretirse otra vez.
Los alaridos de una multitud de niños la hicieron exclamar:
Y casi cargó al hombre de paja siguiendo a los niños y niñas.
—No —exclamó el anciano pasajero—. ¡El ruido!
—¡Es a propósito! —la enfermera lo hizo pasar por una puerta—. ¡Ésta es la medicina! ¡Aquí!
El anciano miró en derredor.
—Pero —murmuró— es una sala de juegos.
Ella lo condujo en medio de los gritos.
—¡Niños! ¡Es hora de contar cuentos!
Los niños estaban a punto de correr nuevamente, pero ella agregó:
—¡Es hora de contar cuentos de fantasmas!
Señaló al fantasmal pasajero, cuyos dedos de polilla pálida aferraban la bufanda alrededor del cuello gélido.
—¡Todos sentados! —ordenó la enfermera.
Los niños se acomodaron en el suelo con chillidos junto al viajero de Oriente, como indios en torno de una carpa. Lo miraron de abajo a arriba, donde las tormentas de nieve producían raras temperaturas en la boca abierta.
—Todos creen en fantasmas, ¿sí? —dijo ella.
—¡Oh, sí! —gritaron los niños—. ¡Sí!
Fue como si le hubieran colocado una barra de acero en la columna. El viajero de Oriente se enderezó. Una diminuta chispa le encendió los ojos. En sus mejillas florecieron rosas de invierno. Y cuanto más se acurrucaban los niños, más alto se volvía él, y más cálida se hacía su apariencia. Con un dedo de hielo, señaló las caras.
—Yo —susurró…—. Yo —una pausa—. Les contaré un cuento terrible. ¡Acerca de un fantasma verdadero!
—¡Sí! —exclamaron los niños.
Y empezó a hablar como si la fiebre de su lengua conjurara brumas, atrajera nieblas e invitara lluvias, y los niños se abrazaron y se apretujaron, como un lecho de brasas ardientes en el que él se caldeó alegremente. Y mientras hablaba, la enfermera Halliday, apoyada junto a la puerta, vio lo que él veía al otro lado del mar embrujado: los acantilados fantasmales, los acantilados blancos, los acantilados seguros de Dover y no muy lejos, esperando, las torres susurrantes, las profundidades de castillos murmuradores, donde los fantasmas eran lo que siempre habían sido, con los quietos altillos, esperando. Y mirando fijamente, la vieja enfermera sintió que su mano se deslizaba por la solapa hacia el termómetro. Se tomó su propio pulso. Una breve obscuridad tocó sus ojos.
Y entonces un niño dijo:
—¿Quién es usted?
Y arropándose en su manta de telaraña, el fantasmal pasajero aguzó la imaginación y contestó.
El sonido del silbato del ferry que anunciaba la llegada a puerto interrumpió la larga narración de cuentos de medianoche. Y los padres vinieron en busca de sus niños perdidos, para alejarlos del caballero de Oriente de ojos congelados, cuya boca de delirios suaves les hacía tiritar la médula, mientras él susurraba y susurraba, hasta que el ferry tocó el muelle y se llevaron al último niño que protestaba, dejando al viejo hombre y a su enfermera, solos en la sala de juegos. Y el ferry dejó de temblar sus temblores deliciosos, como si hubiese oído, escuchado y disfrutado enormemente de los cuentos desde mucho antes del amanecer.
En la planchada, el viajero de Oriente, con un toque de energía, dijo:
—No, no necesitaré ayuda. ¡Observe!
Y bajó la planchada. Y así como los niños habían sido un tónico para su color, su estatura y sus cuerdas vocales, cuanto más se aproximaba a Inglaterra, tanto más firme era su paso, y cuando finalmente pisó el muelle, un pequeño estallido de sonidos felices emergió de sus labios delgados y la enfermera, detrás de él, dejó de preocuparse y le permitió correr hacia el tren.
Y viéndolo correr como un niño delante de ella, se quedó quieta, llena de alegría y de algo más que alegría. Y él corrió y el corazón de ella corrió con él y de pronto ella sintió una cuchillada de dolor increíble y una losa de obscuridad la golpeó y se desmayó.
En su apuro, el fantasmal pasajero no advirtió que la vieja enfermera no estaba junto a él ni detrás.
Al llegar al tren, tomó aire.
—¡Listo! —se aferró a la manija de la puerta del vagón. Recién entonces sintió una pérdida y se dio vuelta.
Minerva Halliday no estaba allí.
Y sin embargo, un instante más tarde, ella llegó, más pálida que antes, pero con una sonrisa increíblemente radiante. Vaciló y casi se cae. Esta vez fue él quién la sostuvo.
—Estimada señora —dijo—, ¡usted ha sido tan amable!
—Pero —dijo ella, en voz baja, mirándolo, mientras esperaba que él la viera realmente— no me voy.
—¿Usted…?
—Voy con usted —dijo ella.
—¿Pero sus planes?
—Han cambiado. Ahora no tengo otro lugar adonde ir.
Ella se dio vuelta para echar un vistazo sobre el hombro de él.
Una multitud se había juntado para ver a una persona tirada en las tablas del muelle. Había voces que murmuraban y otras que gritaban. La palabra «médico» se oyó varias veces.
El fantasmal pasajero miró a Minerva Halliday. Luego miró a la multitud y al objeto que provocaba la alarma de esa multitud en el muelle: había un termómetro roto bajo los pies. Volvió a mirar a Minerva Halliday, que ahora observaba el termómetro roto.
—Ay, mi querida y amable señora —dijo por fin—. Venga.
Ella lo miró a la cara.
—¿Libres como pájaros? —dijo.
—¡Cómo pájaros! —asintió él.
Y la ayudó a subir al tren, que pronto traqueteó y luego taladró el aire y silbó lejos por las vías hacia Londres y Edimburgo y los páramos y los castillos y las noches obscuras y los largos años.
—Me pregunto, ¿quién sería esa mujer? —dijo el fantasmal pasajero, observando hacia atrás a la multitud en el muelle.
—¡Oh, Dios! —dijo la vieja enfermera—. En verdad, nunca lo he sabido.
Y el tren ya se había ido.
Las vías tardaron veinte segundos en dejar de temblar.