Los cuatro primos —Peter, William, Philip y Jack— se habían quedado después de la Visita a Casa, porque una nube tenebrosa y melancólica y descreída caía sobre Europa. No había lugar en la Casa obscura, y por eso se los acomodó cabeza abajo en el granero, que poco después se incendió.
Al igual que la mayor parte de la Familia no eran gente común.
Decir que dormían de día y que trabajaban en raras ocupaciones de noche, sería quedarse corto.
Señalar que podían leer las mentes o volar con los relámpagos y aterrizar con las hojas, sería poco decir.
Agregar que no se veían en los espejos, o que adoptaban multitud de formas, tamaños y texturas en el vidrio, sería repetir chismes que se volvían verdad.
Los muchachos se parecían a sus tíos, tías, primos y abuelos por el resultado de la cosecha de hongos y de docenas de champiñones.
Eran de todos los colores que se podían mezclar en una noche insomne.
Unos eran jóvenes y otros existían desde que la Esfinge hundió por primera vez sus pies de piedra en las arenas de los tiempos.
Y los cuatro estaban enamorados y necesitados de una integrante particular de la Familia.
Cecy.
Cecy. Ella era la razón, la verdadera razón, la principal razón que tenían los salvajes primos para rondarla y quedarse. Porque ella era un cuenco tan lleno de semillas como una granada. Ella era todos los sentidos de las criaturas del mundo. Ella era todos los cines y los teatros y las galerías de arte de todos los tiempos.
Pídele que te arranque el alma como sacando una muela y que la tire a las nubes para refrescarte el espíritu, y que una vez arrancada, sea lanzada a lo alto para que flote en las brumas.
Pídele que tome esa misma alma y la introduzca en el tronco de un árbol, y te despertarás a la mañana siguiente con pájaros cantando en tu cabeza verde.
Pide ser pura lluvia, y caerás sobre todas las cosas. Pide ser la Luna, y súbitamente mirarás hacia abajo para ver tu pálida luz que pinta pueblos perdidos con el color de las lápidas y los fantasmas espectrales.
Cecy. Que extraía tu alma y sacaba afuera tu impresionante sabiduría, y que podría transferirla a un animal, vegetal o mineral; elige tu veneno.
No era extraño que los primos se quedaran.
Y cerca del anochecer, antes del temible fuego, subieron al altillo para soplar las arenas egipcias de la cama de Cecy.
—Y bien —dijo Cecy, con los ojos cerrados y una sonrisa juguetona en la boca—. ¿Qué desean ser?
—Yo… —dijo Peter.
—Quizá —dijeron William y Philip.
—Podrías… —dijo Jack.
—¿… que los lleve al manicomio local —adivinó Cecy— para mirar dentro de las cabezas a quiénes les falta un tornillo?
—¡Sí!
—¡Hecho! —dijo Cecy—. Vayan a acostarse en los camastros del granero. ¡Arriba y… fuera!
Como corchos, saltaron sus almas. Como pájaros, volaron. Como brillantes agujas, punzaron varias orejas locas del asilo.
—¡Ah! —gritaron encantados.
Durante su ausencia, el granero se incendió.
Entre el griterío y la confusión, las corridas en busca de agua y la histeria generalizada, todos olvidaron quién vivía en el granero o qué podrían estar haciendo los primos voladores, y Cecy, dormida. Estaba tan absorbida en sus veloces sueños que no sintió las llamas, ni el momento terrible en que cayeron las paredes y cuatro antorchas de forma humana se destruyeron a sí mismas. Un trueno resonó por toda la región, sacudió los cielos y lanzó las esencias de los primos que volaron en el viento a través de las aspas del molino, mientras Cecy, con un grito sofocado, se sentó y dio un alarido que arrojó a los primos de vuelta a casa. En el momento de la conmoción, los cuatro estaban en los recintos del manicomio, abriendo las puertas trampas de los cráneos para espiar entre remolinos de confeti los colores de la locura y los obscuros arco iris de la pesadilla.
—¿Qué pasó? —exclamó Jack desde la boca de Cecy.
—¡Qué! —dijo Philip, moviendo los labios de ella.
—Oh Dios —William miraba por los ojos de ella.
—Se quemó el granero —dijo Peter—. ¡Estamos perdidos!
La Familia, con los rostros tiznados por el humo del patio, se dio vuelta como en el funeral de un juglar andariego y miró fijamente a Cecy en estado de shock.
—¿Cecy? —exclamó la Madre, violentamente—. ¿Hay alguien contigo?
—¡Yo, Peter! —gritó Peter desde los labios de Cecy.
—¡Philip!
—¡William!
Las almas se contaron una por una desde la lengua de Cecy.
La Familia esperó.
Entonces, las voces de los cuatro jóvenes, todas a una, hicieron la más aterradora pregunta final:
—¿No salvaron al menos un cuerpo?
La Familia se hundió un centímetro en la Tierra, cargada con el peso de una respuesta que no podía dar.
—Pero… —Cecy se tomó los codos, se tocó el mentón, la boca, la frente, en cuyo interior cuatro fantasmas vivos se disputaban el espacio—. Pero ¿qué haré con ellos? —sus ojos recorrieron los rostros abajo en el patio—. ¡Mis primos no pueden quedarse! ¡No pueden estar dando vueltas en mi cabeza!
Todo lo que Cecy gritó después de eso, o lo que los primos murmuraron, apretujados como guijarros bajo la lengua de ella, o lo que dijo la Familia, mientras corrían como pollos quemados en el patio, todo se perdió.
Con truenos del Día del Juicio Final, el resto del granero se desplomó.
Con un gran susurro, las cenizas volaron en el viento de Octubre que sopló hacia un lado y hacia el otro en el techo del altillo.
—Me parece —dijo el Padre.
—¡No parece, es! —dijo Cecy, con los ojos cerrados.
—Debemos hacer crecer a los primos. Y encontrarles hospedajes temporarios hasta que podamos hacernos de nuevos cuerpos…
—Que sea cuanto antes —dijeron cuatro voces desde la boca de Cecy, en tono agudo, en tono grave y en dos tonos intermedios.
El Padre continuaba en la obscuridad.
—Debe de haber alguien en la Familia que tenga un pequeño lugar en la parte de atrás de su cerebro. ¡Voluntarios!
La Familia respiró el aire helado y se quedó en silencio. De pronto Mil Veces Gran Abuela, desde su lugar en el altillo, susurró:
—¡Por este medio, solicito, nombro y nomino al más viejo de los viejos!
Como si todas las cabezas colgaran de un solo hilo, todos se volvieron parpadeando hacia un rincón donde el antiguo Gran Abuelo Nilo estaba recostado como un atado seco de espigas de trigo, de dos siglos antes de Cristo.
El ancestral Nilo dijo con voz ronca:
—¡No!
—¡Sí! —Gran Abuela cerró las líneas de arena de sus ojos y cruzó los brazos quebradizos sobre el pecho pintado de tumba—. Tienes todo el tiempo del mundo.
—¡Digo no! —el trigo mortuorio se agitó.
—Ésta —murmuró Gran Abuela— es una Familia extraña-maravillosa. Caminamos las noches, volamos los vientos y los aires, recorremos las tormentas, leemos las mentes, hacemos magia, vivimos para siempre o mil años, lo que sea. En suma, somos una Familia en la que uno puede apoyarse, recurrir a ella, cuando…
—¡No, no!
—Shhh. —Un ojo tan grande como la Estrella de la India se abrió, ardió, se apagó, murió—. No es correcto que cuatro jóvenes irresponsables se encuentren en la cabeza de una niña delicada. Y tú puedes enseñar mucho a los primos. Tú prosperaste mucho antes de que Napoleón entrara y saliera corriendo fuera de Rusia o de que Ben Franklin muriera de viruela. Sería bueno que las almas de los muchachos se alojaran en tu oído por un tiempo. Eso los enderezaría. ¿Te atreverías a negarlo?
El antiguo ancestro del Nilo Blanco Azul sólo produjo un leve sonido de espigas secas.
—Bien, entonces —dijo el frágil recuerdo de la hija del Faraón—. Hijos de Hogaño, ¿escuchan?
—¡Escuchamos! —exclamaron los fantasmas desde la boca de Cecy.
—¡Múdense! —dijo la momia de cuatro mil años de antigüedad.
—¡Nos mudamos! —dijeron los cuatro.
Y como nadie se había molestado en decir cuál primo iría primero, hubo un imprevisto torbellino de tejido fantasmal, una marea de tormenta en el viento invisible.
Cuatro expresiones diferentes iluminaron el rostro de Gran Abuelo, ancestro segador. Cuatro terremotos sacudieron su cuerpo quebradizo. Cuatro sonrisas hicieron escalas en sus dientes amarillos como teclas de piano. Antes de que él pudiera protestar, cuatro pasos distintos, a diferente velocidad, lo arrastraron fuera de la casa, a través del césped, y lo llevaron por las vías perdidas del ferrocarril hacia el pueblo, con un aluvión de risas en su garganta de trigo.
La Familia se inclinó en la entrada de la Casa para ver el precipitado paso de alguien que se alejaba corriendo. Cecy, profundamente dormida otra vez, abrió la boca para liberar los sonidos de ese aluvión.
Al mediodía siguiente, la gran locomotora de hierro de un azul descolorido llegó resoplando a la estación de ferrocarril para encontrar, en la plataforma, a la impaciente Familia, cuyos integrantes sostenían entre todos al viejo faraón segador. No caminaron, sino que lo cargaron hasta el asiento en el coche que olía a barniz fresco y felpa cálida. El Nilo viajero, con los ojos cerrados, lanzaba maldiciones en múltiples voces que todos ignoraron.
Acomodaron al antiguo hato de trigo en el asiento, le ataron un sombrero en la cabeza como si pusieran un techo nuevo a un edificio viejo, y luego hablaron al rostro arrugado:
—Gran Abuelo, enderézate. Gran Abuelo, ¿estás allí dentro? Abran paso, primos, dejen hablar al viejo.
—Aquí estoy —la boca seca tuvo un espasmo y silbó—. Y estoy sufriendo sus pecados y su miseria. ¡Maldición, maldición!
—¡No! ¡Mentiras! ¡No hicimos nada! —exclamaron las voces desde una comisura de la boca y luego desde la otra—. ¡Basta!
—¡Silencio! —el Padre tomó el antiguo mentón y le enderezó los huesos de una sacudida—. Al oeste de Octubre está Sojourn, Missouri, no es lejos. Tenemos parientes allí. Tíos, tías, algunos con hijos y otros sin. Como la mente de Cecy sólo puede viajar unos pocos kilómetros, usted tendrá que llevar a estos molestos primos aún más lejos y alojarlos en la carne y en las mentes de la Familia. Pero si no puede distribuir a estos idiotas —agregó— tráigalos vivos de vuelta.
—¡Adiós! —dijeron cuatro voces desde el antiguo hato de trigo.
—¡Adiós, Gran Abuelo, Peter, William, Philip, Jack!
—¡No se olviden de mí! —exclamó una voz de mujer joven.
—¡Cecy! —gritaron todos—. ¡Adiós!
El tren partió monocorde, al oeste de Octubre.
El tren tomó una larga curva. El anciano Nilo se dobló y crujió.
—Y bien —susurró Peter—, aquí estamos.
—Sí —continuó William—, aquí estamos.
El tren silbó.
—Estoy cansado —dijo Jack.
—¡Tú estás cansado! —carraspeó el anciano.
—Nos ahogamos aquí —dijo Philip.
—¡Era de esperarse! El anciano tiene cinco mil años, ¿no es cierto, viejo? Tu cráneo es una tumba.
—¡Basta! —el viejo se golpeó la frente con el puño; un espanto de pájaros se sacudió en su cabeza—. ¡Basta!
—Bueno —susurró Cecy, aquietando el espanto—. Gran Abuelo, estoy bien dormida y vine para acompañarlos parte del viaje, para enseñarte cómo llevar, controlar y guardar a los cuervos y buitres que residen en tu jaula.
—¡Cuervos! ¡Buitres! —protestaron los primos.
—Silencio —dijo Cecy, aplastando a los primos como tabaco en una vieja pipa sin limpiar. Su cuerpo yacía lejos en sus arenas egipcias, pero su mente rondaba, tocaba, empujaba, encantaba, guardaba—. Disfruten. ¡Miren!
Los cuatro primos miraron.
Y por cierto, vagar por los sitios más altos de la antigua tumba era como sobrevivir en un sarcófago obscuro en cuyos recuerdos —alas transparentes dobladas— yacían apilados como hatos encintados en los archivos, paquetes, figuras amortajadas y sombras yacientes. Aquí y allá, un recuerdo especialmente brillante como un singular rayo de luz ámbar irrumpía y generaba un instante dorado en un día de verano. Había olor a cuero gastado y a pelo de caballo quemado y a un tenue aroma del ácido úrico de las piedras amarillentas que les molestaban, cuando ellos se abrían paso con los codos apenas visibles.
—Miren —murmuraron los primos—. ¡Sí, sí!
Porque ahora, quietos por cierto, estaban observando a través de los cristales polvorientos de los ojos del anciano, y veían el gran tren infernal que los conducía, y el mundo de otoño verde-marrón que corría, como si pasara delante de una casa con ventanas de telarañas. Cuando hacían mover la boca del viejo era como hacer sonar un badajo de plomo en una campana herrumbrada. Los sonidos del mundo entraban a través de los oídos huecos como la estática en una radio mal sintonizada.
—Es mejor que no tener ningún cuerpo —dijo Peter.
El tren pasó tronando por un puente.
—Creo que voy a dar una vuelta —dijo Peter.
El anciano sintió que los brazos y las piernas se le movían.
—¡Quieto! ¡Sentado!
El viejo cerró fuertemente los ojos.
—¡Ábrelos ojos! ¡Déjanos ver!
Los globos oculares giraron descontrolados.
—Aquí viene una chica hermosa. ¡Rápido!
—La chica más hermosa del mundo.
La momia no pudo evitarlo y abrió un ojo.
—¡Ah! —dijeron todos—. ¡Muy bien!
La joven se balanceaba siguiendo los movimientos del tren; tan linda como un premio que se gana en una feria después de haber derribado las botellas de leche.
—¡No! —el viejo cerró de golpe los párpados.
—¡Ábrelos!
Los globos oculares daban vueltas.
—¡Suelten! —gritó—. ¡Basta!
La joven se sacudió con el tren como si fuera a caer encima de todos ellos.
—¡Basta! —gritó el hombre viejo, muy viejo—. Está Cecy con nosotros, pura inocencia.
—¡Inocencia! —el altillo secreto rugió de risa.
—Gran Abuelo —dijo Cecy suavemente—. Con tantas excursiones y viajes, no soy…
—¡Inocente! —gritaron los cuatro primos.
—¡Pero vean! —protestó Gran Abuelo.
—Tú tienes que ver —susurró Cecy—. He construido un camino a través de las ventanas de los dormitorios en mil noches de verano. He yacido en frías camas de nieve con almohadas blancas, he nadado desnuda en los ríos en mediodías de agosto, y he descansado en las orillas para que los pájaros vean…
—¡No escucharé!
—Sí —la voz de Cecy vagó por los jardines del recuerdo—. Me he demorado en el rostro de verano de una niña para mirar a un joven, y en el mismo instante, he estado en ese joven, inspirándole amor a esa niña del siempre eterno verano. He anidado en ratones que se apareaban, en pájaros enamorados que se buscaban, en palomas de gran corazón y me he ocultado en mariposas posadas en una flor.
—¡Maldición!
—En las medianoches de diciembre, cuando cae la nieve y cuando sale el humo de las rosadas narices de los caballos, he viajado en trineos, en donde había mantas de piel apiladas, que ocultaban a seis jóvenes acalorados, descubriendo, deseando, encontrando…
—¡Basta!
—¡Bravo! —gritaron los primos.
—… y me he alojado en un edificio de carne y hueso… la mujer más hermosa del mundo…
Gran Abuelo estaba atónito.
Porque ahora era como si la nieve cayera para aquietarlo. Sintió una agitación de flores en la frente, y la brisa matinal de julio que soplaba en sus orejas, y un calor creciente en sus brazos y piernas, y un aumento del busto en su antiguo pecho plano, y un fuego naciente en la boca del estómago. Ahora, mientras Cecy hablaba, los labios de él se suavizaron y se colorearon y supieron poemas y podrían haberlos derramado en increíbles lluvias y sus gastados dedos cubiertos de polvo de tumba se agitaron en su regazo y se volvieron crema y leche y nieve de manzana derretida. Se miró fijamente los dedos helados y cerró los puños.
—¡No! ¡Devuélvanme mis manos! ¡Limpien mi boca!
—Basta —dijo la voz de Philip, desde adentro.
—Estamos perdiendo el tiempo —dijo Peter.
—Vayamos a saludar a la joven —dijo Jack.
—¡Sí! —dijo el Coro del Tabernáculo de Salt Lake, desde una sola garganta.
Unos hilos invisibles pusieron a Gran Abuelo de pie.
—¡Déjenme! —exclamó y convirtió sus ojos, su cráneo y sus costillas, en una rara cama increíble que se hundió para sofocar a los primos—. ¡Allí! ¡Basta!
Los primos rebotaron en la obscuridad.
—¡Auxilio! ¡Luz! ¡Cecy!
—Aquí estoy —dijo Cecy.
El anciano sintió que lo pellizcaban, que le hacían cosquillas detrás de las orejas, en la columna. Sus pulmones se llenaron de plumas, su nariz estornudó hollín.
—Will, ¡mueve su pierna izquierda! Peter, ¡la derecha! ¡Caminen! Philip, ¡el brazo derecho! Jack, ¡el izquierdo! ¡Vamos!
—¡A dos tiempos! ¡Corran!
Gran Abuelo se tambaleó.
Pero no lo hizo hacia la chica hermosa; se balanceó y se desmoronó a medias alejándose de ella.
—¡Esperen! —gritó el coro griego—. ¡Ella está atrás! ¡Deténganlo! ¿Quién tiene sus piernas? ¿Will? ¿Peter?
Gran Abuelo abrió la puerta del vestíbulo, salió a la plataforma ventosa y estaba por arrojarse a un campo de girasoles que pasaban veloces como flechas, cuando:
—¡Estatuas! —dijo el coro amontonado en la boca de él.
Y en estatua se convirtió, en la parte de atrás del tren que se alejaba velozmente.
Girado en sentido inverso, Gran Abuelo se encontró de nuevo en el interior del coche. Cuando el tren pasó una curva como un cohete, se sentó sobre las manos de una joven.
—¡Perdón! —Gran Abuelo se paró de un salto.
—Está perdonado —ella acomodó sus manos.
—¡Basta de líos, no, no! —el viejo hombre viejo, se derrumbó en el asiento frente a la joven—. ¡Infierno! ¡Vuelvan al campanario, murciélagos! ¡Maldición!
Los primos le derritieron la cera de las orejas.
—Recuerden —siseó entre dientes— que ustedes son jóvenes allí dentro, mientras yo soy Tutankamón, recién salido de la tumba aquí afuera.
—Bueno —el cuarteto de cámara le movió los párpados—, ¡te haremos joven!
Le encendieron una mecha en el estómago, una bomba en el pecho.
—¡No!
Gran Abuelo tiró de una cuerda. Se abrió una puerta trampa. Los primos se hundieron en un laberinto interminable de recuerdos ardientes: figuras tridimensionales tan ricas y cálidas como la chica del otro lado del pasillo. Los primos cayeron.
—¡Cuidado!
—¡Estoy perdido!
—¿Peter?
—Estoy en algún lugar de Wisconsm. ¿Cómo llegué aquí?
—Yo estoy en un bote en el río Hudson. ¿William?
Desde lejos, William dijo:
—Londres. ¡Por Dios! ¡Los diarios dicen que la fecha es 22 de agosto de mil ochocientos!
—¿Cecy? ¡Tú hiciste esto!
—¡No! ¡Fui yo! —les gritó Gran Abuelo por todas partes—. Ustedes siguen en mis oídos, maldición, pero están viviendo en mis viejos tiempos y lugares. ¡Cuídense las cabezas!
—¡Un momento! —dijo William—. ¿Esto es el Gran Cañón o tu médula oblonga?
—El Gran Cañón. Mil nueve veintidós.
—¡Una mujer! —gritó Peter—. Está aquí, frente a mí.
Y por cierto que la mujer era hermosa como la primavera de hace doscientos años. Gran Abuelo no recordaba su nombre. Había sido alguien que pasaba con frutillas silvestres un mediodía de verano.
Peter trató de tocar al fabuloso fantasma.
—¡Fuera! —gritó Gran Abuelo.
Y el rostro de la chica explotó en el aire del verano y desapareció por el camino.
—¡Maldición! —gritó Peter.
Los primos se descontrolaron, rompiendo las puertas, levantando ventanas.
—¡Por Dios! ¡Miren! —gritaron.
Porque los recuerdos de Gran Abuelo yacían lado a lado, de a un millón en fondo y en ancho, apretados como sardinas, ordenados por segundos, minutos, horas. Aquí, una muchacha obscura se cepillaba el pelo. Allí, una niña rubia corría o dormía. Todas atrapadas en colmenas del color de las mejillas en verano. Sus sonrisas destellaban. Se podía tomar a las niñas, hacerlas girar, enviarlas lejos y llamarlas de nuevo. Bastaba decir, «Italia, 1797», y ellas bailarían en galerías cálidas o nadarían en mareas de luciérnagas.
—Gran Abuelo, ¿Gran Abuela sabe todo esto?
—¡Hay muchas más!
—¡Miles!
Gran Abuelo descorrió un tejido de recuerdos.
—¡Aquí!
Mil mujeres vagaban en un laberinto.
—¡Bravo, Gran Abuelo!
De oído a oído, él los sintió revolver ciudades, callejones, cuartos.
Hasta que Jack se apoderó de una mujer solitaria y bella.
—¡La tengo!
Ella giró.
—¡Idiota! —susurró ella.
La carne de la mujer hermosa se hundió. El mentón cayó, las mejillas se ahuecaron, los ojos se hundieron.
—¡Gran Abuela, eres tu!
—Hace cinco mil años —murmuró ella.
—¡Cecy! —se encrespó Gran Abuelo—. ¡Guarda a Jack en un perro, en un árbol! ¡En cualquier parte, menos en mi cabeza idiota!
—¡Fuera Jack! —ordenó Cecy. Y Jack salió afuera.
Cecy lo dejó en un petirrojo sobre un poste que en un instante quedó atrás.
Gran Abuela estaba arrugada en la obscuridad. La mirada íntima de Gran Abuelo la tocó para reponerle su carne más joven. Los ojos, las mejillas y el pelo recuperaron el color. Él la puso a salvo en un jardín de árboles frutales de Alejandría, cuando el tiempo aún era joven.
Gran Abuelo abrió los ojos.
La luz del Sol cegó a los tres primos que quedaban. La joven seguía sentada al otro lado del pasillo. Los primos se pusieron de un salto detrás de la mirada del viejo.
—¡Qué tontos! —dijeron—. ¿Por qué nos molestamos con lo viejo? ¡Lo nuevo es ahora!
—Sí —susurró Cecy—. ¡Ahora! Pondré la mente de Gran Abuelo en el cuerpo de la joven y traeré los sueños de ella a la cabeza de él. Estará sentado, erguido. ¡Dentro de él todos seremos acróbatas, gimnastas, genios! El guarda pasará sin saber. La cabeza de Gran Abuelo se llenará de risas salvajes, multitudes desnudas, mientras su verdadera mente quedará atrapada en la frente de esa hermosa niña. ¡Qué diversión en un tren en una tarde calurosa!
—¡Sí! —gritaron todos.
—No —y Gran Abuelo encontró dos pastillas blancas y las tragó.
—¡No! ¡No lo hagas!
—¡Caray! —dijo Cecy—. Era un plan tan bueno y tan malvado.
—Buenas noches, que duerman bien —dijo Gran Abuelo—. Y tú… —miró adormilado a la niña al otro lado del pasillo— acabas de salvarte del destino, de algo peor que la muerte de cuatro primos.
—¿Perdón? —dijo ella.
—Inocencia, continúa en tu inocencia —murmuró Gran Abuelo y se quedó dormido.
El tren llegó a Sojourn, Missouri, a las seis. Recién entonces se permitió que Jack volviera de su exilio en la cabeza del petirrojo del árbol lejano.
No encontraron ningún pariente en Sojourn dispuesto a alojar a los primos rampantes, de modo que Gran Abuelo tomó el tren de vuelta a Illinois, con los primos que maduraron dentro de él, como carozos de durazno. Y allí se quedaron, cada uno en un sitio diferente del altillo que Gran Abuelo cuidaba, y que el Sol y la Luna iluminaban.
Peter se instaló en un recuerdo de Viena de 1840 con una actriz loca; William vivió en Lake Country con una sueca de pelo oxigenado y de años indefinidos; mientras Jack pasaba de un lugar a otro —San Francisco, Berlín, París— y se aparecía de vez en cuando como un brillo malévolo en los ojos de Gran Abuelo. Y Philip, sabio, se encerró en un recinto de la biblioteca para acaparar todos los libros que Gran Abuelo amaba.
Pero algunas noches Gran Abuelo, que ya no tiene cuatro mil años sino catorce, se acerca en el altillo a Gran Abuela.
—¡Tú! ¡A tu edad! —vocifera ella.
Y Gran Abuela le pega con sus vendas una y otra vez hasta que, riendo en cinco voces, Gran Abuelo se rinde, se retira y simula dormir, alerta con cinco clases de alertas menores, listo para intentarlo de nuevo.
Quizá dentro de cuatro mil años.